25 años de periodismo militante

 

Hace unos días, me escribía una joven lectora  preguntándome por qué en la breve nota biográfica que he incluido en esta web no cito los años en que fui director de los sucesivos periódicos del Movimiento Comunista (MC). Creo que se temía que me avergonzara de esa etapa de mi vida. Le respondí que nada más alejado de la verdad. Para mí fue y sigue siendo un orgullo haber trabajado con el formidable equipo humano que se inició escindiéndose de ETA en 1966 –año y pico antes de que empezaran los tiros–, se convirtió pronto en el Movimiento Comunista de Euskadi y dio cuerpo finalmente, tras su unión con otras organizaciones de extrema izquierda del resto de España, a lo que fue el MC, hoy extinto como tal.  Para contar, subrayar y valorar aquella experiencia,  incluyo aquí esta conferencia, que las compañeras y compañeros de lo que fue el MC de Asturies que todavía siguen en la brecha –en las diferentes brechas que continúan abiertas–, me invitaron a dar en 1996, para acompañar una estupenda y divertidísima exposición que hicieron coincidiendo con las bodas de plata de su lucha contra el orden social imperante. Lo titulé “25 años...”, si bien para mí ya eran 30.

Aunque se refiere a una experiencia particular, creo que su lectura puede tener un cierto interés colectivo.

 

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Y  tú, ¿dónde dices que militabas? –te preguntan.

  –En el Movimiento Comunista –respondes.

  –¡Ah, sí, el MC! ¡Qué buena propaganda hacíais!

Siempre te lo dicen. Es criterio general: el MC hacía muy buena propaganda.

La palma se la llevan los carteles. En un despacho del diario para el que trabajo –no en mi propio cubículo: eso no tendría gracia– hay todavía colocado uno de aquellos grandes afiches. Han pasado más de 15 años desde que fue hecho, pero aún conserva frescura estética y fuerza política.

Sí, los carteles. Pero también nuestros periódicos, y hasta nuestros espacios electorales en televisión y radio, obtuvieron un elevado reconocimiento profesional. Lograron premios otorgados por jurados de especialistas, y hasta han sido materia de estudios teóricos.

¿Por qué? Decir que porque estaban bien hechos es como no decir nada. La calidad técnica no habría sido suficiente si no hubiera estado acompañada de una dosis importante de originalidad.

¿En qué consistía esa originalidad? Trataré de reflexionar sobre ella durante unos minutos, a ver si sirve para algo.

Empezaré por hacer una observación que no tiene que ver con el MC, sino con ETA.

Hace unos años –cuatro, cinco, tal vez más– leí un largo escrito de la organización armada vasca. Ya no recuerdo de qué hablaba, pero me acuerdo muy bien de que su lectura me llevó a una conclusión radical: en él, ETA se declaraba derrotada. Aparentemente decía todo lo contrario: anunciaba su firme determinación de seguir matando, poniendo bombas, secuestrando, etcétera. Pero lo esencial no estaba en lo que decía, sino en cómo lo decía. Todo el comunicado estaba escrito en la tediosa jerga propia de los políticos profesionales españoles. Se servía del lenguaje de su enemigo. Al utilizar sus mismos latiguillos, sus mismos anglicismos pedantes, su misma pomposidad huera, daba por sobreentendida su superioridad. Es decir: se reconocía vencida. No en el plano militar, sino en el ideológico.

Que es el fundamental.

Creo yo que la escuela del MC tuvo, entre otras cosas, eso de especial: nos enseñó que la guerra decisiva se libra en el terreno de las ideas. No sólo en las conclusiones del pensamiento, sino también, y quizá sobre todo, en el modo de pensar. Y, como no hay pensamiento sin expresión, también en el modo de expresarse. La ruptura con el orden social existente empieza por ahí: por no aceptar los términos en los que plantea las cosas. Porque quien fija el modo en que se plantea un problema condiciona enormemente su resolución, cuando no la determina.

No siempre fue así, de todos modos.

En los orígenes del Movimiento Comunista, como muchos de vosotros sabéis, estuvo una escisión de ETA, que se llamó ETA-Berri (la Nueva ETA, en castellano). Aquella escisión estuvo promovida por la Oficina Política de ETA, que era –os estoy hablando de 1966– la responsable del periódico de la organización, Zutik! (que quiere decir “En Pié”).

A veces el papel de las personas, de su modo de ser, de sus virtudes y de sus defectos, es decisivo en la conformación de los acontecimientos. Este es un caso clarísimo. Aquella escisión de ETA fue encabezada en diciembre de 1966 por un joven de unos 23 o 24 años, vecino de mi barrio, de formación marxista heteróclita, convertido en lector doblemente empedernido por culpa de una pleuresía que lo tuvo bastante tiempo en cama, aficionado al cine y al jazz y dado a la confección de collages en sus horas libres. Se llamaba –y se sigue llamando, por fortuna– Eugenio del Río, personaje clave en este asunto del que hoy estamos hablando y que ahora mismo debería estar aquí, sentado a mi lado, pero que ha renunciado a venir porque alega que «no sabría qué decir». Así que tendré que decirlo yo.

