Diario de un resentido social

Semana del 13 al 19 de enero de 2003

 

¡Horror, otra vez él!

No sé qué dirigente del PSOE se mofó hace poco del tedioso recurso del PP, que cada vez que es acusado de algo trata de defenderse recordando tal o cual abuso o pifia cometido en su día por el Gobierno de Felipe González. «¡Bueno, pues que pidan la dimisión de Felipe González!», ironizó.

Con toda la razón. Los errores cometidos por el PSOE de entonces, por graves que fueran –que fueron–, en ningún caso podrían disculpar los del PP de ahora. Y menos tratándose de asuntos tan separados en el tiempo: uno no puede pretender vivir hasta el infinito de las rentas devengadas por las maldades y estupideces mostradas por su rival en el año de la Tarara.

Pero no menos cierto es que todo estaría bastante más claro si el PSOE hubiera ajustado debidamente cuentas con su pasado, en lugar de reivindicarlo cada dos por tres con entusiasmo tan impostado como absurdo. Porque, en la medida en que asume ahora lo que hizo entonces, autoriza a que se lo sigan reprochando. Por muy aburrido que resulte.

Y luego está él. Con su ego –¡qué cruz!– a cuestas. Él, siempre metiendo baza para justificarse, para enaltecerse, para tratar de impedir su irremediable paso a la Historia como lo que fue mientras pintó algo en ella.

Leí ayer el último largo artículo que se ha cascado, esta vez sobre la nueva Guerra del Golfo (Felipe González, «Habrá guerra», El País, Tribuna libre, 18.01.2003). *

¿He dicho sobre la guerra? Sólo aparentemente. De lo que el artículo trata, en realidad, es del monotema de González, a saber: González. Todo el empeño argumental del artículo está puesto al servicio de la idea de que hace 12 años era totalmente necesario lanzarse a la guerra contra Sadam Husein (de lo que se desprende, aunque no lo diga, que él hizo muy bien en situarse incondicionalmente del lado de Bush padre), en tanto que ahora las condiciones son mucho más complejas (de lo que se deduce, aunque tampoco lo diga, que Aznar se equivoca al situarse incondicionalmente del lado de Bush hijo).

Maldito el interés que puede tener el PSOE en abrir ahora un debate sobre lo bien o mal que encaró la primera Guerra del Golfo. Pero él es incapaz de no meter baza, cuando ve en peligro su imagen de estadista histórico. Así que ahí lo tenemos.

Quizá los socialistas deberían dejarse de ironizar con ello y reclamar, ya que no la dimisión de Felipe González, su permanente y discreto silencio.

––––––––––––––––––

(*) Cada cual tiene sus manías. Siguiendo las mías, lo primero que me pregunté es de dónde se había sacado González ése «Mambrush se va a la guerra» que cita en su artículo. Porque en castellano la canción siempre ha sido «Mambrú se va a la guerra», adaptándola del francés «Marlbrough s’en va-t-en guerre», que se corresponde con el alemán «Marlbrough zieht aus zum Kriege» y con otras diversas canciones de diversos países que nos hablan de Malbrouk, Marlbrough, Marlborough o Marlbro (todas ellas, según se dice, herederas de una vieja canción árabe cuya tonadilla se les acabó pegando a los guerreros cristianos durante las Cruzadas). De lo que no hay rastro por ningún lado es del tal Mambrush.

P.D. Algunos lectores me apuntan la posibilidad de que González tratara de hacer un juego de palabras, mezclando Mambrú y Bush. Nada es imposible. De hecho, consideré esa hipótesis, pero la deseché pensando que, de ser así, lo habría dado a entender de algún modo: poniendo la palabra en cursiva, por ejemplo, o escribiendo directamente Mambush. En todo caso, el juego de palabras sería una pavada, porque la historia del impetuoso cruzado Marlborough –nombre del que, por cierto, deriva el de los cigarrillos Marlboro– no tiene ningún punto de contacto con la de Bush, que se dedica a enviar a otros a que se arriesguen, mientras él se queda muy protegidito en casa.

