Diario de un resentido social

Semana del 7 al 13 de abril de 2003

Muerte en Cuba

En tiempos de la democrática Atenas, allá por el siglo V antes de Cristo, la esclavitud estaba integrada en las pautas culturales de la civilización. Incluso los propios esclavos la consideraban «natural». Sabían que carecían de derechos y que, en consecuencia, podían ser tratados como cosas.

Fue ya en las cercanías del comienzo de la era cristiana cuando alguien –el gladiador tracio Espartaco– se atrevió a poner en cuestión la esclavitud y se levantó en armas contra ella. La Historia no estaba madura todavía para esos afanes de igualitarismo jurídico. Hubieron de pasar un buen puñado de siglos hasta que el rechazo de la esclavitud se abrió paso en los países más avanzados.

Hoy, aunque pervivan determinadas formas de esclavitud, algunas de ellas apenas camufladas, la ideología dominante a escala mundial –la jerarquía de valores que la mayoría de la población del planeta identifica como justa– proscribe y condena la esclavitud.

Lo que acabo de apuntar con respecto a la esclavitud –su evolución a lo largo de los siglos desde el status de fenómeno «natural» hasta su catalogación como práctica aberrante– podría aplicarse, con las variaciones correspondientes, a muchas otras consideraciones sociales. Por ejemplo, a la igualdad jurídica de las mujeres con relación a los hombres, todavía pendiente de culminación en algunos planos (el religioso, por ejemplo). 

A su modo y manera, la consideración colectiva de la condena penal, y muy especialmente de la pena de muerte, ha experimentado también una evolución muy notable, sólo que más concentrada en el tiempo: ha cristalizado en el tramo final del siglo XX. Las fuerzas política e ideológicamente más transformadoras, en el pasado muy dadas a la limpieza expeditiva del forro de quienes se interpusieran con malas artes en su camino, han pasado a rechazar la idea de la condena como venganza para dar paso a una concepción más positiva y racional de la condena, dirigida a la prevención de la reincidencia y a la exploración de las posibilidades de rehabilitación del reo. (No digo que sea eso lo que acaba haciéndose: constato que es el modelo teórico que goza de superior prestigio.)

En todo caso, casi todos los estados que se pretenden «civilizados», o que presumen de serlo, han ido aboliendo uno tras otro la pena de muerte. En la actualidad, sólo pervive en estados controlados por fuerzas fanáticas, instaladas en el «ojo por ojo, diente por diente» o convencidas –por más que todos los estudios lo nieguen– de que la pena capital tiene un efecto disuasorio de la mayor importancia.

¿Que Cuba sufre un bloqueo intolerable? Cierto. ¿Que la Casa Blanca ha intentado toda suerte de tropelías en su contra, desde el desembarco de tropas hasta el magnicidio? Sin duda. ¿Que los tres condenados a muerte y ejecutados secuestraron a punta de pistola y a filo de cuchillo una embarcación de pasajeros para fugarse a Florida? Supongo que será verdad. Pero me da igual. Nada de eso justifica su ejecución. Primero, porque el Gobierno cubano no va a sacar ningún beneficio de semejante barbaridad. Y segundo, porque aunque lo sacara, el dislate ético seguiría siendo el mismo.

Creyendo que da prueba de su fortaleza, lo único que logra el régimen castrista con estas muestras de brutalidad en estado puro es dejar sin palabras a sus defensores exteriores. Que los tiene. O, mejor dicho: que le quedan. Todavía.

 

P.D. Terminado el texto anterior, leo que Castro ha advertido a Bush de que Cuba está preparada para «una guerra de 100 años». Una fanfarronada absurda. No se la cree nadie. Ni él. Y casi mejor, porque si se la creyera demostraría que no está muy en sus cabales.

