Diario de un resentido social

Semana del 3 al 9 de diciembre de 2001

 

Pseudofascistas

Tengo días. Bastantes son malos, sin más. Otros, peores. El resto, directamente pésimos.

El de hoy se incluye de lleno en esta última categoría. Ayer me anunciaron que el estado de salud de mi madre no es precisamente el  mejor. Estoy a la espera de algunas pruebas médicas que le están haciendo.

No abundaré en detalles. Lo cuento sólo para que os hagáis cargo del humor con el que he iniciado la lectura matinal de la prensa.

Y, de repente, me encuentro con la noticia: Mayor Oreja dice que Elkarri es «un movimiento pseudofascista que promueve el derecho unilateral a la autodeterminación».

Lo dice coincidiendo con la presentación del Comité de Apoyo de Madrid a la Conferencia de Paz de Elkarri, uno de cuyos promotores es este humilde servidor de ustedes.

¿Alguien sabe qué narices puede ser el pseudofascismo? Admito que el ex ministro del Interior tiene que saber de fascismo muchísimo más que yo –no en vano procede del gremio– pero, con todo y con eso, es la primera vez que oigo mencionar la existencia de semejante fenómeno. ¿Querrá decir que Elkarri pretende ser fascista pero no lo logra? Para mí que no. Me temo que su problema es que, por no saber, no sabe ni insultar.

Pero, si lo del pseudofascismo resulta exótico, no digamos nada de la continuación. Acusa a Elkarri de promover «el derecho unilateral a la autodeterminación». ¡Santo cielo, qué bobada! Un derecho, o se tiene o no se tiene. Uno puede promover el reconocimiento de este o aquel derecho, no el derecho como tal. Elkarri, como yo –y como la Carta fundacional de las Naciones Unidas–, sostiene que los pueblos tienen derecho a autodeterminarse, esto es, a decidir libremente su futuro nacional. No promueve ese derecho para nada, porque entiende que ya existe. Lo que promueve es que ese derecho sea reconocido por las autoridades españolas.

Pero el momento estelar de la frase llega cuando califica de «unilateral» el derecho de autodeterminación que supuestamente promueve Elkarrri. ¡Se creerá este bodoque que ha realizado un gran hallazgo! Todo derecho de autodeterminación es unilateral, por definición. Como el derecho al divorcio. Son derechos que, si los tienes, los tienes por tu cuenta, separadamente. Y, si no, no los tienes. Se queja de que haya quien pretenda que decidir por cuenta propia... ¡implique decidir por cuenta propia!

Este genio debe de estar en la misma onda de profunda reflexión que ha permitido a Aznar considerar que un pacto entre dos puede prorrogarlo una de las partes sin contar con la otra, como ha hecho con el Concierto Económico vasco.

Acuerdos sin acuerdo y derechos propios que no son propios. Esta gente está que se sale.

  

(9-XII-2001)

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Heroísmos

La noche ha caído sobre Aigües. Hemos cenado tranquilamente y nos hemos sentado a charlar al calor de la chimenea. Zoya Azdi, la joven delegada internacional de la Asociación de Mujeres Revolucionarias de Afganistán (RAWA), nos interroga sobre los vericuetos de la política española. Bromeamos. Le decimos que no le compensa conocerlos: son demasiados, y no demasiado interesantes. Sostenemos que lo más práctico para su organización es determinar de quiénes puede fiarse y, a partir de eso, hacerles caso. De lo contrario, se ahogará en un mar de siglas. Y en un universo de fatuidades.

Zoya irradia determinación tranquila. Le hemos insistido en que aquí ha venido a descansar. Le hemos pedido que pare de pensar en RAWA y se dedique a respirar hondo este aire de campo, con su punto de jazmín, romero y  leña de olivo... y que no haga nada más, así sea por un día. Que coja fuerzas para volver a la carga. Sonríe, dice que sí... y sigue preguntando: «¿Sería interesante que hablara con...?», «¿Valdría la pena que visitara a...?».

