Diario de un resentido social

Semana del 30 de diciembre de 2002 al 5 de enero de 2003

 

Rajoy se sitúa

Parece que el vicepresidente primero del Gobierno ha filtrado que Aznar le ha hablado sobre la sucesión. No ha contado nada del contenido de la conversación, obviamente, pero los augures del PP se han apresurado a subrayar la importancia del hecho: una confidencia de El Gran Hermético es un gesto de la más alta significación. Quiere decir que Mariano Rajoy está muy bien situado en la pole del Gran Prix de La Moncloa.

No me extraña. Los últimos acontecimientos no han hecho más que reforzar sus posiciones iniciales. Lo colocaron a los pies de los caballos, obligándolo a ejercer casi en solitario de muñeco en el pimpampún del Prestige, y el hombre aguantó el tipo –y sigue aguantándolo– con un estoicismo y una determinación sorprendentes. Hay que tener mucho coraje y muchas tablas para soportar una representación tan larga y tan decididamente impresentable. Allí donde han ido tropezando y dándose la galleta Cascos, Aznar, Fraga, Trillo y Arenas, allí donde varios presuntos candidatos a la sucesión ni siquiera se han dejado ver, Rajoy se ha mantenido erre que erre. Y, por lo que cuentan los sondeos, parece que ha salido ganando. O, para ser más exactos: que es el único dirigente del PP que no ha naufragado con el Prestige.

El gran rival de Rajoy para la sucesión es –ha venido siendo– Jaime Mayor Oreja. Pero no le están yendo nada bien las cosas al guipuzcoano. No sólo por su singular habilidad para propiciar la aprobación de los Presupuestos del Gobierno de Ibarretxe, sino también porque, por más que pasa el tiempo, no acaba de mostrar que su personalidad posea nada de especial (dando por sobreentendido que odiar obsesivamente al nacionalismo vasco no tiene nada de especial en el PP).

La última prueba de fuego de Mayor vendrá con las elecciones municipales. Aznar ha puesto la campaña del PP en sus manos. Si los resultados de su partido son discretos o tirando a malos, podremos tachar su nombre de la lista para siempre.

Dije desde el principio que yo apostaba por Rajoy como sucesor. Siempre he dejado un cierto margen a la duda, pero no tanto por el propio Rajoy como por Aznar: estoy seguro de que hay ciertos aspectos del modo de ser del vicepresidente que no convencen gran cosa a su jefe actual. Apuesto a que le parece insuficientemente visceral, demasiado descreído, demasiado flexible.

Me contaron hace poco una anécdota de él. Se produjo –si es que es verdad– durante una conversación informal, copa en mano, entre políticos de varios partidos. Rajoy hablaba de las posibilidades de mejoría de la situación del País Vasco en términos bastante realistas (o, en todo caso, bastante más realistas de los que utiliza cuando habla como portavoz del Gobierno). Alguien bromeó con ese realismo suyo. A lo que él respondió: «Es que yo no he sufrido ningún atentado. Las personas que sufren un atentado se vuelven incapaces de mirar las cosas con la debida frialdad».

No apunta mal.

 

(5 de enero de 2003)

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Chirac y «los delincuentes del mar»

Con la solemnidad que suelen exhibir los presidentes de la República Francesa ante las grandes crisis, Jacques Chirac ha hablado de las responsabilidades implicadas en la negra carga del Prestige, ya cercana de las costas atlánticas de su país: «Francia y Europa no dejarán que hombres de negocios poco honrados y delincuentes del mar se aprovechen cínicamente de la falta de transparencia del sistema actual». Chirac ha expresado igualmente su firme deseo de que «los capitanes, los propietarios, las empresas que fletan barcos basura, las sociedades de calificación y clasificación y las aseguradoras de tales navíos sean perseguidos y sancionados penalmente de manera ejemplar».

El conjunto queda muy enérgico, desde luego. Pero tiene trampa.

No me cabe la más mínima duda de que los personajes citados por Chirac son unos perfectos desaprensivos. A cambio, no tengo ya tan claro que quepa calificarlos de delincuentes. La calidad de delincuente no es ética, sino técnico-jurídica: quien actúa dentro de la ley no puede ser acusado de delincuente, por muy asquerosos que sean sus negocios.

