Diario de un resentido social

Semana del 20 al 26 de enero de 2003

 

NS/NC

La Administración de los Estados Unidos de América ha creado una llamada Oficina Global de Comunicación (OGC) encargada de no sólo de filtrar la información relativa a Irak sino también de fabricar las noticias que mejor sirvan a su causa.

La primera noticia que se ha inventado la OGC la difundió ayer su director, un tipo llamado Tucker Eskew: dijo que su Oficina no va a inventarse ninguna noticia. Sabemos que mintió porque hace semanas, cuando el Gobierno de Washington anunció que iba a crear un servicio de este género, admitió que una de sus funciones habría de ser la fabricación y difusión de «mentiras necesarias». Lo cual no tiene nada de particular porque, como se sabe –y está más que documentado, para estas alturas–, la CIA lleva muchas décadas defendiendo la difusión masiva de «mentiras necesarias» disfrazadas de noticias. Y haciéndolo.

Desde que el mundo es mundo, todos los Estados metidos en pendencias han hecho correr noticias falsas: algunas para despistar al enemigo, otras para minar su moral, otras para elevar la moral de los propios. Eso no tiene nada de nuevo. Lo peculiar del momento actual estriba, de un lado, en el inmenso poderío que tiene la maquinaria utilizable para la manipulación de las noticias y, de otro, en la práctica imposibilidad de contrastar esas supuestas noticias con la realidad.

¿Cómo saber qué parte de la ingente cantidad de supuestos datos que recibe a diario un ciudadano ávido de información –yo mismo, sin ir más lejos– responde más o menos a la verdad y qué parte es pura y simplemente mentira? No hay modo. En tiempos, los corresponsales de guerra se instalaban sobre el terreno de operaciones y contaban mal que bien lo que sucedía. Ahora, para empezar, no hay un terreno de operaciones propiamente dicho (como no tomemos por tal las oficinas en las que se decide qué hacer). En segundo lugar, las autoridades secan todas las fuentes de información potencialmente independiente, acotando la labor de la Prensa. En fin, son los Estados Mayores –sus servicios de propaganda– los que deciden de qué, cómo y cuándo deberá ser informada la población civil.

Esto no funciona así sólo cuando ya se han iniciado las hostilidades, sino desde bastante antes. Ahora mismo, por ejemplo. Hoy circula la noticia de que Washington estudia la posibilidad de utilizar armas nucleares tácticas en su ataque contra Irak. ¿Es verdad? ¿Cómo se ha filtrado esa supuesta noticia: en contra de la voluntad del Pentágono o deliberadamente? Cuentan también que los EUA planean lanzar sobre Irak en el primer día de ataque tantos misiles como todos los que dispararon durante los 40 días del anterior conflicto.

¿Verdadero, falso? ¿Cómo saberlo?

Es esas condiciones, sin posibilidad de discernir qué datos responden a hechos, planes y criterios reales y qué otros no son sino producto del aparato de agitación y propaganda del Pentágono, se vuelve materialmente imposible hacer análisis sobre la eventual guerra y sus circunstancias.

Me opongo a la guerra en todo caso, porque mi oposición no nace de ningún dato aleatorio. Ahora bien, en todo lo demás, me apunto a la última respuesta de los sondeos: NS/NC. No sé, no contesto. Me declaro incapaz de decir si sí, si no, si cuándo, si cómo, si con invasión por tierra, si con derrocamiento de Sadam Husein. Han conseguido que ya no me crea nada. Y con los datos proporcionados por la nada resulta un tanto complicado hacer predicciones.

 

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«El sabio de Hortaleza»

Hay prestigios que me cuesta entender. El del entrenador del Atlético de Madrid, Luis Aragonés, es del mismo género que el de Manuel Fraga: tal parece que sea muy meritorio mostrarse antipático, dar grandes voces, vivir en estado de cabreo permanente y prodigar los malos modos a los periodistas, a los que responde siempre con aire de estar pensando: «No, si ya me imaginaba yo que me ibas a preguntar una chorrada así...».

Supongo que el caballero sabe de fútbol. Es lo menos que cabe pedirle, después de llevar en ese negocio desde casi antes de que se fundara el Atlético de Aviación.

Pero tampoco parece que sea tan sabio.