Me admira su determinación, tan firme como apacible. Mientras la escucho hablar, no puedo evitar la comparación: de un lado, estas mujeres que no presumen de nada pero lo hacen todo –que luchan, que organizan escuelas, que montan hospicios, que improvisan hospitales de campaña, que recorren el mundo dando cuenta de su existencia y del valor de un pueblo ignorado y sufriente–; del otro, esos talibán engreídos, maestros de prohibiciones, que apenas hace un mes proclamaban que iban a ser los sepultureros del agresor norteamericano, que juraban que estaban dispuestos a inmolarse antes que rendirse, y que al final se han rendido para salvar el pellejo, como cualquier mortal que no está demasiado seguro de las delicias del más allá.

Afganistán no es una nación. Son dos naciones, si es que no más. La de RAWA es una. La que se han disputado estas últimas semanas los talibán y las huestes de la Alianza del Norte, otra.

«Lo único que diferencia a los unos de los otros es la barba», dice Zoya. Estoy seguro de que tiene razón. Le sobran datos para saberlo.

  

(8-XII-2001)

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Otra vez los 400 golpes

El padre de Antoine Doinel estaba convencido de que el chaval no tenía remedio, de que era un caso perdido. La madre de Antoine no, pero estaba demasiado ocupada atendiendo a su amante como para ocuparse realmente de él. Así que Antoine pasó de una casa opresiva y una escuela opresiva a un centro de detención de menores todavía más opresivo. Hasta que huyó. 

Truffaut filmó Les quatre cents coups en 1959. Podría rodar una nueva versión en 2001 y en España. Sólo que le quedaría mucho más triste. Y más indignante. Y mucho más, infinitamente más orwelliana.

Es un círculo vicioso. Primero se crean las condiciones que favorecen que haya gente rematadamente pobre. O tirada. Luego se decide que esa gente constituye un grupo de riesgo, que no está en condiciones de mantener a sus hijos y de proporcionarles una educación adecuada. En consecuencia, se les arrebata su tutela. Y si ya están creciditos y dan muestras de hostilidad hacia la vida –¿cómo no darlas, cuando la vida no ha parado de maltratarte?– se les recluye en Centros de Protección.

Se trata de procedimientos de una frialdad inaudita. Y administrativa: son los organismos de la Administración los que deciden, sin tutela judicial efectiva, sin que rija para nada el principio de contradicción. He tenido la oportunidad de conocer un buen puñado de casos. La abuela que cuida al nieto con constatado fervor, pero un médico, tras un examen sumario del niño, sospecha –¡sospecha!– que puede estar sufriendo malos tratos: adiós tutela. El padre senegalés y la madre gitana que se quedan sin trabajo durante un par de meses: adiós tutela, aunque al cabo de ese tiempo ya estén trabajando de nuevo. La madre alcohólica que sigue una cura de desintoxicación y la supera: llegaste tarde, María de Magdala. Adiós tutela.

Estoy hablando de casos documentados. La Coordinadora de Barrios de Madrid presentó el pasado miércoles en el Congreso de los Diputados un informe exhaustivo al respecto. El enésimo informe, esta vez sobre los Centros de sedicente Protección. Lo he leído. He leído folios y más folios sobre los criterios burocráticos con los que se decide el internamiento de chavales en esos Centros. Chavales con carencias afectivas como catedrales a los que se encierra en minicárceles aún más desprovistas de afecto, que funcionan con reglamentos que son mera copia de los de las cárceles y que, en algunos casos, están regentadas por fascistas confesos. Chavales que, cuando consiguen huir, como Antoine Doinel, y entrar en ambientes realmente acogedores, tienen un comportamiento perfectamente normal. O mejor que normal, porque es crítico.

¿Nadie va a hacer nada para que cese tanta monstruosidad?

  

(7-XII-2001)

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Regresión

Dice Aznar que nunca permitirá que el Ejecutivo de Vitoria «sustituya» al de Madrid ante los organismos de la UE. 

Es interesante que diga esto. Lo es, particularmente, porque el Gobierno de Ibarretxe jamás ha reclamado tal cosa. Lo que Ibarretxe ha pedido es que, cuando los asuntos que se debatan en Bruselas afecten de modo muy particular a la Comunidad Autónoma Vasca, haya una representación del Gobierno de la CAV dentro de la delegación española. De una delegación que estará presidida, en todo caso, por el ministro o el secretario de Estado correspondiente. Nada de sustituir. Acompañar.

