Presentación del libro “La cáscara amarga”,

de Miguel Rodríguez Muñoz

 

Editorial KRK, Oviedo, 1999. Colección Octavo Mayor, 214 páginas.

 

(El acto de presentación se realizó en Oviedo el 26 de enero de 2000)

 

Cuando, a comienzos de diciembre, Miguel Rodríguez Muñoz habló conmigo para ver si podía participar en la presentación de este libro suyo, le hice varias preguntas, pero ni se me ocurrió plantearle una realmente muy elemental: ¿por qué había pensado en mí para presentar su libro?

Me lo pregunté luego a mí mismo, y es a las reflexiones que me hice a partir de ello a lo que voy a dedicar mi intervención.

Primera constatación, elemental: Miguel y yo tenemos una vieja relación, que ya arrastra más de un cuarto de siglo a las espaldas.

Pero eso no explica nada: si hubieran tenido que venir a hablar aquí cuantos guardan una vieja relación de amistad con él, esto no sería un acto más o menos recoleto, sino una gran manifestación de masas.

Segunda constatación: ambos mantenemos una parecida concepción crítica de la organización social.

Admitamos que esto ya restringe bastante más el número de los candidatos. Pero tampoco tanto. Quiero decir que los que pensamos como él y como yo no damos como para merecer representación parlamentaria –según la práctica ha demostrado tan fehaciente como repetidamente–, pero tampoco somos sólo dos, qué caramba. Hace un par de meses nos juntamos algunos para unas jornadas de debate, y no estábamos todos, ni mucho menos, y éramos varios cientos. Así que eso tampoco justifica que me eligiera a mí.

Tercera constatación: los dos sentimos una irrefrenable tendencia a contar a los demás por escrito lo que nos parece o nos deja de parecer cuanto pasa por delante de nuestras narices. En su caso se trata de una tendencia relativamente sensata, por lo menos en lo cuantitativo, en la medida en que la comparte con otras de trato social diverso. En mi caso es patológica: la verdad es que, si toda mi relación con la vida no se desarrolla por escrito, no es porque yo no haga lo posible. Por mi gusto, hasta contestaría al teléfono por escrito.

Esta común afición por la escritura ya empieza a explicar mejor mi presencia aquí, porque, aunque la tierra celtibérica sea de las más feraces del mundo en materia de escritores –tengo el convencimiento de que hay en España más escritores que lectores–, lo cierto es que la escritura no es ni mucho menos la afición favorita de la gente de nuestro pelaje, como hemos constatado cada vez que nos hemos propuesto hacer cualquier tipo de revista, boletín y hasta octavilla. En el gremio de la cáscara amarga es relativamente fácil encontrar gente dispuesta a manifestarse, a reunirse y a hablar –muy especialmente a hablar–, pero es muy poca, a cambio, la que se aviene a poner sus ideas por escrito, y eso que tenerlas, las tiene. (Por cierto: no deja de ser un fenómeno notable que haya tanta gente que se dedique en España a poner por escrito y publicar las ideas que no tiene, y que la gente que sí las tiene, en cambio, se resista tan ferozmente a hacerlo.)

Pero tengo para mí que tampoco fue nuestra común afición por la escritura lo que le llevó a Miguel a pensar en mí para este acto. Todos los factores que llevo enumerados –amistad, comunidad ideológica, afición por la escritura– son necesarios, pero no suficientes.

Yo creo que lo que definitivamente explica que él pensara en mí, y que a mí eso me pareciera lo más natural del mundo, es que, además de todo los factores comunes antedichos, hay otro todavía más importante: tanto él como yo escribimos sobre la vida y sus cosas a partir de una mirada similar.

Imagino que esto de la mirada merece una explicación, tanto más refiriéndose a dos individuos que, como es nuestro caso, no pueden prescindir de las gafas.

Estoy refiriéndome más bien a una actitud peculiar ante la vida y, por vía de consecuencia, también ante el propio oficio de escribir.

Quienes de ustedes sean lectores habituales de Miguel Rodríguez Muñoz –y quienes no lo sean tienen en este libro una excelente ocasión para iniciarse– saben que su posición ante la realidad social es extremadamente crítica, sí, pero ni gritona ni llorona.

Hay una peligrosa tendencia entre los escritores críticos y radicales a expresarse como si estuvieran todos los días al borde del suicidio. Cada artículo suyo da la sensación de que es el último. Tras leerlo, uno imagina que ya sólo les queda arrojarse por la ventana o tomarse un frasco entero de psicotrópicos, con envase y todo, para irse al otro barrio.

Miguel no. Miguel es consciente de que el desastre es el estado natural de las cosas y, en consecuencia, se lo toma con la debida calma. Sin resignación, pero con calma.

Miguel es un excelente representante de lo que en alguna ocasión he llamado “la desesperación tranquila”. La desesperación tranquila es el estado de ánimo que considero, con mucho, el más lúcido que cabe tener ante este mundo. No ante este mundo de hoy, sino ante este mundo, en general.