Eso que Chirac llama púdicamente «la falta de transparencia del sistema actual» no es otra cosa que la legislación marítima internacional, cuyas normas han ido haciéndose más y más laxas en los últimos decenios no por acuerdo de las grandes compañías, sino por convenios suscritos por los Estados, incluidos el francés y el español. Por mucho que Chirac y Aznar traten ahora de llamarse andanas, el hecho es que sus gobiernos –o los de sus antecesores– fueron debidamente alertados por los sindicatos europeos de la marina mercante, que les hicieron ver los peligros que se cernían tras las sucesivas medidas desreguladoras que estaban adoptando. Se dejaron fascinar por los discursos sobre la «minimización de los costes» y la «optimización de las inversiones» –por el capitalismo salvaje, en suma– y ahora están recogiendo los frutos.

Afirma Chirac: «Las catástrofes no son una fatalidad». ¡Claro que no! Entremos en el detalle: 1º) Los superpetroleros gigantes han sido ideados y construidos porque permiten ahorrar mucho en transporte, aunque todo el mundo sepa que su presencia en los mares implica un apabullante conjunto de peligros potenciales; 2º) Los superpetroleros monocasco siguen navegando porque, aunque ya haya quedado claro que son insuficientemente resistentes, nadie ha obligado a los armadores a desguazarlos; 3º) Estos barcos son puestos en manos de tripulaciones de dudosa capacitación porque las tripulaciones solventes son mucho más exigentes en todos los terrenos, incluyendo el de la seguridad; 4º) Estos barcos pertenecen a compañías ignotas con residencia en tal o cual paraíso fiscal porque las autoridades de esos países conceden bandera y otorgan permisos de navegación a cualquiera que pague la tarifa-soborno correspondiente, cosa que los Estados supuestamente importantes saben y toleran. A lo que habría que añadir al menos un quinto punto: todo esto es posible porque el negocio del transporte marítimo moviliza miles y miles y miles de millones, y los millones destilan un aceite que lo engrasa todo. Para que funcione en silencio, sin chirriar.

Hasta que mancha, claro.

 

(4 de enero de 2003)

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Galleguismo ocasional

¡Son la monda, los catalanes! –brama por teléfono mi buen amigo Gervasio Guzmán.

–¿Por qué?

–Tú fijatese explica–. Llamo a un organismo de la Administración española en Cataluña y me contestan... ¡en catalán!

Ah, ya. Pero ¿te habías identificado?

–¡No! ¿Y qué?

–¿Cómo querías que supieran que llamabas de fuera de Cataluña y que no hablas catalán?

–¡Per-do-na –responde, dejando resbalar las sílabas–, pero el español es idioma oficial también en Cataluña!

–Claro. Y apuesto a que pudiste seguir la conversación en castellano.

–¡Sólo faltaría!

Al igual que Gervasio, mucha gente en España lleva con irritación que haya quienes, pese a vivir dentro del ámbito de nuestro excelso y nunca bien ponderado Estado, no tengan la lengua castellana por materna, y les dé por expresarse espontáneamente en otra.

Hace unos días, un comentarista de Radio Nacional pontificó que los vascos hablamos fatal el castellano, y lo explicó: la culpa la tiene, según él, la influencia del euskara, que describió como «una lengua monosilábica» que utiliza los verbos «sólo en infinitivo, como los indios» y «no tiene preposiciones». Y se quedó tan ancho. Difícilmente podría haber concentrado en tan corto espacio una exhibición tan acabada de ignorancia... y de ganas de tocar las narices.

Algunos se toman casi como una afrenta el uso normalizado del catalán y del euskara en la vida pública. Hace algunas semanas, el delegado del Gobierno en la Comunidad Autónoma Vasca mostró visiblemente su disgusto porque Ibarretxe habló en vascuence –y luego en castellano– en un acto de solidaridad con las víctimas del terrorismo. Autoridades de Navarra han declarado públicamente que no darán ni un euro de subvención a la enseñanza del euskara «mientras exista el terrorismo». ¡Criminalizar una lengua, qué disparate! Jordi Pujol contaba cómo una alta autoridad del Estado le preguntó en cierta ocasión si en su casa, a la hora de la vida familiar... ¡también hablaba en catalán! Debía pensarse el otro que lo hacía sólo en público y para chinchar.

