Hablar bien, hablar mal

 

Conferencia pronunciada en las III Jornadas de Pensamiento Crítico, organizadas por "Página Abierta", en Madrid, el 5 de diciembre de 1999. Repetida posteriormente en otras ciudades.

 

Hablar bien, hablar mal.

Acepté el encargo de esta conferencia a sabiendas de que no soy un especialista en el habla, y menos todavía en el habla de calidad.

Con lo que yo me gano la vida -y en lo que parece que se me reconoce una cierta pericia- es con la escritura, y tan poco fío en mi habilidad como hablador que, cuando me veo en la necesidad de disertar en público, previamente escribo lo que quiero decir, y luego lo leo -ya lo estáis viendo-, para no correr riesgos excesivos y, de paso, no hacérselos correr a la sufrida audiencia.

Escribir es mi modo de hablar lo mejor que sé. Doblemente, porque me gusta escribir en estilo coloquial, esto es, imitando lo que se habla (aunque sea mentira, porque al escribir cuento con tiempo para calibrar a conciencia lo que digo y cómo lo digo, cosa de la que no soy capaz cuando hablo).

Escribir es también mi modo de pensar lo mejor que sé. Supongo que esto tiene que ver con mi limitada capacidad de abstracción y mi escasa memoria. Todos conocemos a personas -en estas Jornadas hay varias- que, cuando deben pronunciar una conferencia, les basta con hacerse un esquema: se suben al estrado y siguen el hilo de los pensamientos que trenzaron a la hora de elaborar el esquema.

Yo con un esquema no voy a ningún lado. Necesito ver las ideas plasmadas por escrito para sentirme capaz de evaluarlas. Sólo cuando ya las he materializado y cuentan con existencia propia, independiente de mí, sé si me gustan tanto como cuando las imaginé.

Rara vez me convencen a la primera. Por lo cual, corrijo mucho. Tanto que, bastante a menudo, la plasmación escrita de una idea me mueve no ya a cambiar de planes sobre cómo explicarla, sino incluso a rectificar la propia idea, de modo que no es extraño que acabe dándole el visto bueno final a algo que es notablemente diferente de lo que tenía inicialmente previsto.

Pero, en último término, el proceso de la escritura y el del habla son similares: ambos nos sirven para comunicar nuestros pensamientos, nuestras sensaciones y nuestros sentimientos. Porque ambos utilizan el mismo instrumento, el mismo soporte: la palabra.

La palabra no sólo nos permite comunicarnos en voz alta o por escrito con los demás, sino también reflexionar en silencio.

No hay pensamiento sin palabras. Cuando pensamos, nos hablamos a nosotros mismos. A veces, eso sí, a enorme velocidad. Tanta, que perdemos la noción de las palabras. Podemos sentir sin palabras -un dolor no necesita de palabras para dañarnos-, pero no podemos pensar sin palabras.

Incluso un género de pensamiento tan aparentemente próximo de las sensaciones como es la intuición se mueve con palabras. Una intuición no es más que un razonamiento que nuestro cerebro desarrolla de modo tan fulgurante que no nos deja ver las etapas que ha seguido, los eslabones intermedios de la cadena. Pero esos eslabones existen.

El buen uso de la palabra -ya las rumiemos en nuestro cerebro, ya la hagamos aflorar al exterior, oralmente o por escrito- es esencial para el buen funcionamiento de nuestro pensamiento. Alguien que sólo conoce unos pocos cientos de palabras es alguien cuyo pensamiento tiene sólo unos pocos cientos de combinaciones posibles, esto es, alguien que está obligado a simplificar enormemente las realidades.

Creo que era Hegel quien sostenía que quien expresa de modo confuso sus ideas es porque no las tiene claras. A veces nos topamos con gente que pretende convencernos de que ve muy claro un asunto, pero que no acierta a explicarlo. Se engaña: cree que lo ve claro, pero no es verdad. Es imposible razonar bien para el propio coleto y no poder verbalizar el razonamiento, porque el propio coleto también se maneja con palabras.