 

(19 de enero de 2003)

Para volver a la página principal, pincha aquí

 


El verdadero peligro

«Irak tiene que demostrar que no cuenta con armas de destrucción masiva», afirman una y otra vez Bush y sus aliados.

Se ha dicho ya –y con razón– que esa exigencia plantea un imposible metafísico: no se demuestra lo inexistente. Es quien formula la acusación el que debe aportar las pruebas de lo que sostiene. De aceptar lo contrario, volveríamos al Derecho medieval y a las prácticas de la Inquisición (que es lo que estamos haciendo).

«Irak tiene que desarmarse», insisten, como si se tratara de una verdad evidente por sí misma.

¿Por qué? ¿Por qué ha de hacerlo Irak... y sólo Irak? Cítenme un solo reproche que quepa dirigir al Estado iraquí que no pueda formularse, mutatis mutandis, contra bastantes otros estados. O también contra el iraquí, pero en los tiempos en que era aliado de Occidente.

¿Qué tiene de tan intolerable que Irak –y sólo Irak, insisto– esté armado? ¿Ha demostrado últimamente una peligrosidad especial, una tendencia particularmente recurrente al uso irresponsable de las armas? Más bien todo lo contrario.

A cambio, los Estados Unidos poseen el mayor arsenal de armas de destrucción masiva del mundo, y nadie les dice nada. Cuentan también con toda suerte de armas químicas y bacteriológicas, con las que experimentan sin parar, y nadie ha reclamado que se les haga una inspección internacional en toda regla, para ver si respetan la legislación al respecto. Ni siquiera se ha establecido una comisión independiente que investigue qué narices hubo detrás de la historia del ántrax postal posterior al 11-S, primero tan pregonado y luego tan silenciado.

A diferencia de Irak –que ha fanfarroneado mucho con su potencial militar ultramoderno, pero que a la hora de la verdad no ha sido capaz ni de vencer a Irán–, los Estados Unidos sí han demostrado que son capaces de utilizar sus armas de destrucción masiva. También se han servido de su armamento químico y bacteriológico. En ocasiones, sus modos de probar ese género de armas, sirviéndose para ello de poblaciones civiles, han levantado verdaderos escándalos en la comunidad científica internacional y en las organizaciones defensoras de los Derechos Humanos. Por lo demás, la Administración norteamericana admite que el Derecho internacional se la trae al pairo y que hará en cada momento lo que le parezca más oportuno, sin someterse a más dictado que el suyo propio.

Sinceramente, ¿quién cree usted que tiene más posibilidades de cambiar su vida en los próximos años en un sentido no deseado, o incluso inconveniente: George W. Bush o Sadam Husein? Pues eso.

 

(Publicado como columna en El Mundo hoy, 18 de enero de 2003)

Para volver a la página principal, pincha aquí

 


José Olivares Larrondo, Tellagorri

–¿Tú has leído cosas de Tellagorri? –me preguntó hace unas semanas un conocido político vasco, cuya identidad es indiferente a estos efectos.

–No, que recuerde –le respondí.

–¡Pues deberías conocerlo! Fue un tipo muy singular: periodista y columnista, comprometido pero sin ningún espíritu de partido, con opiniones propias sobre todo lo habido y por haber, con mucho sentido del humor, muy dado a la paradoja, a buscarle el revés a todo... ¡Tiene que gustarte!

–¿Y qué escribió?

–Cientos, miles de columnas y artículos... Empezó en Euskadi, se exilió cuando las tropas de Franco entraron en Bilbao, recorrió medio mundo, siempre escribiendo, y terminó en Buenos Aires, donde murió en 1960. Te mandaré algo suyo, a ver qué te parece.

Curioso político, mi interlocutor: a los pocos días ya había cumplido su promesa. Recibí en casa dos libros de Tellagorri: Uno, Las horas joviales, selección de artículos que el propio autor realizó para su publicación en Buenos Aires como libro en 1950; el otro, un breve estudio de Elías Amézaga sobre la vida y la obra del escritor de Algorta, seguido de una breve antología de artículos suyos.