Todavía no ha enseñado a sus jugadores, por ejemplo, que no es buena idea comentar en voz alta cómo van a tirar los penaltis, porque puede ser que algún contrario lo oiga, se lo diga a su portero y éste detenga el tiro, que es lo que les pasó a Torres (el de los consejos), Correa (el ejecutador frustrado) y Javi de Pedro (el oyente atento) en el partido del sábado.

A juzgar por lo visto en ese partido, hay bastantes más cosas que no les ha enseñado. Entre ellas, otra bastante elemental: que los partidos duran 90 minutos, si es que no más. Con lo cual, si tus jugadores echan el bofe en el primer tiempo, luego llegan fundidos a la segunda parte.

De todos modos, no tendría el menor deseo de fustigar a este caballero, que me la trae muchísimo al pairo, si no fuera por lo que le vi hacer –o no hacer– en el partido que su equipo jugó contra el Real Madrid la semana pasada. Cuando los de Del Bosque lograron dar la vuelta al partido y ponerse 2-1, el tal Aragonés decidió repantingarse en el asiento y dedicarse a dormitar, con cara de infinito desprecio, como si la cosa no fuera con él. Resultaba directamente repulsiva la imagen del tipo, todo indolencia, pasando olímpicamente mientras sus jugadores se partían el alma en el campo tratando de remontar el resultado. Sólo cuando Burgos se rompió las narices parando un penalti y el equipo se fue aún más arriba, con rabia y con orgullo más que meritorios, se decidió a salir de su letargo, ponerse de pie y dar media docena de instrucciones (eso sí, en tono cabreadísimo). Cuando ya no hacía falta, porque los jugadores se las estaban arreglando sin él perfectamente, haciendo como que no veían el humillante desprecio con el que estaba tratándolos.

Y encima el tipo cobra una millonada por eso.

De verdad que hay gente que me excede muchísimo.

 

(26 de enero de 2003)

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Ya nada es fácil

Jueves 23 de enero. Conduzco desde Aigües hacia Barcelona, donde me toca participar por la noche en una mesa redonda sobre Palestina. Me avisan de que a las 3 de la tarde me van a telefonear de Catalunya Ràdio/Cultura para hacerme una entrevista.

Decido salirme de la autopista a la altura de Sitges, para comer algo y esperar la llamada.

El tiempo es magnífico. En el paseo marítimo apenas hay nada abierto. Encuentro una terraza de restaurante. Da el sol de lleno, pero no molesta. Se oye el rumor de las olas que acarician la playa vacía.

Pido una ensalada, un bogavante a la plancha –el precio es sospechoso, de puro tentador– y media de blanco. Sorpresa: todo está bueno.

Aparece un guitarrista ambulante. Tuerzo el gesto. Sin razón. Toca unas piezas quedas, hace un simpático popurrí de Albéniz y Granados... Cuando pasa la gorra, le digo si tendría la gentileza de evocarme los Recuerdos de la Alhambra, del maestro Tárrega. «No es sencilla», me sonríe. «Ya lo sé. Y menos de pie», le apoyo. La amaga: es una catarata de luz y sonido; una de las piezas para guitarra más bellas que jamás se hayan compuesto.

Lo hace bastante bien. Es un momento delicioso.

Entretanto, un par de mesas más allá se ha sentado un chaval de aspecto doblemente inconfundible: magrebí y pobre. Pide una ensalada (de la que da buena cuenta), una paella (de la que sólo deja la sartén, y perdón por el juego de palabras) y se bebe sus buenos tres cuartos de vino de marca. Añade postre y café. Todo visto y no visto.

Al rato le pasan la cuenta. Monta en cólera.

–¡Esto es carísimo!

El camarero, que no quiere levantar la voz, le musita:

–Los precios están en la carta...

–¡Sí! –vuelve el otro a la carga–. Pero la ensalada estaba mal cortada. ¡Trozos muy grandes! ¡Y yo no he pedido una paella para mi solo, sino un plato de paella!

El camarero insiste en su línea musitante:

–Si el caballero se hubiera quejado en el momento... Pero se lo ha comido todo sin objetar nada...

–¡Da igual! –corta el otro– ¡De todos modos, no puedo pagarlo! ¡Esto es todo lo que tengo!

Y planta dos monedas de dos euros sobre la mesa.

El camarero –siempre con el mismo tono de confesionario– no se aparta de su aire persuasivo. Pese a que no está a más de dos metros, apenas le oigo cosas sueltas: «...avisar a la policía...», «...al menos 10 euros más...», «...tiene usted que entender...».

Al final se harta y pasa directamente al tuteo:

–Anda, pues déjame en paz y lárgate.

