Ennio Morricone y el cine:

un breve retrato discográfico

 

Una de las principales características de la música de Ennio Morricone es la connotación tímbrica. Pero, aun tratándose de una definición técnica correcta, hablar de "connotación tímbrica" no logra transmitir del todo su significado, pues en el caso de Morricone el timbre no es únicamente una diferenciación cromática dentro de la paleta orquestal. Es materia, cuerpo, grosor, consistencia, plasticidad y sonido.

Todas estas características atañen tanto a las voces de los instrumentos, convencionales o inusuales, como a la voz humana. El descubrimiento de esos elementos diferenciadores tuvo lugar a principios de los sesenta, años en los que Morricone tuvo que ganarse el sustento, pese a haberse titulado en el Conservatorio de Santa Cecilia como alumno de Goffredo Petrassi, efectuando arreglos musicales para la RCA italiana, aunque para el público esa etapa coincida con la realización del primer western de Sergio Leone, Por un puñado de dólares.

En la primera faceta, este extraordinario compositor romano había aportado su capacidad inventiva a artistas en alza tales como Gianni Morandi, Edoardo Vianello, Jimmy Fontana y Gino Paoli o a profesionales de renombre tales como Miranda Martino, Charles Aznavour, Dalida y Paul Anka. En la segunda, en cambio, llevó a cabo una verdadera revolución en el mundillo de las bandas sonoras al llegar a ser protagonista y coautor de las películas, dando así al traste con soluciones antiguas e inadecuadas para la dramaturgia musical y cinematográfica, después de su ingrata experiencia como compositor para películas neorrealistas. No nos encontramos ya con los sonidos pesados del melodrama y la producción sinfónica decimonónica (que no formaba parte de la tradición italiana) ni tampoco con formas de la música popular. Morricone juega con el sarcasmo y la ironía empleando “imposibles" yuxtaposiciones de instrumentos humildes, arcaicos y sencillos (el silbido humano, el marranzano, el argilofono, la zampoña y otros), alternándolos o combinándolos con otros instrumentos como la guitarra eléctrica, la trompeta y el órgano. Todo esto conduce a una descontextualización entrelazada en la que los sonidos étnicos, el rock y la tradición musical de Occidente pierden sus características, mezclándose y creando estilos nuevos.

Por esos mismos años Morricone formó parte del grupo Improvvisazione Nuova Consonanza (trabajó con Evangelisti, Bertoncini, Macchi, Heineman, Branchi, Kayn, Vandor, Piazza, Rzewski, Neri y Schiaffini) y con él, tras haber conocido en Darmstadt a John Cage en 1958, prosiguió sus investigaciones sobre el sonido y el silencio, considerado como un elemento importante de la experiencia musical. Así fue como Morricone creó los sonidos que han dado fama a películas como las de Leone.

Esta introducción pretende afirmar que el timbre es un elemento constante en la obra de Morricone y que lo es hasta tal punto que, a diferencia de otros compositores que trabajan en el campo de la música aplicada, él no elabora un marco, fortaleciendo así una melodía con armonías, ni tampoco arregla para orquesta una pieza pianística. Su música proviene de una partitura y son las partes que la integran las que determinan la estructura misma de la pieza.

Visto así, un proyecto discográfico como el que nos ocupa y que, exceptuando cuatro piezas (para cuerdas solamente, o con Morricone), recoge transcripciones para una formación mínima integrada por flauta, violonchelo y piano, casi siempre formando dúos, podría parecer contradictorio y enormemente sencillo, aunque apoye su validez en las características extrínsecas e intrínsecas de su música. El aspecto intrínseco desempeña un papel primordial en la música de Morricone, sólida y personalísima. Quienes conozcan las grabaciones de sus bandas sonoras advertirán enseguida cómo es capaz Morricone de concentrar lo esencial de las piezas originales en dos o tres voces, ejecutadas por unos grandes intérpretes como son Gilda Buttá (piano), Luca Pincini (violonchelo) y Paolo Zampini (flauta).

