Una cierta idea de España

Intervención en las Jornadas “Madrid, España, nacionalismos”, organizadas por Liberación

y “Página Abierta” en el Ateneo de Madrid el 5 de mayo de 1999.

 

Quisiera, antes de nada, agradecer a Liberación y Página Abierta que hayan pensado en mí para la presentación global de estas Jornadas destinadas a reflexionar sobre las realidad de Madrid y sus relaciones con España y con los nacionalismos periféricos, en tanto que conceptos y en tanto que realidades.

Mi reconocimiento es doble, puesto que también me han encargado de presentar y dirigir la primera de las tres mesas, en la que participarán dos pensadores de la reconocida categoría e integridad de Ignasi Alvarez Dorronsoro y Francisco Fernández Buey, que con seguridad nos ayudarán a profundizar en las ideas de pueblo, nación y ciudad.

¿Qué pretenden estas Jornadas? No tienen un fin cerrado. Según me explicaron sus organizadores en un correo electrónico, cuando me propusieron participar en ellas, se parte de la constatación de que Madrid –cito literalmente– «es la capital de España y una gran urbe proyectada hacia el exterior, que está constituida por un entramado institucional, cultural y mediático, y un cuerpo social diverso en su origen, que recibe un continuo ir y venir de grupos y personas étnica y nacionalmente muy heterogéneas. Sobre nuestra sociedad se vierten imágenes, vivencias, mensajes, enseñanzas, etcétera, aparentemente contradictorios para su identificación nacional: podría ser la ciudad de Europa o del mundo, cruce de caminos y culturas, pero seguramente le pueda más ser la capital de España, la ciudad española por excelencia, poco curtida en la cultura democrática –como casi todas las del Estado español– y poco receptiva a comprender la realidad de su España. Nos interesa adentrarnos en esta dimensión de la realidad de una sociedad, la madrileña. No ambicionamos encontrar demasiadas respuestas. Sería bueno, eso sí, que acertáramos a formular un puñado de preguntas pertinentes, formándonos algo más, alejándonos de lo trillado y superficial». Hasta aquí la cita.

Dudo que esta breve disertación introductoria mía vaya a ser decisiva para la consecución de ese objetivo. Trataré de expresar, en cualquier caso, algunas ideas que me sugieren las tres palabras que sirven de enunciado a las Jornadas: Madrid, España, nacionalismos.

 

«España». ¿Qué es España? Incluso, puestos a replanteárselo todo: ¿existe España? Hay quienes viven tan tranquilamente  descartando esa palabra de su vocabulario. Hablan exclusivamente, cuando hace al caso, del Estado español. Es su modo de subrayar que la realidad político-administrativa en la que habitamos se basa en una unidad de pueblos cuyo origen no fue consentido, sino forzado, pecado original del que todavía no se ha liberado, según su criterio (que en esto coincide con el mío).

Otros hablan de España, pero excluyen del ámbito de aplicación del término el territorio de su propia nacionalidad. Para ellos España es, unas veces, «el resto del Estado», es decir, todo lo que no es su propio país, y en otras ocasiones, todo lo que no es Cataluña (o los Països Catalans), Euskadi y Galicia. España es, en su consideración, algo así como la suma de los retales sobrantes.

Unos y otros –los que hablan exclusivamente del Estado español y los que reservan su idea de España para el resto– son ciertamente muy minoritarios. Para la gran mayoría –y me refiero no sólo a la gran mayoría de los españoles de DNI, sino también a la práctica totalidad de los habitantes del planeta–, España es el término que sirve para referirse a esta parte de la tierra en la que vivimos quienes, conformes o a disgusto, tenemos oficialmente asignada e internacionalmente reconocida la nacionalidad española. Lo que no quiere decir que a éstos les asista más razón que a aquéllos: no siempre las mayorías, por amplias que sean, tienen razón.

Luego volveré sobre la idea de España.

¿Y qué es Madrid? Pues la capital de eso. Y, para muchos, también la quintaesencia de eso. De ese lo-que-sea.

Porque Madrid no es sólo esta porción de la meseta que está llena de casas –y últimamente también de fuentes de todo tamaño, suerte y condición, gracias a la lumbrera de alcalde que tenemos, al que llaman Inaugurator–. Madrid no es sólo el espacio en el que nos hacinamos casi cuatro millones de personas y 250 millones de coches. Es también la sede del poder central y, por ello, su representación simbólica.

