¿Es el periodismo una profesión romántica?


            Esta conferencia, que ya ni sé cuantas veces he dado, fue escrita a finales de 1991.

 Entonces era más joven (obvio) e impulsivo. Hay que tenerlo en cuenta.

 

 

-Y usted, ¿a qué se dedica?

-Soy periodista.

-¡Oh, qué interesante!

El mundo de la Prensa, y en particular el de la Prensa diaria, está enormemente mitificado. Son muchas las personas que, cuando oyen hablar de periódicos, se imaginan de inmediato una escena de ribetes románticos: gente en mangas de camisa, con el cigarrillo displicentemente colgado de la comisura de los labios, el teléfono sujeto entre el hombro y la mandíbula, la noticia sensacional a punto de caer, los poderosos que tiemblan. La culpa de esta visión no es de ustedes, sino de algunas emocionantes escenas interpretadas en la pantalla por Joseph Cotten (Ciudadano Kane), Dustin Hoffmann y Robert Redford (Todos dos hombres del presidente), los personajes de Lou Grant y otras fábricas de mitos.

A decir verdad, no hay ningün elemento en ese retrato que traicione gravemente lo que la vista indica. Si usted visita una Redacción de periódico, verá a bastantes periodistas así: en mangas de camisa, con el cigarrillo en la boca y el teléfono amarrado entre el hombro y la mandíbula.

Los signos externos son ésos. La diferencia está en lo que ocultan. Créanme: no suele ser nada romántico.

En primer lugar, si muchos periodistas suelen estar en mangas de camisa es porque en las Redacciones hace un calor insoportable, gracias al mal funcionamiento del aire acondicionado. Por su gusto, llevarían puesta la chaqueta, lo que de paso les permitiría tener controlada la pluma, porque es la enésima vez que se compran una semejante, tras el robo de las anteriores -situación extensible al encendedor de gas y a otra media docena de pequeñas pero no menos apreciadas pertenencias-.

Del resto de la descripción cabe decir algo semejante. «El cigarrillo que cuelga displicente de los labios» tal vez sirviera para darse un aire interesante en tiempos de Bogart; hoy en día es una verdadera maldición. En las reuniones ya no se permite fumar. En la Redacción, el fumador se ha convertido en un apestado, que vive bajo el permanente acoso de los no fumadores, transformados en fanáticos miembros de una nueva religión: la de la Salud. Ahora, el modelo que triunfa es el del culto al cuerpo, hecho de gimnasios, dietas homeopáticas y vegetarianas, squash, pádel, tenis y piscinas climatizadas.

Al pobre fumador ya no le queda ni siquiera el recurso de emprender una buena pelea ideológica, porque enseguida le echan en cara el caso del pobre Pedro, que es asmático: «¿No te das cuenta del daño que le haces?».

El retrato mítico mete también en danza al teléfono. Resulta innegable que el periodista se pasa muchísimo tiempo con el teléfono atrapado con energía entre el hombro y la mandíbula. Ahora bien, difícilmente nadie tomaría esa incómoda posición como un elemento romántico si supiera que en el 50 por ciento de los casos el periodista la adopta porque no renuncia a hacer otras cosas mientras espera a que el aparatito deje de decirle con voz gangosa: «Por saturación de la línea, rogamos vuelva a marcar dentro de unos minutos».

Mi experiencia me permite asegurar que, de la inmensidad de tiempo que los periodistas pasan colgados al teléfono, el capítulo principal, una vez descontadas las faenas de la Compañía Telefónica, lo ocupan las conversaciones particulares. Casi todos los profesionales de la información reservan para sus horas de trabajo las llamadas que pueden resultarles más caras -sea por largas, sea por distantes, sea por ambas cosas-. Gracias al sistema descrito de sustentación del teléfono, pueden hablar durante hora y media con Puri o con Roberto, de vacaciones en Tegucigalpa, sin tener que prescindir por entero de trabajar. (Permítanme observar que esta división de la atención explica muchas de las erratas que suelen aparecer en la mayoría de los periódicos.)

