Diario de un resentido social

Semana del 14 al 20 de julio de 2003

El mejor de los sucesores

Hablaba ayer sobre los posibles sucesores de Aznar y llegaba a la conclusión de que, consideradas las cosas en frío, es Mariano Rajoy el que reúne menos inconvenientes. El menos frágil de todos los que se están postulando sin postularse.

Hoy publica El Mundo un sondeo según el cual los dos mejores situados en la carrera hacia las dos presidencias –la del Gobierno y la del partido– son Alberto Ruiz Gallardón y Jaime Mayor Oreja. No me extraña nada. Ruiz Gallardón se beneficia de un factor que ya señalé en mi análisis: cae bien a una porción considerable del electorado socialista. Y Mayor Oreja es el favorito de la base social del propio PP, muy en especial de la extrema derecha, carente en España de representación política independiente.

El sondeo de El Mundo confirma también otro elemento fundamental de mi análisis de ayer: cualquiera de los candidatos del PP valdría para derrotar en las urnas a Rodríguez Zapatero, que cumple hoy tres años como secretario general del PSOE y pasa por sus horas más bajas (que ya es decir).

En todo caso, el sondeo de El Mundo tiene tan sólo el valor de una cata de opiniones, sin mayor trascendencia. No sirve para augurar nada, habida cuenta de que la elección del doble candidato del PP no la va a hacer ni todo el electorado, ni el electorado del PP, ni siquiera la base militante del PP. La va a hacer Aznar. Y, aunque el jefe dimisionario no sea del todo insensible a los estados de ánimo de sus seguidores, tampoco es del género que toma sus decisiones al dictado de los sondeos, como sabemos de sobra tras la segunda Guerra del Golfo. Se inclinará por éste o por aquél en función de sus propios criterios, no por lo que nadie le susurre al oído.

Y, o poco lo conozco, o el elegido no será Ruiz Gallardón. A Ruiz ya le ha proporcionado su correspondiente dosis de calmante de la vanidad regalándole la candidatura de Ana Botella para la alcaldía madrileña.

Aznar nunca se ha fiado de Gallardón. No lo ve como hombre de partido y piensa –creo que con mucha razón– que, con él como presidente, las luchas internas desangrarían el PP en un abrir y cerrar de ojos.

Más dudas me ofrece Mayor Oreja. Mayor presenta varios inconvenientes graves. Uno es su adscripción indisimulada a una de las ramas del partido –la eufemísticamente llamada democristiana–, lo que no facilitaría en nada su papel como presidente de todas las familias pepeísticas. Otro es su doblez. Aznar sabe que, a diferencia de él, que cuando no quiere expresar algo se calla o adopta aires de esfinge, Mayor no tiene inconveniente en recurrir a la falsedad. Es un jesuita, capaz de sonreír beatíficamente a la misma persona que va a apuñalar acto seguido. Eso ha ido creando a su alrededor un nada tranquilizador halo de recelos y desconfianzas.

Estoy seguro de que Aznar es consciente de estos dos inconvenientes de Mayor. A cambio, tal vez no perciba en toda su importancia otro, del que él mismo participa, aunque en menor medida: el ex ministro de Interior tiene una obsesión enfermiza por el nacionalismo vasco, en general, y por el PNV, en particular. Su odio, ya importante desde los inicios de su carrera política, se ha convertido en auténtica monomanía tras la serie continuada de batacazos que ha sufrido, uno tras otro, en todas sus apuestas electorales sobre el terreno. Esa fijación verdaderamente freudiana altera de manera decisiva su capacidad de discernimiento y lo convierte en un político unidimensional, capaz de incurrir en muy peligrosas extravagancias.

Mayor Oreja podría ser el mejor de los sucesores de Aznar, eso sí, para quienes razonan con la lógica de que «cuanto peor, mejor». Estoy seguro de que llevaría una y otra vez al PP y al Gobierno a situaciones límite, lo que provocaría antes o después su ruina.

Esa perspectiva no me desagrada, por supuesto. Lo malo es que, en su camino hacia el abismo, los daños colaterales podrían ser muy cuantiosos, y afectar a demasiada gente.

 

(20 de julio de 2003)

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El sucesor menos improbable

Todos los medios se han puesto a hacer quinielas sobre la sucesión de Aznar.