 

(13 de abril de 2003)

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Julio Anguita Parrado y «El Mundo»

Varios lectores y lectoras me han escrito en los últimos días preguntándome si no iba a decir nada sobre todo lo que está corriendo de boca en boca en relación a los problemas reales o supuestos que tenía Julio Anguita Parrado con la dirección de El Mundo. Alguno ha llegado a preguntarme: «¿No será que tienes miedo de decir algo que pueda cabrearles y que ponga en peligro tu relación con el periódico?».

A esto último responderé por la vía directa: y si sintiera ese temor, ¿de qué habría de avergonzarme? No creo que tenga nada de bochornoso preocuparse por contar con algún ingreso fijo y, caso de conseguirlo, cuidarlo. La gente no suele ir por la vida soltando frescas a sus jefes para comprobar cuál es su grado de tolerancia.

Pero, de todos modos, en este caso mi silencio no tenía relación alguna con la prudencia económica y sí, y bastante, con la prudencia intelectual.

Hasta ahora lo que he leído al respecto procede de dos fuentes.

Una es Mercedes Gallego, corresponsal de El Correo, que dice –y yo le creo, porque no tengo razón alguna para no hacerlo–  que era muy amiga de Julio y que éste la hacía partícipe de sus sentimientos y sus preocupaciones.

Hay,  por otro lado, un montón de correos electrónicos en circulación por la Red en los que diversísima gente asegura que un amigo suyo de Nueva York no identificado les ha escrito contándoles una serie de cosas muy desagradables sobre la dirección de El Mundo que supuestamente le dijo Julio antes de salir para Irak.

Iré por partes.

Dejo sentado un hecho inicial: no tengo ninguna información de primera mano sobre los hechos en cuestión. Hace tres años que cursé baja en la plantilla de El Mundo y casi el mismo tiempo que no visito sus locales. Me veo de vez en cuando con gente del periódico, por supuesto, pero nunca he hablado con ellos sobre Julio Anguita. En esas condiciones, no puedo ni afirmar ni negar por mí mismo nada que tenga que ver ni con su estatuto laboral ni con los medios que el diario le proporcionaba o le dejaba de proporcionar.

Sé bastante, eso sí, de las precarias condiciones laborales que rigen actualmente en el sector de la Prensa. Y me consta cuan implacables y desaprensivos suelen ser los directivos de los grandes medios. También los de El Mundo, por supuesto.

Y los de El Correo (no menos por supuesto).

Sostiene Mercedes Gallego que Julio echaba pestes de Pedro J. Ramírez y que le dijo que, de ocurrirle una desgracia, no quisiera que Ramírez la aprovechara pro domo sua. Es perfectamente posible. Entra dentro del orden natural de las cosas que cualquier periodista de base de cualquier periódico importante, a nada consciente y crítico que sea, sienta una vivísima aversión por el director del medio para el que trabaja. Lo raro suele ser lo contrario. Ignoro en qué condiciones laborales estará Mercedes Gallego en El Correo, pero me cuesta creer que no sepa que en ese periódico que tanto ha aireado sus confidencias sobre Anguita hay un montón de gente tan puteada como él... y bastante más. Lo mismo que en Abc, que también se apuntó a la fiesta. Y que en Tele5.

El enfado de Anguita no es sino otro enfado más de los muchos existentes en El Mundo. Julio Fuentes también arrastraba permanentemente un cabreo de mil pares. Su caso era el opuesto al del otro Julio: él no quería ver ya más guerras, pero le seguían enviando a todas. Y en condiciones de las que él renegaba sin parar.

Ayer, la dirección de El Mundo sacó una nota en la que desmintió algunas de las afirmaciones que el anónimo denunciante de Nueva York atribuía a Anguita. Las precisiones de El Mundo incluyen datos muy concretos que son comprobables. Según éstos, Anguita tenía un seguro pagado por el periódico y llevaba un buen chaleco antibalas. Por lo demás, no cobraba «a tanto la pieza», sin más, sino que tenía asignando un mínimo mensual. Con lo cual, las acusaciones procedentes de la pretendida fuente neoyorquina quedan en muy mal lugar. Y confirman de paso algo que es una regla de oro del periodismo: nunca debe darse por cierto el contenido de una denuncia anónima. Si lo que dice es verosímil y el asunto parece importante, cabe iniciar una investigación. Pero no más.