El otro –objetivo logrado– sonríe, se levanta y se va tan ricamente.

El camarero mira desolado al infinito.

–Sabía yo que íbamos a tener problemas –me dice.

–Hu, hu –le respondo.

–Pero tampoco puedes rechazar a nadie por la pinta...

–¡Uh, uh! –le contesto.

–Lo mismo podía ser un trabajador de la obra de aquí atrás, que acababa de cobrar y quería darse un relajo...

–¡Ajá! –remato.

–Pues me ha jodido –suspira–. A ver cómo le cuento yo al encargado que le he dejado ir sin pagar.

–Sí. Ésa es otra –le digo, por decir algo.

Pero ya me están llamando de la radio.

Así que me voy con el móvil a la orilla, para hablar de Palestina. Y dejo al camarero con su sonrisa amarga y melancólica.

Pobrecillo.

Ya nada es fácil.

 

(25 de enero de 2003)

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¿Otro mundo es posible?

Los que se reúnen en Davos no sólo son poderosos; también aburridos: ya están otra vez con el rollo de que, para que haya reparto, primero tiene que producirse riqueza. Como si la riqueza realmente existente en el mundo de hoy fuera insuficiente o no alcanzara el monto necesario para que fuera posible su reparto. Es una triste –ya que no pobre– falacia: nuestro mundo produce ya lo suficiente como para que, de repartirse adecuadamente, el conjunto de la Humanidad pudiera subsistir con dignidad sobrada.

No es cuestión de posibilidades teóricas y abstractas, sino de intereses concretísimos. Los que tienen acumulada más riqueza no están dispuestos a soltar nada. Al contrario: el único problema que se plantean es cómo lograr más.

Por eso también es erróneo el enunciado genérico de los encuentros de Porto Alegre, tan caro a una buena parte del movimiento antiglobalización: «Otro mundo es posible».

¿Otro mundo es posible? ¿Seguro?

No me cabe duda alguna de que otro mundo –otra organización económica y social del mundo– sería posible. Es ciertamente posible imaginar otro mundo a partir de la realidad actual. Como hipótesis.

No sólo creo que sería posible. También, desde luego, que es deseable.

Lo que no tiene sentido es afirmar que otro mundo es posible. Porque eso obliga a abordar los problemas económicos de la Humanidad al margen de todo su acompañamiento social, cultural, político... y militar. Y, en esas condiciones, los problemas económicos se vuelven abstractos, e incluso absurdos: se diría que la miseria es un asunto de mera falta de racionalidad económica.

Otro mundo será posible –si tal ventura llegara a suceder– cuando las fuerzas partidarias de un cambio así consigan neutralizar la impresionante maquinaria social, mediática, política y militar construida y puesta en marcha sin otro fin que el de impedir que otro mundo sea posible. Para que este mundo sea obligatorio.

No tiene sentido plantearse aisladamente la parte de disparate que corresponde a la economía dentro del gran disparate que es el actual orden internacional. Hay que relacionarlo con los demás disparates: el político, el militar, el de los aparatos culturales... Todos los disparates se unen en un solo disparate.

 

(24 de enero de 2003)

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La vieja Europa

Donald Rumsfeld, secretario de Estado norteamericano, restó ayer importancia a los pronunciamientos autonomistas de Alemania y Francia con respecto a la perspectiva de guerra en Irak. Dijo que esos dos países «representan a la vieja Europa», pero que otros muchos estados europeos son favorables a las posiciones de Washington.

Rumsfeld debe de creer que se habla de «la vieja Europa» para distinguirla de otra, que sería la nueva. El secretario de Estado no parece muy puesto en materia de figuras literarias. No sabe que se habla de «la vieja Europa» del mismo modo que de «la blanca luna» o del «ardiente sol». Toda Europa es la vieja Europa.

Y, efectivamente, Schröder y Chirac están representando a la vieja Europa bastante mejor que otros dirigentes igualmente europeos, como Blair, Berlusconi... y Aznar. Basta con constatar la poderosa corriente de simpatía que han suscitado a escala continental las declaraciones franco-alemanas en contra del belicismo de Bush para darse cuenta de que la opinión pública europea está decididamente de ese lado. Pero también cabría llegar a la misma conclusión por la vía contraria: viendo con qué falta de entusiasmo defienden su servilismo quienes han optado por el amén a Bush. El caso de Aznar es espectacular: ¡ni siquiera se atreve a subir a la tribuna del Congreso de los Diputados a defender su alineamiento! Sabe que tres cuartas partes del electorado español rechaza su belicismo y no quiere asociar su imagen a esa posición impopular.