Hay varias razones que lo justifican. 1ª) Se otea ya en el horizonte la fecha en la que el jefe del partido popular deberá abrir el sobrecito y decir aquello de «And the winer is...».  2ª) La elección está de todo menos cantada, lo que deja un amplio campo abierto a la especulación. Y 3ª) Entramos en las vacaciones políticas y pronto los medios de comunicación con amplias secciones de información política no tendrán mucho más de lo que hablar.

Sobre esa presumible base, El Mundo ha pedido a un puñado de comentaristas  –este humilde servidor de ustedes entre ellos– que cuenten cómo ven la cosa y quién creen que terminará vencedor en la carrera sucesoria.

 El texto que sigue es mi aportación a la especulitis general.

 

En contra de lo que los aspirantes a la sucesión de Aznar afirman todos como un solo hombre –y ninguna mujer–, es falso que el problema de su partido sea que cuenta con demasiados candidatos a la altura del cargo.

No es verdad. Es cierto que tiene varios dirigentes que poseen algunos de los requisitos que hacen falta para asumir con posibilidades de éxito la doble condición de jefe del partido y de aspirante a la Presidencia del Gobierno, pero no veo yo que ninguno de ellos dé el tipo en grado suficiente.

El problema del PP, por paradójico que parezca, no es encontrar un dirigente que pueda desempeñar correctamente el papel que corresponderá al candidato a la jefatura del Ejecutivo. Para eso podrían valerle varios. Rodrigo Rato, por ejemplo, tiene imagen de hombre competente y versado en asuntos de economía, lo cual infunde hoy en día un profundo respeto al electorado, que no parece proclive a contabilizar las muchísimas veces que los expertos en economía meten el cuezo hasta el corvejón. Rato sería capaz de hacer una campaña sobriamente brillante (o brillantemente sobria, según se quiera) y ganar las elecciones sin demasiados apuros. También veo a Mariano Rajoy con posibilidades de aguantar bien el tirón electoral: es un político todoterreno que, como portavoz del Gobierno, ha tenido que familiarizarse con la mayoría de los expedientes que una campaña electoral pone sobre la mesa. Y lo que en un político es todavía más importante: ha aprendido a hablar con soltura de lo que no sabe sin que su ignorancia resulte evidente. En fin, last but not least, Alberto Ruiz Gallardón podría encarar esa prueba con idénticas o incluso superiores posibilidades de éxito, en la medida en que su buen cartel llega incluso a una parte del electorado del PSOE.

Es posible que ninguno de ellos fuera un candidato de primerísima fila, pero todas sus carencias se verían más que suficientemente compensadas por las de su principal oponente electoral, José Luis Rodríguez Zapatero que, de seguir firme en su penosa trayectoria actual, se las arreglará para derrotarse solo, sin necesidad de mayor intervención ajena.

Cuando Aznar se encontrará con más problemas no será, ya digo, a la hora de proponer –a la hora de designar– al cabeza de lista del PP en los próximos comicios generales, sino cuando deba asignar al candidato de su elección la muy compleja responsabilidad suplementaria de encabezar el partido.

Supongo que no sorprenderé a nadie si digo que las simpatías que siento por Aznar son más bien limitadas. Pero siempre he reconocido en él las oscuras y complejas habilidades del buen aparatchik. Cuando en enero de 1989 fue designado presidente del PP tomó en sus manos un partido que era una jaula de grillos. Diez meses después lo tenía en orden. Y a sus órdenes. Impuso su autoridad con mano de hierro. Como todos los jefes reservados e implacables, tantos más cadáveres políticos fue dejando a su paso, tanto más se acrecentó el respeto reverencial de sus fieles.

¿Responde a ese retrato, así sea mínimamente, alguno de los tenidos por aspirantes a sucesor? No lo veo. Al uno se le nota demasiado su debilidad por tal o cual capillita, el otro deja transparentar demasiado impúdicamente su desbordada ambición y su carencia de principios, el de más allá cuenta con demasiada facilidad lo que piensa o sufre de obsesiones enfermizas que le hacen perder la perspectiva general... Eso sin contar con que no todos precisamente tienen la trastienda personal tan limpia de polvo y paja como la de su antecesor.