No pretendo decir, ni mucho menos, que el comportamiento de la dirección de El Mundo con Julio Anguita Parrado fuera el correcto. Lo que sí digo es que, por lo que se ha visto hasta ahora, no parece que ese comportamiento haya sido excepcionalmente inaceptable. Si pintamos como una circunstancia llamativa que alguien tenga que pedir una excedencia porque no acepta el destino laboral que le imponen y porque la dirección no se aviene a destinarlo al lugar donde él desearía ir, entonces no quiero ni contar la cantidad de circunstancias que deberíamos pintar como llamativas, incluyendo la mía propia.

¿Que es cabreante? Vaya que sí. Puedo certificarlo. Pero no excepcional. Lo excepcional en el mundo de la Prensa de hoy es tener unas condiciones laborales que puedan calificarse de dignas.

 

(12 de abril de 2003)

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Un riesgo material

«Los dos periodistas españoles muertos en Bagdad, que estaban cumpliendo con su deber profesional, conocían el alto riesgo que podía suponer su presencia allí y, desgraciadamente, ese alto riesgo se ha materializado». Es todo lo que José María Aznar consideró que debía decir en la tribuna del Congreso sobre la trágica muerte de Julio A. Parrado y José Couso.

El silogismo desarrollado por el presidente del Gobierno es tan sencillo como contundente: los periodistas estaban desarrollando una actividad de riesgo, ellos asumieron conscientemente ese riesgo, ergo son ellos los responsables de su muerte.

Resuelto así el asunto, el jefe del Ejecutivo dio por hecho que no hacía al caso referirse ni a quienes declararon la guerra pudiendo evitarla ni a quienes ordenaron disparar contra el hotel Palestine sin que hubiera mediado provocación alguna. En su criterio –me atengo a lo que dijo–, las acciones que provocaron las muertes carecen de importancia. Sólo cuenta que ellos sabían que estaban corriendo un alto riesgo y que ese riesgo «desgraciadamente se ha materializado».

Aznar habla de la guerra, en general, y de las violaciones de las leyes propias de la guerra, en particular, como si fueran fenómenos meteorológicos. Sus aliados invaden países –con su bendición– y disparan a plena conciencia contra objetivos civiles porque así son las cosas. Eso no tiene vuelta de hoja. Sería absurdo pedirles explicaciones. Lo que hay que hacer es no ponerse a tiro.

¿Será consciente Aznar de los efectos demoledores que tendría su singular lógica aplicada a otras situaciones? A la de Euskadi, por ejemplo. Consideremos esa posibilidad: «Los guardias civiles muertos sabían que estaban desarrollando una actividad de riesgo; no obstante, decidieron seguir realizándola». O bien: «Ya les avisamos de que ETA mataba, pero optaron por no hacernos caso». O bien: «La culpa la tienen quienes los instalan en casas cuarteles. Si ponen a los niños en el objetivo, que luego no pidan explicaciones».

El presidente del Gobierno habla de los corresponsales de guerra como si su actividad fuera un capricho o un lujo, y no la única vía que tiene la ciudadanía para ver atendido su derecho constitucional a recibir información veraz, particularmente imprescindible en situaciones de tanta importancia y, a la vez, tan propicias a las mentiras. La labor de los corresponsales de guerra responde a una necesidad social. ¿Por qué no invita también a los voluntarios de la Cruz Roja y de la Media Luna Roja a que abandonen su trabajo de alto riesgo y se vuelvan para casa?

