Diario de un resentido social

Semana del 19 al 25 de mayo de 2003

El rapto de Europa

Me planté ayer a las 21:30 ante el televisor con dos propósitos formalmente incompatibles: ver qué diablos hacía el Real Madrid en Valencia –o con el Valencia, según me temía y según resultó– y echar una ojeada al Festival de Eurovisión. En ambos casos me guiaba la difusa esperanza de que el día no me diera la puntilla: podía ser que ganara el Valencia y podía ser que el espectáculo de Eurovisión me aportara cierto gozo sádico, como el año pasado, cuando TVE perdió por completo el sentido del ridículo y exhibió con entrañable impudicia la quintaesencia de su patrioterismo ultramontano («¡Coño!», «¡A la mierda!», «¡Que se joda Europa!», «¡No nos merecen!», etcétera).  

Falló todo. Incluso fallé yo, porque mis saltos de cadena en cadena para alternar el partido de fútbol y el Festival de Eurovisión parecieron dictados por la firme voluntad de ver lo más aburrido de ambos.

Del fútbol no diré nada: mi cabreo es probablemente demasiado subjetivo. Pero ¿cómo guardar silencio ante lo del Festival de las narices?

No hablo de música, por supuesto, sino de política. Europa es un espacio de enorme y abigarrada riqueza cultural. ¿De cuándo a aquí el inglés es la lengua oficial del continente? ¿A cuento de qué naciones de tan hondas raíces literarias y musicales como Alemania se avienen a hacer dejación de lo suyo para soltarnos infumables bodrios en inglés? ¿Qué mierdas hace Turquía mandando como representante a una cosa horrible que chirría en inglés? ¿De dónde sale una catalana que se llama Beth –que dice que se llama Beth– y que emite con un tonillo spanglish que debe de ser la envidia del mismísimo Aznar? 

Francia, por lo menos, tuvo el detalle de presentar a una moza, Louisa Baïleche, que no sólo cantaba en francés, sino que además lo hacía con el acento beréber de su Kabilia natal*. Demasiado para eso en off que responde por Uribarri, que sigue imitándose a sí mismo y que, después de los siglos que lleva en esto, demostró su estructural incapacidad para pronunciar bien tres sencillitas palabras en francés (se empeñó en que Monts et merveilles fuera «Monse merbeyés»).

¿El inglés, lengua oficial europea? Sí, pero no, desde luego, por la preponderancia de un Reino Unido al que nadie prestó la menor atención, y menos por una Irlanda que fue incapaz de recordar ni siquiera vagamente a Irlanda, sino por culpa del Gran Ausente, representado simbólicamente por Israel –europeísimo estado donde los haya– e indirectamente por doce o quince países más: los USA, otro año más ganadores del Festival de Eurovisión, por dejación de un continente al que dicen «viejo» por pura caridad. Lo suyo no es culpa de la edad, sino del Alzeimer. Ha perdido la memoria y ya no se acuerda ni de quién es.

 

–––––––––

* Pleno de la cronista de El Mundo, que no da bien ni el nombre ni el apellido de la cantante. Comprendamos la dificultad: ¿cómo copiar bien el nombre de una tía que se llama Luisa?

 

(25 de mayo de 2003)

Para volver a la página principal, pincha aquí


Cuestión de tiempo

Los representantes de Francia, Alemania y Rusia en las Naciones Unidas han votado favorablemente una  resolución del Consejo de Seguridad –la 1.843– que implica su aceptación de la realidad impuesta en Irak por la fuerza de las armas. 

Los gobernantes tienden espontáneamente hacia la inmoralidad. No lo hacen sólo por vicio, sino también, y sobre todo, porque les consta que las fuerzas sociales que los respaldan –en especial los negociantes– abominan de principios e ideologías, tan difíciles de colocar a plazo fijo. Un gobernante con vocación de futuro tiene que demostrar día tras día a la gente de orden –del orden económico, sobre todo– que lo suyo es la realpolitik, la dúctil adaptación al medio, la capacidad para avenirse a lo que sea, si conviene. Los políticos de postín saben perfectamente en qué momentos excepcionales es de buen tono apelar a las grandes ideas, porque vienen a cuento y visten, y cuándo se impone desdeñarlas, porque resultan desagradables y estorban.