En tales condiciones, Aznar habrá de elegir no al mejor, sino al menos malo. A alguien que no se hará fácilmente con las riendas del partido. Si es que consigue hacerse con ellas.

Puesto que esto va de augurios, diré quién creo que será el designado: Mariano Rajoy. Es el menos frágil.

 

(19 de julio de 2003)

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Montesquieu ha muerto

«Montesquieu ha muerto». Cuando lo afirmó Alfonso Guerra hace ya muchos años, se montó la gran escandalera. Lo pusieron –lo pusimos– a caer de un burro. Pero por diferentes motivos. La mayoría le acusó de revolverse contra la esencia misma del Estado de Derecho. Otros no criticamos el diagnóstico, sino su valoración. Le reprochamos que le pareciera bien. Y lo mucho que estaba trabajando para conseguirlo.

De entonces a aquí todo ha ido a peor. No a mucho peor, porque casi todo el trabajo estaba ya hecho. Digamos que a todo lo peor que cabía.

Los mismos que se llevaron las manos a la cabeza escandalizados ante las palabras de Guerra se encargaron de rematar la faena, así que llegaron al poder.

Asumieron también el encargo de elaborar la coartada necesaria para justificarla. Llamaron a eso «la razón de Estado».

Conforme al principio de división de poderes expuesto en su día por Charles de Secondat, barón de Montesquieu, el Estado de Derecho consta de tres brazos –el ejecutivo, el legislativo y el judicial– que tienen, entre otras muchas, la fundamentalísima función de vigilarse entre sí para evitar sus eventuales excesos. El equilibrio general del Estado surge de la acción moderadora de esos tres poderes, cada uno de los cuales atiende a que ninguno de los otros dos exceda el terreno de sus competencias. Fruto de esa interacción es la tradicional relación tensa, propia de los estados de Derecho, entre los protagonistas de cada uno de los poderes y, muy especialmente, entre el ejecutivo y el judicial.

Basta con constatar cuán idílicas son hoy en día las relaciones entre el Gobierno y los órganos superiores de la Justicia para confirmar que, en efecto, Mostesquieu pasó hace tiempo a mejor vida. Jueces y ministros departen amigablemente e intercambian criterios y propósitos. El Tribunal Supremo se ajusta una y otra vez a los deseos del Gobierno. El Tribunal Constitucional –entrenado en ello desde la bochornosa sentencia de Rumasa– tampoco falla cuando lo que se juega es una «cuestión de Estado». Todo el mundo habla con total desenvoltura de la adscripción partidista de los magistrados de mayor ringorrango: que si éste es de la cuerda del PP, que si aquel otro es de la del PSOE... El caso más descarado: creo que ya no queda ni un solo magistrado de la Audiencia Nacional que no haya sido condecorado por el Ministerio del Interior. Algunos, con medallas pensionadas, de ésas que dan dinero. ¡La Policía festejando a los jueces! Lo nunca visto ha pasado a ser rutina. Ya, hasta aparecen comunicados elaborados mano a mano entre ambos.

Faltos de vigilancia y de freno, convertidos los tres poderes en uno solo, nada hay ya que impida sus excesos. Por eso menudean. E irán a más.

 

(18 de julio de 2003)

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Expertos ideológicos

Ya sé que está feo ponerse uno mismo como ejemplo, pero tengo que hacerlo para ilustrar el asunto éste de los expertos al que quiero referirme hoy. De todos modos, no hablo sólo de mí, sino del puñado de comentaristas –escasísimo puñado– que dijimos en su día que la guerra de Irak pasaría con seguridad por dos fases: una primera relativamente breve, de guerra convencional, en la que las fuerzas armadas capitaneadas por Washington se enfrentarían y vencerían con toda seguridad al Ejército de Sadam Husein, procediendo a la ocupación del territorio iraquí, y otra posterior, de guerra irregular, probablemente larga y costosa, en la que las fuerzas de ocupación se verían sometidas al acoso de las diversas fuerzas de resistencia popular iraquíes.