En cuanto a la noticia sensacional... Ustedes compran periódicos todos los días y saben que no se caracterizan por la publicación de montones de noticias sensacionales descubiertas en exclusiva por su autor.

No pretendo con esto decirles que el quehacer periodístico es como cualquier otro. De ningún modo. Por el contrario, me consta que es bastante suyo. Trato simplemente de empezar a despertar la sospecha de que, en términos generales, no es demasiado romántico. En concreto.

Para reforzar mi tesis, habré de introducirles a ustedes en las miserias de esta singular profesión.

Esto me obligará a empezar por transmitirles unas cuantas nociones sobre el lado más miserable del tinglado periodístico, constituido, sin duda alguna, por las empresas editoras de periódicos.

Donde se aprecia con más nitidez la naturaleza y los métodos de las empresas genuinamente periodísticas es en la Prensa local. El escalón inferior de la miseria periodística lo ocupa la Prensa local. Amparados en situaciones de monopolio, o al menos de oligopolio, los propietarios de periódicos locales -que en el mundillo periodístico de Madrid se llaman «de provincias», con evidente mal gusto- actúan a sus anchas y muestran con franco desenfado lo que los accionistas y gestores de un gran diario deben reprimir, o manifestar de modos retorcidos e indirectos.

Los dueños de los periódicos locales suelen concebir su labor con los mismos criterios utilizados habitualmente por los fabricantes de chorizos. (Lo que tal vez fuera injusto reprocharles, dado que ellos, a fin de cuentas, también son del ramo y persiguen idéntico fin: el progreso del género.)

De los diversos departamentos que componen un diario, los empresarios de periódicos locales sólo están verdaderamente interesados en uno: el de publicidad. Para ellos, las noticias son simplemente unas desagradables manchas de tinta que no hay más remedio que poner entre anuncio y anuncio.

Reconocido eso, tratan de hacer de la necesidad virtud, esto es, de conseguir que las noticias y columnas de opinión contribuyan a aumentar los ingresos de publicidad.

En estas condiciones, es «buen periodista» el que no genera ningún tipo de conflicto: el que capta el «lado positivo» de todo lo que se le pone por delante, el que «retoca» las declaraciones de las autoridades para que sus meteduras de pata pasen desapercibidas, el que santifica el orden establecido (y, muy en particular, el orden establecido por los grandes almacenes, que son los que más publicidad aseguran a lo largo del año).

El periodista que se empeña en poner escándalos al descubierto, destapar chanchullos y desfacer entuertos en las alturas del Poder tiene en un periódico de éstos tanto porvenir como un fundamentalista islámico en las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos.

El empresario de Prensa local no es tonto, sin embargo. Sabe que los lectores de periódicos reclaman también una dosis de crítica. Hace en consecuencia sus cálculos, y deja un espacio para la mala baba. Según se orienten sus propias relaciones económicas y políticas, se buscará alguna bicha hacia la que dirigir los dardos de la Redacción. La china puede recaer sobre el Ayuntamiento, la Diputación o el delegado del Gobierno. Cuando no se puede permitir el lujo de disparar hacia tan alto, el propietario, o su portavoz en la tierra, se conforma con la Directiva del equipo de fútbol de la localidad o, incluso -caso patético, pero no por ello menos frecuente-, con el mal funcionamiento del semáforo de la avenida Tal o el socavón de la calle Cual.

Puedo asegurarles que ser periodista en un diario así puede resultar bastante épico, pero no por el producto de la labor realizada, sino por los juegos malabares que debe realizar el propio periodista, si desea -y mientras desea- mantener una cierta dignidad profesional.

Si usted es funcionario, todas estas explicaciones le sobran: conoce lo difícil que es ser honesto en condiciones de este género. Tampoco hará falta que le cuente cómo terminan casi siempre tales tiras y afloja: o con la rendición resignada del interfecto –o sea, del cadáver– o con su emigración hacia otros campos.