El aspecto extrínseco de su música, en cambio, nos hace reparar en un fenómeno que tiene que ver con los nuevos arreglos de temas de películas de Morricone que vienen interpretando desde hace unos diez años numerosos músicos como Ami Stewart y Richard Clayderman, Henry Mancini y Trilogy, un maravilloso trío formado por dos violines (Daisy Jopling y Aleksey Igudesman) y un violonchelo (Tristan Schulze).

Este tipo de interpretaciones muestra una versión totalmente libre y diferente en comparación con la idea del autor, pero sin embargo aporta un importante tema de reflexión. Hace poco tuve ocasión de escuchar tanto a Trilogy (en Kassel) como a Buttá, Pincini y Zampini (en Sevilla). Dejando aparte la profunda idea conceptual que separa estas dos versiones, la segunda proviene directamente del autor, mientras que 1a primera se encuentra muy alejada de la partitura original, pero, aun así, resulta fácil comprender que muchas de las músicas cinematográficas de Morricone poseen ya una total autonomía con respecto a sus películas de procedencia.

Y es porque tienen fuerza y vitalidad. Algunas son extrañamente famosas, mientras que las películas para las que surgieron son casi completamente anónimas (como algunas músicas de este CD) o apenas si figuran en algunos diccionarios de cine. Pero la cuestión es otra, aunque ataña a la forma en que Morricone se ha ocupado siempre de sus hijas, digamos, poco agraciadas, proporcionándoles nuevas ocasiones para que se las aprecie. Todos esos mecanismos de adaptación y síntesis que no traicionan la idea original y la alumbran con luz nueva provienen de lo que llamamos piezas clásicas. Si dejamos que la historia sea nuestro testigo y catalogue todos esos desarrollos que presenciamos ahora y que se remontan a fenómenos muy amplios, no dejaremos de ver mecanismos parecidos. El que treinta años después de realizarse una película, la banda sonora pueda seguir viva, adaptada quizá como música de cámara, revela mecanismos parecidos a los que llevaron a los polifonistas del Renacimiento a leer melodías medievales, a los compositores del siglo XVIII a parafrasear melodías producidas en el siglo anterior o a los autores del siglo XIX a escribir variaciones sobre temas de Haydn o Mozart. Por otra parte, si cabe atribuir el término "clásico" como adjetivo (o sustantivo) a un trabajo o a un autor representativo de toda una época, en esta cultura ‑que es transversal y no permite establecer las diferenciaciones o categorías formales del pasado‑ Morricone y su obra vienen desempeñando un papel preponderante. Ha sido importante para muchos grupos de rock que han aprendido de su música.

No obstante, lo más característico es su público, que abarca muchas generaciones y clases sociales. Llevo más de veinte años siguiendo la obra de Morricone, desde los conciertos camerísticos a la música contemporánea o las bandas sonoras, y a personas como yo nos sorprende, desde luego, ver mezclarse a jóvenes y viejos, a profesionales y profanos, todos los cuales parecen demostrarle una especial gratitud por ser el autor vivo que les ha permitido reconciliarse con la música contemporánea. Por supuesto, es posible que se trate de un malentendido, puesto que las bandas sonoras constituyen un aspecto marginal de la música contemporánea, tanto en lo lingüístico como en lo estético, y en muy poco ayudan a comprenderla. Antes bien, si por contemporáneo nos referimos a un producto creado en nuestra época, en las bandas sonoras se priman realmente dos cosas: un público amplio y la asociación (casi ósmosis, diría yo) con un medio expresivo que viene caracterizando más que ningún otro a nuestro siglo. En este sentido, su valor es verdaderamente grande y es curioso que ataña a una música a la que durante la película no se le prestaba atención. Ver ahora películas de los años cuarenta, cincuenta o sesenta es a veces más útil que estudiar historia, pues, como un perfume nuevamente descubierto (como diría Proust), nos transporta a aquellos años y a todas aquellas sensaciones que muchas veces forman parte de nuestra historia. Por eso una antología de músicas cinematográficas es como un recorrido por diferentes lugares: por la historia del cine, con todos esos grandes artistas a los que de alguna manera nos sentimos todos próximos, y por la historia del  arte contemporáneo, que no puede explicarse sin películas como Metrópolis, Alexander Nevski, Ciudadano Kane o Fresas salvajes. Pero también por la historia de nuestros atuendos, muchas veces influidos por alguna película (desde Lo que el viento se llevó a La naranja mecánica o La guerra de las galaxias). Si, además, el capitán de esta travesía es Ennio Morricone la emoción queda garantizada. En estos tiempos, no es cosa baladí.