Llegamos a la conclusión de que esa segunda fase iba a resultar inevitable a partir del conocimiento de la amplitud de los sectores del pueblo de Irak que iban a verse económicamente perjudicados e ideológicamente ofendidos por la ocupación anglo-estadounidense y considerando también el hecho de que el régimen de Sadam Husein había repartido una enorme cantidad de armas entre la población civil, empezando por el medio millón de funcionarios de todo tipo que movilizaba su Administración.

De modo que anunciamos que iba a ocurrir lo que está ocurriendo. Yo, en concreto, publiqué el pasado 5 de abril en El Mundo una columna, titulada «La piel del oso», que decía lo siguiente:

 

«Las autoridades de Washington hablan y hablan sobre el Irak post Sadam. Colin Powell recorre medio mundo disertando sobre cómo será la nueva Administración iraquí, quiénes intervendrán en la reconstrucción del país y quiénes no, qué otras operaciones militares en países limítrofes emprenda tal vez su Gobierno -cita a Siria y a Irán-, a qué papel habrá de ceñirse la ONU a partir de ahora... Aún no ha cazado el oso, pero tiene clarísimo qué hará con su piel.

»Casi todo el mundo, incluyendo algunos que se declaran hostiles a esta guerra, da por hecho que asistimos a los últimos días del conflicto armado.

»Yo no discuto que la fase convencional de la guerra pueda concluir relativamente pronto. Tampoco lo afirmo, de todos modos, a la vista de que el mando anglo-estadounidense no sabe cómo rematar la toma de las ciudades sin recurrir a un cuerpo a cuerpo en el que sus tropas podrían sufrir cuantiosas bajas.

»Pero, incluso en la hipótesis más favorable para ellos, incluso aunque consiguieran hacerse con el control formal del Irak en el plazo de algunos días o de unas pocas semanas, eso no querrá decir que todo se haya terminado. Ni mucho menos. Según ha podido constatarse durante los primeros 15 días de guerra, el Gobierno de Sadam Husein preparó a su población para que, en la más que probable eventualidad de que su Ejército no pudiera detener el avance de las tropas invasoras, pasara a hostigarlas con técnicas de guerra de guerrillas. ¿Cómo? Buscando unidades pequeñas que queden en situación momentánea de aislamiento para atacarlas con fuerzas superiores; sometiendo al ocupante a atentados constantes; obligándolo a hacer un gran despliegue por todo el territorio para que no se fijen bolsas fuera de control y aparezcan «zonas liberadas»...

»Los rusos podrían dar a los estadounidenses un curso muy completo al respecto. Por doble vía: porque ellos han sacado un muy fructífero partido de las formas irregulares de guerra en las ocasiones más decisivas de su Historia... y porque las sufrieron en Afganistán, de donde acabaron por salir con el rabo entre las piernas, pese a su aplastante superioridad militar y pese a que contaban con el respaldo de una parte importante de la población local, cosa de la que EEUU carece en Irak.

»Es un error confundir la fase convencional de la guerra con la guerra en su totalidad. Washington puede demostrar que el Ejército de Sadam Husein no tiene capacidad para plantarle cara. Pero la cara es sólo lo que se ve de frente. Las Fuerzas Armadas de los EEUU tienen también espalda. Y flancos. Y los tienen ahora, y los tendrán el mes próximo, y el siguiente.

»Se están repartiendo la piel del oso como si ya lo hubieran cazado. Pero un país no es una pieza de caza. Son muchísimas. Y durante mucho tiempo.

»Demasiada caza para un cazador furtivo.»

 

Curiosamente, la totalidad de los gobernantes y la inmensa mayoría de los comentaristas de más campanillas a ambos lados del Atlántico menospreciaron esta posibilidad y obraron como si acabar con la fase convencional de la guerra fuera acabar con toda la guerra. Igual que Napoleón en España después del 2 de mayo de 1808. Igual que Hitler en Francia, en Italia, en los Balcanes y en la Rusia ocupada.

Ahora se declaran asombradísimos por el giro que han tomado los acontecimientos.

¿Cómo explicarlo? Hace poco, en una charla en la Universidad de Barcelona, invoqué un pasaje de Julio César en La Guerra de las Galias. Decía: «Fere libenter homines id quod volunt credunt». Los hombres tienden a creer aquello que les conviene.