En la dirección de ETA-Berri, y en buena medida por culpa de ese hombre, se fue congregando poco a poco un núcleo de gente curiosa, con una media de aficiones artísticas no muy frecuente en el mundo de la política. Allí estuvo desde el principio también éste que os habla, cuya encendida pasión revolucionaria iba por entonces de la mano de otra pasión no menor por la literatura. Por la escritura en todas sus formas, más bien.

No tiene nada de especial que una gente como aquélla atribuyera desde el principio la mayor importancia a las tareas de propaganda. Recuerdo que, ya en nuestro primer año de existencia organizada, sacamos hasta tres publicaciones periódicas: la oficial de la organización (que seguimos llamando Zutik!), un periódico de tono más amplio, que titulamos Gora!, y una revista que se autodefinía como de cultura y política, a la que bautizamos Hitz. Esto sin contar con publicaciones internas, octavillas... y, ya, con el primer cartel, que no llegó a las paredes porque lo interceptó la policía francesa. Era un esfuerzo editorial meritorio, si se tiene en cuenta que aquel grupo trabajaba en condiciones de clandestinidad, que se financiaba exclusivamente con las cotizaciones de los militantes y que era, además, muy reducido: en un principio apenas agrupaba a un centenar de personas, en toda Euskadi.

Aquel  grupito de gente no sólo tenía una afición cuantitativa por la propaganda. También cualitativa. Porque otra de sus características relativamente generalizada –y curiosa, por su carácter escasamente celtibérico– era su gusto por el trabajo bien hecho. Tenía un estilo puntilloso y concienzudo, detallista, que desde el comienzo empezó a reflejarse en su propaganda: ponía el mayor interés en que estuviera bien presentada, bien escrita, bien impresa. Lo que le faltaba en medios lo suplía con artesanía: llegaba a encuadernar los folletos por su cuenta, a mano, con cola plástica, en las pequeñas imprentas clandestinas que fue instalando, primero en Euskadi, luego en bastantes puntos de España.

El estilo inicial de aquellas publicaciones resultaba por lo general vivo y original, relativamente innovador en el mundo de los panfletos. Las portadas eran con frecuencia pequeños carteles, algunos francamente bien hechos. Otra cosa que ahora me parece particularmente destacable es que sus textos recurrían con cierta frecuencia al humor, lo que no era por entonces nada frecuente en las publicaciones clandestinas, por lo general muy solemnes y adustas.

Ese comienzo, bastante prometedor, se torció a continuación.  ETA-Berri creció, y se transformó en el Movimiento Comunista de Euskadi, y luego siguió creciendo, y se unió con otras organizaciones y grupos de fuera de Euskadi –también de Asturies, que eso es lo que ahora se está conmemorando–, y nació el Movimiento Comunista de España, y el Movimiento Comunista de España empezó a ser cosa seria, y sus publicaciones también se pusieron serias.

Hubo un periodo de unos cuantos años –no me resulta fácil ponerle fronteras: del 72 al 75, quizá– en el que la propaganda del MC perdió frescura. Nos hicimos todos muy ortodoxamente marxistas-leninistas y adoptamos un aire pasablemente aburrido, tirando a plomizo. Nuestros textos se llenaron de citas de Marx, Engels, Lenin, Stalin y Mao Tsetung. Empleábamos un estilo formalista, escolástico, casi eclesiástico: leo ahora las publicaciones de aquella época y debo reconocer que me aburren soberanamente. Seguían estando bien hechas, mejor incluso que antes, pero eran secas, frías.

Y, sin embargo, lo que estaba ocurriendo dentro del MC era interesante, y para muchos –desde luego para mí– decisivo: nos embarcamos en una reflexión colectiva sobre la necesidad de que la ética sea el principal resorte de la acción política; sobre la preeminencia de la moral sobre la eficacia; o, si se quiere, sobre los diferentes tipos de eficacia que existen.