En el caso de los grandes periódicos de amplia difusión -que en España se cuentan con los dedos de una mano y unos poquitos de la otra-, las relaciones de la Redacción con la empresa tienen un grado de intimidad menor, y las presiones siguen derroteros más indirectos. (Aunque no siempre: recuérdese el caso de un crítico gastronómico de un gran periódico que fue despedido por poner a caldo un restaurante cuyo dueño resultó ser amigo del gran patrón del diario.)

Y es que estos grandes periódicos no están concebidos como máquinas de dar coba a tal o cual caciquillo o grupo de caciquillos, por más que en algunos casos y en determinadas materias acaben dedicándose a ello, sino como fábricas de crear opinión pública.

Las relaciones de estos periódicos con el Poder son complejas, porque complejos son también los entramados del Poder. O de los Poderes: político, económico, militar, religioso, cultural, etc.

El periodista que tiene alguna responsabilidad dentro de un gran diario rara vez es un novato ingenuo. Ha pasado ya por filtros varios, se ha pegado las bofetadas correspondientes, conoce para quién trabaja y sabe qué fronteras ideológicas y políticas marcan los límites de su periódico. Eso hace que en condiciones normales no haga falta que nadie le llame al orden: se llama él solo, y alecciona en ese difícil arte a los novatos y/o ingenuos que asoman por la Redacción.

Creo que los elementos proporcionados ya parecen bastantes para deducir que el trabajo periodístico no es tan romántico como suele creerse.

Reducido a límites razonables el romanticismo del ejercicio de la profesión periodística en general, nos quedan todavía sueltos algunos mitos de la épica periodística.

Permítanme que les presente una escena tomada de la realidad. El periodista está con su novia en la playa. Agosto es bello. Tiene por delante quince días de inestimable descanso. Acaba de acercarse al kiosco de bebidas a por una cerveza fría. La radio empieza a dar las noticias. «Abrimos el noticiario con una información de alcance», dice el locutor, que probablemente lleva años intentado averiguar qué narices quiere decir «de alcance». Pero el hombre no está hoy para disquisiciones lingüísticas y continúa con voz de circunstancias: «Irak ha invadido Kuwait.»

Primera hipótesis: el periodista paga la cerveza y vuelve al punto en el que su novia se broncea frente al mar. «De buena me he librado», le comenta. «En este momento debe haber un follón de aquí te espero en la Redacción. Y encima cuatro gatos, contando a los de prácticas». Emite un sonoro suspiro de alivio, extiende bien la toalla y se tumba al sol con una sonrisa beatífica.

Segunda hipótesis: el periodista brama al camarero un «¡Olvídese de la cerveza!» y sale corriendo hacia la primera cabina de teléfonos libre. «0ye, ¿quién eres? Hombre, Rodri: soy Gervasio. Acabo de oír lo de Irak. ¡Vaya pirula! Dile a Pepe que puedo volver esta misma noche». Y tras una pausa: «¡Cómo que no hace falta! ¿Estáis bobos, o qué?».

De las muchas clasificaciones que cabe hacer dentro del gremio de los periodistas, quizá la más importante -por primaria- es la que diferencia a los periodistas-funcionarios de los que están «enganchados» por la profesión hasta el punto de no pensar a lo largo del día sino en función de ella y dedicarle cuanto tiempo pueden (y a veces bastante más).

El periodista-funcionario forma parte de una especie en ascenso. Es el que pasa el día mirando el reloj, loco porque marque la hora de salida (porque la tiene); el que, como mucho, escribe su articulito y se lava las manos en todo lo que se salga de esa responsabilidad; el especialista en fingir que está haciendo algo cuando no hace nada -su frase favorita es «Estoy en ello»; el que se apunta a todos los cócteles y comidas gratis que puede y luego se empeña en que se publique algo sobre lo tratado allí, aunque carezca de interés, para no perder la estima del invitador; el que dice a los cuatro vientos que «éste es un trabajo como cualquiera: otros hacen tornillos; yo escribo noticias», aunque lo cierto sea que apenas escriba, ni noticias ni cartas a su madre. En pocas palabras: es el tipo que, si puede, se escaquea, y si no, se limita a cumplir lo mínimo imprescindible.

