«COMUNICACIÓN Y CONFLICTO VASCO»

 

El lunes 2 de abril de 2001 se celebró en el salón de actos de la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense de Madrid un acto titulado “Comunicación y conflicto vasco”. Organizado por la Asociación “George Orwell”, empezó con la proyección del reportaje de Telemadrid “Los caminos de Euskadi” –cuya emisión en el canal madrileño provocó la destitución del director general de la radiotelevisión autonómica– y, a continuación, intervinimos el catedrático Gonzalo Abril, Iñaki Gabilondo y yo. El salón de actos, grande como un cine de los de antes, estaba a rebosar, lo que me obligó a decirle a Gabilondo: “Te beneficias de mi popularidad”.

Tanto la intervención de Gonzalo Abril como la de Gabilondo estuvieron francamente bien. La mía, que transcibo a continuación, no aporta ninguna novedad a los lectores del “Diario de un resentido social”, que me dirán –y con toda la razón– que me repito más que el pepino. Pero, bueno, como la hice, pues la copio aquí.

 

Ya que estamos en territorio universitario, tal vez no sea mala cosa que inicie esta intervención haciendo una precisión académica para uso de estudiantes de periodismo. Voy a referirme a la errónea visión que en España suele tenerse de esa práctica periodística que se conoce con el nombre de amarillismo.

Imagino que ustedes se preguntarán qué narices tiene que ver ese asunto con el que nos congrega hoy aquí. Les ruego que tengan un poco de paciencia. Ya verán como sí tiene que ver, y mucho.

Les decía que voy a tratar de precisar en qué consiste el amarillismo periodístico.

Durante años, el periódico en el que colaboro fue sistemáticamente acusado de hacer amarillismo.

Me refiero, por supuesto, a El Mundo.

El Mundo denunciaba la actuación de los GAL, y siempre había alguien que decía que eso era amarillismo. Sacaba a la luz lo Filesa, o lo de los fondos reservados, o lo de las escuchas del Cesid, y se le acusaba de hacer amarillismo.

Conviene dejar claro que eso no era amarillismo.

La casi totalidad de las denuncias que hizo El Mundo entre 1989 y 1996 fueron pertinentes, basadas en hechos. Y en hechos muy sólidos, y muy poco edificantes.

Cabría haber criticado a El Mundo en aquellos tiempos, como mucho, por hacer una presentación sensacionalista de los escándalos que sacaba a la luz pública. Ésa es una cuestión de criterio periodístico. Hay quien prefiere dar las noticias, incluso las importantes, sin grandes despliegues tipográficos, sirviéndose de un lenguaje sobrio, distinguiendo de manera escrupulosa la información de la opinión, en la línea del periodismo del hecho desnudo, tan caro a la tradición anglosajona. Otros sostienen, en cambio, que el periodismo del hecho desnudo es pura hipocresía, porque la asepsia informativa no existe, y que el público entiende mejor y aprecia más lo que se le dice por la brava y sin tapujos.

Son dos posiciones igualmente defendibles. En todo caso, titular de manera estridente y dar una presentación espectacular a las noticias no es amarillismo. El periodismo amarillista se sirve del sensacionalismo, pero no todo sensacionalismo es necesariamente amarillista.

El amarillismo como práctica periodística tiene dos características esenciales. Una es exagerar la importancia de hechos que objetivamente no la tienen. Magnificar hechos secundarios, irrelevantes o más propios del cotilleo que de la información seria. La otra, inclinarse ante los instintos más cutres y rastreros de las masas, adularlos e, incluso, atizarlos, para ganarse audiencia como sea y al precio que sea.

Volvamos al ejemplo de El Mundo en el periodo 1989-1996. La información sobre los crímenes de los GAL, ¿fue amarillismo? Desde luego que no. A buena parte de los españoles –me atrevo a decir que a la mayoría–, la denuncia del terrorismo de Estado le resultó desazonante, incómoda. Sumamente desagradable, en realidad. Hacían legión los que no querían ni aprobar ni desaprobar lo que había ocurrido. Que lo que hubieran preferido es que no se les hablara de ello. Toparse en los kioscos con la  fotografía de los restos de Lasa y Zabala –pongamos por caso– les resultó cualquier cosa menos apasionante.

No; aquellas denuncias no fueron ningún ejercicio de amarillismo.

¿Qué es amarillismo, entonces?