Lo cual nos situó en condiciones relativamente buenas para afrontar la transición del franquismo al régimen parlamentario. No buenas porque fuéramos a sacar una gran rentabilidad política de aquello, sino más bien por todo lo contrario: porque nos preparó para encajar la derrota que nos esperaba. Otros muchos acudieron a esa cita con la Historia convencidos de que iban a comerse el mundo; que iban a ser muy importantes, y llevaron fatal verse marginados. Recuerdo una escena que puede servir a modo de ejemplo. Era la noche de las primeras elecciones generales a las que tanto el MC como el PTE y la ORT, los tres principales partidos de la extrema izquierda de la época, nos habíamos presentado con nuestras propias siglas (salvo en Euskadi, donde acudíamos dentro de Euskadiko Ezkerra). En el Palacio de Congresos de Madrid, donde se  centralizaba la recepción de los votos, estábamos representantes de los tres partidos. La ORT y el PTE habían tirado la casa por la ventana durante la campaña, sus militantes se habían entrampado hasta las cejas y sus jefes estaban convencidos de que iban a sacar varios diputados. Nosotros habíamos hecho una campaña intensa, pero mucho más modesta. Al final, obtuvimos más o menos los mismos votos... y ningún diputado, cosa que nosotros nos  tomamos con resignada naturalidad. Pero había que ver a los representantes de la ORT y el PTE: estaban hundidos; paseaban por el Palacio de Congresos como almas en pena. Para nosotros, aquellas elecciones no eran más que otro episodio, relativamente secundario. Para ellos, aquella derrota fue un golpe mortal.

Desde 1975 –sobre todo a partir del momento en que nos dimos cuenta de que la ruptura no se iba a producir, porque quienes la defendíamos sinceramente éramos no sólo una minoría política, sino también una minoría social; es decir: desde que fuimos conscientes de que iba a triunfar la reforma– comprendimos que lo que afrontábamos era una carrera de fondo. Una carrera con una meta incierta, caso de que la tuviera. Por eso, y sin renunciar inicialmente a intervenir en la política de cada día, e incluso en la politiquería, fuimos dando a nuestros planteamientos una inflexión cada vez más ideológica, más de crítica de fondo, más de rechazo global a la organización social en su conjunto. Por eso dimos importancia relativamente pronto –o sea, tardísimo, pero antes que otros– al feminismo y a otras formas de crítica ideológica del orden social vigente.

Y por eso pudimos ejercer una profunda revisión crítica –laboriosa, y a veces también dolorosa– de los instrumentos marxistas de nuestro pensamiento, que con tanta intransigencia habíamos defendido en el pasado.

Para muchos otros, aceptar que el marxismo no es infalible, que no tiene nada de Ciencia, que ni siquiera está nada claro en qué consiste, fue como para un creyente perder le fe en Dios: todo dejaba de tener sentido. Y su reacción fue como la que solía describir yo por entonces en broma: «Puesto que Dios no existe, a violar monjas».

Pero, para quien tenía claro que ni los errores ni la impotencia de los revolucionarios hacen menos repugnante al opresor, ese proceso de destrucción de los viejos dogmas podía ser asumido –no sin traumas, y tampoco de un día para otro, por supuesto– como otra etapa más de las muchas que componen el largo y difícil camino de la maldita raza de los rebeldes.

En lo que a mí concierne, abandoné la Dirección del MC en 1985 (creo que fue ese año: soy muy malo para las fechas). Digo que abandoné «la Dirección del MC» y no que abandoné el MC, aunque dejé de formar parte de su organización, porque para mí  el MC no ha sido nunca sólo un partido: ha sido y sigue siendo mi verdadera familia, las siglas con las que me he acostumbrado a reconocer a la gente con cuyo esfuerzo me identifico, y que comparto en la medida de mis fuerzas y de mi conciencia. Por lo cual, como ésos que siguen siendo prosoviéticos pese a que la Unión Soviética ha desaparecido, yo me sigo considerando del MC, aunque el MC ya no exista.

Profesional del panfleto y la agitación política desde los 17 años, me incorporé al periodismo profesional, como os digo, ya bastante crecidito.

Se suponía que mi inexperiencia en el mundo de la prensa convencional debería haberme pesado lo mío. Y debo reconocer que algunas cosas con las que me topé en el mundo del periodismo empresarial sí que me cogieron poco preparado. Estaba poco preparado para afrontar el arribismo, el servilismo y la prostitución intelectual (que es con gran diferencia la peor, porque quien practica la prostitución física puede mantener libre el pensamiento, pero quien vende su cerebro se queda sin espacio en el que refugiar la libertad).

A cambio, descubrí con sorpresa que la preparación periodística que había adquirido en el MC no era inferior a la de la mayoría de los periodistas formados en la prensa comercial. En algunos aspectos, era incluso mejor.

Os pondré algunos ejemplos.

Uno: me dí cuenta de que estaba mejor preparado que la media para descubrir la carga ideológica de las informaciones presuntamente objetivas. Jamás he creído en la objetividad. En la medida en que uno conoce mejor los muchísimos trucos de los que es posible servirse para manipular los hechos, está en condiciones de ser más honesto. Le basta  con desechar esos mecanismos de manipulación. Pero la mayoría de los periodistas se sirven de ellos sin ni siquiera ser conscientes de que lo hacen. Buena parte de los periodistas cree que es posible reflejar el hecho desnudo, despojado de ideología. Mi especial formación me ha hecho saber siempre que toda mirada, por inocente que se crea, es ideológica: hasta la del fotógrafo.