 

(17 de julio de 2003)

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El cachondeo de la Justicia

Ha dicho Joseba Azkarraga –al que varios medios de comunicación y algún portavoz político han presentado como miembro del PNV, demostrando cuán elevado es su nivel de información– que el comportamiento del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) tiene tintes mafiosos. Se refiere a la decisión del órgano de gobierno de los jueces de suspender la formación de la Sala de Discordia del Tribunal Superior de Justicia del País Vasco (TSJPV). Subraya Azkarraga que el CGPJ pasa por alto toda suerte de irregularidades procesales cuando los jueces van contra el nacionalismo vasco, pero que interviene a toda velocidad si sospecha que puede haber una decisión judicial que le sea favorable.

Un importante matiz a las palabras de Azkarraga. Tal como presenta el asunto, se diría que la arbitrariedad progubernamental es un accidente en el funcionamiento de la Justicia en general y del CGPJ en particular. Y no. Es su comportamiento normal. El CGPJ, en concreto, es un órgano cuya mayoría aplastante –y nunca mejor dicho– emana directamente de los partidos firmantes del Pacto Antiterrorista. Si en un asunto están de acuerdo el PP y el PSOE, es humanamente imposible que el CGPJ no les respalde. Jamás lo ha hecho y jamás lo hará. A sus miembros les van los garbanzos en ello.

Cuando el TSJPV anunció que iba a ampliar su composición para ir a una nueva votación sobre la querella del fiscal contra Atutxa y otros dos miembros de la Mesa del Parlamento vasco, los partidos coaligados en Madrid vieron que eso podía suponer la derrota de sus pretensiones. En ese mismo momento, sin tardanza alguna, se iniciaron las presiones sobre el CGPJ para que interviniera. Mayor Oreja llegó a decir en público (¡en público!) que la decisión del TSJPV era «la confirmación de la gravedad de la ofensiva nacionalista». Los mismos que reclaman respeto para los jueces cuando éstos deciden lo que les parece bien los ponen de vuelta y media en cuanto sospechan que pueden decidir lo que les parece mal. Excuso decir que el CGPJ no ha hecho pública ninguna nota reconviniendo a Mayor Oreja por haber insinuado que algunos jueces del TSJPV trabajan a favor de la mayoría vasca. No han tenido tiempo. Han estado muy ocupados llamando al orden a Azkarraga.

Pedro Pacheco, quien fuera durante largos años alcalde de Jerez, dijo en cierta ocasión que la Justicia es un cachondeo, y lo abrumaron con cien mil reproches. No tenía razón: el cachondeo tiene su punto de diversión, y esto no resulta nada divertido.

La Justicia es un instrumento –otro instrumento más– del Poder. Del único Poder que existe desde que los tres poderes de Montesquieu decidieron no fingir que se contrapesaban mutuamente y formaron un frente unido. Y desde que el llamado Cuarto Poder se hizo uña y carne con ellos.

 

(16 de julio de 2003)

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El enésimo engaño

El 66% de los británicos, según un muy reciente sondeo, considera que Tony Blair engañó a la opinión pública de su país. Que exageró sin ningún escrúpulo el peligro que corría la paz mundial con el régimen de Sadam Husein para justificar el desencadenamiento de las hostilidades en Irak y el subsiguiente control anglo-estadounidense de aquella zona estratégica.

Que Tony Blair engañó a sus conciudadanos es un hecho constatable y constatado. Ha admitido –Jack Straw mediante– que, en su afán por revestir de buen sentido su belicismo, llegó incluso a plagiar un viejo escrito estudiantil. Realmente, lo que se entiende mal es que haya todavía un 34% de los súbditos de Su Graciosa Majestad que albergue dudas sobre la falta de honradez del primer ministro de la Corona.

Otra cosa, muy distinta, es que los británicos tengan derecho a sentirse estafados.

Hay un aforismo árabe que dice: «La primera vez que alguien te engaña, la culpa es suya. La segunda vez, la culpa es ya tuya».

Antes del inicio de la segunda guerra del Golfo, Blair ya había demostrado reiteradamente que la mentira no supone para él ningún obstáculo infranqueable.

Es acertado el dicho árabe: no siendo la primera vez que miente a sus conciudadanos, la culpa del engaño la tienen ellos. En rigor, no es que les haya engañado: es que se han dejado engañar una vez más.