Entonces envía a Ana Palacio. Qué pena de personaje. Por no tener, no tiene ni las tablas necesarias para salirse por peteneras. Cuando ayer le hicieron ver la flagrante divergencia en que se encuentra el Gobierno español con respecto a los países punteros de la Unión Europea, Alemania y Francia, no se le ocurrió mejor cosa que decir que la UE carece de una política exterior y de Defensa común. En vez de alegar que Bruselas se rige por normas bien definidas, entre las que no figura la sumisión al eje franco-alemán... ¡se ampara en lo que todo el mundo en Europa considera una grave carencia, como es la ausencia de una política exterior continental mínimamente coordinada!

Aznar definió ya hace un mes cuál es la política española al respecto: ninguna. Se fue hasta Washington para decirlo: ni hay ni puede haber divergencia alguna del Gobierno de Madrid con respecto al de George Bush, por la sencilla razón de que el Gobierno de Madrid suscribe no ya lo que hace el de Bush, sino lo que haga, sea lo que sea.

Con una actitud así, está claro que Aznar no puede representar a «la vieja Europa». Ni a nadie.

Renuncia a representar. Se limita a obedecer.

 

(23 de enero de 2003)

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Jiménez de Parga vuelve a las fuentes...

Le critican su campechana locuacidad. Es muy libre de pensar lo que quiera –le apuntan– pero, ostentando la Presidencia del Tribunal Constitucional, debería abstenerse de decirlo, para no contaminar su imagen de imparcialidad.

Aparentemente, la crítica es razonable. En realidad, es perversa. Le están diciendo: «Esconda su feroz uniformismo nacional; reserve su visceral parcialidad para las sentencias».

Un reputado constitucionalista me contó que Jiménez de Parga bromea diciendo que hace años que no estudia, porque ya no tiene edad para eso. Yo no creo que sea una broma. Más me parece una confesión. Sus reflexiones sobre «las nacionalidades históricas» y «las regiones segundonas» son de polémica de barra de taberna. Pretende que calificar de «nacionalidades históricas» a Cataluña, Euskadi y Galicia implica  considerar que Andalucía, Castilla, Extremadura o Aragón no tienen Historia, o la tienen a medias, o de menor interés, y da a entender que lo único que distingue a esas nacionalidades es que obtuvieron un Estatuto de Autonomía de la II República, tal vez porque llegaron antes a la cola. Ni siquiera se toma el trabajo de mencionar las singularidades lingüístico-culturales como factor diferencial.

Pero lo peor no es la frívola desenvoltura con la que va por la vida pisando huevos, sino la malquerencia de fondo que revela. «En el año 1000, los andaluces teníamos (sic), y Granada tenía, varias decenas de surtidores de agua de colores distintos y olores diversos, cuando en algunas zonas de esas llamadas “comunidades históricas” ni siquiera sabían lo que era asearse los fines de semana», dice. ¡Ele! ¡Eso son ganas de fomentar la fraternidad entre los pueblos, y lo demás, chorradas!

¿Qué cabe esperar de un magistrado que examina los problemas con ese espíritu? Lo que está haciendo.

No le pidan que disimule. Es preferible que juegue con las cartas boca arriba. Ya sé que lo suyo no es sinceridad, sino verborragia, pero tanto me da: el caso es que se retrata.

 

...y Aznar se ahoga en ellas

El presidente del Gobierno también se pasea lanza en ristre por los mismos campos. El domingo dijo que él aboga por un modelo de Estado en el que no tengan espacio «los guetos culturales e identitarios», en tan sorprendente como insultante alusión a Cataluña y Euskadi. No se dio cuenta de la torpeza que implica el uso del término «gueto». Porque los guetos nunca se forman por decisión aislacionista de quienes los habitan, sino por la voluntad segregadora de quienes deberían procurar la convivencia, pero no quieren.

Ayer mejoró el discurso, aludiendo a «los mitos étnicos» y –agarrémonos, que hay curva– a «las tribus». Ésas son cosas propias de los nacionalistas periféricos. Para él se reservó «la razón democrática».

Pregunta: cuando Fraga apeló en la Convención del PP al apóstol Santiago y a la virgen del Pilar, ¿lo hizo tal vez en nombre de «la razón democrática»? ¿No habría por ahí tal vez un poquitín de «mito étnico»?

