Intervención en la clausura del Curso «Mediación social e inmigrantes»

en Camargo (Cantabria), 4 de noviembre de 2002

 

No creo que nadie que lea habitualmente esta página web encuentre demasiadas ideas nuevas en la intervención que tuve en la mesa redonda que concretó el acto de referencia, que compartí con un profesor de Sociología de la Universidad de Cantabria, una representante de la Cruz Roja –que me sorprendió por su empeño en presentar su organización como “no gubernamental”, más allá de la evidencia de que la Cruz Roja depende desde el año de la Tarara de los Presupuestos Generales del Estado–, un inspector de Policía –que trató de convencernos de que las leyes sobre inmigración son cada vez mejores porque los textos legales y reglamentarios tienen cada vez más artículos– y con la primera teniente de alcalde del municipio organizador del Curso.

 

Doy por hecho que a lo largo de este Curso se habrá hecho un examen muy amplio de los problemas vinculados a la inmigración y que es poco lo que yo, que ni siquiera soy especialista en la materia, podría aportar de cara a su mayor conocimiento.

Puesto que he sido invitado en mi condición de periodista, trataré de serles de alguna utilidad haciendo algunas reflexiones sobre el papel que cumplen los medios de comunicación en la conformación de las actitudes de la ciudadanía en relación a la inmigración.

 

Empezaré por referirme a la importancia otorgada por los  medios de comunicación a la inmigración masiva y descontrolada en tanto que factor desencadenante del incremento de la inseguridad ciudadana y, por vía de consecuencia, como causa de un peligroso auge de la extrema derecha política. Esto se planteó de manera muy llamativa, y hasta francamente alarmista, al término de la primera vuelta de las últimas elecciones presidenciales en Francia, como todos recordarán.

Se trató, en muy buena medida, de un ejercicio intensivo de manipulación informativa.

Para crear ese estado de opinión, los grandes medios de comunicación hicieron una pintura groseramente exagerada de la realidad. El incremento electoral del partido de Le Pen no tuvo la importancia que se quiso dar a entender. La derecha autoritaria francesa viene estando desde hace casi medio siglo en cotas electorales cercanas a la alcanzada en esta penúltima ocasión. Lo que provocó su ascenso al segundo puesto del ranking electoral no fue tanto su crecimiento específico –que tampoco fue despreciable– como la dispersión superlativa del voto de la izquierda, dividida en media docena de candidaturas, todas ellas respaldadas por un buen porcentaje del electorado.

Pero el punto sobre el que quisiera centrar la atención no es ése, sino el hecho de que tanto los políticos del establishment como los medios de comunicación daban por supuesto que, para frenar el avance de Le Pen, lo que hacía falta era arrebatarle sus banderas y proponer lo mismo que él, aunque de manera menos brutal, asumiendo una versión suavizada, light, de su programa. Es como si se hubieran puesto de acuerdo en que la xenofobia y el autoritarismo son enfermedades que sólo pueden ser tratadas por vía homeopática, administrando a la sociedad dosis supuestamente razonables de xenofobia y autoritarismo.

Que en las grandes barriadas marginalizadas de las grandes ciudades francesas hay graves problemas de inseguridad es una evidencia. Y que en esos problemas tiene mucho que ver la población inmigrante, otra. Pero eso no remite al hecho mismo de la inmigración, sino a las condiciones en las que malvive una buena parte de la población inmigrante. En los guetos negros de los EUA –hablo ahora concretamente de los afroamericanos, no de los latinos– casi todo el mundo tiene desde hace muchos años la nacionalidad norteamericana, pero eso no los exime de conflictividad: no estallan cada tanto por culpa de una mala política de inmigración, sino por culpa de una mala política, a secas. Por culpa de unas condiciones de vida que son caldo de cultivo de las más diversas vías de escape, por los caminos de la delincuencia, o, alternativamente, de los estallidos sociales más virulentos.

Queda claro, entonces, que no es la inmigración la que genera delincuencia. Lo que genera delincuencia es la marginalización.