Recibí los libros cuando me encontraba aún más enfermo y malhumorado que ahora –que ya es decir–, pese a lo cual me animé a leerlos. ¡En buena hora! Los artículos de Tellagorri me produjeron una simpatía inmediata: su distanciamiento de los tópicos, su socarronería, su buen humor, su antimilitarismo, su amor por la gente sencilla y su aprecio por los pequeños placeres de la vida, su rechazo de todo lo estirado y petulante... Tuve que suspender la lectura de varios de sus artículos para secar las lágrimas... ¡de risa! Y la de varios más, para quitarme algún que otro nudo de la garganta.

De tener que buscarle familia literaria, para mí que habría que emparentar a Tellagorri con la estirpe de los Baroja: bastante más bonachón y menos reaccionario que Pío, pero mejor y más agudo escritor que el bueno de Ricardo. Eso sin contar con su predisposición favorable –aunque relajada– al nacionalismo vasco y a la izquierda. Y su total falta de interés por el dinero.

Me sentí feliz del descubrimiento. «¡Qué gran tipo, este Tellagorri! ¡Qué espíritu tan sano el suyo, siempre preparado para poner al mal tiempo buena cara, siempre dispuesto a reírse de sí mismo, siempre a la búsqueda de la reflexión bienhumorada! ¡Ya me gustaría a mí ser de esa pasta, ya!»

Pero, poco a poco, a medida que fui profundizando en el personaje y en su biografía, se me fue helando la sonrisa. Tellagorri, aunque disimulara, aunque se las arreglara para parecer siempre risueño, aunque declarara conformarse con el destino y sus revueltas, fue alimentando a lo largo de su existencia una amargura cada vez más honda. Cosmopolita, visitante de medio mundo, interesado en todas las gentes y todas las culturas, nunca logró superar la distancia, la lejanía de Euskadi. Fue desgastándose poco a poco. Sin admitirlo. Amargándose a escondidas. Fue muriendo lentamente, víctima del mal de las ausencias.

Tomad esta pequeña confesión, una de las pocas debilidades que se permitió:

«Yo he nacido y he vivido toda mi vida junto al mar, allí, en mi tierra vasca, y tengo muchos amigos marinos. Ahora vivo aquí, en Buenos Aires, en una casa modesta y silenciosa. No hago vida de relación, y las horas que el trabajo me deja libres, las paso en mi casa, esperando, esperando siempre. ¿A qué? A mis amigos, los marinos de mi pueblo. Y vienen, vienen siempre a verme, mis buenos amigos. Cada vez que llega a Buenos Aires un buque de Bilbao, me hacen una visita.

»Me cuentan cosas, muchas cosas, en las largas sobremesas. Me dicen que ha muerto la vieja tendera de junto a mi casa, y yo lo siento; me dicen, que, por fin, se casó aquella vecina que había llegado a los cuarenta años herméticamente soltera, y me alegro; que "Ton", el perro del alguacil, ha muerto de aburrimiento, y lo siento; que... Me cuentan muchas cosas. Unas buenas y otras malas; pero no es eso lo que a mí me interesa. Yo les pregunto por mi calle y por los tres árboles que hay frente a mi casa; les pregunto por el mar y por la playa; por el sol, por el viento y por las nubes de mi tierra; les pregunto por las lluvias y por las brumas, por las brisas suaves del verano y por los temporales furiosos y ululantes del invierno; les pregunto por los viejos caseríos de los alrededores y por sus huertas cien mil veces labradas; por los campos y por los montes cercanos, por los ríos, por los pinares y por los robledales. Les pregunto por mí, en una palabra. Porque yo estoy allí, y hasta que allí vuelva, no me encontraré.»

No sé si todas las tierras producirán el mismo efecto en sus hijos. El problema no es cuánto ames la tuya, sino cuántas posibilidades te concedan de colocar ese amor en su sitio.

