Diario de un resentido social

Semana del 3 al 9 de marzo de 2003

 

«¡Piénselo, pero no lo diga!»

Retomo unas palabras de Rafael Escuredo, ex presidente de la Junta de Andalucía y ahora contertulio de Radio Nacional de España. Comentaba Escuredo en la radio pública, creo que el pasado lunes, las ya manidas declaraciones que hizo Pasqual Maragall sobre las denuncias de tortura formuladas por el director de Euskaldunon Egunkaria, y reprochaba a su ex compañero que hubiera admitido que le parecían creíbles.

Ésta es la trascripción que hice de sus palabras: «Hasta podría ser verdad... ¿Por qué no? Hasta podría... Se les podría haber ido la mano... Pero, mire: ¡piénselo usted, pero no lo diga usted!»

Éste es el punto al que ha llegado nuestra lozana y estupenda democracia. Las mentes supuestamente más preclaras del establishment se preguntan: «¿Cabe que las denuncias de tortura respondan a hechos ciertos?» Y se responden: «Cabe, claro que sí. Pero eso es secundario. Lo esencial es negarlo de cara al público, para no socavar el prestigio del Estado».

De otro modo: tanto les dan los medios; sólo les importan los fines.

Patético, este Escuredo (1). Alardea de listillo, pero es un zote. De ser mínimamente perspicaz, se habría aplicado su propio cuento. ¿Por qué reconoció que la Guardia Civil es perfectamente capaz de torturar? ¿Y por qué tuvo que admitir a continuación que, si realmente ha habido torturas, él considera que hay que ocultarlas?

Debería haberse aplicado su propio cuento: «¡Piénselo usted, pero no lo diga usted!».

No seré yo quien le reproche su involuntaria sinceridad, de todos modos.

Gracias a su seudopicarona torpeza, nos ha mostrado cómo le funcionan las neuroncillas. A él y a los que carburan como él. Y a los que le ríen las gracias.

Resumamos: no les importa el Estado de Derecho, sino las apariencias del Estado de Derecho. Lo que oculte esa fachada les da lo mismo, con tal de que no se vea.

 

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(1) Un lector me recuerda que Escuredo fue galardonado con la Gran Cruz del Mérito Policial por su brillante actuación como intermediario durante el secuestro de Anabel Segura (que, como se recordará, apareció muerta). Los ministros del Interior suelen tener una muy fina intuición a la hora de colgar medallas. Por eso todos los jueces de la Audiencia Nacional –con la excepción de Gómez de Liaño, en su día– han recibido condecoraciones policiales, algunas con derecho a pensión mensual.

Me cuenta también el mismo lector que no es la primera vez que don Rafael se excede en su sinceridad. En una campaña electoral celebrada cuando aún era presidente de la Junta de Andalucía, amenazó directamente a la población cordobesa, diciendo que si Anguita salía elegido, la Junta tomaría buena nota de ello a la hora de las subvenciones. Don Julio resultó electo, Escuredo cumplió su amenaza, castigó a Córdoba... y la hizo buena: Izquierda Unida subió hasta casi el 60% de los votos en las siguientes elecciones y el PSOE perdió la mitad de los que tenía.

 

(9 de marzo de 2003)

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De imputadores a imputados

La noticia ha sido bastante comentada por los medios de comunicación de Cataluña, pero me da que mucho menos por los de Madrid y otros andurriales. La Audiencia de Barcelona ha dictado veredicto de inocencia a favor de cuatro jóvenes que fueron condenados en un juicio rápido como culpables de delitos de agresiones y resistencia a la autoridad a raíz de la última gran manifestación contra la globalización. La Audiencia ha hecho algo más, y mucho más importante: ha instado el procesamiento de los policías que detuvieron a los manifestantes y que testificaron en su contra. Les acusa de falso testimonio y de fabricación de pruebas.