Sólo puede hablar como Aznar alguien a quien le importa muy poco –o peor aún: le molesta– que la opinión pública conozca la realidad de lo que está pasando en aquella espantosa guerra de rapiña. Y que en vez de corazón tiene una caja registradora.

 

(11 de abril de 2003)

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¿Vale la pena?

Una lectora me dice que no comparte ni poco ni mucho mi afirmación de que Julio Anguita Parrado –ella respondía a un comentario mío anterior al fallecimiento de José Couso– ha muerto en el cumplimiento de una misión social: la de recabar y difundir información veraz, en la medida en que los tinglados mediáticos lo permiten. Según ella, el seguimiento diario y detallado de una guerra sólo puede responder a un interés morboso, y representa una afrenta para la pobre gente que sufre el conflicto y que maldito el interés que tiene en que la vean por medio mundo. En su criterio, una vez que se sabe que ya hay guerra, no vale la pena hablar más, y menos aún verlo: las guerras son todas iguales.

Un corresponsal de guerra, según ella, es «alguien que ha viajado voluntariamente hasta allí para ver ese horror y retransmitirlo como si fuera un acto social o deportivo», «personas vanidosas que desprecian sus vidas supuestamente por nuestro derecho a la información» y «que no muestran respeto alguno por este bien tan preciado que es la vida, puesto que la arriesgan inconscientemente en favor del derecho a la información».

Vale la pena detenerse en la crítica, porque condensa argumentos que –éste por aquí, el otro por allá– se oyen con relativa frecuencia.

Un punto inicial, más que nada para dejar de lado las descalificaciones personales, siempre problemáticas: a nadie que haya conocido a Julio A. Parrado –y, por lo que me cuentan, otro tanto podría decirse de José Couso– se le ocurriría decir que era un chaval vanidoso. Sencillamente porque no lo era. Y menos aún que acudió a Irak a relatar la guerra «como si fuera un acto social o deportivo», entre otras cosas porque los actos sociales y deportivos nunca le interesaron gran cosa.

Pero, salvadas esas acusaciones tan genéricas como gratuitas –y, a decir verdad, innecesariamente ofensivas–, es cierto que Julio y los demás corresponsales de guerra podrían haber viajado a Irak engañándose a sí mismos, creyéndose que iban a realizar una función de interés colectivo, cuando en realidad la cosa era muy otra y su trabajo estaba destinado sólo a alimentar la sed de espectáculo de los sectores más morbosos de la opinión pública.

Pero es que tampoco es así. No me cabe la menor duda de que la amplia presencia de periodistas en esta guerra ha tenido bastantes efectos positivos. Sus informaciones –las de algunos, claro– han servido de argumentos para la movilización contra la guerra. Han obligado a los EUA a limitar su recurso a armas particularmente crueles en sus efectos, tanto inmediatos como posteriores. Han preservado algo –muy insuficientemente, pero algo– a la población civil iraquí. Han deteriorado de manera considerable la imagen de la Administración norteamericana en todo el mundo y han permitido demostrar la falsedad de sus coartadas, lo que puede servir de freno a nuevas y previsibles acciones bélicas.

La prueba más evidente de que la intensa actividad desplegada por la Prensa internacional en el área de operaciones está siendo útil para la causa de la paz la tenemos en los ataques que las Fuerzas Armadas de los EUA están lanzando contra ellas. Bombardean los centros de Prensa, matan y hieren periodistas y, a la hora de presentar sus condolencias, insinúan que la culpa la tienen las víctimas, porque deberían haberse largado ya hace días. Es un secreto a voces que Washington está presionando para que la Prensa desaparezca de allí cuanto antes, de modo que no haya testigos del operativo de represión a gran escala –ya más policial que militar– que proyecta lanzar en cuanto tome el control de Bagdad.

