Diario de un resentido social

Semana del 27 de enero al 2 de febrero de 2003

 

Pacifistas y arribistas

Me quedé anoche a ver la adjudicación de los premios Goya. No porque me interesaran demasiado los galardones, sino porque sabía, a través de Guillermo Toledo, que iban a montar un número bastante completo en contra de los planes guerreros de Aznar.

No tengo nada que objetar a los premios, aunque tanto daría que lo tuviera. De las películas más mencionadas sólo había visto tres: Hable con ella, En la ciudad sin límites y Los lunes al sol. Las dos primeras me parecieron perfectamente prescindibles, pero eso no quiere decir nada, porque mis gustos cinematográficos son muy especiales y no necesariamente para bien. Ni siquiera yo mismo me atrevería a defenderlos: oscilan entre las películas que me involucran mucho –como Los lunes al sol, precisamente– y las que no tienen que ver conmigo nada en absoluto, como las de vaqueros, espadachines, guerreros galácticos y gángsters. Y las de submarinos, por supuesto.

Me fastidió que no le dieran el premio al mejor guión también a Los lunes al sol y el premio a la mejor fotografía a Hable con ella, aunque reconozco que mi frustración puede deberse a razones de amiguismo: tengo una marcada simpatía personal por Ignacio del Moral y  por Javier Aguirresarobe.

Pero vamos a la parte política de la gala.

La disfruté. La disfrute muchísimo, pero no necesariamente porque me gustara lo que decía éste o la otra, sino porque todo aquello estaba siendo transmitido por La Primera de TVE –es decir, por el protocanal del Gobierno: con las armas del enemigo, como quien dice– y porque lo estaban viendo muchos millones de personas. Fue un puntazo. A los ojos de millones de personas, la imagen que quedó fija es la del cine de casa, en todas sus ramas y vertientes, volcado casi al 100% en contra de la guerra de Bush y del Gobierno español que la respalda. Se convirtió en un acto pacifista de primera magnitud.

Doy por supuesto que el Gobierno de Aznar estará que trina. Sobre todo porque lo hecho hecho está, y ya no tiene remedio, por mucho que tome venganza y quiera hacérsela pagar –o se la haga pagar– a éste o aquél.

¿Era oro pacifista de ley todo lo que allí relucía? Por supuesto que no. Incluso yo, que no conozco demasiado el mundillo del cine español, vi por allí la jeta de más de uno y más de dos –y más de diez, y más de veinte– que hicieron lo mejorcito de su carrera a la sombra del felipismo y que no dijeron esta boca es mía cuando la anterior guerra del Golfo. Pero incluso eso me satisfizo: un movimiento sólo demuestra que es verdaderamente de masas cuando los oportunistas y los arribistas deciden que les conviene aparecer vinculados a él.

Ver a esa gentecilla aplaudiendo y coreando el No a la guerra demuestra que, en efecto, ése es el criterio abrumador en estos pagos.

 

(2 de febrero de 2003)

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¿DGT? De je je

«No viaje usted por las carreteras del norte de no ser por inexcusable necesidad», recomendaba ayer por la mañana la Dirección General de Tráfico. ¿Qué clase de recomendación es ésa, que acaba por remitir a la idea personal que tiene cada cual de lo que es una necesidad inexcusable y de lo que no? Yo estaba en Madrid y me había comprometido a participar en una mesa redonda en Santander a las 8 de la tarde. Para mí, hacer ese viaje era una necesidad, puesto que sabía que los organizadores del acto habían metido mucho esfuerzo y muchas horas en él. No pudiendo viajar de ningún otro modo –la vía férrea estaba cortada y se anunciaba el cierre de cada vez más aeropuertos del Cantábrico–, ¿qué podía hacer? Pues ponerme en la carretera.

