Diario de un resentido social

Semana del 30 de junio a 6 de julio 2003

Tour de force

Primer punto: cuando Jean-Marie Leblanc, director del Tour de Francia, dice que Batasuna le engañó, miente. La petición que dirigió a la organización de la carrera, instándola a utilizar las dos lenguas –francés y euskara– en la etapa que llega a Baiona, estaba suscrita por Batasuna, directamente. ¿Qué clase de camuflaje es ése? El problema de monsieur Leblanc es que o no sabía qué narices es Batasuna, y respondió creyendo que se trataba de alguna asociación cultural vascófila, o lo sabía, pero prefirió hacerle caso porque no le costaba gran cosa y así se evitaba eventuales conflictos. Se engañó solito.

Segundo punto: lo que pidió Batasuna al Tour está bien, y nadie se atreve a negarlo. Todo el mundo admite –más o menos a regañadientes: ése es otro asunto– que es un hecho positivo que la Boucle francesa se desenvuelva en las dos lenguas mientras esté en territorio vasco.

Tercer punto: a quienes afirman que lo único malo es que la petición la ha hecho Batasuna hay que decirles que nadie les impidió hacerla, por su cuenta, incluso antes de que Batasuna abriera la boca. La única organización política que formuló la petición fue Batasuna sencillamente porque las demás no movieron un dedo. ¿Escasos reflejos? ¿Falta de sensibilidad? O lo uno o lo otro. La excusa del PNV de que el Gobierno vasco no puede actuar más allá de los límites políticos que tiene establecidos es absurda. La solicitud podían haberla protagonizado los partidos que están detrás del Gobierno: PNV, EA y EB-IU. Me da que hay más de una autocrítica pendiente.

Cuarto punto: exigir a Leblanc que rompa del todo –no sólo formalmente– el compromiso con Batasuna equivale a reclamar que el Tour renuncie a la utilización del euskara a su paso por Euskal Herria. Quienes se aferran a esa reclamación son como la falsa madre del juicio de Salomón: no tienen reparo en hundir una buena causa con tal de que Batasuna no se apunte el punto. Revelan que para ellos la batallita política está por encima de todo lo demás. ¿Por qué no se conforman con lo que ya ha dicho Leblanc, a saber, que la organización del Tour no tiene ninguna simpatía por Batasuna y repudia su política?

Hacen como si no se dieran cuenta de que, más allá de sus ganas de ponerle a Batasuna la enésima zancadilla, están los derechos no del euskara, sino de los ciudadanos y ciudadanas que hablan euskara a uno y otro lado de la muga. Se trata de una cuestión de derechos humanos.

 

(6 de julio de 2003)

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Los derechos del enemigo

La Seguridad Social quiere cobrar a la sociedad editora del diario Gara la deuda que le dejó la empresa que sacaba a la calle el diario Egin.

Es una monstruosidad jurídica.

Primero, porque entre Egin y Gara no hay ninguna continuidad empresarial. Son dos empresas totalmente diferentes, entre las que no ha existido vínculo alguno. Gara no ha heredado de Egin ni un bolígrafo. No habría podido, aunque ambos hubieran querido: todos los bienes de Egin están embargados por el Juzgado Central número 5 de la Audiencia Nacional, es decir, por Garzón. ¿Que Gara sostiene un ideario similar al que defendió Egin? Ya, ¿y qué? Es como si alguien le pidiera a La Razón que pagara las deudas que dejó El Alcázar.

En segundo lugar, para que tuviera algún sentido que la Seguridad Social se empeñara en cobrar a otros las deudas dejadas por Egin haría falta que el deudor careciera de bienes propios. Pero no es así: los tiene. Embargados por Garzón, pero suyos. ¿Por qué no se dirige a la Audiencia Nacional para que le pague con cargo a las pertenencias y fondos embargados?

Es evidente que estamos ante un atropello. Ante un fraude de ley. Ante un acto de mala fe patente.

Ya me sé lo que muchos –incluida la mayoría de los contertulios de las cadenas de radio españolas– dirían: «Contra esa gentuza, cualquier cosa».

Pues bien: no.

El verdadero apego a las libertades democráticas y a las normas legales que las regulan –el liberalismo político, en su sentido original– no se demuestra en el buen trato que se dispensa a quienes están más o menos de acuerdo con uno mismo, sino en el respeto y la consideración que se guarda hacia los derechos del rival, o incluso del enemigo. Las libertades y derechos universales lo son precisamente porque abarcan a todo el mundo. A todo el mundo. Incluidos aquellos a los que los unos o los otros tienen por gentuza de la peor especie.

La Convención de Ginebra no se aprobó para que los contendientes se llevaran bien, sino para que se destrozaran de acuerdo con ciertas normas elementales. ¿Que el Gobierno español quiere destrozar al llamado MLNV? Allá él. Hágalo, en todo caso, ateniéndose a la ley. No vulnerándola día sí día también.