Si Francia y Alemania han aceptado la resolución 1.843 con Putin de comparsa, no ha sido –como sostienen con patética desvergüenza– porque gracias a ella vayan a aliviar las penurias del pueblo de Irak, ni siquiera porque de ese modo faciliten los negocios de sus multinacionales –ese argumento habría valido igual hace dos meses– sino, pura y simplemente, porque han llegado a la conclusión de que no están en condiciones por ahora de plantar cara a la maquinaria militar-industrial con sede en la Casa Blanca.

El punto al que se ha llegado tiene todos los rasgos de una tregua.

Los dirigentes de las grandes potencias europeas pueden ser tan pusilánimes como haga falta. Pero todo, incluso su falta de fuste, tiene límites.

Lo mismo puede decirse del lado opuesto. En su soberbia armada, Washington ha decidido que puede imponerse en cualquier contienda, en todas partes y a todas horas. Sin discusión. Sin rival. 

Pero eso no puede ser. Porque esa pretensión –digámoslo así, por resumir– va contra Darwin, contra Newton y contra la Historia. El universo mundo está regido por el principio de contradicción. Donde uno domina, otro aspira a sustituirlo. Donde hay opresión hay resistencia. Todo lo que sube baja. Panta rei. La balanza requiere dos platillos. Sin contrapeso no hay equilibrio. (Puedo seguir así hasta el infinito: los tópicos son  el fiel compendio de la experiencia.)

Europa ha perdido esta batalla, y sus mediocres dirigentes se han apresurado a presentarse en el escenario mundial con las orejas gachas. Da igual. Acabarán haciendo lo que tienen que hacer. O serán sustituidos por quienes estén dispuestos a hacerlo.

Porque esta guerra va a seguir. Y va a ser tremenda.

Admito apuestas. 

 

(24 de mayo de 2003)

Para volver a la página principal, pincha aquí


Jetillas del gremio

Me niego a seguir aburriéndoles a ustedes a cuento del proceso electoral, que cada vez me recuerda más a la obra homónima de Franz Kafka.

«¡Como un perro!», me parece recordar que musita el protagonista de la novela cuando unos cuantos burócratas archivan finalmente su absurdo deambular por esta feria del disparate que es la vida.

De ese estilo me siento yo tras desayunarme con la audición de unos ripios patéticos de Joaquín Sabina en defensa de la candidata Trinidad Jiménez.

«Tu quoque, fili mei?» –pienso, mientras lavo la taza del café y me alegro de carecer por completo de impulsos suicidas.

Así que cambio de tercio.

 

 

Sigo recibiendo correspondencia a propósito del caso Zicolillo, al que me referí ayer de pasada.

«¡Quién lo iba a imaginar!», me comenta un lector de ambos.

¿Que quién lo iba a imaginar? Yo mismo. Hace siglos que tengo perfectamente desmitificado el género humano, en general, y el subgénero de los periodistas, muy en particular. No necesito que me ilustren acerca de lo tramposos que podemos ser, sobre todo cuando nos hemos pasado varias horas reflexionando sobre cómo pagar la renta del piso y no hemos encontrado solución al enigma.

Que el periodista que jamás haya hecho trampa tire la primera piedra.

Yo me tengo por un prodigio de honradez porque sólo he hecho –que recuerde– trampas veniales. Siendo joven y menesteroso, llegué a escribir reportajes sobre lugares que nunca había pisado, e incluso publiqué críticas de películas de las que no había visto ni los créditos.

De lo de los viajes no me arrepiento nada. Escribía a cuenta de un prestigioso periodista, ya difunto, que me tenía de negro. Como no firmaba con mi nombre, mi reputación –por otro lado inexistente– quedaba intacta. De todos modos, él tenía que saber que, pagándome lo que me pagaba y poniéndome los plazos que me ponía, era imposible que yo me desplazara para adquirir un conocimiento de primera mano de los lugares que me obligaba a describir.