Se afirma, por ejemplo: «Madrid apoya el bombardeo de Yugoslavia», y excuso decir que eso no significa que se haya celebrado un referéndum en la capital del Reino para tomar postura al respecto. El nombre de Madrid sirve comúnmente para simbolizar el mando político del Estado español.

Lo mismo ocurre en el consumo político interno: «Madrid nos niega las competencias sobre Seguridad Social», oímos decir cada dos por tres a los dirigentes del Partido Nacionalista Vasco. Obviamente, ese Madrid no tiene nada que ver con los madrileños de a pie: Madrid actúa también en el lenguaje de la política autóctona –no sólo en el lenguaje de los nacionalistas periféricos: en el de todos, en general– como símbolo del poder central y, en último término, del centralismo.

«Madrid, rompeolas de todas las Españas». Creo que esa célebre cursilada la soltó el bueno de Antonio Machado. Por lo que tengo visto, por aquí no suele haber muchas olas: el Manzanares no da para tanto. Tal vez fuera más preciso definir Madrid como una gran ciudad de aluvión. De aluvión en el sentido figurado que, procedente de la geología, suele darse a los conjuntos abigarrados de cosas de muy diversa procedencia que no llegan a constituir un todo bien trabado.

Indago sobre Madrid a partir de mi propia experiencia. Yo suelo definirme como vasco, pero, bien mirada, esa definición mía tiene no poco de metafísica. Me fui de Euskadi con 21 años y sólo he regresado allí de manera ocasional. Vivo en Madrid desde 1977. O sea, que ya, para estas alturas, Madrid es la ciudad en la que he pasado la mayor parte de mi vida. Por otro lado, mi padre era de Madrid. De la calle Hortaleza, para más señas. Y, sin embargo, jamás se me ha ocurrido pensarme madrileño, ni siquiera parcialmente.

Eso es corrientísimo en Madrid. Conozco toneladas, no ya de residentes más o menos añejos, sino de naturales de Madrid, que hablan de «su pueblo» refiriéndose a ignotas poblaciones de Galicia, La Mancha, Extremadura, Asturias o El Bierzo, apoyándose en el hecho de que sus padres, o incluso sus abuelos, llegaron a la capital del Reino procedentes de tales parajes. Muchos aprovechan la menor ocasión para viajar a esos lejanos pueblos y, en cuanto tienen los medios, se buscan allí una casita. Hay casos célebres. Mucha gente cree que Aznar procede de Castilla-León, y hasta le atribuyen virtudes y defectos procedentes de la Castilla profunda. En realidad es madrileño. Otro conocido: Jesús Polanco,  tenido por cántabro de pro, es también madrileño. Francisco Umbral, conocido vallisoletano, nació en Madrid.

Es como si Madrid, a diferencia de otras grandes capitales, tuviera dificultades para otorgar una identidad completa a sus vecinos.

La propia ciudad tiende a subdivirse por barrios: así que te topas con madrileños de ocho generaciones, el uno se proclama de Chamberí, el otro de Vallecas, el de más allá de Carabanchel. Lo cual contribuye a afincar la creencia según la cual el Madrid real, el no oficial, es más un conjunto de pueblos puestos el uno al lado del otro que una gran ciudad unificada.

Durante un tiempo, ese fenómeno me llevó a infravalorar esta capital. Hoy en día me parece que es una de sus mayores ventajas. Madrid tiene el atractivo de los perros y los gatos callejeros, sin raza definida. Le sienta bien el mestizaje. Sólo se muestra renuente a la integración de los inmigrantes de procedencia más lejana: de otros continentes, o del Este de Europa. Por eso aún no tiene el aire cosmopolita y multiétnico de un París, de un Londres o de un Nueva York. Aún arrastra un cierto aire provinciano (que, dicho sea de paso, también tiene su encanto).