¿Qué es lo que ha pasado? Que, cuando fueron sometidos al primer juicio, inmediatamente después de los hechos, los acusados sólo pudieron defenderse apelando al testimonio de otros manifestantes. El juez, forzado a elegir entre la credibilidad de los agentes de la Policía Nacional y la de otros presuntos alborotadores, no dudó en dar por bueno el testimonio de los miembros de las Fuerzas de Seguridad del Estado, lo que le condujo directamente a emitir un veredicto de culpabilidad. Pero, acabado el juicio y dictada la sentencia, fue posible encontrar filmaciones periodísticas de los hechos juzgados. Y pudo comprobarse cómo los cuatro jóvenes en cuestión no sólo no habían atacado a los policías, sino que habían sido detenidos arbitraria y violentamente por ellos. A la vista de las nuevas pruebas, a la Audiencia Provincial no le ha quedado más posibilidad que absolver a los agredidos y promover el enjuiciamiento de los agresores y falsarios.

El suceso sería en todo caso digno de mención, pero lo es doblemente porque, además, es representativo. Según ha puesto en evidencia la defensa de los cuatro manifestantes condenados injustamente, la gran mayoría de los detenidos por las FSE en aquella manifestación y conducidos acto seguido a la autoridad judicial, o bien fueron puestos en libertad sin cargos a las pocas horas o bien han sido absueltos en los juicios celebrados con posterioridad. No es una apreciación subjetiva, sino un hecho estadístico, establecido por la autoridad judicial, que la Policía Nacional se entregó aquel día en cuerpo y alma a la realización de detenciones arbitrarias y a la formulación de acusaciones sin pruebas. En algún caso, como el que nos ocupa, lo aderezó con la fabricación de pruebas falsas.

Retendré de esta relación de hechos probados algunas conclusiones.

1ª) Está claro que las Fuerzas de Seguridad del Estado se comportan a veces de manera injustificablemente violenta.

2ª) Ha quedado establecido que hay miembros de las FSE que son capaces de mentir y de fabricar pruebas para apoyar acusaciones falsas.

3ª) Conceder por principio más credibilidad a lo declarado por miembros de las FSE que a lo testimoniado por los detenidos puede conducir a dar por verdadero lo falso y lo falso por verdadero.

Son conclusiones de un sentido común apabullante. A ver si el Gobierno deja de negarlas de una vez. A ver si se entera que la verdad no puede estorbar nunca a la verdadera lucha contra el terrorismo.

Y, ya de paso, a ver si aparta del servicio a los agentes acusados de malos tratos y falsificación de pruebas. Porque los mantiene en servicio, como si esos delitos le parecieran fruslerías.

 

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Post scriptum.– Aunque sea de manera lateral, añadiré otra conclusión, ésta de tipo técnico jurídico: la vía de los juicios rápidos, si bien presenta ventajas, debería elegirse sólo cuando los hechos juzgados no tienen vuelta de hoja. Así que el caso ofrezca perfiles más o menos confusos, debería optarse por la vía procesal tradicional. Eso sin contar con que, en este procedimiento concreto, enfrentado a los testimonios contrarios de los policías y los testigos, el juez bien podría haberse atenido al principio in dubio pro reo («en caso de duda, sentencia a favor del reo»).

 

 

 (8 de marzo de 2003)

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Los huevos de Aznar

El bueno de Groucho Marx decía que la expresión «inteligencia militar» encierra una contradicción in terminis.

 Le perdían las ganas de ser cáustico.

Por supuesto que hay una inteligencia militar. De hecho, de todas las disciplinas mentales ajustadas a una especialidad, la militar es sin duda de las más inteligentes, dicho sea en el sentido más literal de la palabra. Por imperativo de su finalidad, el pensamiento militar tiene un carácter esencialmente práctico. Como se sabe, muy buena parte de los avances científico-técnicos logrados por la Humanidad han venido de la mano de la investigación guerrera. Cosa bien lógica: el deseo de sobrevivir –de no ser aniquilado– aguza muchísimo el ingenio.