«Todas las guerras son iguales», se alega. Qué va. En absoluto. En este mismo momento, en el corazón de África se viven varias guerras entrelazadas que están provocando muchas más víctimas que la de Irak. Hace justamente hoy una semana, en el Congo hubo cerca de mil muertos. Pero nadie habla de eso. Los periódicos apenas mencionan esas guerras, o lo hacen de pasada. Allí no hay Prensa, de modo que los señores de la guerra pueden obrar a su perfecto antojo, masacrando a quienes les estorban.

Desde la matanza de My Lai, sabemos cuán catártica puede ser, para una opinión pública adormilada, la visión directa y concreta del horror causado por «los suyos». Hoy en día se habla de las protestas contra la guerra de Vietnam como de un admirable movimiento histórico de masas, pero poca gente recuerda que la intervención directa de los EUA en la ex Indochina comenzó en los años cincuenta, y que sólo avanzados los sesenta se generalizó la lucha en favor de la paz. De hecho, muchos críticos estadounidenses reprocharon a su propio pueblo haber cerrado los ojos durante demasiados años. En su estremecedora canción El último tren para Nuremberg («Last Train to Nuremberg», 1970), Pete Seeger no sólo acusaba al teniente Calley y al capitán Medina –responsables directos de la masacre de My Lai–, al general Koster, al presidente Nixon y a las dos Cámaras del Congreso, sino también –decía– «a los votantes, a ti y a mí».*

Hubo mucho silencio, pero al final el silencio se quebró. Y se quebró gracias al trabajo tenaz de algunos informadores, a la labor valiente de un buen puñado de artistas e intelectuales... y a los cientos de miles de jóvenes y no tan jóvenes que se negaron a matar y a morir para que se colmaran las ambiciones de una recua de desaprensivos.

La ciudadanía tiene derecho a ser informada de lo que realmente sucede, y aquellos que estamos enganchados a la vocación de comunicar tenemos el deber de atender ese derecho. Que muchos otros no lo hagan, que los de más allá mientan, que se acaben publicando toneladas de medias verdades o mentiras como castillos... Ninguna de esas circunstancias justifica que nos quedemos mano sobre mano, ejerciendo de jeremías o de plañideras, esperando a que el horror se pare por su cuenta.

¿Vale la pena dar la vida en ese esfuerzo? Darla en el sentido de despilfarrarla, de regalarla, no, por supuesto. Pero correr ciertos riesgos, calculándonos en la medida en que son calculables, sí.

Seamos sinceros: mucha, muchísima gente dilapida su vida por bastante menos.

 

––––––––––

(*) Por si a alguien pudiera interesar, trascribo la letra de Last Train To Nuremberg:

Last train to Nuremberg! / Last train to Nuremberg! / Last train to Nuremberg! / All on board! // Do I see Lieutenant Calley? / Do I see Captain Medina? / Do I see Gen'ral Koster and all his crew? // Do I see President Nixon? / Do I see both houses of Congress? / Do I see the voters, me and you? // Last train to Nuremberg! / Last train to Nuremberg! / Last train to Nuremberg! / All on board! // Who held the rifle? Who gave the orders? / Who planned the campaign to lay waste the land? / Who manufactured the bullet? Who paid the taxes? / Tell me, is that blood upon my hands? // Last train to Nuremberg! / Last train to Nuremberg! / Last train to Nuremberg! / All on board! //  If five hundred thousand mothers went to Washington / And said, "Bring all of our boys home without delay!" / Would the man they came to see, say he was too busy? / Would he say he had to watch a football game? // Last train to Nuremberg! / Last train to Nuremberg! / Last train to Nuremberg! / All on board! © 1970 by Sanga Music Inc.