Pero sigo escarbando en mi propio caso: si nunca he llegado a identificarme con esta ciudad y a sentirme parte de ella, si jamás he dejado de considerarme extranjero en ella –no otra cosa quiere decir extraño–, ¿por qué llevo instalado aquí 22 años? No me engaño al respecto: porque Madrid es el escenario principal de la vida política española, donde se cuecen –o, por lo menos, donde se acaban plasmando– las decisiones principales de la res pública. El centro del cotarro, por decirlo en cuatro palabras. El caldo de cultivo más adecuado para un comentarista político. Destino doblemente atractivo, si de un periodista se trata: la prensa de Madrid es, sin duda, la de más influencia y repercusión de toda España, y escribir en ella proporciona una proyección global, y hasta internacional, que no está al alcance de ningún periódico periférico, por muy poderoso que sea y por voluminosa que sea su tirada.

 

Pero volvamos a la idea de esa España dudosa y problemática cuya quintaesencia simbólica es la ciudad en la que estamos.

Quisiera referirme a un fenómeno que me parece interesante y que está tomando creciente fuerza en los últimos tiempos. Un fenómeno del que Madrid también es capital. Me refiero al despertar de una corriente, política y cultural a la vez, que reivindica algo así como un nuevo españolismo.

La protagonizan políticos, periodistas e intelectuales que sostienen que la idea de España ha estado secuestrada durante casi todo el siglo XX por la derecha cavernícola y ultramontana, pero que eso no quiere decir que sea ella misma cavernícola y ultramontana. Que es posible y necesario rescatarla. Defienden la puesta en acción una nueva idea de España, europea, democrática y moderna, que muchos de ellos vinculan con la tradición regeneracionista y con el espíritu del anterior fin de siglo. De la Generación del 98.

Quienes defienden este punto de vista –con el que, según todos los síntomas, simpatiza un sector bastante amplio de la opinión pública madrileña– se oponen radicalmente a los nacionalismos periféricos, que ven como una rémora del pasado, y hacen gala de desprecio por los patriotismos atávicos, declarándose europeístas, cuando no ciudadanos del mundo.

Una de las bichas de los paladines de esta corriente somos los que, haciendo oídos sordos a su pretensión de regenerar la idea de España, nos empecinamos en hablar críticamente de la España real. De la España realmente existente, por así decirlo.

Consideran que estamos anclados en el pasado y que no hemos sabido asimilar los cambios que se han producido en esta sociedad. La de hoy –nos dicen– ya no es la España una, grande y libre del franquismo, la de la nostalgia de Lepanto y el Imperio, sino una nación moderna,  europea, en la que puede acomodarse perfectamente cualquier pensamiento progresista. De la que cualquier librepensador puede sentirse legítimamente orgulloso.

Por lo menos en lo que a mí respecta, creo no desconocer los cambios que España ha experimentado en las últimas décadas. Soy consciente de que se han producido transformaciones muy importantes en el plano cultural y social, casi siempre –aunque no siempre– para mejor.

Pero, a cambio, no creo que su idea de España se haya liberado de los rasgos fundamentales que han caracterizado durante muchas décadas la idea de España propia de la derecha centralista española.

El domingo pasado, en un mitin en Barcelona, la ex ministra y principal candidata del PP al Parlamento Europeo, Loyola de Palacio, afirmó: «Jamás defenderé a Europa contra España. Jamás haré pasar por delante los intereses de Europa si con ello perjudico los intereses de España». Nuestros regeneracionistas, lejos de poner el grito en el cielo, han aplaudido las palabras de la dirigente del PP. Sin embargo, son toda una declaración de nacionalismo militante, incompatible con una concepción verdaderamente europeísta. Imaginemos que Jordi Pujol hubiera dicho: «Estoy dispuesto a pasar por encima de los intereses del conjunto de España si con ello beneficio a Cataluña». Lo hubieran puesto a caldo, a buen seguro. Se dicen europeístas, pero no piensan desde Europa, sino desde España. España es su unidad de medida mental.

Y la España desde la que piensan es, en el fondo, la de siempre. No es una España cuya personalidad esté compuesta por pueblos verdaderamente iguales. Defienden a grito pelado la españolidad de vascos, catalanes y gallegos, pero en realidad no creen en ella: para ellos, la guitarra es españolísima, pero jamás se les oirá hablar de la «españolísima tenora», del «españolísimo txistu» o de la «españolísima gaita». Incluso ponen mucho cuidado en hablar siempre de el idioma español, sin darse cuenta de que, si fueran coherentes con sus enunciados generales, habrían de considerar que el euskara, el gallego y el catalán son idiomas tan españoles como el castellano.