He estado releyendo estos días el De la guerra de Clausewitz. Por tiempo que pase, sus reflexiones sobre la guerra –que el buen prusiano nunca consideró como un arte, sino más bien como un singular trasunto de los modos propios del comercio– siguen mostrándose como prodigios de lucidez.

Hablo de Clausewitz, pero lo mismo podría referirme a cualquier otro gran teórico de la guerra.

Una de las cosas que siempre me ha llamado más la atención de los textos de los grandes estrategas militares, desde Lao Tse a Nguyen Giap, es su apego al sentido común. Su realismo es implacable. Recuerdo un librito del general Giap en el que explicaba a los jefes del Viet Minh, todos ellos entusiastas revolucionarios, cómo un buen estratega, si bien no debe temer enfrentarse a un enemigo muy superior, consideradas las cosas a medio o largo plazo, debe arreglárselas para no enzarzarse en ninguna refriega hasta confirmar que, en ese preciso momento y para ese enfrentamiento en concreto, las fuerzas con las que cuenta son muy superiores a las del enemigo. «Uno contra diez en el plano estratégico; diez contra uno en el plano táctico», era su consigna. ¿Profundo? Todo lo profunda que puede ser la sensatez. Es decir, mucho.

En realidad, la práctica totalidad de las grandes ideas del pensamiento militar están extraídas de la sabiduría popular. Del destilado de la experiencia histórica acumulada por el común de los mortales. La mayoría nos las topamos incluso directamente en el refranero, aunque sea bajo formas muy diferentes. 

Cualquier estudioso de los principios de la guerra sabe, por ejemplo –y en la línea de Giap–, que no cabe comprometer todas las fuerzas en una única operación. El refrán lo dice muy claro: es un error meter todos los huevos en la misma cesta.

Si Aznar hubiera leído a Clausewitz y supiera que la política y la guerra responden a reglas equivalentes, sabría que ha cometido un error de principiante. Se ha jugado su carrera al todo o nada. Ha metido todos sus huevos en la misma cesta.

Manifestándose más pro Bush que el propio Bush, ha apostado, además, con desventaja. Porque si finalmente Washington decide recular y retrasa el ataque, así sea para recomponer sus relaciones con Europa, él quedará en ridículo, como defensor del principio inapelable de que no cabía dar más plazos. Y si el ataque se produce de inmediato, a la vuelta de la esquina nadie se acordará de su contribución de correveidile.

Que alguien le regale un par de libros sobre estrategia militar. O un refranero castellano, en su defecto.

 

 (7 de marzo de 2003)

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Una realidad más compleja

Excelente acogida a Saramago en el Ayuntamiento de Barcelona: abarrotado su histórico salón de juntas, tuvieron que disponer dos salas complementarias, provistas de grandes pantallas de vídeo que retransmitían el acto. Tras mi presentación –los diez minutos que me habían pedido–, José dictó su conferencia, titulada Un mundo en transformaciones. Con su conocido hablar pausado, sin alzar jamás el tono, sin más recurso que algunos toques de ironía dejados caer por aquí y por allá, sin ningún papel de apoyo, desgranó su visión del momento político internacional. Sé por qué no llevaba papel: tiene un esquema mental muy trazado, su memoria es excelente y se atiene a una disciplina expositiva espartana. Tan claro tiene el hilo de su discurso que, cuando se aparta momentáneamente de él, avisa: «Y ahora, a modo de paréntesis, viene a cuento una anécdota...», o bien: «Perdonen ustedes si, a modo de digresión...».