Por eso estoy que no salgo de mi asombro ante el elevadísimo grado de tolerancia que están mostrando nuestros medios informativos, sin excepción, hacia las avalanchas de gallego que están cayendo estos días sobre Madrid. La población marítima de Galicia habla gallego y tanto le da que se le pregunte en castellano para medios audiovisuales que se expresan en castellano de cara a un público mayoritariamente castellanohablante: ella responde en gallego, y los medios lo recogen y difunden sin protesta alguna.

¿Será que están empezando a tomar conciencia del carácter plurilingüístico de nuestra sociedad?

Búsquense cualquier otra explicación. Cuanto más tenga que ver con las próximas elecciones municipales, mejor.

 

(3 de enero de 2003)

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Lula y Chávez

Lula da Silva insiste en sus mensajes apaciguadores: los potentados de dentro y fuera de Brasil no tienen nada que temer; él quiere ser el presidente de todos. Su toma de posesión del cargo pareció ilustrar ese deseo. Había allí invitados para todos los gustos en materia de política económica, desde altos representantes del Banco Mundial hasta dirigentes radicales del movimiento de los Sin Tierra.

Lula asegura que su meta es que cada habitante del Brasil tenga a diario qué comer y dónde dormir. Hambre 0 es la consigna. Pero Lula es un experimentado sindicalista, curtido en muy duras batallas. Sabe de sobra que la consecución del objetivo que se ha propuesto implica un reparto diferente de la riqueza. Y que las oligarquías locales e internacionales odian reducir sus tasas de beneficio. Han admitido momentáneamente el resultado de las urnas –entre otras cosas porque carecían de alternativa– pero, en cuanto Lula empiece a tocarles el bolsillo, iniciarán las hostilidades.

Hay gente que se piensa que algunos nos enfrentamos a «los ricos» porque sentimos una atracción irrefrenable por el igualitarismo, nos vuelve locos el ascetismo y nos da asco la buena vida. Puedo asegurar que, por lo menos en lo que a mí concierne, ese retrato no tiene la menor relación con la realidad. Sencillamente, he constatado que la gente mejor situada tiene una tendencia aburridamente constante, más o menos desde los tiempos de Atapuerca, a meter baza para impedir que los miserables dejen de serlo. Les repugna repartir, aunque no sea ni mucho menos en condiciones de igualdad.

De modo que no me parece el colmo de la susceptibilidad esperar siempre lo peor de su parte.

Seguro que Lula se conoce muy bien el cuento y que no necesita para nada ver cómo le están pelando las barbas a su vecino Chávez para poner las suyas a remojo. Pero tampoco perderá nada constatando una vez más cómo funcionan las cosas. Viendo cómo la oligarquía venezolana es capaz de tomar el relevo de Nerón y prender fuego al país para acusar de ello al populacho y establecer nuevamente su dictadura.

Chávez se aferra a su proyecto de reformas populistas –y populares– llevadas a cabo sin salirse un ápice del marco político y jurídico liberal. Pero todo apostador sabe que, en condiciones de igualdad formal, gana el que más dinero puede arriesgar (salvo que no valga ni para cagar como jugador). La oligarquía venezolana tiene todo el dinero que le hace falta y todos los medios de comunicación que necesita. Se ha metido en una guerra de desgaste y deterioro cuyo desenlace, Washington mediante, parece inevitable, salvo que Chávez reaccione y les haga ver que, si el juego está trucado, no tendrá más remedio que romper la baraja.

No quisiera estar describiendo el futuro de Brasil, pero dudo de que pueda ser muy diferente.

 

(2 de enero de 2003)

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La globalización

A veces son los pequeños detalles los que mejor permiten atisbar las corrientes profundas por las que discurre la realidad.

Me explico.

Llevo ya bastantes años pasando la Nochevieja en Aigües. A veces en solitario, a veces en pareja.

Plantado en el quinto pino, alejado del mundanal ruido, a lo que más anima mi refugio costero es a prepararse una buena cena, dar cuenta de ella junto a la chimenea, comerse las uvas, charlar, ver un rato la televisión... y retirarse a la cama. Es exactamente eso lo que hicimos ayer, salvando el pequeño detalle de que, como tengo la boca hecha unos zorros, comí poco y viendo las estrellas.

Tras tomar las uvas, desearnos toda suerte de parabienes y brindar por el futuro, como mandan los cánones, nos pusimos a buscar, según la tradición, algún espectáculo televisivo que mereciera la pena.