El periodismo funcionarial es el cáncer de la, empresa periodística. A cambio, merecería una medalla sindical, por su capacidad de generar empleo. En efecto: cuando en una Redacción florecen los periodistas-funcionarios, el trabajo que puede sacarse adelante es poco y malo; en consecuencia, la empresa se ve obligada a contratar más personal con la esperanza de que los nuevos hagan algo. El recurso suele verse neutralizado casi de inmediato, porque el periodista-funcionario tiene una sorprendente capacidad de contagiar su estilo de trabajo (de no trabajo, más bien) a los demás. Gracias a ello, enseguida se vuelve imperioso contratar otra nueva hornada.

Un caso espectacular de concentración periodístico-funcionarial es el Ente Público Radio-Televisión Española, que cuenta con cientos de personas, si no miles, que sólo aparecen a cobrar, y a veces ni eso, porque se les ingresa el salario por conducto bancario. Otros van, pero nada más que por salir de casa y tomar café con los amigos.

Un día en que le dio por pensar -eso fue hace años-, la Dirección de RTVE descubrió que, en lugar de aspirar a cambiar la situación con nuevas contrataciones, era preferible pagar los servicios de personas de fuera de la casa, a tanto el trabajo. La costumbre de alquilar se generalizó, abarcando no sólo a individuos aislados, sino también a equipos enteros, e incluso a material técnico. Llegué a conocer personalmente en Prado del Rey un micrófono que llevaba tanto tiempo alquilado que había provocado ya un desembolso varias veces superior a su precio en el mercado. De algunos trabajadores nominales no podría decirse ni eso, porque es dificilísimo fijar el valor de la nada. Cuando los directivos del Ente contemplaron este panorama, se dieron cuenta del negocio que había ahí, y raro fue el que no montó alguna empresa exterior a la que encargarse programas y servicios. Se hicieron millonarios a toda velocidad.

La extensión de la funcionaritis dentro del periodismo no es culpa única, ni siquiera principal, de los propios periodistas. Es cierto que algunos tenían ese espíritu metido en el cuerpo ya desde antes de ser contratados -hay vagos vocacionales-, pero la mayoría acaba recalando en el burocratismo tras sucesivas decepciones.

Si uno se busca los datos de un escándalo importante y cuando aparece con ellos en la Redacción se le ríen en las barbas, y le dicen que cómo se le ha ocurrido la idea de escribir sobre Don Preboste de Tal, íntimo del director-general, aconsejándole que se meta el artículo por salva sea la parte, lo más probable es que no se sienta excesivamente animado a seguir indagando en escándalos del género.

Y si mete horas como un cochino, entregado a la causa del trabajo de qualité, y se apercibe: a) de que parece haber una relación inversamente proporcional entre el esfuerzo invertido y el sueldo cobrado, puesto que los que menos trabajan son los mejor situados; y b) de que los de su entorno oscilan entre considerarlo imbécil, pelota o ambas cosas simultáneamente... es harto posible que opte por apuntarse a la molicie general.

Lo que puede formularse de otro modo: hay periodistas que se comportan como funcionarios porque hay medios que se comportan como ministerios.

En términos generales puede afirmarse que el periodista verdaderamente «enganchado» -no hablo aquí del que simpatiza con el trabajo que hace, sino del que está real y apasionadamente enamorado de él- es un tipo singular, incluso dentro de la propia profesión periodística.

Pero no tanto como para constituir una rareza. Florece incluso en los medios menos propicios.