 

(22 de enero de 2003)

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El que algo quiere...

La vecindad de las elecciones se nota enseguida, sobre todo del lado de los que mandan: se ponen mucho más simpáticos, asumen compromisos estupendos sin parar, atienden muchas más peticiones y, además, lo hacen con enorme diligencia.

No sólo se distinguen por su talante súbitamente constructivo, sino también por el cuidado que ponen en no asumir ninguna iniciativa impopular.

A la vista de lo cual, deberíamos estar encantados cada vez que se aproxima una cita electoral importante. Y felicitarnos porque las campañas electorales se inicien cada vez con más antelación, como sucede ahora,  que estamos en enero, las elecciones municipales no llegarán hasta mayo y el ambiente político luce ya sus mejores galas.

Claro que no hay cara sin cruz, y menos tratándose de gobernantes. El inconveniente de las campañas electorales es que nos los topamos hasta en la sopa. A todas horas, en todas partes. Estrechando manos, besando niños, soltando topicazos hueros, haciendo presuntas gracias... e inaugurando. Inaugurando sin parar. Inaugurando varias veces lo mismo, si hace falta.

El presidente del Gobierno se plantó el lunes en Colmenar Viejo para dar su bendición a las nuevas dependencias judiciales del pueblo (cuatro despachos, como quien dice). Ruiz Gallardón amenaza con dedicar un discurso a cada bombilla que se estrene en el tramo sur del Metro de Madrid, que entrará en funcionamiento –¡qué coincidencia!– justo antes de las elecciones.

Entre inauguraciones inverosímiles, primeras piedras absurdas y presentaciones oficiales de proyectos de futuro ya mil veces presentados, no nos los quitamos de encima ni con agua caliente.

No es una particularidad de los gobernantes del PP. Todos son así. Recuérdese el día en que el ministro Borrell inauguró una alcantarilla. Y la insistencia con que presentaba su plan de infraestructuras con meta en el 2020, pese a las muchas veces que le advertimos de la posibilidad de que no llegara al 2020 siendo ministro.

Su objetivo está claro: que los saquen en la radio y en la televisión. Porque esas apariciones no computan como propaganda electoral, sino como reflejo de «la actividad normal de las instituciones». Son ganancia neta.

  Pierde con ello la oposición, pero más todavía perdemos los sufridos ciudadanos, obligados a aguantar erre que erre los mismos latiguillos, las mismas generalidades, las mismas sonrisas alimidonadas y las mismas promesas durante cuatro o cinco meses, como poco.

Resignémonos: el que hago quiere... Acaba de darse a conocer un sondeo según el cual tres de cada cuatro votantes está en contra de la nueva Guerra del Golfo. Lo mismo las elecciones de mayo atemperan las ganas de Aznar de serle grato a Bush y eso que le ahorramos al pueblo del Irak.

 

(21 de enero de 2003)

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Más que mil palabras

Hay escenas y situaciones de la vida que mueven a pensar más que decenas de tesis filosóficas juntas.

Pondré un ejemplo.

Pasé por delante del televisor ayer, domingo, algo después del mediodía. Canal Plus estaba retransmitiendo el partido de fútbol Murcia-Tenerife. Me paré un momento a mirarlo. Vi que el público situado detrás de la portería que defendía el guardameta del Tenerife estaba bombardeando su posición con decenas de rollos de papel higiénico. Hacía un viento bastante vivo y las tiras de papel atravesaban las mallas y montaban un guirigay importante en el espacio que trataba de proteger el pobre hombre.

Aprovechando una pausa, el bombardeado se quejó al árbitro y procedió a retirar las tiras de papel convertidas en enormes serpentinas.

Entonces, el público –el mismo que había lanzado sin parar los rollos de papel– rugió indignado: «¡¡¡Cabrón!!! ¡¡¡Hijo de puta!!!».

Pero ¿qué querían? ¿Que se aviniera a jugar así? ¿Que aplaudiera embelesado su deportivísimo proceder?

Por un momento, pensé que podría valer la pena razonar por qué esa escena me revolvía las tripas. Por qué me obligaba a reflexionar sobre cómo puede ser el pueblo unido... cuando se las trae. Pero enseguida me di cuenta de que no había nada que explicar: hay realidades que se explican solas.

Basta con atreverse a reflexionar sobre lo que evidencian.

 

(20 de enero de 2003)

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