La tesis que defiende José parte de una constatación: hace semanas que apenas nadie habla de globalización (o de mundialización, al modo francés). ¿Tal vez la realidad ha experimentado cambios fundamentales? ¿Se han movido los pilares del orden mundial? No. Se han hecho más visibles algunos hechos preexistentes que los analistas críticos tendían a menospreciar, y se han difuminado determinados rasgos cuya importancia se estaba exagerando. No era verdad –insiste José– que el capitalismo se hubiera desentendido de sus rasgos nacionales y funcionara ya como un solo tinglado sin bandera a escala de todo el planeta. El gran capitalismo norteamericano, con los fabricantes de armamento y la industria del petróleo al frente, se han hecho cargo por completo del poder político, mandan ya sobre la Casa Blanca sin mediaciones, y han puesto en marcha su maquinaria para hacerse con el control del globo. Irak es sólo un primer objetivo. Lo quieren todo.

Éste es un muy breve y tosco resumen de la parte expositiva (o descriptiva) de la conferencia de Saramago, que luego pasó a explicar la urgente necesidad de rebelarse contra ese estado de cosas en defensa de la raza humana, sobre la que esa gentuza está dispuesta a pasar sin miramientos.

Retengo del hilo argumental de José algunas ideas en las que, como saben quienes me han escuchado en mis últimas conferencias sobre la Prensa y la guerra, también he venido insistiendo: las técnicas globalizadas de la manipulación son universales; los intereses de los diferentes consorcios no están ni mucho menos homologados. Hay un solo capitalismo, en tanto que sistema, pero hay varios frentes capitalistas (e imperialistas) con intereses diferentes y, por lo tanto, eventualmente contradictorios. Cualquier dibujo simplista de la realidad contribuye a desdibujarla. 

 

 (6 de marzo de 2003)

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¿Qué hemos hecho mal? (y II)

Estoy en Barcelona. Hoy habré de sentarme en el estrado del histórico salón de actos del Ayuntamiento, presentando a José Saramago y siendo presentado a mi vez por el alcalde.

He comentado a los organizadores que lo mismo digo algo a favor de Pasqual Maragall, al que están despellejando por haber declarado que le parecen verosímiles las denuncias de torturas formuladas por los detenidos de Euskaldunon Egunkaria. Les ha parecido muy puesto en razón.

He añadido que lo mismo comento también algo sobre los okupas que protestaban contra la guerra y que han sido desalojados a hostias por la Guardia Urbana barcelonesa del edificio en el que se habían suspendido (porque la cosa iba de cuerdas). Esto ha tenido una acogida francamente menos favorable, tal vez porque la Policía de la Ciudad Condal no responde propiamente a órdenes del PP, ni siquiera de CiU.

Cuanto lío. Me cuesta volver a la reflexión de anteayer sobre lo mal que nos lo hemos montado los vascos –excepciones aparte– a la hora de ganarnos defensores fuera de nuestras fronteras.

Tenía previsto comentar una conversación con un amigo de la izquierda abertzale, que hace algo así como 15 años, cuando le hablé de las reivindicaciones nacionales del País Valenciano (del conflicto que tomó pie en la vieja batalla de Almansa –que a tots alcança–, del papel de los blaveros, de la estúpida disputa lingüística que estaban promoviendo, etcétera), me respondió sin cortarse un pelo: «Oye, pero, eso del País Valenciano... ¿va en serio?».

Seré del todo sincero: conozco poquísimos abertzales de pro que hayan manifestado alguna vez un interés real por algo de lo que sucede en el informe magma denominado España. Todavía en Catalunya... Pero, ¿en Castilla, en Andalucía, en Extremadura, en Murcia o en Canarias? ¿Interesarse por la perversión castellanoide del gallego –por esa cosa que farfulla Fraga, más que nada por no perder la costumbre de torturar–, o por las peculiaridades de la fabla aragonesa, o por el catalán de Mequinenza, o por el asturiano? Estamos tan ocupados denunciando la opresión que sufre el milenario pueblo vasco que no tenemos tiempo para denunciar las opresiones –no menos milenarias, por supuesto– que padecen todos y cada uno de los pueblos que nos rodean.