Antes de salir, me conecté con la web de la DGT para informarme de la situación. Nada más ver cómo funcionaba me barrunté lo peor. ¡Valiente porquería de web! ¡Qué información más confusa y más difícil de interpretar! Con sólo darle dos vueltas al asunto ya se me ocurrieron cuatro o cinco ideas para convertir en útil ese servicio. Por ejemplo: señalar las incidencias en un mapa, en vez de ponerlas en una lista interminable. Por ejemplo: poner un buscador que diga «Desea usted viajar desde...», «Hasta...», «Va a encontrar problemas en... y en..., puntos kilométricos tal y cual..., consistentes en... y en...», «Puede intentar las siguientes rutas alternativas: ...». ¿Por qué no tienen nada de eso? ¿Porque no se les ha ocurrido? ¡Una higa! Porque no les da la gana trabajar.

Me puse en marcha. Fui escuchando atentamente la radio.

Resumiré: no me topé con ni una sola de las incidencias que la DGT anunció mientras estuve al volante. ¡Ni una! A cambio, estuve metido durante tres horas en dos atascos tan impresionantes como aparentemente injustificados de los que no decían ni palabra. Hizo mis delicias, en particular, un insistente aviso de corte total de la circulación a la altura de un pueblo (Santa María de Nomeacuerdoqué, provincia de Burgos)... ¡que no aparecía en el mapa de Campsa, realizado en coordinación con la DGT! Jamás dijeron nada que orientara sobre dónde podía encontrarse el pueblo en cuestión. Sólo decían que el corte era «dirección Burgos» pero, como no indicaban si viniendo de Bilbao-Vitoria o de Madrid, pues tanto daba.

De todos modos, no llegué a toparme con ninguna carretera cortada. ¡Ni siquiera con ningún tramo que hiciera necesario el uso de cadenas!

De acuerdo con que nevó. Bastante. Pero tampoco tanto, en comparación con las nevadas que soportan en el norte de Europa sin que las carreteras se conviertan en un caos. Además, en ningún momento me pareció que el problema residiera en la falta de medios, sino en su utilización: jamás he visto un despliegue más descabellado de máquinas quitanieves. Me llegué a topar con dos operando en la misma dirección a escasos cientos de metros la una de la otra; con otra que limpiaba con ahínco el arcén mientras uno de los carriles principales estaba impracticable... Luego me enteré de que las tales máquinas quitanieves no son a menudo más que camiones a los que les instalan una pala y un mecanismo de expulsión de sal, y que van conducidos por personas que ni siquiera han recibido un mal cursillo sobre los problemas que deben afrontar. De hecho, uno de los follones más gordos que vi se montó a raíz del vuelco de una máquina quitanieves. Naturalmente, se trata de contratas que cambian cada poco de adjudicatario (y de conductores), con lo que ni la una ni los otros tienen tiempo de acumular experiencia.

Tres o cuatro helicópteros sobrevolando la autovía, pasando la información a tierra en tiempo real, que dicen ahora; un sistema de planificación inmediata del despliegue de los medios disponibles; un servicio de Prensa que vaya tomando nota de los problemas realmente existentes en el momento de informar al público (no dos horas antes)... Tampoco me parece que fuera pedir demasiado.

El problema es que la DGT está pensada, sobre todo, como una máquina de multar y recaudar. Lo del servicio público no acaba de ser una prioridad, me temo.

 

(1 de febrero de 2003)

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Antidemócratas sin complejos

¡Si fuera cosa de apreciación, o de matiz, o si el dilema bailara en el canto de un duro! Pero qué va: los sondeos indican que la ciudadanía española rechaza por abrumadora mayoría los planes de guerra contra Irak. No sólo se opone a la posibilidad de un ataque unilateral y al margen de las Naciones Unidas, como el que se declaran prestas a desencadenar las fuerzas del eje Washington-Londres-Madrid; también constituyen muy amplia mayoría los que afirman que rechazarían esa guerra incluso aunque contara con el visto bueno del Consejo de Seguridad.

A Aznar le da igual. Él va a atenerse «sin complejos» –dice– a sus propias querencias internacionales.

Me da que el presidente del Gobierno no se da cuenta de que en este asunto interviene una cosa que se llama democracia.

La democracia, formalmente hablando, se concreta en unas elecciones que se celebran cada tantos años. Cierto. Pero la democracia, en tanto que principio rector de la organización social, no se suspende entre unas elecciones y las siguientes. El representante tiene la obligación moral y política de respetar la voluntad de los representados, siempre que la perciba de manera clara, rotunda y unívoca, como es el caso.