 

(5 de julio de 2003)

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Aznar en estado

No se había cumplido aún el minuto uno del partido que llaman Debate del estado de la Nación y ya estaba Aznar amenazando a la mayoría parlamentaria vasca con hacerle sentir los rigores del Estado. «El Estado de Derecho no permitirá...», «El Estado de Derecho tiene recursos para...». Erre que erre. Lo ha convertido en una especie de tic: cada vez habla menos en primera persona y más en nombre del Estado.

No me importaría demasiado si se tratara de una simple manía. Quiero decir, si no fuera una manía peligrosa. 

Me temo que Aznar pasa por alto un hecho fundamental: en un asunto como éste, él no tiene derecho a atribuirse la portavocía del Estado.

Por dos razones.

La primera, porque los poderes del Estado son tres, al menos en teoría, y cada uno de ellos cuenta con sus cauces específicos de expresión. El presidente del Gobierno habla en nombre del Ejecutivo, sin más (ni menos). Tanto da que sepa que sus opiniones, en este o aquel punto, coinciden en lo fundamental con las sustentadas por los órganos rectores de los poderes legislativo y judicial. Cada cual debe expresarse por sí mismo y en su exclusivo nombre.

El estricto respeto por las formas es, precisamente, uno de los rasgos distintivos del Estado de Derecho.

Pero hay otra razón, igual o más importante que la anterior, para que el jefe de Gobierno no esté autorizado a amenazar con el poder del Estado al Parlamento y al Gobierno de Euskadi: que ellos también son órganos del Estado. El Parlamento de Vitoria es Estado. El Gobierno de Ibarretxe es Estado. De hecho, el lehendakari es, por ley, el máximo representante del Estado dentro del ámbito territorial vasco.

¿No sabe esto Aznar? Claro que lo sabe. Pero lo desdeña. En su carrera imparable hacia la soberbia, se siente la personificación del Estado. De hecho, no ejerce de tal únicamente con la mayoría vasca. Lo hace también con la catalana, cuando se tercia. Y con el PSOE, si se le pone díscolo. Una y otra vez, atribuye al Estado sus propios criterios partidistas. Reedita a Luis XIV: «L’Etat c’est moi».

Buena parte del éxito del Rey Sol se debió, según muchos historiadores, a que la sociedad francesa de la época sentía «le goût de l’autorité». Me pregunto si no estamos en las mismas. También nuestra sociedad actual –las amplias clases medias, al menos– parece sentir fascinación por la autoridad. O por el autoritarismo, directamente.

Tanto más busca Aznar la confrontación, tanto más solo deja al PP, tanta más devoción suscita en una parte de la opinión pública española.

Es triste pero es así: a mucha gente –¡si lo habremos visto por estos pagos!– la mano dura le subyuga. Literalmente.

 

Bobadas

Dice Michavilla que la colaboración antiterrorista con Francia ha experimentado una mejora cualitativa: «Ya no nos limitamos a detener a los terroristas, sino que apuntamos a la desarticulación plena de los comandos».

¿Es posible detener a los terroristas sin desarticular los comandos? ¿Es posible desarticular los comandos sin detener a los terroristas? ¿En qué consiste la mejora cualitativa, si se puede saber?

Otra frase rotunda, estilo de la casa. No quiere decir nada. Qué verborragia, la de esta gente.

 

 

(4 de julio de 2003)

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Chicho Sánchez Ferlosio

Conocí a Chicho –quiero decir personalmente– en 1984, en la redacción del efímero diario Liberación. Él hacía allí las veces de puntilloso y paciente corrector de estilo (y de pruebas, y de lo que hiciera falta). Un  lujo, desde luego. Supongo que aceptó el puesto, modesto, por razones de amistad, para echar una mano en un proyecto que sentía como suyo.

No nos fue difícil congeniar. Cabreos sociales aparte, compartíamos el mismo gusto por la escritura aseada.

Él ni pedía ni esperaba que los periodistas ejercieran de literatos. Quiá. Se conformaba con que escribieran oraciones que tuvieran su sujeto, su verbo y sus complementos. Y que respetaran las concordancias.

Excuso decir que no siempre le daban satisfacción. Menudeaban las erratas, las frases retorcidas por el cuello, los verbos plurales con sujeto en singular («¡Qué plural tan singular!», le oí exclamar para sí un buen día mientras corregía un artículo) y las parrafadas interminables, de líneas y más líneas sin una puñetera coma, destinadas obviamente a acabar por asfixia con los sufridos lectores.

Se desesperaba. Sin embargo, el nivel cultural medio de aquella redacción era –en términos comparativos, por supuesto– bastante alto. Las he conocido mucho peores.