Tres cuartos de lo mismo cabe decir de George W. Bush y el pueblo de los Estados Unidos de América.

Y de José María Aznar y los españoles, por supuesto.

Las actuales maquinarias de conformación de las opinión pública tienen, entre otras posibilidades igualmente problemáticas, la de bloquear los procesos de memorización colectiva. Se las arreglan para que los pueblos no sean capaces de acumular experiencia. Para que tropiecen en la misma piedra una y otra vez.

En mayor o menor medida, la pérdida de la llamada «memoria histórica» ha sido común a todos los pueblos. En todos los tiempos. Pasan los decenios, pasan los siglos y las nuevas generaciones repiten los mismos viejos yerros de sus ancestros. Eso no es nuevo. Lo nuevo es que ahora las generaciones repiten los desastres cometidos por ellas mismas hace apenas nada.

Ha dejado de regir el método de aprendizaje prueba/error/lección. Lo que funciona ahora es un sistemático prueba/error/repetición de la prueba/repetición del error/repetición de la prueba/repetición del error... y así indefinidamente.

Gracias a ello, Blair puede hacer lo que le da la gana.

Y Bush y los suyos pueden dárselas de salvapatrias cada seis meses con idéntico éxito.

Y Aznar repetir cual papagayo su «Créanme: las armas de destrucción masiva acabarán apareciendo».

Riza el rizo de la credulidad: no sólo pide a los españoles que crean lo que no han visto; les invita a que crean a alguien que admite que tampoco él ha visto nada.

Y le votan.

La culpa, decididamente, ya no es de Aznar.

 

(15de julio de 2003)

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En concreto

¿De qué son sospechosos Tamayo, Sáez y Balbás? De no querer que la Comunidad de Madrid esté gobernada por la coalición PSOE-IU, porque eso podría perjudicar determinados intereses inmobiliarios poco o nada regulares. ¿Qué intereses inmobiliarios, en concreto? No, en concreto ninguno. En general.

El Tribunal Superior de Justicia de Madrid rechazó en primera instancia la querella presentada por el PSOE precisamente por eso: porque no pedía que se imputara a ese trío de socialistas díscolos ningún delito específico; no pretendía que el Tribunal analizara su relación con tal o cual hecho delictivo conocido y pendiente de clarificación. Lo que solicitaba es que los investigara para descubrir ambas cosas: primero, el delito; luego, su autoría.

Es como si yo me presentara en el Juzgado de Guardia y dijera: «El vecino del 6º D de mi casa tiene una cara de asesino que no puede con ella. Yo no sé que haya ningún asesinato pendiente de aclarar por estos andurriales pero, si le abren un procedimiento judicial, lo mismo le encuentran algo».

No es serio.

Ha pasado más de un mes y seguimos en las mismas. Todo lo contante y sonante que hay es que tres responsables socialistas han sido suspendidos de  militancia por su partido, que está enfadadísimo y dice que lo que han hecho es lo más grave que ha sucedido en 500 kilómetros a la redonda desde el 23-F. Pero ¿qué es lo que han hecho? De momento, romper con la disciplina parlamentaria de su grupo.

¿Y dejarse comprar? No diría yo que no. Pero tampoco que sí. ¿Cómo afirmarlo sin ningún dato que sustente la acusación, que permita al menos especular con cierto fundamento? No han aportado ni el menor indicio digno de ese nombre. Porque una lista de llamadas telefónicas de cuyo contenido se ignora todo, francamente, no se puede estirar tanto sin que se rompa.

Insisto en lo que vengo diciendo desde hace un mes: tengo una predisposición plena a aceptar la tesis de que Tamayo, Sáez, Balbás y todos los otros forman una pandilla de especuladores del suelo y traficantes de influencias de mucho cuidado. Pero una cosa es la predisposición y otra la fe. Fe es creer lo que no vimos. Para creer que esta gente ha montado una trama delictiva necesito que me muestren al menos que hay una trama delictiva en sus alrededores. Porque no veo yo cómo puede atribuirse a alguien un delito cuando ni siquiera se sabe de qué delito concreto se está hablando.

 

(14 de julio de 2003)

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