Yo siento lo mismo que Tellagorri cada dos por tres. También por Euskadi. Pero yo soy libre de regresar, y regreso, y veo cómo va cambiando todo, y paseo junto al mar, y subo al monte, y me meto en las tabernas, y escucho lo que la gente dice, y cómo habla, y lo que comenta de la tele, y cómo están los escaparates, y vuelvo a hacer por vez enésima los mismos recorridos sentimentales... y retomo pie, y relativizo todo, y puedo volver a alejarme otra vez por otro tanto.

Pero a Tellagorri nunca le dejaron hacerlo. Y, cortado de sus raíces, fue languideciendo.

Sin dejar de pensar y de darle vueltas a todo lo divino y lo humano. Pero ya casi por mera costumbre, por hábito.

Sin dejar de escribir, porque la escritura era el único modo que encontró de calmar su mal. Pero sin más ánimo que ése.

Pobre Tellagorri.

 

Os dejo por aquí un par de textos suyos. Para rendirle el único homenaje que pretendió en su vida: ser leído.

 

(17 de enero de 2003)

Para volver a la página principal, pincha aquí

 


Hartitos

Por fin he conseguido leer unas declaraciones de George W. Bush que han despertado mi simpatía: ha dicho que está harto. ¡Igualico que yo!

Dice que está harto de que Sadam Husein le toree. En eso miente, por supuesto. Sabe de sobra que Sadam no tiene con qué torearlo. A lo más que podría aspirar es a hacer el Don Tancredo, y estarse quieto tampoco es lo suyo.

De lo que Bush está harto es de que todo el mundo se le ponga pijotero con esto de la guerra: los inspectores de las Naciones Unidas, Alemania, Francia, Rusia... Hasta el siempre servicial Blair le ha hecho saber que, si bien su moral de combate se mantiene incólume –como no podía ser menos en zoquete de tan alta estirpe–, el ánimo de algunos miembros de su Gobierno dista de ser el mismo, por no hablar ya de su partido.

Todos le vienen con la misma pejiguera: que habría que demostrar que Sadam tiene realmente armas de destrucción masiva y que las esconde. ¿Para eso hizo él que el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas aprobara una resolución jurídicamente abracadabrante, en la que por primera vez desde la Inquisición se reclamaba a un acusado que demostrara su inocencia, «invirtiendo la carga de la prueba», como dicen los leguleyos? ¡Y ahora le vienen con el topicazo ése de que, mientras no se pruebe lo contrario, todo el mundo es inocente (o por lo menos no culpable, según la más prudente fórmula de los jurados norteamericanos)!

In dubio, pro reo –le dijo la pasada semana Schröder.

Shit! ¡Te tengo dicho que no me hables en alemán, que no lo entiendo! –le respondió Bush, muy en su línea.

Esta guerra empieza a tener muy mala pinta. Como guerra, quiero decir. The Sunday Times ha publicado que empezará el 21 de febrero a las 00:00 horas, y el Pentágono no sólo no lo ha desmentido, sino que parece confirmarlo: «No estaremos en condiciones de actuar hasta la segunda quincena de febrero», ha dicho un portavoz de la cosa. (Claro que eso puede ser en realidad una maniobra de distracción astutísima, porque, como se sabe, febrero es el único mes del año que carece de segunda quincena.)

En todo caso, a mí no me parece muy serio que una guerra se anuncie, como si fuera un concierto. Y más con tanta antelación.

De modo que he decidido no creerme nada de lo que cuentan.

No pretendo –¡qué más quisiera!– que no vaya a haber guerra. Tal como están las cosas,  parece imposible que los EUA renuncien a hacerse con el control total sobre el petróleo del Golfo Pérsico y zonas limítrofes. Lo necesitan. La economía norteamericana –todo el american way of life– se basa en un disparatado y creciente consumo energético procedente de combustibles fósiles. Superadas de sobra las posibilidades de autoabastecimiento, ese modelo sólo puede mantenerse –mientras se mantenga– mediante importaciones masivas de petróleo foráneo. Así que Irak tiene que caer, como tendrá que caer Venezuela, y ya veremos cuantos más.