Amarillismo es, por ejemplo –y  llego ya con ello al puerto previsto–, lo que se está haciendo con el conflicto vasco.

Tomaré un ejemplo bien reciente y, a mi juicio, extraordinariamente representativo. Me refiero a la escandalera amarillista que se ha montado en relación al decreto de la Consejería de Agricultura del Gobierno vasco que define los estándares de la raza de gallinas denominada euskal oiloa (o sea, «gallina vasca», pero en euskara). Un alboroto montado para dar carta de naturaleza a la idea de que el Gobierno de Ibarretxe tiene tendencias racistas para dar y tomar.

Proporcionaré algunos datos para que vean ustedes hasta qué punto ese montaje responde a las dos características esenciales del amarillismo: sobrevalorar una minucia y atizar los más bajos instintos del gran público. 

La norma adoptada por el Gobierno vasco que ha generado esta historia es mero desarrollo de un decreto firmado en 1997 por la entonces ministra Loyola de Palacio, que establece el  catálogo de las 32 razas avícolas autóctonas de la península. Una de ellas es esta euskal oiloa de las narices (o de los huevos, si ustedes prefieren). Entre esas razas catalogadas por el Ministerio del PP hay otra denominada combatiente español, que incluso tiene su propia página web. Pueden encontrarse también tipos como la menorquina, la extremeña, la castellana negra o la andaluza azul y varias más de nombres a veces, como se ve, asaz chocantes.

Se reprocha a la Consejería de Agricultura del Gobierno vasco que haya fijado los estándares raciales de la euskal oiloa y que hable de la conservación de los mejores ejemplares y de la eliminación de los peores. La práctica de protección de las razas avícolas diferenciadas se basa precisamente en la catalogación de sus estándares, en el trato separado que se dispensa a los integrantes de la raza en cuestión y en el cuidado particular que se concede a sus ejemplares más representativos,  de cara a favorecer la perpetuación de sus rasgos tenidos por más estimables.

 Es así de sencillo. Son prácticas que tienen que ver con la avicultura; no con la ideología.

 La protección de los mejores ejemplares y la eliminación de los menos aptos –algo que sería pura aberración eugenésica si se aplicara a seres humanos– resulta habitual en la avicultura y la ganadería. Por poco que sepa de estas materias, todo el mundo ha visto (u oído) que incluso en la mal llamada "fiesta nacional" se indulta a los toros que demuestran mayor bravura, para dedicarlos a sementales, en tanto que a los menos bravos o con taras físicas se les manda al matadero lo más rápidamente que se puede.

¿Qué nos queda, visto esto? Dos cosas. De un lado, un aburrido decreto, que originariamente era de interés exclusivo para los granjeros avícolas,  elevado a los altares de las secciones de Opinión de los diarios y convertido en tema de tertulias radiofónicas y de columnas de prestigiosas firmas. Y del otro, el reforzamiento de los peores prejuicios de muchos españoles, que ahora creen ya a los nacionalistas vascos capaces incluso de examinar el Rh de las gallinas para ver si son dignas de alzar la ikurriña.

La anécdota no lo es. Bien puede tomarse como muestra del trato que buena parte de los medios de comunicación con sede en Madrid dan al llamado conflicto vasco.

Pondré algún otro ejemplo.

Veamos. El PP y el PSOE convocan una gran manifestación en San Sebastián en defensa de la Constitución y del Estatuto de Autonomía. (Con todo el derecho del mundo, convendrá decir). Bien. Titular madrileño: «Convocados los ciudadanos vascos a manifestar su rechazo a ETA». Días después, el lehendakari convoca otra manifestación, ésta en Bilbao, también contra ETA. Titular madrileño: «Los nacionalistas se echan a la calle». Así son las cosas: unos se manifiestan; los otros «se echan a la calle».

Otro ejemplo de amarillismo informativo. La Ertzaintza hace una redada y detiene a doce personas. Grandes titulares de primera página: «La Ertzaintza detiene a doce etarras». Y de guarnición, editoriales que dicen que ya era hora, que por fin la Policía del PNV toma cartas en el asunto, etcétera. Una agrupación local del PNV ha salido diciendo que uno de los detenidos es un chaval estupendo. Zapatazo en el morro: ya están como siempre estos nacionalistas, cómplices, etc. Horas después, los detenidos son conducidos a Madrid. La Audiencia Nacional examina el papeleo y decide poner en libertad sin más protocolo a diez de ellos, incluido el que había sido defendido por la agrupación local del PNV. ¿Tratamiento informativo del asunto al día siguiente? En un rincón y en páginas interiores. ¿Autocrítica de los medios por haber dado la calificación de etarras a unos ciudadanos sobre los que ya no pesa la menor acusación? Ninguna. Faltaría más.