Ocurre con esto como con el psicoanálisis. En las sesiones de psicoanálisis, el paciente debe exponer sus sentimientos ante el analista, persona con la que no tiene más relación que la clínica y con la que, por ende, apenas puede apelar a sobreentendidos. En su fuero interno, el paciente está acostumbrado a dar por hecho que sus sentimientos son razonables y sensatos. Pero, al tratar de explicárselos a un extraño, se topa con todas sus incongruencias y sus trampas, lo que puede ponerle en las puertas de una crisis que, en determinadas condiciones, le resultará muy útil y saludable.

 

Algo así sucede con las muchas falsas consciencias que albergamos en nuestro pensamiento: es cuando queremos racionalizar y sistematizar tales o cuales ideas para darlas a conocer cuando comprobamos -o, en todo caso, demostramos- hasta qué punto las teníamos claras. O no.

La certeza de las ventajas de la escritura me ha llevado a practicarla sistemáticamente, no ya sólo como profesión y como diversión, sino incluso como modo de afrontar mis propias realidades personales: escribo para saber qué sé, qué siento realmente, hasta qué punto entiendo lo que me rodea y lo que me pasa.

El hecho de haberme pasado media vida -si es que no tres cuartos- enfrentado a la tarea de racionalizar por escrito mis pensamientos, así fuera para acabar diciéndolos, o sencillamente para tenerlos más claros, y el trabajo de constante corrección a que eso me ha obligado, ha desarrollado bastante -tal vez exageradamente- mi percepción crítica del lenguaje. Hoy voy a tratar de comunicaros algunas de esas reflexiones críticas mías sobre el lenguaje, con la esperanza de que os sean de alguna utilidad.

 

Hablar bien, hablar mal.

Eludamos un primer malentendido: la clave del buen habla no está en el Diccionario de la Real Academia Española.

No critico que se consulte el Diccionario: es una buena costumbre. Pero mantenerse dentro de sus límites no vacuna contra nada. Y menos en estos tiempos en que los académicos están dando acomodo en el Diccionario a palabras y acepciones más que discutibles, no sé si por pura desidia o porque quieren quitarse de encima al precio que sea el sambenito de carcas.

Ya que he empezado por ahí, os pondré algún ejemplo de las extrañas perrerías que está haciendo últimamente la Academia, para que tampoco os la toméis demasiado en serio.

Tomemos el adjetivo lívido. Por su origen y uso tradicional, lívido (del latín lividus) quiere decir "amoratado", "cárdeno". Pero, por esos deslizamientos que tiene el habla popular, la mayoría ha acabado utilizando lívido como sinónimo de "pálido". ¿Qué ha hecho la Academia? Lo peor que podía: admitir ambas acepciones. Con lo cual, si ahora se nos dice de alguien que está lívido, ya no sabemos si está del color de la Navidad o del de la Semana Santa. Se han cargado la palabra, porque una palabra que no se sabe qué significa es una palabra inútil.

Otro ejemplo del estilo: el término alternativa. En rigor, si a alguien se le presenta una alternativa, es que tiene dos opciones. Decimos: "Me vi ante la alternativa de callarme o de montar la bronca". Pero hete aquí que buena parte del personal empieza a utilizar la palabra alternativa como sinónimo de opción: "Tenía dos alternativas: o callarme o montar la bronca". ¿Decisión de la Academia? Aceptarlo todo. De modo que ahora, cuando alguien nos comunica que tiene dos alternativas, ignoramos si cuenta con dos posibilidades... o con cuatro. Magnífico.

La permisividad indolente de la Academia se extiende a la admisión en el diccionario de palabras absurdas y totalmente innecesarias: caso, bien reciente, del verbo explosionar. Contábamos con el verbo estallar, que es estupendo y la mar de sonoro. Explosionar no le añade nada, salvo cuatro letras y una resonancia más bien cursi. Pues nada: aceptado. Lo mismo que visionar, que es lo mismo que "ver", pero en pedante.

Aclararé que mi interés por el uso correcto de las palabras no me viene de ningún fanatismo purista ni -aún menos- de que esté preocupado por el fiel respeto a cualquier forma de legalidad, incluida la lingüística. Responde a un afán estrictamente utilitario: la precisión. Porque una de las más estimables características de la lengua castellana, que comparte con las otras de origen latino, es su capacidad para expresar los pensamientos con rigurosa exactitud. Gracias a ella, lo que decimos o escribimos puede tener un significado unívoco.