No me detengo en el terreno de los símbolos por regusto por lo anecdótico, sino porque en él se expresa, casi siempre mucho mejor que en las grandes proclamas, el pensamiento inconsciente: la ideología. En la mentalidad de los nuevos nacionalistas –que, insisto, impregna esta ciudad–, Rocío Jurado bien podría tomarse como representante de la «canción española»; Kepa Junkera, no, desde luego. Pero el hecho es que Kepa Junkera ha hecho en su último disco mucho más por hermanar la música de «todas las Españas» que Rocío Jurado en toda su muy dilatada vida.

Digan lo que digan, el hecho es que siguen sin concebir España como una nación de naciones, en la que, según el bello dicho castellano, nadie sea más que nadie. Continúan considerando que España tiene una esencia, basada en el núcleo castellano-andaluz, para lo cultural, y en el sarao de Madrid, a la hora de la política, y dan por hecho –aunque jamás lo formulen así de crudamente– que todo lo que no esté vinculado a ese doble tronco ha de resignarse a servir de mero aditamento secundario.

 

En España hay básicamente dos tipos de nacionalismos. De un lado,  el que se asienta en las nacionalidades periféricas, que es a su vez subdivisible según criterios muy diversos. Del otro, el nacionalismo español. Entre ambos hay dos diferencias fundamentales. La primera estriba en que el nacionalismo periférico es fundamentalmente defensivo: aspira más a conquistas para sí que a imposiciones sobre otros. La segunda reside en que el nacionalismo periférico es casi siempre consciente, en tanto que el español lo es muy raramente. El nacionalista catalán, gallego o vasco sabe que lo es; el español, casi nunca: identifica su concepción de la realidad con el sentido común. Incluso se irrita mucho si se le llama nacionalista.

En general, temo las ideologías inconscientes. Un nacionalista que cree que lo suyo no es ideología, sino puro sentido común, es casi tan peligroso como un periodista que se cree objetivo: ambos están incapacitados para comprender las razones de quienes ven la realidad desde otra perspectiva, con otras preocupaciones y con otros intereses.

El nacionalismo español actual es, tanto entre sus sustentadores de base como entre sus teorizadores –salvando notorias excepciones, con algunas de las cuales comparto periódico–, bastante menos agresivo e impositivo que el viejo españolismo de hace unas décadas. Los nacionalistas españoles de hoy en día no estarían dispuestos a plantarse en Euskadi, en Cataluña o en Galicia para pegar carteles de aquellos que ponían Habla en cristiano. Incluso son ya poquísimos los que colocan en el cristal trasero de su coche esa pegatina tan estupenda que reza: «Ser español, un orgullo. Madrileño, un título». Se ve que intuyen que no es demasiado moderno. Pero el sustrato ideológico último de su posición no deja de estar emparentado con el nacionalismo español de siempre.

         Vuelvo al comienzo. Decía al empezar que hay quienes renuncian a usar la palabra España. Que prefieren decir Estado español, para llamar la atención sobre el hecho de que la unidad política actual no se basa en la decisión libre e igual de los pueblos que lo integran. Es eso, su actitud –ya lo he dicho antes– me parece correcta. Pero, sin hacer del asunto un casus belli –la verdad es que la cuestión de los nombres me preocupa tirando a poco–, veo a su actitud un inconveniente: mueve a deducir que los pueblos de España están unidos sólo administrativamente. Y eso no es ni mucho menos cierto. Tienen muy poderosos lazos culturales, económicos, sociales: no se vive con alguien durante toda la vida sin forjar afinidades con él. Afinidades que, por lo demás, considero positivas y enriquecedoras.

Voy a hacer hoy aquí una confesión que jamás había realizado hasta ahora en público: yo me considero básicamente español. Vasco, sí, pero también un poco, en diferentes medidas, de todo el resto. Algo catalán, algo valenciano, algo gallego –mi abuelo materno era de Ourense–, bastante castellano, algo cántabro, algo andaluz –o por lo menos algo granadino: de Granada era mi abuelo paterno–... Dicho lo cual, tampoco doy al hecho mayor importancia: como canta el francés Maxime Leforestier, uno no elige a sus padres; uno no elige su familia: te nacen en cualquier parte. (Por cierto que también me siento un poco francés: tengo un buen lío en mi corazón).