Las papeletas de voto no son patentes de corso que autoricen a sus receptores a hacer con ellas cualquier cosa, incluyendo las supletorias del papel higiénico. Nadie está autorizado a tomarse las urnas como un engañabobos, en plan «Santa Rita, Rita, Rita; tú me votaste, ahora te chinchas».

De acuerdo en que el electo no puede estar sometiendo cada asunto a votación, a ver qué le dicen sus electores. Pero aquí no estamos hablando de un asunto cualquiera. Se trata de decidir si respaldamos una operación bélica que puede provocar –¡literalmente!– decenas de miles de víctimas inocentes en sólo su primer día de ejecución. Que en una semana habrá matado más que ETA, el IRA, el GIA, Al Qaeda, el Mau-Mau y el Sursuncorda durante todas sus distintas e inhomologables existencias. No lo digo yo: son las estimaciones que hacen los propios expertos militares de allende el Atlántico. Sólo en las primeras 24 horas de la próxima contienda, los Estados Unidos de América proyectan lanzar sobre Irak más misiles que todos los que dispararon durante la anterior Guerra del Golfo. Incluso se plantean la posibilidad de utilizar bombas nucleares tácticas. ¿Quién cuenta aquí con armas de destrucción masiva? Dios mío, qué barbaridad.

¿Tiene derecho Aznar a obligarnos a respaldar esa carnicería –así sea sólo como contribuyentes, financiadores de su aparato de guerra– en función de su falta de complejos?

Allá cada cual con su conciencia. En todo caso, que conmigo no cuente. Yo estoy lleno de complejos.

Estoy seguro de que, si ayudara a matar en masa, me entraría un enorme complejo de cómplice.

 

(31 de enero de 2003)

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Monopolios y oligopolios

Tienen razón los críticos del pasotismo del Gobierno del PP, que no sólo no ha evitado, sino que ha acabado por facilitar la fusión entre Canal Satélite y Vía Digital. Es verdad que el tinglado nacido de la integración de las dos plataformas, al contar con la exclusiva de los derechos de difusión del cine y el fútbol –exceptuada la parcela, cada vez menor, que se reserva la televisión pública–, logrará una posición de monopolio de hecho. Obviamente, nadie va a asumir la fortísima inversión que se requiere para crear una plataforma digital, si luego va a encontrarse con que no puede vender ni fútbol ni cine. También es cierto que, al ser el único en poseer esas mercancías, no habrá nada que le fuerce ni a mejorar la calidad de su producción ni a ajustar los precios de su oferta.

Todo eso es verdad.

Se trata, sin embargo, de argumentos que están condenados al fracaso. No conmueven ni mucho ni poco a la opinión pública. ¿Por qué? Pues porque nadie puede defender seriamente que la existencia de dos plataformas haya aportado hasta ahora ningún beneficio a los usuarios. Salvando una primera etapa en la que Vía Digital presionó para forzar una bajada de los precios del fútbol, pronto ambas se pusieron de acuerdo para cobrar exactamente lo mismo. Y, como cuentan prácticamente con los mismos suministradores cinematográficos, también su oferta de filmes es casi idéntica. Los precios de abono se parecen cual gotas de agua. Puedo hablar con conocimiento de causa porque, por razones personales y profesionales, estoy abonado a las dos plataformas desde sus comienzos. Las diferencias son mínimas. Creo que podría hacer la lista completa: Canal Satélite tiene un mejor sistema de subtitulado, el mecanismo de compra de partidos y películas de Vía Digital es infinitamente más eficaz, los paquetes de suscripción de Canal Satélite son algo más atractivos –o algo menos decepcionantes, si se prefiere–, Vía Digital tiene algunos canales de documentales –particularmente uno sobre cuestiones históricas– francamente buenos... En fin, asuntos que bien cabe considerar de matiz, tratándose de un asunto de tanta relevancia.

La cuestión de fondo es el camelismo que reina en España a la hora de la materialización de los discursos supuestamente liberales. Todo consiste, al final, en que en vez de haber una empresa más o menos pública que hace lo que le da la gana, hay dos o tres empresas privadas que hacen también lo que les da la gana porque se ponen de acuerdo para ello. Con la desventaja adicional de que, como sus directivos no tienen que dar cuenta ante el público, sino sólo ante sus Consejos de Administración, el descaro con el que son capaces de actuar clama al cielo.