Con tales premisas, no tendría sentido exponer una crítica neutra y vaga sobre las piezas contenidas en esta antología, como bandas sonoras carentes de un marco histórico, musical e histórico‑cinematográfico, pues es indispensable establecer ciertas distinciones principales, como es situarlas en el contexto de la película. Lo primero que hay que hacer es diferenciar entre unas películas y otras, pues las hay que fueron realizadas por grandes autores mientras que otras no han pasado a la historia del cine. El cine de grandes autores nos muestra a directores como Leone, Petri, los hermanos Taviani y en ocasiones Joffé y Tornatore. En este caso se da una gran interacción entre lo plástico y lo musical, por contarse ya en el guión con este último elemento. En el segundo caso, profesionales como Bolognini y otros como Patroni Griffi y Lado o productos de Hollywood como Friedkin, Lyne y Caron consideran el elemento musical como algo que puede añadirse una vez terminado el rodaje (y con la película ya montada) para corregir o rellenar determinados pasajes. Lo que más sorprende de Morricone ‑y lo que ha hecho de él uno de los compositores más solicitados‑ es su incapacidad para distinguir de antemano si la película va a ser una obra maestra o del montón, por lo cual siempre aporta trabajos maravillosos. Érase una vez en el Oeste (Italia, 1968) pasa por ser el western más ambicioso de Sergio Leone, como se puede deducir de un elenco internacional de actores que incluye a Claudia Cardinale, Henry Fonda y Charles Bronson. A raíz de su colaboración en los filmes anteriores y de la afirmación personal realizada por Morricone en muchas películas de otros grandes autores, a finales de los setenta el binomio Morricone‑Leone constituye ya todo un fenómeno internacional y esto se percibe muy bien en toda la música de este largometraje, mucho más refinada en comparación con los anteriores, aunque conservando esas características que eran tan del agrado de Leone. Si bien, por una parte, siguen presentes los instrumentos "humildes" (como la armónica) y su yuxtaposición con la guitarra eléctrica (agresiva y distorsionada), por la otra se destaca principalmente el aspecto melódicotemático, que caracteriza por completo la película y que, en la introducción en 12/8 (interpretada por el piano) parece tratarse de una especie de tema autónomo que se identifica con la protagonista. La intensa interpretación que realiza Luca Pincini con el violonchelo recoge el tema completo, basado en la preponderancia de intervalos de sexta, sustituyendo a la perfección las vocalizaciones de la cantante Edda Dell'Orso.

La banda sonora de La misión de Roland Joffè (Reino Unido, 1986), protagonizada por Robert De Niro y Jeremy Irons, nos sitúa, sin duda, en la cumbre de Morricone, en una época en la que pensaba abandonar su producción para el cine para centrarse exclusivamente en la música de concierto (en 1986 sólo participó en dos películas, precedente negativo que se repitió en 1992).

En La misión Morricone plasma de manera maravillosa una síntesis técnica, estética y ética de toda su carrera. Técnica porque lleva a consecuencias extremas ese sistema modular de composición con el que había experimentado en los setenta (con un tema principal y diversas partes autónomas susceptibles de superposición). Estética porque la mezcla de estilos y las partes populares y cultas realizada en películas de Leone, Petri, Boiseet, Pasolini y otros alcanza aquí su culminación. Ética porque la música entendida como fraternidad y salvación espiritual encuentra su perfecta encarnación en el padre Gabriel y en el oboe.

"La vida y obra de un director sofisticado, complejo pero no oscuro. Su filmografía muestra una progresión coherente y denota bien a las claras la evolución de un autor que empezó siendo intérprete de atmósferas de cuento de hadas (el Oeste que recordaba de las películas) y ha acabado convirtiéndose en figura destacada del cine mundial de hoy". Son palabras de un artículo de Marcello Garofalo sobre Sergio Leone y nos invitan a referirnos a la última película de Leone, Érase una vez en América (EEUU, 1984), representada aquí por el tema de Deborah.