Lo que no me creo es que vayan a hacerlo como lo anuncian. Es todo demasiado evidente y –por mucho que se trate de petróleo– demasiado crudo.

Preguntaron a un diplomático británico en los años 50 cómo podría ser la III Guerra Mundial, en caso de estallar. Y respondió:

–¡Quién sabe! Se puede esperar cualquier cosa de la inmensa ingenuidad de los norteamericanos.

¡Bah! No me trago la comedieta. Muy ingenuos, pero luego te largan la bomba H.

Para mí que nos están preparando alguna sorpresa. Para colocar a los vacilantes ante los hechos consumados.

Todo es muy sospechoso. Pero, de momento, también un perfecto rollo.

 

(16 de enero de 2003)

Para volver a la página principal, pincha aquí

 


Franco de rojo

Pasado mañana van a ser juzgados en Madrid cinco militantes de Izquierda Castellana que hace dos años embadurnaron con pintura roja la estatua ecuestre de Francisco Franco instalada en el patio de entrada de los Nuevos Ministerios, en la capital del Reino.

Alegan los cinco encausados que lo que pretendieron con su acción fue llamar la atención sobre la afrentosa existencia en España, 25 años después de la instauración del régimen parlamentario, de cientos de monumentos, placas conmemorativas y nombres de calles que exaltan la memoria de los liberticidas que se levantaron en armas en 1936 contra la legalidad republicana y que pusieron en pie una sanguinaria dictadura que negó a la ciudadanía española toda suerte de derechos y libertades –incluido el derecho a la vida– durante casi cuatro décadas.

La denuncia es digna de elogio. Sobre todo considerando que, en este caso, el pétreo homenaje al dictador se halla enclavado dentro de un recinto oficial del propio Estado. La presencia de un monumento como ése en un espacio de la Administración constituye una permanente afrenta no sólo a los actuales principios constitucionales sino también, y de modo muy destacado, a las víctimas del franquismo, afrenta que resulta doblemente intolerable puesto que viene avalada por quienes teóricamente deberían impedir que se produjera.

No sé cómo enfocarán los militantes de Izquierda Castellana su defensa ante el tribunal. Tal vez sientan la tentación de apelar a la circunstancia atenuante definida en el artículo 21.3 del vigente Código Penal: «La de obrar por causas o estímulos tan poderosos que hayan producido arrebato, obcecación u otro estado pasional de entidad semejante». Qué duda cabe que la visión permanente del monumento fascista en cuestión puede fácilmente suscitar sentimientos de ese género. Pero, en mi criterio, harían mejor en invocar directamente el artículo 20.7 del mismo Código, que exime por entero de responsabilidad criminal a «el que obre en cumplimiento de un deber».

Porque eso es exactamente lo que han hecho: cumplir con el deber de recordarle al Estado que no está cumpliendo con el suyo.

No me digan que no tiene delito que las mismas autoridades que elaboran normas muy estrictas –y políticamente muy correctas, se supone– para impedir que en los estadios de fútbol se haga exhibición de simbología nazi-fascista... ¡la conserven en los patios y vestíbulos de sus propias sedes! Lo mismo que la Iglesia Católica, que mantiene adornadas con hirientes yugos y flechas las fachadas de muchas de sus iglesias.

A quienes los tribunales deberían atar corto no es a los que ponen el dedo en la llaga, sino a quienes se empeñan en mantenerla abierta, insultándonos con el constante y omnipresente recuerdo de desafueros que, por lo visto, siguen considerando dignos de homenaje.

 

Nota.– El juicio contra los militantes de Izquierda Castellana José Antonio de Torre, Diego Estébanez, Juan Carlos Gómez, Luis Ocampo y Paulino Reyero se celebrará el próximo viernes, día 17 de enero, a las 11 de la mañana, en los Juzgados de la Plaza de Castilla (planta 2ª), en Madrid. Si estás en Madrid, puedes escaparte a esa hora y quieres manifestarles tu solidaridad, estaría muy bien que acudieras.