No ocurre lo mismo con otras lenguas, como la inglesa, que posee muchas virtudes, pero no ésa. Tengo oído que, a la hora de la firma de los tratados internacionales, aunque se negocien en inglés, e incluso aunque los Estados que los suscriben sean todos ellos de habla inglesa, se rubrica también una copia en francés, para evitar equívocos. No en vano el francés es la lengua de la diplomacia y el Derecho Internacional. El francés, como el castellano, permite precisar al máximo cada extremo de lo acordado. (Cuando lo que se pretende es precisarlo, por supuesto: cuando no, ambas lenguas son también capaces de todas las ambigüedades.)

Pero, fuera de este razonable apego a la precisión, no me inquieta gran cosa la legalidad académica de las palabras, y tampoco hago mayores ascos a los inventos, los neologismos y los barbarismos, con tal de que añadan algo a la expresión de las ideas, aunque sólo sea gracia.

Lo que más me preocupa del estado en que se encuentra -y del camino que sigue- el habla castellana, por lo menos de este lado del Atlántico, es su empobrecimiento. Un empobrecimiento que no viene dado, como pretenden algunos topiqueros, por la galopante influencia del inglés, ni por la expansión de las lenguas de las nacionalidades -me temo que ellas también estén cada vez más empobrecidas-, sino por la generalización de los modos de expresión más toscos. Más toscos y, simultáneamente, más uniformes, menos diversos.

Señalaré algunos de los rasgos que marcan ese preocupante empobrecimiento.

Empecemos por la plaga del estilo indirecto, que ya nos aparece hasta en la sopa.

Entramos en un avión: "Al comandante Pérez le gustaría darles la bienvenida...". ¿Le gustaría? ¿Y por qué no lo hace? ¡Denos la bienvenida, hombre; no se corte!

Vamos a una conferencia: "Desearía iniciar estas palabras...", dice el del estrado. ¡Pues hazlo, hijo!

"Quisiera decir que...". ¡Quisiera! Aquí el problema ya es doble. Porque, a lo que se ve, el hombre tiene problemas no sólo para decir su lo-que-sea, sino incluso para querer decirlo. Quisiera.

Tomado hace unas semanas de la radio: le preguntan a un naturalista sobre la conservación de los bosques de castaños en España. Respuesta: "Yo diría que...".

No son meros latiguillos insustanciales. Son el reflejo del miedo que tiene el personal a expresar opiniones claras y tajantes. De su inseguridad. Y de su conservadurismo. Es un modo de no parecer extremista.

Un poco. Ahora todo lo que se dice es un poco: "Creo yo un poco que...". ¿Crees un poco? ¿Y por qué no crees más? Y si sólo lo crees un poco, ¿por qué no te lo callas, hasta que lo creas suficientemente?

Paradójicamente, también son capaces de hacernos visualizar su moderación con latiguillos de signo opuesto: "Considero absolutamente rechazable...", "No toleraremos en absoluto...". Según a quien se apliquen, los absolutos también sirven como certificado de moderación. Hace poco escuché a alguien que decía: "Eso es absolutamente relativo". Absolutamente relativo. No está mal.

Prosigo mi recorrido.

Objeto de. "Raúl ha sido objeto de falta". Huyen del sujeto activo. Él ha sido objeto de falta, bien, pero, ¿qué sujeto la ha cometido? ¡Ah!

"En los incidentes del Alarde de Hondarribia, varias personas resultaron heridas". Resultaron. Por su cuenta, se ve.

Lo importante, lo que se lleva, es aludir a la realidad del modo más indirecto y perifrástico posible. No afrontarla de cara.
Caminamos a marchas forzadas hacia las antípodas del viejo y honesto "al pan, pan, y al vino, vino".

Por supuesto que a ello contribuyen con toda su alma los medios de comunicación de masas, ya omnipresentes, y sus protagonistas principales, que son los periodistas, los políticos y los empresarios, tres categorías cada vez más amalgamadas, si es que no unificadas. Entre todos ellos han ido creando una jerga amorfa, entre pedante y anodina, que el personal de a pie trata de imitar, seguramente porque considera que es condición necesaria para su promoción social.