Esta película sintetiza toda la obra de Morricone y nos prepara para un nuevo futuro de las bandas sonoras, si bien, en el abismo y en el remolino perpetuo que la caracterizan, como historia sin final situada al margen de las pautas narrativas habituales, la música de Morricone desempeña un papel fundamental que cabría calificar como uno de los mejores ejemplos de dramaturgia musical en el cine. Los temas de la película no pueden quedarse en meros comentarios, pues de cuando en cuando modifican la clave narrativa e interpretativa.

El tema de Deborah posee los rasgos típicos de los temas de Morricone, cuales son la extensión de la melodía y la suspensión de las frases musicales que la conforman en pausas que ponen de manifiesto la grandeza del compositor. Hay muchas razones para afirmar que Investigación sobre un ciudadano libre de toda sospecha (Italia, 1930, con Gian Maria Volonté) constituye la muestra más importante de la colaboración Morricone‑Petri. Morricone trabajó en esta banda sonora durante una época difícil de su vida en la que el enorme éxito de los western le había otorgado una extraña fama que él se negaba a aceptar, mientras que su producción concertística era escasa (sólo tenemos tres composiciones autónomas en diez años y tampoco son de las mejores). Habida cuenta de ello, cabe explicarse que este tema se crease mediante un proceso de composición tan típico de Bach como es la repetición de un arpegio sin articulación rítmica. Con Leone (en la llamada trilogía de los dólares) y con Petri, Morricone pone de manifiesto toda su actitud sarcástica, irónica y transgresora, utilizando variaciones tímbricas que se han convertido en el símbolo mismo de este cine. Hay que destacar también la estupenda interpretación pianística de Gilda Buttá, precisa e intensa a la vez.

En El prado de los hermanos Taviani (Italia, 1939, con Isabella Rossellini, Beniamino Placido y Giulio Brogi) y en Cinema Paradiso de Tornatore (Italia, 1988, con Philippe Noiret, Jacques Peerin y Salvatore Cascio) Morricone muestra una actitud íntima y elegíaca que nada tiene que ver con sus producciones para Leone y Petri.

El tema de la película de los Taviani es lírico y solemne (interpretado por Paolo Zampini), mientras que el de la de Tornatore resulta introspectivo y burlón, a la vez que refinado. En cuanto a las típicas producciones estadounidenses, tenemos tres películas recientes: Lolita de Adrian Lyne (EEUU, 1997, con Jeremy Irons, totalmente distinta de la versión de Kubrick); Desbocado de William Friedkin, un thriller, montado en 1992, escrito por el mismo guionista de French connection, contra el imperio de la droga y de El exorcista; y, por último, Love affair de Glenn Gordon Caron (EEUU, 1994), remake de Tú y yo protagonizado por Warren Beatty (que es el verdadero autor de ésta y otras películas, hasta tal punto que Morricone lo ha tenido siempre como interlocutor a la hora de decidir el papel y la colocación de 1a música) y Annette Bening.

La última pieza de la antología es La herencia Ferramonti (de Mauro Bolognini, 1936, con Anthony Quinn y Dominique Sanda), Romanza (de Quartiere de Silvano Agosti), ll maestro e Margherita (Italia / Yugoslavia, 1972, de Aleksandr Petrovic, con Ugo Tognazzi), Supongamos que una noche, cenando... (de Giuseppe Patroni Griffi, 1968, con Jean‑Louis Trintignant), Moisés (de Gianfranco De Bosio, 1976, versión para la pantalla grande tomada de un peplum televisivo con Burt Lancaster y un reparto internacional) y Por las antiguas escaleras (de Mauro Bolognini, 1975, con Marcello Mastroianni).

De nuevo hay que subrayar un extremo: si todavía queda alguien que no comprenda la importancia de Ennio Morricone en todo el panorama del cine internacional de los cuarenta últimos años, que repase estos títulos y escuche estas piezas y comprobará que parte de esta producción ha caído en el olvido, conservando, sin embargo, su vitalidad. Ahí está el secreto: paradójicamente, Morricone nunca compuso para el cine, componía antes que nada para él mismo y eso explica la autonomía de esta música.<

 

Sergio Miceli

(Traducción: José A. Torres Almodóvar)

 

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