¿Habremos de suponer que los inmigrantes sienten una atracción irresistible por la marginación, que les gusta, que les va la marcha? ¿O quizá resulte más sensato deducir que se instalan en ella –los que se instalan– porque no tienen más remedio?

Para lograr un modo de vida decente se requiere muchas condiciones. Demasiadas, me temo. Hace falta tener un empleo decente y un sueldo decente, y una documentación decente, y un hogar decente donde un vecindario decente acepte al inmigrante como gente decente. Nada de eso depende de él. Es más: hay buenas razones para suponer que todo eso es incompatible con la condición de inmigrante.

Porque, no nos engañemos: en esto como en todo, funcionan las leyes de la oferta y la demanda. Si en la Unión Europea no hubiera demanda de mano de obra semi-legal o directamente ilegal, pagable a precios de miseria, la oferta caería en picado a toda velocidad. Y si nadie ofreciera infraempleos que violan todos los convenios internacionales sobre condiciones laborales, y si nadie alquilara infraviviendas donde hacinar clandestinamente a los inmigrantes... ¿para qué, a cuento de qué vendrían? La oferta parte de esa condición previa: interesan en la medida –y sólo en la medida– en que aceptan tareas más largas, más duras y peor pagadas que los trabajadores nativos, y en que cuestan muy poco, comparativamente hablando, a las arcas públicas. Su presencia, además, sirve para dar nueva forma a un fenómeno tan viejo como el propio capitalismo: son también un poderoso ejército de reserva laboral que presiona sobre los trabajadores locales, forzándolos a tolerar la progresiva degradación de sus propias conquistas sociales.

En estas condiciones, pretender que el capitalismo europeo proporcione un status digno a la inmigración masiva es como reclamar a los fabricantes de foi que no maltraten el hígado de las ocas. Si no pudiera superexplotarlos, ¿para qué iba a contratarlos? Serían como trabajadores locales, sólo que con vocabulario más pobre y con costumbres mucho más raras.

 

Quisiera subrayar el doble juego que realizan a este respecto los grandes medios de comunicación que, de un lado, se escandalizan del aumento de las actitudes xenófobas en las sociedades occidentales, incluida la nuestra, y, por otro, contribuyen día tras día al incremento de los sentimientos xenófobos asociando sistemáticamente inmigración y delincuencia. Las secciones de sucesos de los medios de comunicación son hoy en día un permanente ejercicio de incitación a la xenofobia. ¿Cómo? Por la vía de insistir machaconamente en la nacionalidad o la raza de los presuntos delincuentes. Antes, en mis tiempos, los libros de estilo señalaban que la raza o el origen nacional de las personas implicadas en un hecho delictivo sólo deben mencionarse cuando el dato es clave para la comprensión de lo ocurrido. Ahora la norma es la opuesta: se subraya esa circunstancia venga o no a cuento, e incluso se lleva al titular de la noticia. «Detenido un marroquí...», «Tres asiáticos...». Jamás veréis que ponga: «Uno de Cuenca roba una joyería» o «Detenido un bilbilitano por violación».

Incluso se realizan aparatosos sondeos de opinión que asocian las dos ideas: inmigración y delincuencia. Hoy tenemos un sondeo así en El País. De acuerdo que luego la letra pequeña del trabajo pone ya las cosas más en su sitio, pero la asociación de ideas ya está hecha. No os quiero ni contar la que se armaría si ese mismo periódico encargara un sondeo titulado «Homosexualidad y delincuencia sexual», por mucho que se esmerara luego en la redacción del texto. En esto como en tantas otras cosas, a menudo lo realmente importante no son las respuestas, sino las preguntas.

[De todos modos, tampoco la redacción del texto está libre de culpa. Leo: «Los inmigrantes... suponen ya casi el 4% de la población española. En todos los estudios y encuestas aparece como tercer o cuarto problema del país tras el paro y el terrorismo». Es decir, que los propios inmigrantes, según El País, son un problema. Curioso lapsus.]