El tema. Palabra-comodín. Las palabras-comodín son parte esencial del actual idioma en vías de degeneración. "En cuanto al tema de los funcionarios...", dijo un buen día Javier Solana, en sus tiempos de ministro de Educación. Y un funcionario ilustre -e ilustrado- le cortó: "Señor ministro: los funcionarios podemos ser muchas cosas, sin duda, pero desde luego no un tema".

Todas las realidades se vuelven temas: es un modo de frivolizarlas -de desdramatizarlas, que dirían ellos-, rebajándolas: de la categoría de problema al de tópico de mera charla.

Lo peor de la jerga político-periodístico-empresarial no es que resulte insufrible, sino que causa general admiración. E imitación. Desde las reuniones "autoconvocadas" de la época de la transición (todavía me pregunto cómo diablos una reunión podía convocarse a sí misma), pasando por los "referentes triangulizadores" de Adolfo Suárez -juro que dijo eso, ya no recuerdo a cuento de qué- hasta la maldita "gobernabilidad", ahora tan en boga. Renuevan sin cesar su cargamento de términos peregrinos y pedantones.

¿Y por qué lo hacen? Con independencia de que sean más o menos conscientes de ello, esa jerga les vale para fingir que su oficio es fruto de una compleja especialización. Les sirve para marcar distancias.

Incluso tienen sus sub-jergas. Recordaréis que, hace años, quienes querían dar prueba de su fidelidad felipista decían sin parar "por consiguiente"; ahora, los aznaristas de pro hablan constantemente "en términos de". Y, para demostrar que saben de economía -otro falso arcano-, rizan el rizo del estilo indirecto: el paro se les vuelve "desempleo", y la recesión, "crecimiento negativo". Reconozco que esa expresión es fascinante: ¡crecimiento negativo!

Ocurre con frecuencia que la jerga dominante se sirve de palabras y expresiones que, consideradas en sí mismas, aisladamente, no tienen nada de malo, pero que acaban resultando insufribles, a fuerza de repetidas. Ejemplo: una meta que nos proponemos bien puede considerarse metafóricamente un reto, pero cuando uno oye a nuestros prebostes predicar que tienen retos a troche y moche, todos los días y a cada hora, acaba de los retos hasta los mismísimos. No digamos ya nada cuando las palabras-fetiche se acumulan: "El reto de la modernidad", por ejemplo. O "el reto de Europa".

En el fondo, no estamos tan lejos de la retórica joseantoniana, especializada en fabricar frases campanudas en las que, a nada que se bucee, se descubre que no quieren decir estrictamente nada. Valle Inclán ridiculizó en 1926 esa retórica en su maravilloso Tirano Banderas, diez años antes de que empezara a convertirse en modelo de la oratoria política española: "Me congratula ver cómo los hermanos de raza aquí radicados", decía el personaje de Valle, "afirmando su fe inquebrantable en los ideales del orden y el progreso, tienen puestos sus ojos en la Madre Patria". Don Ramón inventó a su Santos Banderas hace 73 años, pero no me habría extrañado lo más mínimo oír esa misma frase en boca del rey de España en su reciente viaje a La Habana.
Porque -insisto- no es sólo cuestión de palabras: es también el modo en que la casta dominante construye las frases. Tiende irremisiblemente a lo indirecto, a lo impersonal, al circunloquio, a las insinuaciones. Temen las afirmaciones directas porque consideran -con buen criterio, en realidad- que pueden comprometerles. El gran maestro de la oratoria indirecta actual es Felipe González. Recordad su reciente afirmación, o lo que sea: "Uno puede tener la sensación de que es un muñeco en el guiñol de eso que llaman el Estado de Derecho". Uno. ¿Quién es uno? ¿Él? Pues entonces, ¿por qué no dice, sencillamente, "yo"? Uno puede tener la sensación. Vale, puede tenerla; pero ¿la tiene, sí o no? De eso que llaman Estado de Derecho. ¿Qué pretende decir? ¿Que no cree que éste sea realmente un Estado de Derecho? Qué va; no pretende decir eso. En realidad, no pretende decir nada. Sólo pretende insinuar. Porque así funciona el lenguaje político actual: les encanta amagar y no pegar; dar a entender sin decir realmente nada.