Uno no puede vivir en estado de indignación perpetua. Si la indignación es perpetua, entonces deja de ser indignación. La indignación sólo existe en su relación con la calma. La indignación hay que guardarla como un bien preciado y exhibirla tan sólo, y con tiento, cuando algo te toca ya definitivamente los pelendengues. Para el día a día vale más la calma. La calma ácida –corrosiva, si se quiere–, pero calma.

En la literatura política –si es que tomamos como literatura esto que hacemos los columnistas de prensa–, la indignación hay que dosificarla con mucho cuidado. Miguel lo hace de modo muy sabio. (O que a mí me parece muy sabio, porque me gusta).

Les invito a ustedes a leer, dentro de este libro, páginas 81 y 82, el artículo titulado El entierro de la señora. Es todo un ejemplo de lo que estoy tratando de decir.

Empieza con un párrafo irónico, en el que el barroquismo de la construcción de la frase contribuye a realzar los aspectos grotescos del asunto descrito. Se refiere al entierro de Carmen Polo, viuda de Su Excremencia el Jefe del Estado anterior. Dice:

“Entre apiñados haces de erectos brazos y el inquebrantable griterío de sus adictos, recibieron cristiana sepultura los restos mortales de doña Carmen, famosa anciana de apergaminada belleza y loada virtud, coqueta con los collares y avara con los negocios, que vivió la gloria hasta quedar viuda y conservó de su tierra natal el grato recuerdo de los bombones de Peñalva y una finca en San Cucao.”

Magnífico. Magnífico de ritmo, magníficos los contrastes entre las referencias pomposas y  las cutres, magnífico de mala uva. Como magnífica es la subsiguiente descripción del difunto Caudillo en cuyo “imperio de tonadilla (...) nunca asomaba el sol” y de la presencia de los reyes en el luctuoso acto, ingratamente acogida por alguno de los presentes.

Todo se va desarrollando en el artículo en tono de perfecta y distante coña. Hasta que llega el final, que es donde Miguel saca su bien administrada gota de indignación.

Escribe:

“Suele decirse que la política es muy sucia. La imagen del alcalde socialista de Uviéu portado vela en el entierro de los despojos de la Caudilla la ha convertido en nauseabunda”.

El uso generoso de la retranca, que lleva la sonrisa a los labios –no a todos los labios, claro está–, y la prudente dosificación de la ira es una habilidad que aprecio particularmente en los columnistas. Miguel las combina con gran maestría.

Por cierto que son recursos bastante ingratos, porque mucha gente no los entiende. Una proporción bastante elevada de la población lectora de prensa se muestra curiosamente incapaz de entender las ironías y los sarcasmos. Lo he sufrido en propia carne desde que me inicié en estas lides, hace ya la tontería de 35 años.

Les pondré un par de ejemplos recientes de ello.

Hace poco, escribí una columna cachondeándome del jefe formal del PP vasco, Carlos Iturgáiz. Ironizaba sobre él llamándolo “líder carismático”, “perspicaz”, “fino observador crítico de la realidad” y aplicándole no se cuántos ditirambos peregrinos más. Pues bien, recibí una carta de un lector en la que me decía que ya me había desenmascarado de una vez, demostrando que soy un lacayo del PP.

Otro ejemplo, también reciente. Escribo con coña en otra columna, precisamente dedicada a este libro de Miguel, sobre “los que cargamos el pesado fardo de una formación marxista”. Carta al canto de lector que dice que cómo puedo escribir eso, que vaya renegado estoy hecho, que para él su formación marxista es un orgullo, etcétera.

Supongo que Miguel también nos podría contar anécdotas tragicómicas sobre lo mal que lleva alguna gente la digestión de la ironía. No me extrañaría nada que algún perspicaz lector le haya reprochado haber escrito sobre “la loada virtud” de doña Carmen Polo y le haya dicho que esa tía de virtud, nada, y que haber dicho eso demuestra que no es tan antifranquista como pretende.

Otra característica definitoria de la mirada de la realidad que Miguel refleja en sus columnas –y que también trato de compartir– está en eso que él llama “sentido común”.

En la introducción al libro se refiere a sí mismo como “un ciudadano que al cavilar sobre el entorno piensa ingenuamente que lo suyo es puro sentido común”.

El término es equívoco, como él sabe de sobra, y de ahí que haga esa alusión, nada ingenua, a la ingenuidad.

El “sentido común” tiene poco de común. Los puntos de vista del personal están, por lo común –precisamente por lo común– muy condicionados por miradas ajenas. Especialmente la de los grandes medios de comunicación de masas. La mayoría no ve la realidad directamente, sin tapujos. Teme que su criterio ignorante le traicione y se busca tutelas, autoridades en materia de observación que le digan qué tiene que ver y en qué no vale la pena que se fije, aunque lo tenga delante de las narices. Lo que Miguel llama “sentido común” responde al ejercicio de desprenderse de las miradas tutelares, prestadas, para afrontar la contemplación de la realidad por uno mismo, sin intermediarios.