La verdad es que, como me daba un tanto de vergüenza mi desenfado, solía hacer alguna llamada de teléfono para tratar de informarme. Lo cual a veces daba frutos positivos, pero otras no. Me fue de gran utilidad una conversación con un médico del valle de Cabuérniga, bello lugar de cuya existencia yo lo ignoraba por entonces todo, incluido su emplazamiento. El hombre me proporcionó información tan rigurosa que me gané una encendida felicitación de mi patrón. A cambio, no me sirvió de nada una frívola conversación sobre la isla de Tabarca que mantuve con una joven alicantina a la que por entonces yo tiraba los tejos. Si me dijo algo de interés –acerca de la isla, me refiero–, no me enteré. De modo que escribí: «Frente a la costa de Santa Pola, verá el viajero el perfil de la isla de Nueva Tabarca. Pase de largo. No se perderá nada».

Lo peor es que ese monumental disparate salió publicado.

El asunto de las películas fue diferente.

Todo aquel que haya acudido de enviado especial a un festival de cine por cuenta de alguna publicación pobre sabe perfectamente de qué hablo. El problema no es que te pongan películas a las 10 y las 12 de la mañana, y luego a las 4, las 6 y las 8 de la tarde, para rematar con otra a las 10 de la noche.

Esa dificultad, por considerable que resulte, aún puede ser abordable. El escollo físicamente insalvable aparece cuando no te ponen una película a cada una de esas horas, sino varias.

Nadie es ubicuo. Si formas parte de la delegación de un medio importante, no pasa nada: la expedición consta de varios elementos y se distribuye la faena. Pero ¿qué hacer cuando uno mismo es toda la expedición? Pues muy sencillo: ponerse de acuerdo con otros enviados especiales de medios igual de cutres que el propio, que tengan criterios ideológico-político-artísticos similares... y hala, a repartirse el trabajo. Se queda a la hora de la cena y se intercambian las experiencias del día. «Yo he visto ésta, la otra y la de más allá», dice el uno. «Pues yo la de Fulano, la de Mengano y la de Perengano», apunta el otro. «A mí me ha tocado lidiar con la húngara, la afgana y la de Timor Leste», aporta el tercero. «Pues venga, manos a la obra», remata el coro. Y a tomar notas.

En cierta ocasión yo llegué a un pacto así con otros dos colegas a los que había conocido en medio de una protesta contra no sé qué injusticia. Nos caímos bien y quedamos para ayudarnos mutuamente. El problema surgió porque, como deberíamos haber supuesto, no teníamos idénticos criterios con respecto a todo. Uno de ellos me aportó ideas para una crítica que, así que apareció publicada, fue fulminantemente tildada de machista por varias lectoras. Una escribió una carta de protesta en la que decía que parecía mentira que alguien como yo dijera esas cosas. ¿Cómo que parecía mentira? ¡Era mentira! Yo no había visto la película y malamente podía defender lo que había escrito. Pero a ver cómo explicas eso.

En las trampas periodísiticas, como en todos los asuntos humanos, hay clases. Mi tolerancia es mucha cuando se trata de trampas veniales, a las que recurrimos –el tiempo verbal vale lo mismo para el presente que para el pasado– los periodistas de última fila cuando nos encontramos con que no sabemos –no sabíamos– de dónde sacar para comer. Pero llevo rematadamente mal las trampas rijosas de los santones del periodismo, que saben que nadie va a poner de vuelta y media sus ejercicios de deshonestidad porque, «qué caramba, todos somos colegas». Inclúyanse ahí los reportajes en vivo y en directo firmados desde el avión que les conduce –o no– al escenario de la noticia, las citas que no tienen atribución de fuente porque acaban de ser inventadas sobre la marcha, las historias que no precisan de protagonista porque el protagonista es el propio autor y las autoexaltaciones a los altares con firma del cuerpo 16 y aplauso general.

Nunca contribuiré a colgar del palo más alto al pobre reporterín que se ha ido a dormir a una tienda de campaña para quedarse con la dieta del hotel. A cambio, me cagaré mil veces en los muertos de los jefes que se reúnen a discutir en un restaurante de setecientos tenedores sobre cómo poner fin a las chapucillas de los curritos, que tanto dinero les cuestan.