Chicho era muy terco en sus convicciones. No me refiero a los grandes asuntos de la vida –que también–, sino a toda suerte de materias. Recuerdo una ocasión en la que me corrigió una frase de un artículo. Yo había escrito: «El individuo, que vestía cual dependiente de Galerías Preciados...». Chicho me lo tachó y puso: «...cual dependiente de grandes almacenes». Fui a preguntarle por qué me lo había cambiado. «Para evitar la mención explícita de unos grandes almacenes». Traté de explicarle que la alusión era intencionada, porque los dependientes de Galerías Preciados, por regla general, vestían de un modo bastante concordante con el nivel adquisitivo del público medio de su empresa. Que iban tristemente atildados, por así decirlo.

No tuve el menor éxito.

Tras el cierre de Liberación nos vimos de ciento en viento. Una de las veces que quedamos a comer, se me presentó con un ejemplar de El Mundo corregido de punta a cabo. Había señalado todas las erratas, faltas y disparates que había encontrado. Aquello era una pura tachadura de 84 páginas. He olvidado qué oferta traía bajo el brazo. Algo relacionado con la corrección, en todo caso. Entregué su propuesta a la dirección del periódico, pero no interesó. En estos tiempos, las empresas prefieren gastar el dinero en cosas más productivas que el cuidado del idioma. Esa desidia no es ninguna exclusiva de El Mundo: todos los periódicos españoles están igual. Algunos, como El País, no sólo no mejoran, sino que van a peor (también en esto).

Me quedé de piedra cuando en otra ocasión lo vi sin una puñetera pieza dental. Le pregunté qué le sucedía. Quitó importancia al desastre: «Para algunas cosas es una ventaja», bromeó.

La última vez que nos vimos fue en condiciones bastante curiosas.  Había estado cenando yo con Mísia por el Madrid de los Austrias. Era una noche de verano, y fuimos luego a tomar un trago. Estuvimos en un local donde tocaban y cantaban –de pena, por cierto– canciones sudamericanas comprometidas. Y de allí fuimos a parar a un bar de copas que regentaban dos de los miembros de un trío que fue popular en tiempos en España: Los tres sudamericanos. Allí estaba Chicho. Era la hora de cerrar, así que los dueños echaron la persiana y nos quedamos dentro, de charla relajada y bienhumorada. Al cabo de un rato, por petición general, Chicho cogió una guitarra y nos cantó un par de piezas. Una fue Círculos viciosos (la de «Eso mismo fue / lo que yo le pregunté»), a la que Sabina sacó tanto partido en los tiempos de La Mandrágora.

Eran las tantas cuando nos separamos con un abrazo. Fue el último.

Me encantaría contar más cosas de él, pero no puedo: nuestra relación se quedó en eso. Yo fui tan sólo uno de los muchos cientos de amigos que tuvo Chicho.

 

(3 de julio de 2003)

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Remedios y remiendos

Rodríguez Zapatero reclama que se reforme la legislación electoral para que no pueda suceder en el futuro lo que ha ocurrido ahora en Madrid con los diputados Tamayo y Sáez. Según él, el modo más eficaz de cerrar esa posibilidad es que los escaños no sean propiedad de los electos, sino de los partidos en cuyas listas han sido elegidos. El presidente del Tribunal Constitucional, Manuel Jiménez de Parga –cuya incapacidad para la discreción está llegando a extremos verdaderamente patológicos–, se ha apresurado a decir que a él la idea le parece de perlas, y que de hecho ya hace años escribió varios artículos de prensa defendiendo esa tesis.

Lo primero que habría que decir a ambos es que no bastaría con reformar la legislación electoral para conseguir lo que pretenden. Sería necesario cambiar también la Constitución. Basta con leer lo que establece su artículo 67.2: «Los miembros de las Cortes Generales no estarán ligados por mandato imperativo». Quiere esto decir, muy principalmente, que los diputados tienen plena libertad legal para votar en el sentido que mejor les cuadre. Se la garantiza la Constitución.

Pero pongamos que hubiera consenso al respecto y se reformara el artículo 67.2 de la Constitución para que dijera lo contrario. Pongamos que los diputados debieran acatamiento al partido que ha arropado su elección. Entonces ¿para que haría falta que hubiera tantos diputados? Bastarían con que se reunieran los jefes de fila de los partidos y con que su voto fuera ponderado: tantos escaños, tantos votos. ¿Que se necesita más gente para constituir comisiones y cubrir otras tareas? Pues que contraten funcionarios. A fin de cuentas, para decir lo que el jefe ordena y para votar lo que el jefe indica, les basta con tener gente eficiente, que se conozca los expedientes. No hacen falta políticos para nada.

En realidad es eso, más o menos, lo que ya está sucediendo. Pero podría ser de otro modo, al menos teóricamente. Lo que ellos quieren es que sea así por ley.