Para mí que muchos se han dado cuenta de nuestro sistemático ombliguismo. De que, salvo excepciones dignas de gran estima –el chapapote gallego, por ejemplo– sólo nos interesamos por lo nuestro. Y que, probablemente sin ni siquiera pensarlo, nos están pasando factura.

Dicho sea como pintura de trazo gordo. Todo es matizable, por supuesto. Y hay más elementos dignos de consideración. Por ejemplo: también hay en España mucha gente que cree que la mayoría de los vascos somos muy poco sensibles ante lo mal que lo pasan en nuestra tierra algunas minorías (por ejemplo, los que ejercen militantemente de no nacionalistas). Pero eso es, en cierto modo, una variante del ombliguismo: consideran que sólo nuestro propio y específico sufrimiento nos obsesiona.

¿Y de verdad que no padecemos ese mal?

 

 (5 de marzo de 2003)

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No hay agua para todo

Hace ya bastantes años que paso buena parte de mi tiempo en una casa situada en las afueras de un pueblecito mediterráneo que aún no ha sido engullido –ya veremos lo que dura– por el turismo de masas.

Rondan por mis cercanías gentes que todavía se dedican a la agricultura, e incluso al pastoreo. Tampoco me pilla lejos la costa, abarrotada de urbanizaciones, aparthoteles y discotecas.

Se entenderá que, con ese entorno, me ha tocado reflexionar más de una vez sobre los problemas del agua. Y que, cuando oigo gritar «¡Agua para todos!», sé de qué se habla.

El agua es un bien escaso. Esté donde esté. Incluso en Aragón. O en Cataluña. No se dejen engañar ustedes por los demaogos que dicen que los miles de litros que el Ebro está vertiendo al mar «inútilmente» durante estas semanas de crecidas bastarían para cubrir las necesidades que tenemos en todo un año los que vivimos en el Mediterráneo seco.

Es un doble disparate. Primero, porque el agua que el Ebro arrastra hasta Tortosa no se desperdicia en absoluto: el Mar Nuestro la necesita para alimentarse, para no morirse. Y, en segundo lugar, porque no habría modo de almacenar y dosificar todo ese caudal irrefrenable.

Afrontamos una cadena de problemas que se derivan, en muy buena parte, de la elección de alternativas económicas inadaptadas al medio, corrompidas por una ambición cortísima de miras. Si no tenemos el agua que hace falta para abastecer las exigencias de millones y millones de veraneantes, ¿a qué viene seguir atrayéndolos como moscas? Y si nos dejamos buena parte del agua que tenemos cubriendo las exigencias de una infraestructura turística elefantiásica, ¿cómo podemos aspirar a desarrollar una agricultura que reclama más y más riego?

Cientos de miles de personas se manifestaron el pasado domingo en Valencia al grito de «¡Agua para todos!».

La consigna me parece de perlas. Agua para todos, muy bien. Pero no agua para todo.

Ya vale de seguir empecinándose en un modelo básicamente cuantitativo de expansión turística –cuantos más millones de visitantes, mejor– que está dejando la costa hecha unos zorros, que cuesta cada vez más y que aporta cada vez menos. Ya vale de fomentar cultivos que requieren un agua de la que carecemos. Ya vale de construir campos de golf que chupan lo que no está escrito (Albufera incluida). Ya vale de permitir la plantación de césped en donde el césped es literalmente un crimen ecológico. Ya vale de malmantener conducciones que dejan escapar buena parte del agua que transportan.

Empecemos por administrar adecuadamente los recursos que tenemos. Adaptemos nuestras expectativas al medio en el que vivimos. Y si después de eso seguimos a falta, tiempo habrá de pedirle al vecino lo que a él tampoco le sobra.