[¡Último tren para Nuremberg! / ¡Último tren para Nuremberg! / ¡Ültimo tren para Nuremberg! / ¡Viajeros al tren! // ¿No es ése que veo el teniente Calley? / ¿No es ése otro el capitán Medina? / ¿No son ésos el general Koster y toda su tropa? // ¿No es ése el presidente Nixon? / ¿No son ésas las dos Cámaras del Congreso? / ¿No estoy viendo también a los votantes, a ti y a mí? // ¡Último tren para Nuremberg! / ¡Último tren para Nuremberg! / ¡Ültimo tren para Nuremberg! / ¡Viajeros al tren! // ¿Quién empuñó el rifle? / ¿Quién dio las órdenes? / ¿Quién fijó el plan para asolar la tierra? // ¿Quién fabricó la bala? / ¿Quién pagó los impuestos? / Dime, ¿es sangre esto que cubre mis manos? // ¡Último tren para Nuremberg! / ¡Último tren para Nuremberg! / ¡Último tren para Nuremberg! / ¡Viajeros al tren! // Si 500.000 madres fueran a Washington / y clamaran: "¡Devolvednos a nuestros hijos ahora mismo!", / ¿qué haría el hombre al que han venido a ver? / ¿Decir que estaba muy ocupado? / ¿Diría que tiene que ver un partido de fútbol? // ¡Último tren para Nuremberg! / ¡Último tren para Nuremberg! / ¡Ültimo tren para Nuremberg! / ¡Viajeros al tren!]

(10 de abril de 2003)

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(Más sobre) la seriedad de Aznar

«España no puede conformarse con ser un país simpático; tiene que ser un país serio, capaz de asumir responsabilidades».

Oí esta afirmación de Aznar a última hora de la tarde del lunes, cuando todavía me encontraba tratando de digerir la noticia de la muerte de Julio Anguita Parrado. Llegué a pensar que había entendido mal, por culpa de mi propio desconcierto. Pero no: ayer la leí en varios periódicos. Y, por mucho que me afectara la muerte de José Couso, no me cupo ya duda: había dicho eso.

¿A cuento de qué esta contraposición entre seriedad y simpatía? Al repasar el conjunto de su perorata, comprendí su intención: estaba reprochando a la oposición, y con ella a millones de ciudadanos, su actitud «simpática» frente a la guerra. Él, en cambio, se gana «la consideración y el respeto internacionales» mostrándose «capaz de asumir responsabilidades». O sea, no siendo simpático, sino implacable. Él se parapeta tras la norma que Bush ha tomado –sin saberlo, por supuesto– del Calígula de sus peores años: Oderint dum metuant. «Que me odien, pero que me teman». Aznar aspira a ser temido –ya que no respetado– por delegación.

Eso es para él lo serio.

Pero es serio tan sólo por las materias con las que juega: vidas, destinos, derechos, libertades. No por el rigor de sus planteamientos.

No tiene nada de serio dar luz verde a una guerra crudelísima anunciando que el objetivo es llevar la democracia a Irak y luego declarar con total tranquilidad que habrán de pasar bastantes años antes de que los iraquíes puedan elegir a sus representantes, porque «no hay condiciones».

Es una broma del peor gusto afirmar que la ONU tendrá «un papel crucial en la reconstrucción de Irak» y aclarar a continuación –Washington dixit– que será crucial... «porque las tareas humanitarias son cruciales».

Tampoco puede considerarse un rasgo de seriedad negarse a pronunciar la palabra «guerra» –¿alguien ha oído al jefe del Gobierno español hablar de algo que no sea «el conflicto»?–, como si la pudibundez de la semántica pudiera ocultar la naturaleza aplastantemente bélica del hecho.

A cambio, sí que es serio, y mucho, que camine al paso que marca el mando supremo de un Ejército que, cansado ya por lo visto de matar civiles iraquíes, la emprende ahora contra los centros de Prensa, con la obvia intención de provocar el desalojo de los corresponsales extranjeros, para que no sean testigos de la limpieza de opositores a la que va a proceder en cuanto termine la guerra.

Aznar quiere «un país serio, capaz de asumir responsabilidades». Por lo de serio pierda cuidado: ya lo está, y mucho. Incluso triste, a fuerza de ver y sentir a diario el dolor y la muerte.