 

(15 de enero de 2003)

Para volver a la página principal, pincha aquí


¿Regreso al fascismo?

Examino los escritos y discursos más aplaudidos dentro del actual movimiento general contra el Nuevo Orden Internacional, del que George W. Bush es paladín indiscutible e indiscutido.

Hay trabajos excelentes, que tratan de indagar en lo que de específico tiene el actual momento histórico, que reflexionan seriamente sobre sus expectativas, que muestran una firme rebeldía contra la opresión –contra todas las opresiones– pero no pierden de vista la complejidad de la realidad que afrontamos y contra la que combatimos. Que animan, a la vez, a la lucha tenaz y a la reflexión serena, que tanto se necesitan mutuamente.

Pero, junto a ellos, me topo cada vez con más frecuencia con documentos, discursos y proclamas que parecen cifrar sus expectativas de éxito en la expresión ultraaparatosa y superincendiaria de contenidos pasmosa y decepcionantemente simplistas.

Lo peor no es que sus autores tiren por esa vía, sino que, según todas las trazas, obtienen buenos resultados. Porque cuanto más se exceden por ambos extremos –por el de la verbosidad agresiva y por el del reduccionismo ideológico– más reconocimiento y admiración recogen en los ambientes radicales.

Cuando los leo o escucho, siento la desagradable sensación de encontrarme ante una especie de concurso internacional de insultos y denuestos. A ver quién es capaz de soltar la más gorda, tenga o no algo que ver con la realidad.

Algunas de sus especialidades se han convertido ya en tópicos de amplio espectro dentro del llamado movimiento antiglobalización. Así, la idea de que estamos regresando al fascismo. O la de que la coalición internacional capitaneada por Washington supone una reedición del nazismo.

Ninguna de ambas pretensiones resiste el análisis. Como fenómenos político-estatales, el fascismo y el nazismo respondieron a unas necesidades históricas que no tienen paralelo posible con la realidad actual. Supusieron la renuncia de las clases dominantes de algunos países al mantenimiento de las normas del llamado Estado de Derecho ante el fundado temor de que éstas pudieran ser utilizadas por las fuerzas revolucionarias –principalmente comunistas– para arrebatarles las riendas del Estado. Actualmente, el poder del establishment del Primer Mundo no afronta ningún peligro interno de características semejantes. (En realidad, ni siquiera en su momento histórico fue correcto identificar el nazismo y el fascismo. Porque, si bien sus métodos de dominación tuvieron muchos aspectos comunes –como los de todas las dictaduras brutales, en realidad–, el uno y el otro respondían a necesidades socio-económicas notablemente dispares. El nazismo surgió como una pieza clave de la lucha feroz entablada entre las diversas potencias imperialistas para redistribuir sus áreas de influencia y explotación a escala mundial. El fascismo latino nunca contó seriamente en esa pugna.)

¿Trato acaso de decir que no hay similitudes entre los modos y querencias de los gobernantes occidentales de nuestros días y los que encabezaron en su día los regímenes nazi-fascistas? ¡Por supuesto que no! ¡Claro que se parecen! ¿Vamos a descubrir acaso a estas alturas de la Historia que todos los reaccionarios son de la misma estirpe?

En mi criterio, la clave de la cuestión está en percibir que las clases dominantes sólo respetan las libertades en dos medidas:

1ª) En la medida en que el ejercicio de esas libertades no comprometa su posición de privilegio, y

2ª) En la medida –en la exacta medida– en que la movilización democrática de sus pueblos les obligue a hacerlo.

Quienes toman como síntomas de un regreso al fascismo y/o al nazismo el desprecio de los gobernantes del Primer Mundo actual hacia las libertades  y los derechos democráticos confunden esas dos medidas. Lo cual los coloca en muy mala posición para el análisis, porque toman por síntoma de debilidad y crisis del campo reaccionario lo que de hecho es resultado de una gravísima desmovilización de las fuerzas democráticas occidentales y de una patética desarticulación de las fuerzas revolucionarias a escala mundial.