Otro rasgo fundamental del lenguaje de esta gente: desdeña por entero la lógica. La lógica es un valor a la baja, si es que no perdido por entero. Los políticos no se creen en la obligación de construir razonamientos coherentes. No digo ya correctos, sino formalmente lógicos. Almunia afirmó en noviembre que el PP estaba detrás del auto que Garzón dirigió al Supremo a propósito de González, pero que él no acusaba al juez de actuar al dictado de nadie. ¿Y cómo podía ser lo uno sin lo otro? Aznar asegura que la iniciativa del proceso de paz en Euskadi la tiene el Gobierno. ¿Y dónde están los hechos que materializan esa iniciativa? No aporta ninguno. Han descubierto que pueden hacer afirmaciones que no se sustentan en nada, o que incluso son contradictorias en sus propios términos, y no pasa nada. Y, como no pasa nada, las hacen sin parar. Lo importante no es que lo que se afirma tenga sentido, sino decirlo con mucho aplomo; que parezca algo. Frase predilecta de Aznar: "El concepto de lo que es y significa la idea de España". ¡"El concepto de lo que es y significa la idea de España"! Puaf.

Los virus tienden al contagio. La gente que respeta a estos personajes, o incluso los admira, tiende a imitarlos. Y si ellos, que son lo más, escapan de la precisión como de la peste, es que la precisión no tiene mayor interés. Así que la buena y honesta clase media se conforma con hacer alusiones vagas, rematándolas con un: "Tú sabes a qué me refiero", o un: "Tú ya me entiendes".
El locutor habla del hundimiento de un barco en China. Dice: "Los muertos se elevarían a 300". ¡Fantástico! ¡Muertos capaces de elevarse! Y de elevarse, ¿a qué? A 300. ¿A 300 qué? ¿A 300 metros de altura? Lo que en realidad quería decir es: "Según las primeras estimaciones del accidente, el número de muertos...". Lo que puede elevarse es el número, no los muertos. Pero da igual. "Tú ya me entiendes".

Manifestación de anteayer en Bruselas contra ETA, con presencia del príncipe Felipe y de Jaime Mayor Oreja. Noticias de la una en Radio Nacional: "Tenemos sonido directo de la manifestación silenciosa". "Tú ya me entiendes".

Pero no todo iban a ser patas de banco. En ese mismo servicio informativo, el locutor tuvo un lapsus que se le volvió involuntaria observación científica: dijo que la manifestación era "contra la tregua de ETA". A veces el modo aproximado de expresarse tiene su lado gratificante.


Del mismo modo que quien decide la formulación de una pregunta condiciona la respuesta, puesto que marca sus límites, quien impone la manera de hablar sobre las cosas condiciona lo que se dice acerca de ellas.

No creo que sea posible hacer una crítica sólida de la organización social vigente utilizando la jerga de quienes la controlan.
Cuando, ya hace años, leí un comunicado de la dirección de ETA escrito en la jerga burocrática de los políticos de Madrid, con toda su panoplia de "instancias", "referentes político-sociales", "marcos estatutarios" y "retos en clave de" empecé a sospechar que, sin saberlo, ETA estaba empezando a darse por derrotada.

"En la UGT se piensa que...", "Desde Comisiones, se cree...". Con lo fácil y directo que es decir: "La UGT piensa" o "Comisiones cree". Pero no: es como si sintieran que afirmar las cosas por la brava fuera rebajarse, salirse del circuito de la gente que cuenta. Declaraciones de la responsable de la sección sindical de CCOO en el Banco BBV-A, el pasado 25 de noviembre, comentando un acuerdo sobre no sé qué: "Han ganado los trabajadores y, en consecuencia, también la empresa". Prodigio del espíritu sindical y de clase.

Llamo la atención también sobre la importancia del se: "Se piensa", "Se cree". Como apuntaba antes, la despersonalización es otra clave del estilo indirecto, por desgracia utilizada también por muchos escritores que proclaman su hostilidad al sistema. Leo en un artículo publicado en una revista de izquierda, por lo demás muy estimable: "Se tiende a dar crédito a la hipótesis...". ¿Se? ¿Quién tiende a dar crédito a la hipótesis? ¿La mayoría? ¿Y qué certificado de solvencia es ése? La mayoría, para nuestra desgracia, tiende a dar crédito a las hipótesis más estúpidas.