 

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Todo se andará.–  Ayer inicié una reflexión [«¿Qué hemos hecho mal? (I)»] que había previsto continuar hoy. Pero luego me di cuenta de que tenía que escribir también mi primera columna de la semana para El Mundo –que ahora, momentáneamente, sale los martes, en lugar de los miércoles– y que, además, debía terminar de preparar la intervención que he de hacer el próximo miércoles en el Ayuntamiento de Barcelona para presentar a José Saramago, al que el consistorio de la capital catalana quiere rendir homenaje. Demasiado, y de demasiada responsabilidad –lo de la presentación de Saramago me tiene bastante impresionado– para un solo lunes. Así que decidí incluir hoy en este Diario el texto que sale también hoy como columna en El Mundo, y dejar para otro momento la continuación del «¿Qué hemos hecho mal?». Espero afrontarla mañana, pero cualquier sabe, porque ahora salgo para Barcelona y allí me espera un programa de festejos fino, que incluye también la moderación de una mesa redonda sobre Periodistes i militants en la Universidad, con participación de Josep M. Ureta, Josep M. Huertas, Ignasi Riera y Humbert Roma. Bueno: se hará lo que se pueda.

 

(4 de marzo de 2003)

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¿Qué hemos hecho mal? (I)

Está claro. O yo, por lo menos, no tengo la menor intención de discutirlo: el pueblo vasco arrastra una larga historia de malos tratos, el Estado español es un engendro amorfo que lleva varios siglos tratando de construir una nación a capones... Etcétera, etcétera.

Si tuviera que discutir con alguien que negara esas premisas, volvería a detallarlas hasta el infinito, deteniéndome todo lo que hiciera falta en cada punto. (Me he detenido tantas veces que, total, una más, tanto me daría).

Pero esta vez –así sea como excepción– no voy a hablar ni de la maldad intrínseca del enemigo, ni de lo mucho que nos odia a los vascos desafectos, ni de cómo a los sucesivos gobiernos de Madrid se les ve el plumero de la una, grande y libre en cuanto consiguen una mayoría parlamentaria confortable, ni de cómo los unos y los otros se han empeñado –y han logrado– sembrar por toda España la desconfianza y la antipatía hacia todas las señas de su identidad vascas que no son reductibles a los patrones del uniformismo ramplón.

No; por esta vez voy a abstenerme de insistir en todo eso y me voy a centrar en nuestro bando. En el bando en el que sitúo a un montón de buena gente que aspira sencillamente a vivir en una Euskadi en paz, sin bombas, sin imposiciones, sin torturas. En una Euskadi libre de decidir qué quiere (por mayoría, como se toman las decisiones colectivas en las sociedades civilizadas, pero sin imposiciones apabullantes para ninguna minoría). Libre para albergar consensos y disensos libres, gustos libres, sentimientos libres.

Muchos me dicen que en esa onda estamos un montón: el 60%, el 70% de la población vasca, o más. No lo sé. Puede ser.

En todo caso, no creo que eso nos dispense de la necesidad de hacer una reflexión sincera y sin concesiones ñoñas sobre nosotros mismos; sobre nuestras ventajas y sobre nuestros inconvenientes.

Estos últimos días he leído varios artículos que afrontan más o menos el problema que estoy tratando de plantear, y que cabría formular así: el fuerte antivasquismo que se percibe en capas muy mayoritarias de las sociedades que habitan del Ebro para abajo –y para la izquierda–, ese sentimiento de viva antipatía y desconfianza reconocibles que hace que sean muy pocos los que se ponen de nuestro lado cuando reivindicamos nuestros derechos nacionales o protestamos por tal o cual atropello –caso muy reciente del cierre de Euskaldunon Egunkaria–, ¿es una actitud que viene provocada exclusivamente por la burda propaganda de los partidos centralistas españoles o los vascos hemos contribuido también de algún modo a su generación y desarrollo?

¿Qué hemos hecho mal?

Hoy me limito a formular la pregunta. A poner el asunto sobre la mesa. Porque a lo mejor no hay problema y me lo he inventado yo.

 

(3 de marzo de 2003)

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