Perdonen ustedes si me ha salido la vena demagógica. Mi sistema sanguíneo es ya viejo y da de sí lo que da.

 

(23 de mayo de 2003)

Para volver a la página principal, pincha aquí


Economías de escala

The New York Times aparece a los ojos del mundo como ejemplo de rigor periodístico. Tras confirmar que uno de sus reporteros, Jayson Blair, se había instalado en la trampa –parece que el chico alternaba el plagio y la mentira con idéntica desenvoltura–, lo ha denunciado públicamente y lo ha despedido.

Ha sido muy alabado el largo artículo en el que el diario neoyorquino admite los hechos, detalla las fechorías del periodista y se disculpa ante a sus lectores, a quienes recuerda que, con todo, «el señor Blair era sólo uno de [sus] 375 reporteros».

Blair se puso en evidencia al plagiar un artículo del San Antonio Express-News sobre la madre de un soldado desaparecido en Irak.

Los recursos tramposos relacionados con la reciente guerra han truncado varias carreras periodísticas. Acabo de saber que un veterano y estimado reportero argentino* ha sido puesto en la picota tras ser acusado de haber firmado varias crónicas desde Bagdad... sin haber pisado territorio iraquí en ningún momento.

Podría considerarse –hay quien lo hace– que estos ejercicios de autolimpieza dignifican la profesión periodística. ¿Seguro? Tal vez no sobre subrayar que los chivos elegidos para estos sacrificios rituales nunca son sacados por los cuernos de ningún Olimpo.

Veamos. Puestos a zarandear prestigios, ¿por qué se queda el NYT con el de Jayson Blair –que, como muy bien dice, era «sólo uno de sus 375 reporteros»– y no osa discutir la problemática decencia moral de los máximos dirigentes políticos de su país, mucho más y más gravemente mentirosos? Los que fueron inspectores de la ONU en Irak han aportado pruebas que demuestran que el secretario de Estado Colin Powell engañó al Consejo de Seguridad en relación a las supuestas armas de destrucción masiva de Sadam Husein. Con esas falsas pruebas en la mano, George W. Bush emprendió una guerra ilegal que ha causado miles de muertos. ¿Son ésos hechos de importancia menor?

La impostada severidad de los directivos del NYT con su reportero falsario no pasa de ser un ejercicio –otro ejercicio– de doble moral. Mientras estaban lapidando a su particular Blair, celebraban con entusiasmo la concesión de la medalla del Congreso a otro Blair, éste británico, que declaraba sin inmutarse que «ya no es importante» demostrar que hubiera armas de destrucción masiva en Irak.

Sostiene el viejo tópico que si matas injustificadamente a cuatro, te condenan por asesino, pero que si te cargas a cuatro mil, te elevan a la categoría de estratega.

La profesión periodística se merece un dicho parejo. Digamos que si te inventas 36 reportajes, eres un baldón para el gremio, pero que si falseas y mientes a todas horas y a todo el mundo, te mereces la medalla del Congreso de los Estados Unidos de América.

               

––––––––––––

* Se trata de Jorge Zicolillo. La noticia ha sido bastante comentada en Argentina. En España se ha hecho eco de ella El Mundo (ver www.elmundo.es/elmundo/2003/05/08/sociedad/1052415613.html). Zicolillo es coautor de Los Nuevos Conquistadores, libro de investigación sobre el despojo practicado por la clase empresarial española en Argentina que fue publicado en España por Foca Ediciones, colección editorial de la que soy director. Espero que nadie entienda este apunte como un intento de exculpar a Zicolillo. Ni lo conozco personalmente ni sé nada del asunto que se le reprocha. Si es verdad que ha hecho eso, me parece mal. Claro.

 

(22 de mayo de 2003)

Para volver a la página principal, pincha aquí

 


Prohibiciones de broma

 

Reitero el mismo argumento de los últimos días, esta vez de manera aún más didáctica

 –y también más  tocalasnarices–, en versión para los lectores y lectoras del diario El Mundo,

donde el presente apunte aparece hoy en forma de columna.

Me telefonea mi buen amigo Gervasio Guzmán para contarme que ha montado una empresa de prospecciones de mercado. Me dice que el primer trabajo que le han encargado se refiere a las preferencias juveniles en materia de bebidas refrescantes.