Lo que proponen supone una total desnaturalización del sistema parlamentario. Porque, según éste –insisto: teóricamente–, el diputado no está en el hemicliclo en representación de su partido, sino del conjunto de la ciudadanía. Y vota en función de los intereses no de su partido, sino de la totalidad del pueblo.

El problema que les preocupa tiene un remedio mucho más sencillo en su enunciado, aunque bastante más laborioso en la práctica: deberían elegir mejor a sus candidatos y asegurar una muy superior cohesión ideológica y política en sus filas.

Pero para ello deberían constituir verdaderos partidos políticos, no esas máquinas de sacar votos y administrar intereses que tienen ahora.

 

(2 de julio de 2003)

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Leyendo viejos periódicos

La lectura de viejos periódicos ayuda a no olvidar que casi todo –incluyendo casi todo lo que se presenta como nuevo– tiene sus precedentes.

He seguido estos días el rastro del debate sobre la ilegalización de HB, EH, Batasuna y asimilados, remontándome a sus orígenes, hemeroteca mediante.

Tal vez la culpa la tenga mi mala memoria, pero me he encontrado con un puñado de hechos dignos de mención, que no recordaba.

He visto, por ejemplo, que el PSOE, recién llegado al Gobierno, intentó por dos veces que los tribunales dejaran a HB fuera de la ley. Hubo de recurrir entonces a la Justicia ordinaria –de Madrid, pero ordinaria–, y no consiguió sacar nada en limpio: las dos sentencias le fueron adversas.

Con el tiempo parece que se alegró de su fracaso, porque cuando Alianza Popular presentó en el Congreso de los Diputados en marzo de 1988 una moción para promover la ilegalización de HB, el propio PSOE –como la casi totalidad de los diputados de los demás partidos– votó en contra. El grupo parlamentario del Gobierno consideró que una medida así, además de tener difícil encaje jurídico, sería políticamente ineficaz, si es que no contraproducente.

Es muy conveniente recordar que por entonces HB se pronunciaba con muchos menos miramientos que ahora sobre los crímenes de ETA y, sobre todo, que éstos eran notablemente más numerosos (un asesinato cada diez días, por término medio) y mucho más tremendos (recuérdese, por tristes ejemplos, las masacres del Hipercor de Barcelona y de la Casa Cuartel de Zaragoza).

AP no logró en 1988 apoyo para su propuesta, pero tampoco debió de importarle gran cosa, porque no tardó en abandonarla. Antonio Hernández Mancha, sucesor de Fraga, la dejó de lado. Y cuando AP se transformó en PP y José María Aznar llegó a la Presidencia del partido, optó por descartarla explícitamente: ya he citado en alguna otra ocasión las declaraciones que hizo en 1996 a la revista Época oponiéndose a la ilegalización de HB.

¿Tienen derecho el PP y el PSOE a cambiar de posición? Por supuesto que sí. Pero no de cualquier manera. Deberían explicar si el cambio se debe a que ellos han rectificado, porque creen ahora que se estaban equivocando, o si es que, en su criterio, las condiciones han variado. En cuyo caso sería bueno que argumentaran por qué creen que la HB de 1983, 1988 o 1996 merecía ser legal, pero la Batasuna de 2003 no.

También les queda otra opción: prohibir las hemerotecas.

 

(1 de julio de 2003)

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Tal para cual

Seré breve, porque dar muchas explicaciones sobre lo evidente es insultar la inteligencia de quien lee.

El PP dice que su partido no tiene nada que ver en el escándalo de Madrid, que todo lo que involucra a gente de sus filas es pura casualidad y que la única responsabilidad es del PSOE, que fue el que metió a Tamayo y Sáez en la candidatura. ¡Fruto de la casualidad que Tamayo no parara de llamar en las horas críticas a un abogado y que ese abogado no parara de llamar al máximo dirigente del PP madrileño! Explica el abogado que hizo cuatro llamadas a la misma persona en el plazo de pocas horas... para preguntarle si iba a asistir a su boda. ¿Qué pasa, que las tres primeras veces le contestó: «Ay, chico, no sé, llámame más tarde y te lo digo»? ¿Y cada una de las veces tardó varios minutos en decirle eso?

Entretanto, el PSOE adopta un aire de mucha pena y dice que sí, que es verdad, que cometió un error y que lo reconoce, pero que no puede hacer más.

¿Cómo que no puede hacer más?

Que cometió un error –dos, en realidad– está tan claro que se ve mal cómo podría dejar de reconocerlo.

No basta con eso. Lo que interesa es saber por qué cometió ese error. Qué clase de méritos había percibido en Tamayo y Sáez y en razón de qué, conociendo su trayectoria –porque la conocía–, no sólo no se alejó de ellos, sino que los metió hasta la cocina.

No me extiendo. Es evidente que no hace falta. 

 

(30 de junio de 2003)

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