Primero degradan el servicio público al máximo, de modo que la privatización pueda despertar expectativas en los usuarios, y luego permiten que todo siga igual de degradado, pero en beneficio de unos cuantos particulares.

 

(30 de enero de 2003)

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Ainhoa, Otegi y «los vasquitos»

Sé que no me vais a creer –me consta cómo están las cosas–, pero os prometo que hasta ayer mismo no sabía quién era Ainhoa. Y, en rigor, sigo sin saberlo, excepción hecha de la noticia que cuenta que la moza en cuestión ha ganado no sé qué fase del concurso llamado Operación Triunfo.

Sé que esto tampoco me lo vais a creer –me consta cómo está el patio–, pero os aseguro que no he visto jamás Operación Triunfo. El otro día entré en el salón de mi casa, vi que el personal estaba mirando la tele y pregunté: «¿Qué veis?». Hubo risitas sardónicas: «¡Operación Triunfo!». «Ah», musité, y di media vuelta. Cachondeo general: «¡Se va para no tener que admitir que hubo una vez que vio Operación Triunfo!».

Bueno, tal vez sea verdad. A lo peor es un prurito. Al revés que Vicente, que va donde va la gente, yo jamás voy adonde todo el mundo va, o se pega por ir. No acudí  a la Expo de Sevilla; pasé olímpicamente de los Juegos Olímpicos; me dejó frío la antológica de Velázquez –y cuidado que la pintura de Velázquez me gusta–; sigo sin haber pasado frente a la vitrina del Guernica; no he visto ni un solo estreno de ésos que atraen colas interminables; soy capaz de perder todo interés por un concierto así que me dicen que el todo Madrid se está pegando por verlo...

Ignoro si lo mío será pura misantropía o mero esnobismo, pero el caso es que soy así y, como decía Johnson, otrora famoso travesti del Paral.lel barcelonés: «Pues soy así... ¿qué voy a haser?».

En todo caso, puedo jurar y juro por mis vivos que de todo el asunto de O.T., ni idea. Sé algo de sus entretelas, de la mafia que hay por detrás, de cómo sus titiriteros controlan el mercado de las galas –me muevo entre gente más dada a despellejar que el propio Hannibal Lecter–, pero, de la cosa en sí, que diría Kant, ni un pijo.

Leo ahora que la tal Ainhoa es de Galdakao, municipio del territorio histórico y señorío de Bizkaia, y que festejó su triunfo musiquero clamando entre sollozos: «¡Por España... y por todo el mundo!». Como diría un fotógrafo: ya ven ustedes qué profundidad de campo.

Y leo a continuación que Arnaldo Otegi, portavoz de Sozialista Abertzaleak, ha considerado que la victoria de la mozuela en cuestión en el concurso supradicho sólo puede ser fruto de una maniobra artera del PP, que quiere llevar al Festival de Eurovisión a una vasca para que «los vasquitos» no tengan más remedio que apoyarla, lo que será tanto como «apoyar a España».

¡Hosti, tú! ¡Cuanta deducción junta, y todas de carrerilla, sin perder el aliento!

¿Por qué carajo yo, «vasquito», tendría que apoyar a esa chavala en el Festival de Eurovisión? ¿Porque es de Galdakao? ¡Pues vaya una razón! Por las mismas, debería respaldar la candidatura de Mayor Oreja a la sucesión de Aznar, porque, a fin de cuentas, es de Gipuzkoa; no como Rato, Rajoy, Arenas y los otros, que vete a saber de dónde son.

¿Que hay gente que apoya la presencia de la chica de O.T. en el caduco Festival ése, cumbre de la horterez, el tul y la lentejuela, y que lo hace en virtud de la profunda, enternecedora e intelectualísima lógica descrita por Otegi? Pues a mí qué me cuentan: en el pecado tendrá la penitencia.