Optamos por prescindir de las televisiones generalistas españolas, conscientes de su propensión irresistible a ofrecer esta noche espectáculos de chabacanería químicamente pura, resultado de un esfuerzo de superación que merecería un capítulo específico en la Historia Universal del Crimen. Nuestra experiencia de años pasados nos conduce a ojear la programación de los segundos o terceros canales de algunas cadenas europeas, y hasta canadienses, cosa que nos es posible con el concurso de las tres estupendas antenas parabólicas con las que cuenta esta casa.

Gracias a ese barrido, el año pasado pudimos disfrutar de un magnífico concierto en Nueva York a cargo de la mayoría de los artistas cubanos integrados en el proyecto Buenavista Social Club, propiciado por Ry Cooder. Otra Nochevieja hicimos un fascinante recorrido por los garitos más auténticos del fado lisboeta. Recuerdo también un memorable concierto de jazz gitano, a cargo de virtuosos herederos de los grandes del Paris Hot Club, Django Reinhardt y Stephan Grapelli incluidos.

Todo lo que encontramos anoche era malo de solemnidad. Shows protagonizados por clones de la gente de OT oriundos de los más diversos países. Películas taquilleras mil veces repuestas. Documentales manidos sobre noches secretas que ya no son secretas para nadie, porque nos las han enseñado hasta la suciedad.

«Probemos con Arte», me dije. Arte, el canal cultural franco-alemán, suele tener una programación muy digna. Ayer había decidido trasmitir un espectáculo de cabaret alemán, inspirado en la estética de los cabarets berlineses de entreguerras (aquéllos que tanto fascinaban a Bertolt Brecht y que le llevaron a escribir y componer, junto con Kurt Weil, cosas tan hermosas como La Ópera de Perra Gorda). El espectáculo era una exquisitez para espíritus terriblemente selectos, situados muy por encima del vulgo. A los diez minutos estábamos echando unos bostezos que harían la envidia del león de la Metro.

Resumiendo: que hicimos repaso a algo así como 250 canales de TV de medio mundo y nos topamos en todas partes con tres cuartos de lo mismo. Salvando esa cosa de Arte para la gente más fisna (y más decadente).

Eso tiene un nombre: uniformización forzosa. Globalización, que le dicen.

 

(1 de enero de 2003)

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Las dos caras del voluntariado

A la gente de la parroquia no hace falta que le cuente lo mal que me llevo con los voluntariados institucionalizados. Sabe que estoy a favor –muy a favor– de arrimar el hombro cuando sobreviene una desgracia súbita y se hace imperioso intervenir sin demora. Pero también sabe que me toca las narices que haya gente que se dedique a hacer gratis et amore tareas que corresponden a los servicios del Estado y por las que el Estado nos cobra nuestros buenos dineros todos los años.

No digamos ya cómo me pone el personal que, con la excusa de que alguien debe fomentar y organizar el masivo altruismo juvenil, se monta alguno de esos negocietes que llaman oenegés y que cobran a dos manos: con una, del Estado, y con la otra, de sus incautos socios.

No creo que mi actitud sea nada rara. La explicaré con un ejemplo que me parece bastante ilustrativo. Imaginemos que se declara un incendio gigantesco y que, para afrontarlo, no basta con todos los bomberos de la zona. ¿Es buena idea que los vecinos acudamos a echar una mano? ¡Por supuesto! Pero pongamos que llegamos al lugar del fuego y nos encontramos con que las autoridades apenas han mandado bomberos, porque dicen... ¡que ya hemos ido nosotros! ¿Cómo deberíamos reaccionar en un caso así? Yo propondría que montáramos un pollo de aquí te espero, diciendo a esos caraduras convertidos en autoridades que nosotros hemos acudido allí a ayudar, a servir de refuerzo, no a liberar a nadie de sus obligaciones.

Cámbiese fuego por fuel y se verá que eso es exactamente lo que ha sucedido en la costa atlántica de Galicia y en buena parte de la del Cantábrico.

El Estado empezó dando palmadas de contento y felicitando a los voluntarios por dedicarse a hacer lo que sus servidores a sueldo no hacían. Luego, cuando empezaron a caerle broncas por su inactividad, aseguró que vale, que sí, que enviaría soldados... «para cubrir las insuficiencias del voluntariado». Fue entonces cuando descubrimos fascinados las muchas posibilidades que presenta lo que cabría llamar «el Estado subsidiario». Por ejemplo: «¡Vecinos: detened vosotros mismos a los delincuentes! ¡Pero, si no os bastáis, tranquilos, que os mandamos a la Policía!». O bien: «¿Os parece que las calles están sucias? ¡Fregadlas por turnos! ¡Los poderes públicos, siempre solícitos, os cederán las fregonas y los cubos!».