El problema no estriba en llamar a Bush, a Blair o a Aznar «fascistas», «nazis» o lo que sea –que eso tanto me da–, sino en creerse que esos insultos son en realidad conceptos científicos hechos y derechos y que, gracias a ellos, ya sabemos cómo es nuestro enemigo, y cómo actuar contra él. Cuando lo cierto es que el estudio de la realidad internacional surgida de las cenizas del «socialismo real» está todavía en mantillas.

Me sobran muchísimo las analogías rabiosas de andar por casa. Me exceden. Tengo ya todo un almacén de improperios que demuestran que Bush, Blair, Aznar, Berlusconi y tutti cuanti son unos fascistas, unos ignorantes y unos corruptos. Ahora lo que necesito es saber cómo funciona el complejísimo tinglado que se han montado esos fascistas, ignorantes y corruptos, que nos están dando de hostias hasta en el carné de identidad. Qué digo: hasta en el chip.

¡Cómo me gustaría que fuéramos regresando a aquello tan trabajoso pero tan útil de «el análisis concreto de la realidad concreta»!

 

(14 de enero de 2003)

Para volver a la página principal, pincha aquí

 


Ley y orden

Ya no hay fin de semana o fiesta de guardar que el Gobierno no anuncie algún nuevo proyecto represivo. Entre ayer y anteayer dejó caer media docena de ellos. Según cómo le sople el viento, la emprende contra unos u otros. Ayer me pareció escuchar a Michavilla perorando contra los que se disfrazan de pacíficos inmigrantes para venir a España a delinquir. A otro le oí decir no sé qué sobre la prohibición total de fumar en los centros de trabajo. Parece que van a montar equipos de inspección para que nadie se salte la norma. Las empresas de la construcción seguirán sin imponer las medidas de seguridad necesarias, pero como los inspectores pillen a un currito con la colilla pegada al labio, la armarán de aúpa. Me pregunto que harán en las oficinas en las que trabajan tres o cuatro y todos son fumadores: ¿bajarán las persianas para que nadie les vea?

Para estas alturas nadie ignora que este furor purificador del Gobierno está en relación directa con los bofetones que ha recibido su prestigio a costa del Prestige. Escocido a más no poder, ha decidido hacer eso que los expertos llaman «tomar la iniciativa» y que consiste básicamente en sacar leyes prohibicionistas como churros. Es como si hubieran tardado ocho años en descubrir que España estaba llena de gente malísima a la que nadie perseguía y quieran recuperar el tiempo perdido en un plisplás.

Pero hay una cosa que me inquieta especialmente. Si para recuperar enteros en la valoración popular el Gobierno opta por sacar el mandoble y repartir leña a gogó, ¿qué quiere decir eso? ¿Que cuanto más ultra más popular?

¿Van por ahí las apetencias de la mayoría de la actual población española?

¿Considera la mayoría tranquilizadoras las mismas cosas que a mí me asustan?

 

Genios del micrófono

No me resisto a la tentación de aportaros un par de perlas del comentarista televisivo del partido de fútbol Atlético de Madrid-Deportivo de La Coruña, celebrado ayer.

Primera aportación: «...El balón se le ha escapado a Donato, el eterno brasileño». ¿Eterno brasileño? La caracterización sería chocante en todo caso, pero lo es doblemente en éste, habida cuenta de que hace ya bastantes años que Donato tiene la nacionalidad española.

Segunda: «...Y ahí vemos a Luis Aragonés, antaño Zapatones, ahora El sabio de Hortaleza...». Como si los sucesivos apodos que endilgan a ese señor tan antipático fueran títulos.

En fin...

 

(13 de enero de 2003)

Para leer los apuntes del pasado fin de semana, pincha aquí

Para volver a la página principal, pincha aquí