 

Cambio bruscamente de tercio y me voy en busca de otra idea que los medios de comunicación contribuyen a fijar en la conciencia mayoritaria: la inmigración como sinónimo de Magreb y de África subsahariana (salvando la procedente de América Latina).

Admito que hay datos sólidos que permiten alimentar esa idea. Según la Asociación de Amigos y Familiares de las Víctimas de la Emigración Clandestina, creada en Marruecos el 2 de agosto de 2001, entre 100.000 y 110.000 personas intentan cada año atravesar el Estrecho o llegar a las Canarias.

El trabajo de las mafias que trafican con la emigración clandestina se ha multiplicado desde que se endureció la aplicación de los acuerdos de Schengen y se aprobaron nuevas leyes locales contra la inmigración, como la española. Durante el decenio 1991-1999, la Policía española detuvo a 32.000 inmigrantes clandestinos en las costas andaluzas y canarias. Tras el endurecimiento de las condiciones para la concesión de visados en regla, las cifras se dispararon. Tan sólo en un solo año, el 2000, la cifra de detenidos fue equivalente a casi el 50% de todo el decenio anterior. Y en el 2001 lo superó ampliamente: 18.517, de los cuales 14.405 en el Estrecho y 4.412 en Canarias, según cifras expuestas el pasado 24 de abril por José María Aznar en el Congreso de los Diputados.

Los datos proporcionados por las autoridades de Marruecos confirman el flujo creciente de la migración clandestina. La Policía marroquí detuvo el año 2000 a 25.613 personas que estaban en lista de espera para subir a la correspondiente patera. Una cifra que casi se alcanzó entre enero y agosto de 2001, según los últimos datos a los que he tenido acceso.

Se calcula que, por cada detenido –sea por la Policía marroquí, antes de salir, sea por la española, tras desembarcar– hay tres que consiguen su objetivo. Esto quiere decir que el flujo de emigración clandestina procedente del otro lado del Estrecho es ciertamente muy importante.

Pero esa realidad, espectacular y trágica como es por las muchas víctimas que acarrea, tan propicia para dar entidad a los espacios informativos, sirve de paso a los grandes medios de comunicación para enmascarar otra, mucho más discreta pero de peso cuantitativo superior, y en cuya denuncia no tienen mayor interés en incidir: la inmigración constante e intensiva procedente de los países del Este europeo.

Estamos ante un fenómeno de hondas raíces políticas y económicas, en cuya generación ha tenido mucho que ver la lucha por acabar con el bloque del viejo Pacto de Varsovia, sin duda, pero todavía más las ambiciones estratégicas de Alemania.

Ningún observador mínimamente avisado, por benévolo que sea, puede desconocer el papel jugado por Alemania en la evolución de los acontecimientos sucedidos en el Este de Europa en los últimos 13 años, desde la caída del Muro. La clase dirigente alemana vio que tenía una oportunidad histórica –otra– de asumir el control de Centroeuropa y los Balcanes, hasta Ucrania, y a ello se entregó en cuerpo y alma, aun a costa de provocar algunos pequeños incidentes de recorrido, como la disgregación de Yugoslavia y las consiguientes guerras.

En ese camino, Alemania se sirvió del señuelo de la apertura de fronteras: déjame entrar, que yo te dejo venir. Aunque lo llevado no fuera igual que lo traído. Polacos, húngaros, rumanos, ucranianos, bálticos, croatas, eslovenos... Alemania repartió papeles a gogó.