Hazme caso, Otegi: si la juventud vasca llegara a volcarse con el Festival de Eurovisión, te aseguro que lo de menos sería que lo hiciera en defensa de la candidatura de España, de Chipre o del mismísimo Duranguesado. Sería, de todas todas, para echarse a llorar.

Pero, bueno, ya que tanto te preocupan las representaciones simbólicas, ¿qué haces que no exiges a los futbolistas vascos que se nieguen a participar en la Selección Española? ¿Por qué no reclamas a la Real que deje de combatir por lograr el triunfo en la Liga Española? ¿O es que los asuntos del fútbol son demasiado importantes como para politizarlos?

 

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Agradecimiento.–  Conté anteayer que había destruido por error un apunte que incluí en este Diario el pasado domingo y pregunté si alguien lo había guardado y podía enviármelo. Ya lo he recibido y ya está incorporado al archivo correspondiente. ¡Gracias!

 

(29 de enero de 2003)

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Demasiados Bush

Sostiene George W. Bush (y Colin Powell, y Tony Blair, y José María Aznar... o sea, y por resumir: sostiene Bush) que es Sadam Husein quien tiene el destino en sus manos. Él debe decidir si habrá o no habrá guerra.

Si hace lo que tiene que hacer –lo que se le exige que haga–, no la  habrá.

Y si no lo hace, la habrá.

Concluye en consecuencia Bush –y Powell, y Blair, y Aznar... es decir, y por abreviar: concluye Bush– que el único responsable de lo que finalmente suceda será Sadam.

Si hay guerra, la culpa será de Sadam.

Y si la aviación de los EUA bombardea a la población civil de Irak, y si hay decenas, cientos o miles de muertos –o decenas, o cientos, o miles de miles de muertos–, la culpa será de Sadam.

Y si los heridos no pueden ser atendidos porque los hospitales también han sido bombardeados e incluso destruidos, la culpa será de Sadam.

Y si el bloqueo impide que en Irak haya medicinas y alimentos, y si la población pasa las de Caín, la culpa será de Sadam.

Por decirlo más claramente: para Bush, sus exigencias constituyen un dato fijo de la realidad. No tiene sentido discutir sobre ellas. Como no se discute si el sol sale por las mañanas y se pone cuando cae la noche. No pregunten ustedes por qué el régimen de Sadam Husein tiene que cumplir condiciones que valen para él y sólo para él. Condiciones que hasta el régimen gamberro norcoreano puede pasarse por la entrepierna. Es así porque es así. No vale la pena hablar de ello: lo dice Bush, y amén, punto redondo.

Hablen de lo que admite variación: de la renuncia de Sadam, o de su exilio, o de su suicidio.

Quizá haya quienes se sientan sorprendidos por la aceptación general que parece tener tan singular lógica. A mí, en tanto que vasco, no me coge para nada de nuevas.

Llevo cuatro décadas oyendo razonar de ese modo. Contemplando cómo dos bandos armados se toman por parte sustancial e inmutable de la realidad y dan por sobreentendido que todo cuanto de malo sucede es culpa del otro. Aunque acaben de realizarlo ellos mismos. Porque, si lo han hecho –sea lo que sea–, es porque el otro no les ha dejado otra salida. Porque el otro no ha alterado la única parte de la realidad que podía cambiarse. Que era la suya, por supuesto.

Desengañaos: hay muchos más Bush de lo que nos pensamos. En todas partes.

 

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Mentiras por la Red

El otro día circuló profusamente por Internet una noticia que contaba cómo un motorista había recorrido un montón de kilómetros cuando ya estaba muerto. La supuesta noticia, totalmente inverosímil, aparecía como publicada por La Vanguardia. Llevaba el anagrama del periódico, sus anuncios correspondientes, sus enlaces, etcétera. Pero era rigurosamente falsa. Bastaba con acudir a la edición digital de La Vanguardia para comprobar que el diario catalán no había publicado nada parecido a eso. ¿Qué había pasado? Que un gracioso había tomado el código fuente de una noticia de La Vanguardia y le había cambiado el título y el texto, conservando el resto, fabricando una especie de facsímil. A continuación puso en circulación su invento sirviéndose de uno de los infinitos canales improvisados que se dedican a rebotar noticias y bromas por la Red. Del resto se encargó la credulidad de la gente.