Unos estudiantes de Ciencias de la Información que tuvieron la humorada de dedicar un trabajo académico a mis columnas periodísticas –también son ganas– definieron esa actitud intelectual como “la lógica molesta”. Me pareció un hallazgo. En efecto: se trata, no ya tanto de aceptar, sino de buscar en la interpretación oficial de la realidad social las muchas facetas absurdas que acarrea y que la mayoría acepta sin rechistar. De buscarlas, de encontrarlas y de sacarlas a relucir.

Pero es más que eso. No se trata sólo de poner en solfa la ideología dominante –algo decididamente necesario–, sino toda ideología, es decir, toda representación ideal de las cosas, incluida la de uso tópico entre los sectores críticos.

Sencillamente, de lo que se trata es de bucear en los hechos, y que sea lo que Dios quiera: a ver qué sale. La reflexión sin prejuicios. No vale tener una idea previa y ponerse a ver cómo la justifica uno, sino de ver qué idea debe uno tener después de haber indagado en la realidad sin miedo a encontrarse con lo que sea.

Por supuesto que nadie está en posesión de un cerebro seráfico que le permita tener una visión perfectamente incontaminada de las cosas. No hablo de eso. Tomar partido no sólo es inevitable, sino también muy conveniente. Miguel no lo oculta, y hace muy bien: está del lado de la gente maltratada, y contra quienes la maltratan. De lo que hablo, simplemente, es de atreverse a pensar por uno mismo, consciente de que muchas de las ideas previas que tenemos sobre cada asunto pueden carecer del debido fundamento y, en todo caso, merecen ser reexaminadas sin miedo a tener que rectificarlas, e incluso abandonarlas.

Ahora: el filón de absurdos más prolífico está, qué duda cabe, en la ideología dominante. No me he topado jamás con un tópico oficial que, convenientemente sometido al fuego de la lógica, no se caiga en pedazos.

Ocurre que mucha gente se siente cómoda manejándose con dogmas y verdades incontrovertidas. Y que, si se topa con alguien que le muestra que pueden ser incontrovertidas, pero desde luego no incontrovertibles, entonces se siente desazonada.

Pondré un ejemplo de verdad incontrovertida que a la mayoría le resulta desazonante que alguien ponga en cuestión: “Vivimos en democracia”. El otro día, en una reunión del periódico para el que trabajo, propuse el siguiente silogismo:

Premisa primera: la democracia se caracteriza por asegurar que los pueblos se gobiernan conforme a lo que decide la mayoría de sus miembros.

Premisa segunda: la Unión Europea tiene establecidas unas reglas de funcionamiento interno que obligan a los países a organizar su vida económica conforme a reglas que responden a los postulados del llamado neoliberalismo.

Conclusión: la democracia, en la actual Unión Europea, se ha restringido a la posibilidad de elegir entre un gobierno neoliberal y otro gobierno neoliberal. Es decir, no hay democracia.

Gran escandalera.

Alguien apunta: “Nada impide que un país integrado en la Unión Europea se salga de esa alianza”.

Respuesta: falso. Han favorecido tal grado de imbricación de las estructuras económicas y financieras que ya resulta materialmente imposible volver a separarlas. O, dicho de otro modo, han predeterminado no sólo el ámbito político-geográfico de nuestro futuro, sino incluso el sistema que debe obligatoriamente regir dentro de ese ámbito. Se han cargado las soberanías nacionales y, como no han creado una soberanía supranacional, se han cargado de paso también la democracia. Han sido indiscutiblemente consecuentes, eso sí, en un punto: no han sometido el fin de la democracia a consulta democrática. Lo han hecho todo por su cuenta y riesgo.

Protestas: “Eso es demagógico”, “Incurres en una simplificación absurda”, etc. Ningún argumento medianamente sólido que contraponer al silogismo.

Eso es “la lógica molesta”.

Miguel la utiliza implacablemente, ayudándose también de otras dos herramientas que me encantan: la paradoja y la reducción al absurdo. Dediqué hace algunas semanas una columna a glosar su brillante reivindicación del materialismo grosero. Lo mismo cabría decir de su reflexión, a la vez divertidísima y amarga como pocas, sobre toda esa gente que mira las manifestaciones desde las acercas y los balcones, reflexión en la que por cierto cita a otro asturiano maestro en el manejo del sarcasmo: Angel González. Nunca olvidaré su feroz comparación entre la Historia y la morcilla local: “Las dos se hacen con sangre. Las dos se repiten”. De ese estilo es otra que Miguel pone en circulación a propósito del pensamiento único: “Es en la vida social”, escribe, “donde mejor funcionan los implantes cerebrales”.

Bueno; no sé si con todo este rollo que me he soltado habrá quedado claro que el libro que hoy presentamos me gusta, y que su autor me cae bien. Por si no fuera así, seré más explícito: el libro me gusta mucho y su autor me parece un excelente escritor, amén de una muy recomendable persona.

Decía al principio que, cuando Miguel me pidió que interviniera hoy aquí, se me olvidó preguntarle por qué quería que fuera yo el que hiciera esta presentación. Pues menos mal que no se lo pregunté, porque de haberlo hecho me habría contestado, y me habría hecho polvo el hilo conductor de esta intervención.

Que ya ha terminado.

Muchas gracias por su atención.

 

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