Leo en esa misma revista, en otro artículo: "Desde hace muchos años, existe un acuerdo político, con un amplio apoyo social...". Vaya: y eso ¿qué es? ¿Bueno o malo? Para el autor, parece que bueno. Sin embargo, la experiencia debería enseñarnos que apenas hay acuerdos políticos de la mayoría que no tengan inductores muy interesados. Y bastante asquerosos, casi siempre.
Otra frase, también tomada de un artículo aparecido en una publicación de izquierda: "Este hecho hay que leerlo en clave Pinochet". ¿Y por qué hay que leer un hecho, en lugar de interpretarlo, o comprenderlo? ¿Y qué es eso de "en clave Pinochet"?

Todos recordaréis la clase magistral del Juan de Mairena, de Antonio Machado. Mairena pide al alumno Martínez que escriba en la pizarra: "Los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa". Martínez lo escribe. Mairena le dice: "Ponga ahora eso en lenguaje poético". Y Martínez anota: "Lo que pasa en la calle". Mairena concluye: "Muy bien".

En la versión actual, Mairena mandaría escribir a su alumno Martínez frases como una que el antes citado Mayor Oreja soltó el pasado viernes en una conferencia de prensa: "Hemos de evitar introducirnos en escenarios que nos conduzcan al nerviosismo". Una vez Martínez lo tradujera al román paladino, quedaría: "No perdamos la calma". Pero un ministro no puede hablar como la gente normal.

La primera derrota es siempre la ideológica: adoptar el modo de expresarse del enemigo es resignarse a su hegemonía. Por eso me parecen tan estimables, por vía contraria, los escritos y las declaraciones del subcomandante Marcos. Algunas de sus afirmaciones me gustan más, otras menos, pero todo lo que escribe o dice destila el sanísimo deseo de huir del lenguaje político dominante, de sus modos enfáticos, de su tecnocratismo huero.

Vivimos en sociedades desestructuradas, cada vez menos homogéneas, marcadas por la exclusión de algunos para disfrute de unos pocos y autosatisfacción de la medianía.

Los excluidos -los hay de muy diverso tipo- también generan sus jergas específicas. Durante décadas, la juventud excluida -excluida, en primer lugar, del mercado de trabajo- ha creado y utilizado su propia jerga, fabricada con una mezcolanza de castellano, cheli, caló y germanías. "Ese es un rollete de lo más mangui", "Qué chungo, tronco". Huelga que describa en qué consiste esa jerga. La conocéis de sobra.

No negaré que ese lenguaje cifrado -que mucha gente de espíritu rebelde acoge con instintiva simpatía- es mucho más vivo, creativo y gracioso que el oficial: desde luego. Pero consagra la incomunicación entre las generaciones. Y, por lo demás, también funciona con palabras-comodín, que sirven para todo y, en consecuencia, para nada; que contribuyen a empobrecer la visión de la realidad. Entre llamar a todo tema y llamar a todo rollo no hay tanta diferencia: es la misma monotonía.

En tiempos, las diferentes generaciones estaban obligadas a utilizar el mismo lenguaje, porque trabajaban juntas. Se puede vivir bajo el mismo techo y no tener apenas nada en común -muchos padres y muchos hijos lo saben de sobra, para su desgracia-, pero es imposible, salvo casos muy especiales, que las personas participen en un mismo proceso productivo sin comunicarse. Sólo la apabullante realidad del paro juvenil explica la generalización de esa jerga, que nace de la exclusión y que se convierte ella misma en otro factor de exclusión.

Reconozco que, personalmente, la llevo bastante mal. Creeréis que exagero, pero os aseguro que, en cierta ocasión en que fui a dar una charla a un grupo de jóvenes de la periferia de Madrid, ellos tuvieron serias dificultades para entender lo que yo les estaba contando, y yo, a mi vez, apenas conseguí cazar por dónde iban algunas de las preguntas que me formularon cuando terminé de largar mi perorata.

No creo que ganáramos gran cosa con eso, ni ellos ni yo.