Es fruto de una selección darwiniana. No es que se muestre insensible a la presión ambiental desilusionante; es que su vocación y/o su ambición son más fuertes que ella.

Resulta más que posible que en muchas ocasiones no pueda hacer lo que le gusta hacer, ni cómo le gusta hacerlo; cabe apostar que muchos días estará tan harto que a gusto le plantaría a su jefe el monitor en la cabeza; a no dudar que en ocasiones siente ganas de mandarlo todo al guano y dedicarse a otra cosa. Diez contra uno a que el periodista que está «enganchado», de verdad superará una y otra vez el desánimo y volverá a la carga.

Es una particularidad casi exclusiva del periodismo diario, que difícilmente se encuentra en otras variantes de la profesión. «Hay dos clases de periodismo: el de verdad, o sea, el de diario, ...y todo lo otro, que es como de juguete», dice Gervasio Guzmán, «enganchado» de primera.

La inmediatez del trabajo au jour le jour representa, sin duda, uno de los factores principales de encandilamiento profesional. Las noticias y las opiniones queman: para que su fuego pueda comunicarse, hay que ponerlo en circulación inmediatamente. Si debe esperarse una semana, quince días, por no hablar ya de un mes, el peligro de que se entibie la noticia -o el comentario que ésta ha provocado- es considerable. Uno mismo no lo vive con la misma pasión, y lo que uno no siente, difícilmente puede transmitirlo.

Otro factor «enganchante» del periodismo diario lo aporta su mismo carácter absorbente: es capaz de expandirse en la vida de su víctima hasta ocupar todo el espacio disponible. El diario se convierte en el universo del periodista, que vive de, en y para el periódico, y éste adquiere todas las características de una obsesión patológica.

Llevo dedicado a la escritura como ocupación principal desde los 18 años. Si las cuentas no me fallan, eso hace algo así como un cuarto de siglo. He trabajado en todas las variables de periodismo escrito que existen, desde el fanzine a la revista de lujo. Pues bien: no he encontrado nunca un campo profesional que pueda compararse al del periodismo diario. Ninguno capaz de apasionar como él; ninguno tan absorbente; ninguno que encierre tantas posibilidades; ninguno que colme como él las ansias de comunicar.

A semejanza de otras drogas duras, la del periodismo diario tiene una gran dificultad de «desenganche».

Es algo que se nota particularmente en los períodos de vacaciones. El periodista «enganchado», así se hayan marchado a las Antillas, no consiguen olvidarse de su trabajo. Sigue escribiendo mentalmente artículos, cerrando páginas y pensando en

fotografías durante días y días; cuando ya logra olvidarse del periódico, las vacaciones se le han terminado.

A veces, el periodista «enganchado», harto de darse la paliza y no obtener compensaciones, decide cambiar de ramo y se pone a trabajar en una revista, en un gabinete de Prensa o en cualquier otra opción menos cansada. La tensión del diario puede ser física y anímicamente tan agotadora que la tentación de la huida se vuelve a veces irresistible. Pero el «enganchado» al periodismo diario, como el alcohólico, no deja de serlo nunca, aunque dejen durante tiempo de frecuentar la causa de su adicción.

Después de una experiencia traumática en un diario, un amigo mío -al que por comodidad llamaré Gervasio Guzmán- decidió retirarse «para siempre» del mundo de los periódicos. Pasó un cierto tiempo en un gabinete de Prensa para acabar recalando en una revista empresarial de lujo. Como él explicaba a cuantos querían oírle, aquello era «un auténtico chollo». En efecto, ganaba un buen sueldo y trabajaba muy poco.

Cuando llevaba unos años en esa situación, le propusieron incorporarse a un nuevo diario.

Me lo encontré en la calle y le pregunté qué iba a hacer. Me explicó la situación:

«No tienes más que comparar. Me ofrecen un sueldo inferior al que estoy cobrando. Ahora trabajo de 9 a 2 de la tarde; en el periódico tendría que trabajar tres o cuatro horas más, como poco. Es una propuesta totalmente descabellada».