–La verdad es que no tengo ni idea de por qué las siguen llamando «refrescantes». Hay gente que las bebe incluso en pleno invierno. ¡Y en las comidas! –le comento, por decir algo.

–Tú siempre poniendo objeciones chorras –se me queja.

–No, hombre. Estaba pensando en el porvenir de la dieta mediterránea. ¿Te crees que hay gente capaz de zamparse un plato de Jabugo con un café aguado de esos que te dan en Estados Unidos? ¿Y un arroz a banda con una bebida de cola?

Noto que Gervasio vacila un poco antes de responder.

–Bueno... De todos modos no vamos a preguntar nada sobre refrescos de cola.

Me deja perplejo. ¿Van a hacer un estudio de mercado sobre bebidas juveniles y no piensan preguntar sobre la Coca, la Pepsi y compañía?

–No –musita–. Nuestros patrocinadores nos han dicho que, con todo esto de la guerra de Irak y demás, hay una cierta reacción contraria hacia los productos de fabricación norteamericana. Creen que es mejor que no insistamos ahora mismo en eso, para no resultar conflictivos. Parece que va a ser algo pasajero, pero entretanto...

Sigo de piedra.

–Pero, vamos a ver, Gervasio: vosotros, ¿qué quereis? ¿Tratáis de saber qué gustos tiene la juventud o los gustos que vuestros patrocinadores quisieran que tuviera la juventud?

Gervasio se queda callado, pensativo. Pero, al cabo de un momento, vuelve a la carga con renovados bríos.

–¡Y a mí qué me cuentas! Nos limitamos a aplicar criterios democráticos.

–¿Democráticos? ¿Democráticos, en concreto? –Mi estupor es total.

–¡Democráticos, claro que sí! –brama–. ¡Mira cómo van a ser las próximas elecciones en Euskadi! A ver, ¿qué se trata de saber allí? ¿Cuáles son las preferencias políticas reales de la población o qué preferencias tiene dentro de las que los demócratas le permitimos tener? ¿Que el 20 por ciento del electorado quisiera votar una opción que no hemos autorizado? ¡Y eso qué narices nos importa! ¡Que elijan entre las posibilidades que les damos, que son las decentes y las que convienen al buen desarrollo de nuestro régimen de libertades... o que se coman su voto con patatas!

–O con un refresco –le digo, emprendiendo una apresurada fuga hacia los cerros de Úbeda..

Se ríe.

–Bueno, sí, ¡o con un refresco de los que les ofrecemos! ¡Oye, que hay variedad, no te creas!

Tentado estoy de pensar que hace bien en tomárselo así. Porque parece de risa.

Pero no. Porque me da que hay bromas que van a terminar muy mal.

 

(21 de mayo de 2003)

Para volver a la página principal, pincha aquí


Tienda de campaña

Recibí a lo largo de ayer varios correos electrónicos cuyos autores cuestionaban la distinción entre sondeo y encuesta que había incluido por la mañana en mi apunte del Diario. Alguno me señaló que esa distinción no tiene curso legal en los actuales estudios del ramo. Así será, puesto que así me lo dicen quienes, por lo que me cuentan, tienen motivos para saberlo mucho mejor que yo. Eché mano de una vieja enseñanza recibida en mis prehistóricos estudios de periodismo, probablemente periclitada, si es que alguna vez fue válida. Mis disculpas para los expertos en la materia.

Pero, precisión terminológica aparte –que ya trataré de adquirir para el futuro–, la idea de fondo que quise transmitir, y en la que insisto, es que los medios de comunicación que están publicado prospecciones electorales encargadas por ellos mismos a unos u otros institutos demoscópicos no cuentan toda la verdad.

No cuentan, en primer lugar, que los datos que ofrecen al gran público camuflan a menudo la importancia de los márgenes de error que ofrecen los trabajos publicitados. Por poner un ejemplo muy llamativo: no es honesto decir que la alcaldía de tal ciudad está en el alero cuando lo cierto es que la parte de la muestra radicada en esa ciudad era de por sí pequeña y además se registró un un muy elevado porcentaje de indecisos. No parece correcto atribuir a la realidad los márgenes de indeterminación del propio estudio.