Estamos en pleno dominio de  «la beligerancia».  La clase política dice que los periodistas tenemos que ser beligerantes. Mi idea –seguramente trasnochada– es que los periodistas, como ciudadanos, podemos tener las opciones políticas que nos venga en gana, y defenderlas tan a capa y espada como nos parezca oportuno. Pero que, cuando lo que nos toca es contar una pelea, lo que tenemos que hacer es contarla, sin más; no tomar partido en ella. Sostiene el dicho periodístico que la primera víctima de toda guerra es la verdad. Y acierta de pleno.

El presidente de la Comunidad de Madrid, Alberto Ruiz Gallardón, forzó la dimisión del director de Telemadrid, Silvio González, por la emisión del reportaje que acabamos de ver. Ruiz Gallardón acusó a González de haber permitido la emisión de un espacio al que, según él, le faltó «beligerancia y compromiso».

La decisión retrata la idea que tiene el presidente de la CAM –y con él tantos otros políticos del establishment– de las relaciones que debe haber entre los gobernantes y los medios de comunicación públicos. Y también de la labor de la Prensa, en general.

Un medio de comunicación público no es –no debería ser– un coto privado del Ejecutivo de turno. Si Gallardón tiene quejas sobre lo que el medio hace o deja de hacer, preséntelas ante su Consejo de Administración, o formúlelas por vía parlamentaria. Enarbolarlas directamente, manu militari, dedicándose a cortar cabezas por su cuenta, denota que tiene un peligroso talante intervencionista y una grave concepción patrimonialista de los medios públicos.

Pero todavía más grave es su exigencia imperiosa de «beligerancia» a los periodistas.

La Prensa está, insisto, para contar lo que ocurre en los conflictos, no para participar en ellos. El periodista tiene el deber de proporcionar todos los ángulos de enfoque que haya, incluidos los que le disgustan. En la técnica de la información periodística, no hay lugar para la beligerancia. Pura y simplemente: está de más.

Pone Ruiz Gallardón como ejemplo de lo inaceptable del reportaje de Telemadrid el hecho de que recogía hasta seis intervenciones de Arnaldo Otegi, por sólo cuatro de Carlos Iturgaiz. Dejando a un lado que Iturgaiz tiene una pasmosa tendencia a decir siempre lo mismo, a menudo incluso con las mismas palabras, no puede desconsiderarse el hecho de que sus criterios son sobradamente conocidos por los espectadores de Telemadrid, que lo oyen a veces hasta tres veces por día. En cambio, pocos de ellos habían tenido ocasión de escuchar los puntos de vista de Arnaldo Otegi. Considerados el uno y el otro desde el ángulo del interés periodístico y en un medio específicamente madrileño, no hay color.

Por lo demás, tampoco tiene nada de malo dejar que Otegi hable y escuchar lo que dice. Ningún demócrata de verdad aspira a ganar apoyo social para sus posiciones silenciando las del contrario. En principio, nada hay que refuerce más el peso de la razón que su contraste con la sinrazón. El pasado viernes tuve ocasión de estar con Arnaldo Otegi más de dos horas seguidas. Puedo asegurarles que mis simpatías por HB no mejoraron ni un milímetro.

El gesto de prepotencia de Ruiz Gallardón fue, en realidad, una muestra de debilidad. La apelación a la beligerancia es, de hecho, un signo de debilidad.

Se nos dice: «La opinión pública exige...». Tal vez la afirmación les escandalice a ustedes, pero les diré que a mí me importa una higa lo que me exija la opinión pública. Cuando informo, cuento lo que veo. Y cuando opino, digo lo que pienso. No ejerzo el periodismo para halagar ningún oído. Me limito a tratar de ser fiel a mis principios profesionales y a mi conciencia ciudadana.

Eso es lo que he tratado de explicar en estas intervención: que, en periodismo, la «beligerancia» no es sino uno de las muchas formas que hoy en día adopta el amarillismo.

Espero no haberles aburrido. Muchas gracias por su atención.<

 

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