Otro ejemplo: me encontré mucho más preparado que la media de mis compañeros de profesión para opinar. Haber desarrollado durante tantos años el espíritu crítico y haberlo hecho en las más variadas direcciones te capacita para desconfiar de la apariencia de casi todos los fenómenos sociales y para encontrarle la vuelta a los asuntos más variopintos. Y eso, como casi todo lo raro, tiene un valor especial, y se cotiza.

Otro ejemplo más: bromeaba hace unos días con Eugenio del Río, hablando precisamente del motivo de este encuentro, sobre lo útil que me ha sido profesionalmente tener clara la distinción leninista entre agitación y propaganda. Decía Lenin que el agitador es el que se las arregla para remachar cien veces durante cien días en la misma idea haciendo creer al lector que cada vez le está contando una cosa nueva. El propagandista, en cambio,  es el que desarrolla un conjunto complejo de ideas. Un artículo corto –una columna, un editorial– no permite ejercer de propagandista: hay que escribir con plena conciencia de que el objetivo es remachar una sola idea. Y hacerlo dejando el mayor número de vías abiertas para volver una y otra vez sobre la misma cuestión desde diferentes ángulos. A lo largo de siete años de vida de El Mundo, desde que el periódico nació hasta que el PSOE perdió las elecciones de 1996, habré escrito no menos de 500 editoriales sobre la intrínseca maldad del felipismo. Creo que, si viviera, Lenin tendría que felicitarme: mucha gente no se dio cuenta cabal de que, bajo las formas más diversas, y a veces más estrambóticas, escribí no menos de 500 veces lo mismo.

Otro ejemplo, ya fuera de bromas: mi aprendizaje en el MC me enseñó a hurgar en las trampas del lenguaje. A ser consciente de que el modo de expresión que escogemos no es nunca inocente. Que encierra ideología. Aprendí en particular a sentir franca aversión por el estilo indirecto, al que tan aficionada es la prensa presuntamente seria. Dicen: «Como consecuencia de la carga policial, resultaron heridos tres manifestantes». Y lo dicen porque les resulta muy fuerte escribir: «La Policía cargó e hirió a tres personas». Los manifestantes no «resultaron heridos»: los hirieron.

O bien dicen: «Rabat se ha puesto de acuerdo con Madrid», cuando lo cierto es que quienes se han puesto de acuerdo son Hasán y Aznar, sin que las ciudades hayan tenido ninguna participación en el acuerdo.

Otro ejemplo: haber escrito durante años para un público ávido de ideas y de información veraz, pero poco instruido académicamente, me enseñó a tener como divisa la sencillez. A no buscar un lucimiento artificioso y rebuscado. Cada vez que acabo una columna –a mí me preocupan sobre todo las columnas que firmo; los editoriales los considero propiedad de la empresa–, la vuelvo a leer una y otra vez, haciéndome la misma pregunta: «¿Se puede explicar mejor, o con más gracia? ¿Se puede expresar más sencillamente? ¿Puedo conseguir que al lector le parezca más algo que alguien le está diciendo cara a cara y no tanto un texto frío?». Y corrijo, y corrijo una y otra vez. No sé si consigo el objetivo que pretendo, pero desde luego que lo intento.

El tipo de formación que me proporcionó el MC me ha hecho ser siempre consciente también de que el periodismo comercial, en todas sus formas, no es en lo fundamental ese servicio público del que tanto suele hablarse. Ni tampoco, como suele decirse muy pomposamente, «la materialización del derecho constitucional de los ciudadanos a dar y recibir información veraz». Es, de un lado, un negocio puro y duro. Y, de otro, un sistema de reproducción y amplificación de la ideología dominante. Esto es algo que no sólo no se ha desvanecido con el paso del tiempo, sino que se ha acentuado más y más: considerados a cierto nivel de abstracción –ni siquiera mucha– hoy puede decirse que todos los grandes medios de comunicación son el mismo medio de comunicación, exponentes del mismo pensamiento único.

La conciencia relativamente profunda de estas realidades es lo que permitió al MC desarrollar una propaganda original, llamativa, diferente. Muy crítica, pero nada solemne. Corrosiva, pero con sentido del humor. Espectacular, pero no ostentosa. Mostrando el lado ridículo del poder. Desvelando sus muchas caras ocultas. Denunciando lo que otros callan. Y sin pretensiones de rentabilizar de manera sectaria su trabajo: sin buscar un lugar bajo el sol del Estado.

No sé si con estas pinceladas habré conseguido explicar algo. Para estas alturas, con no haberos aburrido mucho me conformo.

Muchas gracias.

 

 

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