Los desheredados del Este europeo no se hicieron ricos con ello, pero sí legales. Y, como el mercado de trabajo alemán daba para lo que daba, se aprovecharon de la excelencia de sus papeles y de la libertad de movimientos de la UE para buscarse la vida en cualquier parte. Incluida España. Incluido Portugal, país que, por más que siga siendo de emigración, acoge ya a una población ucraniana –subrayo que me refiero sólo a la ucraniana– que supera en número a la procedente de las viejas colonias de Angola y Guinea. Una población a la que el maldito socialismo real se encargó de cualificar, pero a la que el bendito capitalismo real da trabajo de ínfima calidad. Quizá no sepan ustedes que, en estos mismos momentos, una parte nada desdeñable de la mano de obra del gremio de la construcción de Portugal está compuesta por titulados –ingenieros, médicos... y hasta arquitectos– procedentes del Este de Europa, que se han venido para estos lares porque en su tierra lo único que podían hacer con su titulación era... comérsela. Lo cual nos planta de lleno en el núcleo duro del supuesto chiste que Serguéiv, el obrero ex astronauta ruso de Los lunes al sol, la excelente película de Fernando León de Aranoa, les masculla a sus compañeros parados de Vigo: «Lo peor no es que todo lo que nos contaron sobre el comunismo era mentira. Lo peor es que todo lo que nos contaron sobre el capitalismo era verdad».

La Unión Europea se ha llenado de inmigrantes del Este –por lo demás no todos ellos igual de laboriosos–, pero de eso no se cuenta nada, o se cuenta poco y en voz baja, porque es, en muy buena medida, el resultado de una maniobra estratégica de Alemania, y Alemania es el patrón de la UE, y al patrón no se le sacan los colores en público. Así que concentrémonos en poner la zancadilla a los aspirantes magrebíes y subsaharianos, y que caiga sobre ellos todo el peso de la ley, y toda el agua del Estrecho, porque no tienen padrinos, y el que no tiene padrinos, como es bien sabido, no se bautiza.

 

Lo cual me lleva a otro punto que es también materia de señuelos propagandísticos difundidos por los medios de comunicación: la pretensión de que la emigración masiva procedente del Sur es resultado exclusivo de la miseria existente en los países de origen.

No es verdad. Miseria hay en tres cuartas partes del mundo. Y la mayoría de quienes la padecen no tienen fuerzas, ni físicas ni morales, para plantearse la posibilidad de escapar de ella emigrando a la opulenta Europa. Quienes pueden permitirse esa idea forman parte de una elite privilegiada, por sarcástico que parezca. En Marruecos se han realizado estudios que evidencian que es la capa más preparada y culta de la población la que muestra más interés por saltar a Europa. En el año 2000, 14.000 bachilleres marroquíes –uno de cada cuatro– presentaron una petición oficial para proseguir sus estudios en Francia. Muchos otros presentaron solicitudes similares en las embajadas de España, de Canadá y otros países. Es anonadante la cantidad de técnicos y titulados treintañeros marroquíes que escapan en dirección al Primer Mundo, no dejando nada tras de sí. O, mejor dicho: dejando tras de sí un país sin técnicos ni titulados.

Vivir en Marruecos, ser marroquí, no vende. Como no vende ser argelino, o tunecino, o mauritano. Como vende aún menos ser un negro de ésos de por ahí abajo. Lo cual no se explica exclusivamente por la miseria de sus países, que han sido igual de míseros –o mucho más– durante toda su vida. Es imprescindible contar con el concurso de un elemento que se ha expandido como un reguero por todo el Magreb –y también, aunque menos, por el África subsahariana– durante toda la década de los 90: las parabólicas. Unas parabólicas que no sólo muestran un envidiable y muy atractivo mundo europeo de confort y de libertad, sino que también machacan con imágenes pornográficas a una juventud que, por elementales razones de economía, no puede ni plantearse la posibilidad de conformar una pareja estable antes de los 30 o 35 años. No crean que hago esta referencia a los espacios televisivos de tipo pornográfico con destino al Magreb por ninguna suerte de mojigatería. Lo menciono porque se han convertido en un verdadero fenómeno social.

Lo que el afamado usuario del haloperidol solía llamar «el efecto llamada» tiene muchas vertientes, y casi todas son de fabricación europea. Primero se les incita, luego se les explota –si es que no se ahogan– y, cuando sobran, se les expulsa.