En cuanto a las responsabilidades, mejor haría en no pedir a otros que las asuman. Empiece por hacerlo él, que las ha contraído, y muy graves.

 

Un aviso y una fe de errores.– (1) Este apunte retoma un par de ideas ya incluidas en el de ayer. Las he retomado en atención a los lectores de El Mundo, periódico en el que publico hoy las líneas anteriores en forma de columna. (2) La maldición que lanzó Julio Anguita tras conocer la muerte de su hijo no fue como ya la reproduje, tomándola de un teletipo. Anguita padre dijo: «Malditas sean las guerras y malditos los canallas que las apoyan". Bastante más contundente.

 

(9 de abril de 2003)

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Un país serio

«España no solamente tiene que ser considerado un país simpático; tiene que ser un país serio». Oí ayer esas declaraciones de José María Aznar en la radio del taxi que me traía a casa, una vez concluido el acto de presentación del libro Washington contra el mundo, fruto del trabajo de colaboración entre el periódico electrónico Rebelión.org y la editorial Foca, de la que soy ahora director de colección. Al inicio del acto, en el que intervinieron también Pascual Serrano y Carlos Taibo –ambos coautores del libro colectivo y el primero también uno de los responsables de Rebelión.org– comuniqué al público, que llenaba la sala,  la terrible noticia de la muerte de Julio A. Parrado. La mala nueva cayó como un mazazo.

Estuve medio flotando durante todo el acto.

A veces me cuesta asimilar la realidad. Especialmente cuando es tan tremenda. Y tan absurda.

Julio firmaba poniendo sólo la inicial de su primer apellido no sólo para ahorrarse problemas en los EUA con la costumbre local de mencionar el second name (el segundo nombre de pila), entero o como inicial, sino también para evitarse aquí mismo el incordio del: «Ah, ¿eres su hijo?».  Porque, como ya para estas alturas sabe todo el mundo –ya da igual–, Julio A. Parrado era Julio Anguita Parrado, primogénito de quien fuera coordinador general de Izquierda Unida y de la teniente de alcalde de Córdoba Antonia Parrado. Julio Anguita es, precisamente, otro de los autores de Washington contra el mundo.

Regresaba yo a casa en taxi, ya digo, y escuché la declaración de Aznar: «España no solamente tiene que ser considerado un país simpático; tiene que ser un país serio».

Si no viviera en estado de indignación permanente, habría pegado un bote de ira. ¿De qué irá este personaje grotesco? ¿Sólo son serios los países que se meten de hoz y coz en las guerras más absurdas y criminales? ¿Y qué tiene de malo ser un país simpático?

Pero me dije que, mirado el asunto con perspectiva, bien podía decirse que Aznar había acertado, así fuera sin querer. Al contraponer «serio» a «simpático», abrió una mirilla por la que cabe asomarse a su subconsciente.

Él quiere que España sea un país triste.

Y lo está consiguiendo. Hoy somos muchísimos los que estamos particularmente tristes.

 

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Conocí a Julio Anguita Parrado hace algo así como una década, cuando se incorporó al periódico. Entró como currito de la sección de Internacional. Era por el tiempo en que yo regresé de Bilbao, donde había pasado un año montando El Mundo del País Vasco. Ocupábamos las posiciones más alejadas de la planta primera del edificio de Pradillo, 42, pero solía pasar a su lado cuando acudía a visitar a Ricardo y Nacho, o a Ulises Culebro, o a consultar alguna cosa en Documentación. Luego trasladaron la sección de Internacional a una zona más cercana de la mía, pero ya por entonces se marchó a reforzar el equipo de corresponsales de El Mundo en los Estados Unidos.

Supongo que él sabía que tengo una buena relación de amistad con su padre, y yo sabía, por supuesto, que era hijo de quien era, y que, precisamente por eso, ambos nos retraíamos, para no dar por sobreentendida una familiaridad intermediada. Estaba, además, la diferencia de edad. Nos sonreíamos, nos saludábamos, pero apenas debimos de charlar unos minutos en varios años, y siempre sobre cuestiones profesionales.