Y así. No me extraña que se planteen como objetivo el déficit cero. Con semejantes recetas, podrían aspirar tranquilamente a tener superávit.

Estaba yo en éstas, alimentando sentimientos encontrados con respecto a los voluntarios –en parte enternecido por su esfuerzo, en parte cabreado por la cantidad de castañas que estaban sacando del fuego al PP– cuando, de pronto, empecé a recoger testimonios muy variados que daban cuenta de un fenómeno nuevo e interesantísimo: el muy profuso ir y venir de voluntarios y voluntarias procedentes de los más diversos rincones de la península estaba dando vida a una intensísima labor de contrapropaganda, de agitación anti-PP. A lo que parece, algo así como un 90% de los jóvenes que acuden a trabajar a las costas alquitranadas durante unos días vuelven a sus lugares de origen explicando urbi et orbi que los poderes, en todos sus escalones –local, autonómico, estatal–, la están cagando a base de bien, y que son una banda de aprovechados e inconscientes. (No insisto en esta idea, a la que ya me referí hace un par de días.)

Leo ahora que la Xunta de Fraga ha decidido no admitir más voluntarios hasta febrero.

Hay dos explicaciones a tan brusca y sorprendente resolución.

Una, la oficial, pretende que han decidido cortar el flujo de voluntarios porque no están en condiciones de asegurarles la infraestructura necesaria: cobijo, comida, etcétera. Esa versión conduce, directa e inevitablemente, a la perplejidad. ¿No tienen las Fuerzas Armadas españolas tiendas de campaña, barracones de servicios higiénicos y de comedores desmontables y todo cuanto se necesita para improvisar condiciones de vida dignas en cualquier parte? ¡Coño, pues que se pongan manos a la obra!

Segunda versión: la Fragaxunta, empezando por el mismísimo don Manuel, está hasta salva sea la parte de los voluntarios que, amén de retirar chapapote como fieras, se apuntan a todas las broncas que se montan sobre la marcha y se asoman sin parar a los medios de comunicación echando pestes (sin contar con que luego, cuando se largan, aparecen en los lugares más singulares señalando con el dedito a los camaradas del PP local y poniendo de vuelta y media a sus divinos jefes).

Me creo más esta versión. Y me alegra.

Compruebo que don José María Aznar y este servidor de ustedes funcionamos como vasos comunicantes: tanto más algo le agrada a él, tanto más  me cabrea a mí. Y viceversa. No me importa tener que matizar mis puntos de vista sobre el voluntariado.

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40 años

Según la mayoría de los expertos en realidades penitenciarias, los 15 años marcan el límite promedio de lo que una persona puede pasar en en prisión sin sufrir trastornos irreversibles de la personalidad.

Se trata, ya digo, de un plazo medio. Algunos reclusos sufren su particular quiebra psicológica antes; otros resisten más. Pero nunca, desde luego, hasta alcanzar el plazo de los 30 años. No digamos el de los 40.

Según la nueva propuesta del PP, apoyada por el PSOE, los miembros de ETA que ingresen en prisión con veintitantos años saldrán a la calle ya jubilados.

Nadie es capaz de reincorporarse a las pautas colectivas de comportamiento en libertad después de haber vivido durante 40 años separado de la vida social, encerrado en un universo de unos cuantos cientos de metros de extensión y con una población unisexual de otros tantos cientos.

Alguien que regresa a la calle tras 40 años de aislamiento está ya incapacitado para la vida en libertad. Sacarlo de la cárcel equivale a someterlo a una nueva condena.

Item más: las personas encarceladas durante tanto tiempo sufren un deterioro físico muy superior al que experimentan sus congéneres libres. A falta de horizontes con los que ejercitarse, la vista se estropea a marchas forzadas. La alimentación, poco variada y de escasa calidad, apunta directamente al aparato digestivo. La dentadura y el pelo suelen entrar también en barrena.

Lo físico repercute en lo psicológico, y al revés. Los males se potencian mutuamente.