En segundo lugar, insisto en la importancia de la labor de cocina que se hace en estos trabajos, labor que a veces deforma más que afina. Tuve ya ocasión de explicar al término de las anteriores elecciones cómo cayó en mis manos un informe que incluía los datos brutos de un trabajo de campo que clavaba literalmente el resultado que dieron luego las urnas, datos que nunca vieron la luz en su estado puro porque fueron cocinados de tal modo para su presentación pública que resultaron lastimosamente malogrados.

Pero el punto que pretendía resaltar por encima de cualquier otro ayer, cuando escribí mi apunte del Diario, era el apuntado al tomar las urnas como metáfora de una gran escuesta. Decía que esa macroencuesta, en lo que se refiere a Euskadi, va a representar un fiasco total, porque nadie puede pretender que sea válido un estudio de opinión en el que a las personas concernidas no se les deja decir lo que realmente piensan. Algo tan sencillo como eso es lo que quise decir. Pero no sé: tal vez no sea tan sencillo.

 

=

 

Distingamos, de todos modos, la sencillez de la simpleza. Ayer oí a dos comentaristas políticos que hablaban en televisión –CNN Plus, creo– sobre lo «apasionante» que está resultando esta campaña electoral y sobre el interés «del debate» que se está produciendo entre Aznar y Rodríguez Zapatero. ¿Apasionante? ¿Debate? Ambos deambulan de acá para allá polemizando sobre unas simplezas que son como para deprimir a una vaca. ¿Qué puede tener de apasionante discutir sobre si el atentado contra la Casa de España en Casablanca puede guardar alguna relación con  la posición del Gobierno de Madrid ante la guerra de Irak? ¡Cielo santo, pero si cae por su propio peso! ¿De cuándo a aquí se discuten las evidencias? Aznar ha mandado a tomar viento «los tradicionales lazos de amistad de España con los países árabes» y no vale la pena perder ni dos minutos discutiendo semejante obviedad.

Item más: tómese el debate sobre la llamada «reforma de la reforma de la reforma» de la Ley de Extranjería. Igual de apasionante. El uno convierte la acentuación de la dureza de las leyes de inmigración en baza electoral y el otro le contesta criticando... su impericia, porque por lo visto fue incapaz de hacer la ley lo suficientemente dura desde su primera versión. Juro que he oído esta mañana la grabación de un mitin electoral de Aznar en el que el menda gritaba: «¡Queremos la España legal, no la España ilegal!». Profundo, a fe.

Las mercaderías que exhiben en sus tiendas –tiendas de campaña habrá que llamarlas, también por lo improvisadas y por lo efímeras– son de bajísima calidad. De quejarse a la OCU. Todavía estoy preguntándome adónde cree que va Llamazares informando a los cuatro vientos de que los votos que reciba IU se los regalará al PSOE al día siguiente, para que haga con ellos lo que los Zapateros y demás Rubalcabas crean conveniente. ¿No se dará cuenta de que está invitando a los electores a ahorrarse el recorrido y votar directamente al PSOE? ¡Pero, hombre: di por lo menos que les pondrás algunas condiciones!

Jopé, qué nivel. Apasionante, sí.

 

–––––––––––––––

Nota de régimen interno.– Puede que, por razón del mal estado de salud de un familiar, tenga dificultades alguno de estos días para actualizar esta página en la forma acostumbrada. De ser así, sépase que se debe a causas momentáneas y, desde luego, del todo ajenas a mi voluntad.

 

(20 de mayo de 2003)

Para volver a la página principal, pincha aquí


La nueva cocina vasca

He venido escribiendo estos últimos días sobre los diversos macrosondeos que se están publicando.

Para no desviar la atención, he dejado sistemáticamente de lado en mis comentarios un aspecto lateral –por más que importante– de lo que se ha expuesto a la luz pública. Me refiero al hecho de que los patrocinadores de tales trabajos sociológicos los presenten afirmando que se trata de macroencuestas, cuando no lo son.

Como ya he señalado en alguna otra ocasión, conviene no confundir un sondeo con una encuesta. Y no sólo por motivos técnicos.