Lo apreciaba por su espíritu concienzudo, por su instinto periodístico y por su gusto evidente –y nada corriente– por el trabajo bien hecho. Desde que llegó a los EUA, su estilo fue haciéndose más suelto, más seguro de sí mismo. Se notaba que tenía a su lado a Carlos Fresneda, tan buena persona como excelente escritor.

Supongo que la mayoría de las veces las cosas así se dicen por protocolo, pero no es éste el caso: Anguita Parrado estaba destinado a ser un buen periodista. No un figurón, desde luego, pero sí una garantía de calidad y rigor.

 

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Y, mientras veíamos el horror, y por primera vez lo sentíamos tan cercano –ojos que ven, corazón que siente–, la Bolsa subía con alegre desenfado y el precio del petróleo descendía de manera espectacular.

Sí, Julio, tienes toda la razón: malditas las guerras, malditos los que las promueven, malditos los que hacen de ellas su negocio.

 

(8 de abril de 2003)

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Los dos negocios

Todo indica que la guerra de Irak ha entrado en su fase más impúdica, en la que, sin dejar de seguir su curso demoledor el negocio de la destrucción, empieza ya a ponerse en marcha la bicoca de la reconstrucción.

Mucha gente ignora que también la destrucción es un negocio. Pero lo es, y muy importante. Gracias a la guerra, las fábricas de armamento –de los EUA, sobre todo, en este caso– consiguen que las Fuerzas Armadas den salida a sus enormes stocks, con lo que obtienen nuevos pedidos y se aseguran fuertes inversiones públicas para la modernización de sus tecnologías. Las industrias petroleras, por su parte, obtienen también beneficios enormes con las cantidades gigantescas de combustible que consumen los aviones y los carros blindados. Muchos otros negocios menores o auxiliares de la guerra –incluido el de los medios de comunicación, que ven aumentar de modo muy considerable sus audiencias (1)– también consiguen importantes beneficios.

De todos modos, el gran, el enorme negocio –aquel por el que de hecho se ha emprendido la guerra– es el de después. El control de Irak va a suponer para los EUA no sólo un elemento clave para la materialización de su estrategia de neutralización de la zona, sino también un chorro de petrodólares. Nadie duda, para estas alturas, que las grandes compañías norteamericanas van a tomar las riendas de la extracción y la distribución del crudo iraquí, con las consecuencias que es fácil adivinar.

Y luego está... todo lo demás: la reparación y acondicionamiento de las infraestructuras de transporte –carreteras, vías férreas, aeropuertos, tendidos eléctricos, conducciones de petróleo, gas y agua, etcétera–, la reconstrucción de las fábricas demolidas, la reedificación de las viviendas bombardeadas... Aznar mandó hace unos días en secreto una importante delegación a los Estados Unidos para que obtuviera de las autoridades de Washington la confirmación de que una parte de ese pastel será para empresas españolas. He oído decir que sus enviados regresaron con la promesa de que habrá pastel para todos los fieles, incluido él.

Estamos ante el retrato perfecto de la guerra: debajo, los cadáveres; encima, los traficantes de muerte.

 

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(1) Los directivos de los medios suelen negar que saquen beneficio de la guerra. Alegan que las situaciones de conflicto retraen el consumo y, en consecuencia, perjudican el mercado publicitario. Y eso es verdad. Pero lo que se pierde en publicidad durante un enfrentamiento armado muy espectacular pero relativamente breve, como puede ser éste, viene sobradamente compensado por el incremento del interés público por los medios, lo que supone un cebo para las firmas anunciantes. Es la inversa del refrán: hambre para hoy, pan para mañana.

 

 (7 de abril de 2003, 08:30 horas)

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