Se quedó mirándome sonriente. «O sea, que has aceptado», le dije.

«Claro», respondió, aliviado al comprobar que le entendía. De la misma manera que el alcohólico no bebe para estar alegre, sino por pura compulsión, para calmar su ansiedad, el periodista «enganchado» no trabaja por el sueldo, siempre que éste cubra sus necesidades vitales. Si hubiera de cobrar todas las horas extra que realiza, se volvería multimillonario.

¿Por qué lo hace, entonces? Por puro fanatismo. El periodista «enganchado» está imbuido de un espíritu militante que para sí quisieran los kamikazes y los integrantes de comandos suicidas chiítas. Su trabajo lo es todo, lo merece todo.

La amistad de un periodista «enganchado», por no hablar ya de su amor, son de una extrema dificultad. Un agente de seguros, por muy en serio que se tome su trabajo, en horas libres habla de otra cosa. Con el periodista militante se corre el peligro de aguantar interminables rollos sobre, por ejemplo, la mala organización de su sección, la dificultad de encontrar fuentes fiables en el Ministerio de Defensa o la vía que debería seguirse para que el Departamento de documentación sea realmente eficaz.

–Es terrible lo de la guerra del Golfo –le dice ella, que trabaja en el Ministerio de Trabajo (o sea, que apenas trabaja), con la intención de encontrar un campo de interés mutuo.

–Y tanto. ¿Tú sabes el descenso de publicidad que ha habido a cuenta de eso? –le responde él.

Ella, que está al tanto de los problemas de publicidad de la Prensa porque se los ha contado él no menos de doscientas veces, opta por cambiar de tema.

–El otro día fui al teatro a ver el estreno de Mengano.

–Ah, sí; lo leí en la sección de Cultura –contesta él.

–¿Leíste que yo fui al teatro? -levanta la voz ella, que ya empieza a estar más que harta del modo monográfico, lineal y exhaustivo que tiene él de afrontar la vida.

–En mi opinión, lo lógico sería unificar la sección de Cultura con el suplemento de Libros –prosigue él, irremediablemente en las nubes–. De lo contrario, duplicamos esfuerzos.

–Vete a la mierda –le espeta ella, poniéndose en pie.

–¡Andá! ¡Tienes razón! ¡Es verdad! ¡Se me ha hecho tarde! Y con una sonrisa:

–¡Es que me pongo a hablar contigo y se me pasa el tiempo sin darme ni cuenta! Tengo que ir al periódico. ¡Qué rabia!

Ninguna mujer en su sano juicio debe cometer el error de ligar con un periodista «enganchado». (Y al revés, porque en esta materia la igualdad de sexos parece haberse logrado con total éxito.)

¿Se imagina usted que ha preparado cuidadosamente una cena de cumpleaños, que ha invitado a dieciséis amigos, que todo está dispuesto... y que su pareja le llama a las 10 de la noche para decirle telegráficamente: «Oye, que no voy, no puedo, mañana te explico», y le cuelga sin más protocolo? Pues eso es lo menos que le puede ocurrir a quien convive con un periodista militante.

Ésa es una de las dos razones por las cuales buena parte de los y las periodistas tienden a ligar entre sí. (La otra razón es que apenas conocen a personas de otros ambientes, quitando a las que son sujeto de las noticias que escriben: políticos, banqueros, asesinos y tipos de ese estilo.)

He citado antes algunos filmes que proporcionan una idea falsa de lo que es la profesión periodística. En honor al séptimo arte, convendrá decir que también los hay que se aproximan bastante a la realidad. Dos de ellos tienen tramas prácticamente idénticas. Se trata de Luna Nueva y de Primera página.