Por decirlo brevemente: aplicar por sistema condenas de 40 años de cárcel equivale a reestablecer la pena de muerte por una vía doblemente cruel, que impone al reo una lentísima y espantosa agonía.

Es, sencillamente, un espanto.

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Aparte de lo cual, y desde el indescriptible entusiasmo que me produce encarar el paso de año con una gripe descendente, pero aún activa, y un dolor de muelas ascendente –gran cosa, esto de los turnos–, permitidme que os haga llegar mis mejores deseos de felicidad.

He dicho deseos, no esperanzas. (Estoy yo como para entonar villancicos.)

 

(31 de diciembre de 2002)

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Irak y Corea del Norte

Si no fuera por la gravedad de lo que está en juego y por las muchas vidas que corren peligro, sería para troncharse de la risa. Así que nuestro amado Occidente, capitaneado por el baluarte máximo de la libertad, va a lanzar dentro de un par de meses «el ataque más devastador de la Historia» (The Sunday Times) contra Irak, apoyándose en que el Gobierno de Sadam Husein no ha conseguido demostrar que no tenga armas de destrucción masiva, en tanto que al régimen de Corea del Norte lo va a condenar tan sólo a un chorreo y unas cuantas represalias económicas, por mucho que haya expulsado a los inspectores de las Naciones Unidas y proclamado su firme voluntad de desarrollar un arsenal nuclear lo más amplio posible.

Es demasiado descarado. Con Irak, la comunidad internacional se permite violar uno de los principios más elementales del Derecho civilizado –aquel que exige que sea el acusador quien pruebe su acusación, no el acusado su inocencia–; con Corea del Norte, en cambio, se minimiza la importancia de la confesión orgullosa del propio reo, que se ha proclamado culpable y a mucha honra.

No es que a mí, particularmente, me hicieran falta más pruebas. Tampoco a muchos otros. Sabíamos ya de sobra que no se disponen a lanzarse contra Irak porque piensen que Sadam Husein, «ese nuevo Hitler»,  represente ninguna amenaza insoportable para el Mundo Libre. Pero deberían contar con que hay importantes franjas de la opinión pública occidental que necesitan que se las ayude a creer. El planteamiento que están haciendo es demasiado brutal, demasiado cínico, demasiado burdo.

Según datos procedentes de las propias potencias occidentales, Corea del Norte posee ya  alguna bomba atómica («una o dos», según la expresión oficial). Y tiene también misiles de alcance medio, dentro de cuyo radio de acción está, por supuesto, Japón. De acuerdo con los parámetros de la actual doctrina de defensa de Occidente –que no es, desde luego, la mía–, deberían estar saltando todas las alarmas. Pero, lejos de ello, Colin Powell, secretario de Estado de Bush, sostiene que no tienen planes para realizar ningún ataque preventivo, y añade: «Los EUA tienen un amplio abanico de opciones políticas, económicas y, claro está, también militares. Pero no queremos contribuir a crear un ambiente de crisis con amenazas».

Frente a Corea del Norte, prudencia. Y consideración del «amplio abanico de posibilidades». Frente a Irak, en cambio, no hay abanico que valga.

Denle todas las vueltas que quieran a las piezas del tablero. Verán que, al final, sólo hay una explicación para el doble rasero de Washington: Corea del Norte no es más que un pedazo de tierra pobre en medio de una región pobre; Irak son muchos pozos de petróleo en medio de una zona geoestratégica de la mayor importancia. De la zona geoestratégica más importante del globo.

Esto es algo que hasta el más obtuso puede ver.

Hacen mal en ponerse en evidencia tan descaradamente. Pero no es mi problema. Por mí, mejor.

 

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Post data.

1.– Según escribía lo anterior se me ha ocurrido un chiste horrible.

–Oye –dice uno–. ¿Sabes que Bush ha pedido al Departamento de Estado que incluya a Galicia entre las áreas geoestratégicas de primera importancia?

–¿A Galicia? ¿Y eso por qué?

–¡Ha oído que tiene petróleo!

2.– Pido disculpas a mis correspondientes de toda suerte y origen. Llevo varios días griposo y más joío que un piano, con lo que tengo completamente descuidada la correspondencia. Ni siquiera he abierto el correo. Hoy, por primera vez en los últimos días, he podido hacer algo parecido a dormir. Trataré de recuperar el terreno perdido en cuanto mejore.

 

(30 de diciembre de 2002)

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