Estas Jornadas se dicen "de pensamiento crítico". Quienes nos encontramos aquí nos tenemos por gente de espíritu crítico. Basta con ojear el programa de las Jornadas para apreciar qué enorme variedad de facetas de la vida social merecen un repaso en toda regla.

Pero la crítica, para que pueda diseccionar limpiamente la realidad, debe contar con el instrumental adecuado. Para operar en el cuerpo de la sociedad enferma, el bisturí de la crítica no sólo debe estar muy bien afilado: también hay que desinfectarlo a fondo.

El lenguaje dominante es una permanente fuente de infección.

Hay quien cree que, para escapar del lenguaje dominante, basta con decir sin parar "los y las", "todos y todas", etc., y escribir sustituyendo la "o" y la "a" de los géneros gramaticales por el signo de la arroba.

Lo de la arroba me parece, además de artificioso, inútil: los grafismos de la escritura deben poder pronunciarse, y ése no se puede pronunciar. No tengo ninguna objeción de principio, en cambio, contra lo del "los y las", "todos y todas", etc., salvo el hecho de que su uso sistemático genera un lenguaje farragoso y amanerado. Muchas veces basta con sustituir el "los y las" por "quienes" para resolver el problema.

Pero, en todo caso, es un recurso facilón, que no apunta ni mucho menos contra el fundamento del lenguaje dominante. Basta comprobar con qué tranquilidad la política oficial lo ha hecho suyo: apenas queda ya folleto ministerial que no esté lleno de "los y las" y "las y los".

Más importante que eso, creo yo, es esforzarse por conseguir que el lenguaje se democratice. En general, pero también en materia de géneros.

Pondré un ejemplo vivido por mí, en mi oficio de periodista. Recuerdo una huelga que se produjo en una fábrica, hace ya bastantes años. Eran algo así como centenar y medio de huelguistas: ciento cuarenta y tantas mujeres, casi todas de taller, y unos pocos hombres, todos ellos de administración. El titular del periódico era: "Los huelguistas de la fábrica Menganez deciden no-sé-qué". Sostuve que, por puro espíritu democrático, el titular debería hablar de "las huelguistas", porque la aplastante mayoría eran mujeres. Nadie me hizo caso, por supuesto.

Ocurre algo semejante con la mal llamada cuestión nacional. Algunos creen que, con tal de no decir España, sino Estado español, escribir Catalunya (con "n" e y griega), hablar de Euskal Herria... y poco más, ya demuestran que lo tienen todo clarísimo. Ojalá fuera tan fácil. La verdad es que desconfío de quienes pretenden tener clarísimo ese maldito embrollo: no creo que sea posible. Personalmente, no sé qué hacer ni con España ni con el Estado español. Ni como realidades ni como términos.

Más que a los tics meramente formales, a lo que realmente debemos apuntar, creo yo, es a las concepciones de fondo. Claro que para eso no hay trucos que valgan: hemos de pensar y repensar lo que expresamos y cómo lo expresamos.

No debemos fiarnos de nosotros mismos, y menos todavía de nuestra propia espontaneidad: recordemos que no se nos educó para la libertad, y menos para la justicia, y todavía menos para la igualdad.

Termino.

El objetivo que he perseguido con este muestrario de apuntes es transmitir una cierta preocupación por el lenguaje; la conciencia de que tiene que haber una correspondencia entre el pensamiento crítico y la manera de hacerlo ver; el axioma de que al pensamiento crítico le conviene una expresión directa, sin perifollos ni falsos tecnicismos: lo más afilada y lo más afinada posible.
Me conformaría con haberos animado a escuchar los discursos del poder -de todos los poderes- percibiendo la íntima coherencia que hay entre lo que dicen y el modo en que lo dicen. Debemos cuidarnos de su modo de decir las cosas, para que no nos contagien lo que dicen.

Si nuestro pensamiento es crítico, también nuestro lenguaje debe serlo.

Y, como eso es lo que quería decir, y ya lo he dicho, pues me callo, no sin antes daros las gracias. O sea, que yo diría un poco que muchas gracias. En términos de agradecimiento. A nivel de gratitud. Es decir, en lo que es y significa el reconocimiento. Bueno, ya me entendéis lo que quiero decir.

Por consiguiente.
 
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