Porque supongo que nadie se llamará a engaño y que todo el mundo, por lo menos aquí, será consciente de que nada existe sin su complementario: que si ellos vienen como sea es porque desde aquí se les llama como sea, siempre que dé dinero.

 

Un punto más sobre el que quiero llamar la atención y que concierne al papel de los profesionales de la comunicación: el retrato que los medios, pretendiendo ejercer de meros espejos, devuelven a la sociedad, la imagen que le dan de sí misma.

Es pura ficción. En lugar de preparar a la sociedad para aceptar el hecho de la multiculturalidad y de la mezcolanza interracial –no sólo inevitable, sino saludable y benéfica–, se siguen produciendo series, películas y culebrones en las que la España que aparece es de una pasmosa homogeneidad nacional y en la que los pocos elementos visiblemente heterogéneos aparecen siempre ligados a situaciones conflictivas. Los integrantes de eso que los expertos llaman «las minorías visibles» no tienen nunca en la ficción televisiva española papeles protagonistas, decisivos, dirigentes: son, en el mejor de los casos, gente digna de conmiseración, pobre gente, pero en todo caso gente distinta, ajena y, en lo esencial, problemática. Las series televisivas norteamericanas han habituado al público español a aceptar en la ficción –aunque sólo en la ficción– la presencia normal de negros. Pero no, desde luego, la de árabes, o chinos, que siguen constituyendo imágenes sólo adecuadas para las páginas de sucesos. Sin embargo, se nos dice que ya el 4% de la población española es inmigrante. A nada que el porcentaje se homologue con los de la Europa norteña, crecerá más y más en los próximos años. ¿Cómo se refleja esa realidad, cómo se nos prepara para acomodarla? De ningún modo.

 

Acabo de dar un dato que es en sí mismo una denuncia. Las autoridades españolas dicen que hay en nuestro país en la actualidad millón y medio de extranjeros, en cifras redondas. El 4% de la población.

Pero eso es mentira. Lo que quieren decir es que hay millón y medio de inmigrantes pobres.

La población extranjera instalada en territorio español es muchísimo más numerosa. En las inmensas urbanizaciones residenciales que se agolpan en la costa mediterránea y en los dos archipiélagos, en buena parte habitadas por jubilados nórdicos, alemanes, holandeses y británicos, se calcula que habitan establemente  cerca de un millón de personas. Un millón de turistas residentes, no estacionales. Inmigrantes, a fin de cuentas. Y nada baratos: implican unos gastos de infraestructuras y sanitarios de primera magnitud. Pero no tienen ninguna dificultad para regularizar sus papeles, y hasta el Parlamento español ha tenido la delicadeza de modificar la Constitución para que puedan votar en las elecciones locales.

Nadie los ve como un problema. Es más: son ellos los que se permiten ver a los españoles como problema. Participé hace 15 años en un trabajo sociológico que se realizó entre los residentes extranjeros en la Costa del Sol. Arrojó un curioso resultado: según ellos, el principal problema social que estaban obligados a afrontar venía dado por... el empeño de los españoles en no aprender inglés.

Pero nadie habla de eso, porque aquí no hay xenofobia, en sentido estricto: no hay rechazo hacia lo extranjero. Si hubiera rechazo hacia lo extranjero, ¿qué emitirían las televisiones? Aquí, los extranjeros blancos y con dinero son nacionales en potencia. Son estéticos.

En cambio, los árabes pobres, o los bereberes pobres, o los negros pobres, no son estéticos. Todavía me resuenan en los oídos las palabras de Ibraim, un trabajador marroquí de El Ejido: «Los españoles no quieren vernos en los cafés, ni en las calles, ni en los cines, ni nada. Sólo quieren vernos trabajando. Bajo el plástico».

Me hacen evocar las palabras del francés Maxime Le Forestier: «Siento vergüenza de pertenecer a un pueblo como éste».*

 

––––––––––

* En el original: «J’ai honte de ce peuple-là».

 

 

 

Para volver a la página principal, pincha aquí