En términos generales, y aunque las dos películas resulten sublimes, desde un punto de vista puramente artístico prefiero la primera. Cary Grant está fantástico en su papel de director de periódico sin escrúpulos y el guión no tiene desperdicio, como

muy bien descubrieron a la hora de hacer Primera página, cuando decidieron copiarlo casi en su integridad.

No obstante, como retrato de la profesión es mas exacta Primera pagina. Y ello por una razón decisiva: en Luna Nueva, las pillerías del director del periódico tienen una doble motivación: quiere conseguir la noticia exclusiva, sí, pero también quiere a la chica, con la que acaba por casarse en segundas nupcias. En Primera página, en cambio, las intenciones de Walter Matthau son químicamente puras: su egoísmo es exclusivamente profesional. La felicidad personal del periodista, encarnada por Jack Lemmon, le importa un comino; sólo desea retener sus servicios de reportero.

A1 igual que antes reseñaba la existencia de dos géneros fundamentales de periodistas, cabe registrar también dos tipos básicos de director de diario: los «administrativos» y los «salvajes». El director de tipo «administrativo», que suele encontrarse con facilidad en diarios locales, es el que reparte lo esencial de su tiempo entre procurar que nada se desmande y asistir a actos sociales, en tanto que miembro de las «fuerzas vivas». A veces ni siquiera sabe gran cosa de periodismo: pone a su lado un hombre bregado en el oficio y se limita a transmitirle instrucciones de tipo general: nada de meterse con el señor González y González de la Zutanería; no me toquéis el asunto de la concesión de las obras de la autopista R-48; dadle importancia a las reunión de mañana en el Gobierno Civil, en la que casualmente estaré yo; no quiero volver a ver en mi periódico la firma de ese Gervasio Guzmán, que es un imbécil.

El director de género “salvaje” esta bastante bien reflejado, en cuanto a su modo de funcionar, por el personaje que Walter Matthau representa en Primera Plana: dedicación absoluta, devoción por la profesión, estilo implacable, nula consideración por los sacrificios humanos que entrañe sacar el periódico adelante, capacidad para recurrir a cuanto haga falta para lograr los fines deseados. En el caso del filme, se trata de un periódico «amarillo», que privilegia las informaciones de sucesos -una tendencia muy arraigada en otros países, que en España todavía no conocemos, aunque haya ya algún proyecto que apunta en ese sentido-. Pero esa diferencia afecta al contenido del diario, no a los métodos de trabajo de su director.

En los grandes periódicos, lo normal es que el director sea del tipo «salvaje», aunque incorpore unas u otras dosis del género «administrativo», nunca demasiado importantes. Cuando un periodista con fuertes tendencias «administrativas» es nombrado director de un diario importante, ocurre siempre lo mismo: la tensión informativa del diario se resiente, los lectores comienzan a darle la espalda y la empresa se disgusta. Conclusión: acaban despidiéndole (o nombrándole para algún cargo de carácter simbólico y aparentemente más importante, que es una forma muy española de despedir).

He conocido directores de rotativos que eran insólitamente «administrativos». Uno, al que conocí en Nueva Zelanda -perdonen, pero es que no se me ocurre ningún país más alejado del nuestro-, se negaba siquiera a entrar en la Redacción. «Cuando tengo que hablar con un redactor lo llamo a mi despacho», me declaró en una ocasión. Otro, éste de Sidney (Australia), si un redactor le decía que quería hablar con él, le daba cita para varios días después, como si fuera un médico de la Seguridad Social, sin entender que en un diario los problemas deben resolverse, por definición, en el día. Ninguno de los dos han llegado demasiado lejos.

No obstante, la proximidad entre el director del rotativo y su Redacción no debe tomarse como signo de amistad o buen trato. La mayor parte de los grandes directores de periódico tienen unas relaciones espantosas con todo el mundo.

Pero ése es un punto en el que se entenderá que, por prudencia y apego al puesto de trabajo, me detenga suavemente. Aunque sea sólo por hoy.

 

(31-XII -1991)

 

Para volver a la página principal, pincha aquí