En este caso se trató de una seudonoticia sin mayor trascendencia. A veces estas supuestas humoradas, sin embargo, tienen más consecuencias. Por ejemplo: da vueltas y más vueltas por la Red, a lo ancho y lo largo del mundo, una lista de frases estúpidas atribuidas a George W. Bush que es muy graciosa, pero que plantea un problema de cierta importancia: sólo una parte mínima de las citas incluidas en la lista son atribuibles al actual presidente de los EUA. Las hay que ya circularon hace años como cosas de Ronald Reagan y de otras autoridades de aquel país. Otras, en fin, ni se sabe de quién son: probablemente las ha fabricado ad hoc alguno de los propios recopiladores. Lo peor de la lista de las narices es que ha habido más de un crédulo que se la ha tomado en serio y se ha dedicado a divulgarla en publicaciones y actos públicos presuntamente serios.

Viene a ser algo así como una versión politizada de los falsos avisos de virus, que tantos quebraderos de cabeza han producido a más de un cándido que los ha atendido y se ha dedicado a borrar ficheros perfectamente sanos y necesarios para el buen funcionamiento de su ordenador.

Internet tiene una ventaja: la enorme libertad con que funciona. Pero esa ventaja supone, a la vez, un enorme peligro: cualquiera puede servirse de la Red para difundir cualquier cosa. Yo me tengo impuesta desde hace tiempo una norma: no me creo nada de lo que me llega a través de redes de particulares. Si algo me parece de particular interés, hago las comprobaciones correspondientes. Que, por cierto, casi siempre dan resultado negativo.

No me pregunten por qué hay gente que se dedica a inventarse noticias falsas y a divulgarlas a los cuatro vientos. Supongo que será que tiene mucho tiempo libre. O tal vez le divierta constatar que, por mucho que pase el tiempo y se acumule experiencia, la Humanidad no para de incrementar la cifra de crédulos.

 

(28 de enero de 2003)

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Ana Palacio

Hoy se reúnen los ministros de Exteriores de la Unión Europa para tratar de establecer una política común con respecto a la guerra contra Irak que preconizan los EUA. Ana Palacio acudirá al encuentro, pero nadie tiene ni la menor duda de qué posiciones defenderá: ya escucharon ayer a Colin Powell en Davos.  Es motivo de chanza en todas las cancillerías europeas la papeleta que está jugando el Ministerio español de Exteriores, que no se permite ni la menor intervención pública sin antes consultar con el Departamento de Estado estadounidense.

Se da por hecho que Ana Palacio obra así en aplicación de las instrucciones que le ha impartido José María Aznar, pero hay modos y modos de hacer las cosas. Ella muestra su servilismo hacia Washington tan a las claras, tan burdamente, que no sólo produce vergüenza ajena, sino incluso propia: varios altos cargos de su Ministerio han dejado traslucir el profundo malestar que les produce la desangelada torpeza de su jefa circunstancial.

Se quejan también de que, en cuanto se ve obligada a salirse del guión prefijado, Palacio no sabe qué hacer. Se sume en el desconcierto y acaba resolviendo con la brusquedad y la intemperancia típicas de las personas inseguras, dejándose llevar a menudo por los consejos del último favorito. Porque también sus favoritismos son, según cuentan, muy transparentes, lo mismo que sus tirrias, lo que está convirtiendo el Palacio de Santa Cruz en escenario de toda suerte de intrigas y navajeos.

Reconozco que, cuando Aznar la nombró, me sentí inclinado a concederle un cierto margen de tolerancia. Se la veía tan cuitada, tan desasistida, tan perdida... Di en suponerle una intensa vida interior. Me gustó que, a diferencia de su hermana, se hiciera llamar Palacio, a secas, sin ese «de» de pretensiones aristocraticistas. Perdí en la comparación: por lo menos, su hermana se estudia los expedientes, tiene criterios propios y sabe organizar el trabajo en equipo.

No dudo de que Ana Palacio tendrá sus virtudes. Dejémoslo en que, por más que pasa el tiempo, yo no logro encontrárselas.

 

(27 de enero de 2003)

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