Mi aspiración sería que todos los pueblos que componen la España de hoy se arreglaran para seguir juntos. Con la excepción de Ceuta y Melilla, por decirlo todo. Pero sólo veo un modo de conseguir eso: que lográramos promocionar y hacer mayoritaria otra concepción de España, otra idea de España, en la que efectivamente nadie fuera tenido por más que nadie; de una España sin esencias, conscientemente plural. Para lo cual lo primero que se requeriría es la certeza de que nadie forma parte de ella por la fuerza. Una España de puertas abiertas. Una España que quien quisiera pudiera abandonar en el momento que quisiera.

Veo muy lejos esa hipótesis. Y la veo lejana más por razones políticas que culturales. Los partidos políticos españoles están demasiado anclados en el nacionalismo. También algunos nacionalistas periféricos repudian la igualdad: se diría que no les importa tanto tener mucho poder como tener, en cualquier caso, más poder que los demás. La asimetría, que dicen. Pero no una asimetría nacida de las diferentes necesidades dictadas por las diferentes realidades, sino una asimetría de Derecho. Como una especie de privilegio de cuna.

A cambio, soy más optimista –o, si se prefiere, menos pesimista– en lo que se refiere a la disposición de la base social. En mi criterio, la práctica de dos décadas de Estado de las Autonomías, por cutre que haya sido en tantos aspectos, ha preparado ya en alguna medida a los habitantes de lo que pudiéramos llamar el núcleo duro de España (incluidos, y en lugar destacado, los de Madrid) para transitar por fórmulas nuevas de convivencia inter-nacionales, más igualitarias. A ello han contribuido también otros datos de la evolución histórica, algunos no menos contradictorios: la existencia y creciente presencia de la UE en España; el desvaimiento de la identidad española, fruto de la mal llamada globalización; el incremento del nivel cultural medio; el relativo bienestar material de las cada vez más amplias clases medias... Se acaba de cambiar la fórmula del juramento de la bandera: ya no se le pide a nadie que esté dispuesto a dar su sangre por la unidad de España. Y no se le pide no porque el Estado se haya modernizado –que también– sino, sobre todo, porque todo quisque es conscientes de que sólo cuatro pirados estarían dispuestos a declararse en guerra por defender la unidad de España. Se ha instalado en buena parte de la población española un espíritu resignado, ferozmente individualista –pasota, si se quiere–, socialmente disgregado, que tiene no pocos ángulos negativos, pero que contribuye a restarle agresividad y visceralidad en lo concerniente al mito de la sagrada unidad de España. Por decirlo francamente, y por cínico que parezca: estoy convencido de que una campaña intensa de los principales medios de comunicación a favor del federalismo, o incluso del confederalismo, daría por resultado que la mayoría de la población española sería en pocos meses partidaria de ello.

Pero no creo que tal cosa vaya a ocurrir. Me temo que el futuro está más cerca de lo que profetizó León Felipe en El Hacha:

 

Español: / más pudo tu envidia / que tu honor. / Y más cuidaste el hacha / que la espada. // Tuya es el hacha, tuya. / Más tuya que tu sombra. / Contigo la llevaste a la Conquista / y contigo ha vivido / en todos los exilios. / Yo la he visto en América / –en México y en Lima–, / se la diste a tu esposa / y a tu esclava... / y es la eterna maldición de tu simiente. // Tuya es el hacha, ¡el hacha! / la que partió el Imperio / y la nación; / la que partió los reinos; / la que parte la ciudad y el municipio; / la que parte la grey la familia; / la que asesina al padre / –Alvargonzález, habla–; / bajo su filo se la hecho polvo / el Arca, / la casta, / y la roca sagrada de los muertos... / el coro, / el diálogo / y el himno... / el poema, / la espada / y el oficio... / la lágrima, / la gota / de sangre / y la gota / de alegría... / Y todo se hará polvo, / todo, / todo, todo... / Polvo con el que nadie... / ¡nadie! / construirá jamás / ni un ladrillo / ni una ilusión.

Ya me hago cargo de que no es éste un final ni muy enaltecedor ni muy entusiasta para mi intervención, pero lo siento mucho, porque no tengo más que decir.

Muchas gracias.

 

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