En un sondeo, se toma una muestra del universo que es objeto del análisis. A partir de ahí, el resultado del trabajo será mejor o peor según sus autores hayan elegido una muestra más o menos representativa de la totalidad del grupo humano analizado. Obviamente, cuanto más amplia sea la muestra más probabilidades habrá de que sea representativa, pero ningún automatismo determina que un sondeo con una muestra muy amplia sea necesariamente muy creíble. ¿Por qué? Porque pueden interferir diversas causas de error: cabe que la muestra esté mal calibrada, es posible que alguna o algunas de las preguntas del cuestionario sean capciosas o confusas, puede que el trabajo de campo se haga mal... y, en fin, no es ni mucho menos imposible que se distorsione el resultado por culpa de un mal (o malintencionado) trabajo de cocina.

Luego volveré sobre esto. Antes aclararé que una encuesta es otra cosa. Una encuesta toma en consideración a la totalidad de las personas o grupos de personas concernidas por el problema del que se trate. En este caso no hay muestra, puesto que el trabajo se hace sobre el todo. Lógicamente, las empresas demoscópicas sólo suelen plantearse la realización de encuestas cuando el universo social analizado no es demasiado numeroso. La fiabilidad de los resultados de una encuesta tiene que ver con el porcentaje finalmente encuestado, con la pertinencia de las preguntas planteadas, con el rigor del tratamiento final de los datos...

Por dejarlo algo más claro: sondeos son lo que están haciendo estos días Sigma Dos, Demoscopia, Opina, Metra Seis, etcétera; una encuesta es lo que sale de las urnas el día de la votación.

Me refería antes a lo que los sociólogos llaman el trabajo de cocina. Para quien no lo sepa, aclararé en qué consiste: se denomina así a la labor de corrección de los datos brutos obtenidos de los sondeos. Son rectificaciones que se introducen (teóricamente) para enderezar los datos que la experiencia ha demostrado que salen distorsionados en el trabajo de campo (ejemplo: en ciertas zonas o en determinados medios sociales hay gente que no se atreve a confesar unas u otras inclinaciones).

El problema viene cuando en el trabajo de cocina intervienen factores ideológico-políticos que conducen a corregir erróneamente los datos obtenidos en el trabajo de campo. De esto sé algo por propia experiencia: he visto trabajos de campo, referidos a procesos electorales, que daban un retrato perfecto de lo que iba a suceder y que fueron totalmente arruinados por una cocina melindrosa, destinada a aderezar el plato al gusto de quien lo pagaba.

Otra incidencia que puede arruinar por entero un sondeo sin que sus autores lo reconozcan es que haya un elevadísimo porcentaje de abstención en las respuestas obtenidas. Si un 30% de la muestra elegida no se pronuncia –no digamos ya si se declara indecisa–, es fácil que las respuestas del 70% restante no puedan ser extrapoladas sin deformar gravemente la realidad que se pretende analizar. Sin embargo, he leído durante estos días sondeos que incluían previsiones electorales basadas en porcentajes altamente problemáticos, cuando no directamente inservibles. Eso cuando no se ponen a teorizarte una supuesta ventaja del 1% a partir de un sondeo cuya ficha técnica admite un margen de error del ± 3%. Una horquilla del 3% hacia arriba y hacia abajo abarca un margen del 6%. En esas condiciones, ¿cómo especular con un 1% de diferencia? Pues con mucha cara.

De cualquier manera,  todo eso son problemas demoscópicos, sociológicos o como quiera que los llamemos. Problemas menores, a fin de cuentas. El problema de verdad viene cuando se trabaja, como ahora mismo en Euskadi, con un margen de error amplísimo, pero no en uno de esos siempre discutibles sondeos, sino en la encuesta que habrá de convertirse finalmente en inapelable: la de las urnas. Un margen de error tremendo, debido a que el Estado y sus ingeniosísimos adalides han decidido que los encuestados no pueden contestar lo que piensan, sino lo que le permiten pensar.

 

(19 de mayo de 2003)

Para ver los apuntes del pasado fin de semana, pincha aquí

Para volver a la página principal, pincha aquí