¿Ignora Aznar que es exactamente eso lo que solicita el Gobierno de Euskadi? No; lo sabe de sobra. Pero no quiere responder a la verdadera demanda, porque está empeñado en rechazarla y sabe que no tiene argumentos para hacerlo. ¿Cómo podría convencer a nadie de que es inaceptable incluir a un representante de la Junta de Andalucía en la delegación española que acuda a discutir la política europea sobre el aceite de oliva, o a uno de Canarias en el debate comunitario sobre el plátano? Es de sentido común que los refuerzos de ese tipo no sólo no debilitarían, sino que potenciarían la solidez argumental de las posiciones defendidas por los representantes del Estado español ante los organismos comunitarios correspondientes. Tan es así que ya son varios los Estados europeos –Alemania muy particularmente, pero también Austria, y Bélgica– los que vienen haciendo sitio en sus delegaciones de Estado a representantes regionales o cantonales cuya opinión en unas u otras cuestiones resulta particularmente autorizada.

De hecho, una política como ésa sería de particular rigor en un Estado que se proclama de las autonomías. Lo lógico sería que España concibiera su representación ante la UE como una suma de voluntades e intereses.

La posición cerrada de Aznar a este respecto es el más fiel retrato de su actitud ante la realidad plurinacional de España. Le disgusta y está dispuesto a hacer lo posible para que no se traduzca en hechos.

Los sucesivos gobiernos de Felipe González se dedicaron, todos ellos,  a taponar la progresión del Estado de las autonomías hacia el federalismo. Lo que Aznar pretende ahora es que la administración territorial del Estado retroceda hacia cotas más bajas de autonomía. Lo que está intentado, de hecho, es forzar un regreso hacia el más rancio centralismo.

Ni patriotismo constitucional ni gaitas: ese individuo es un nostálgico de la Una, Grande y Libre, al que apoyan entusiásticamente todos los nostálgicos de la Una, Grande y Libre que han vivido agazapados desde hace 25 años.

 

(6-XII-2001)

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Cosas que no entiendo

No entiendo. ¿Por qué supone un «salto cualitativo» en la crisis de Oriente Medio que unos terroristas de Hamas maten a 26 jóvenes israelíes y, a cambio, no tiene nada de cualitativo que el Estado de Israel responda matando a muchas más personas, en absoluto relacionadas con los autores de los atentados? 

¿Las vidas de los ciudadanos israelíes son cualitativamente más valiosas que las de los ciudadanos palestinos? ¿En función de qué baremo? ¿De acuerdo con qué ley, declaración o tratado internacional?

Sigo preguntando: ¿qué clase de legalidad sustenta las incursiones militares aéreas y terrestres israelíes en el territorio autónomo palestino? ¿Qué base jurídica respalda que se bombardeen las dependencias de la Autoridad Nacional Palestina con fines intimidatorios, realizadas declaradamente no porque se pretenda que Arafat tenga relación material alguna con los atentados, sino para conminarlo a actuar con más determinación en el sentido que el Gobierno hebreo desea?

Pregunto otrosí: ¿por qué se tolera que el Ejecutivo de Sharon, que cuenta con leyes que autorizan la tortura –¡que autorizan la tortura!, dicte al mundo lecciones sobre a quiénes debemos los demás considerar terroristas y a quiénes no?

Continúo: ¿por qué ningún Gobierno europeo pone objeción alguna al hecho de que George W. Bush declare que las agresiones homicidas ordenadas por el Gobierno de Tel Aviv son correctas, porque Israel «tiene derecho a defenderse»? ¿Qué clase de argumentación es ésa? ¿Tendría España derecho a bombardear el territorio francés y a destruir el helipuerto presidencial de Jacques Chirac y la sede central de la Sûreté Nationale argumentando que el comando tal o cual de ETA procedía del país vecino y que algunos de sus integrantes eran de nacionalidad francesa? ¿De cuándo a aquí los Gobiernos son penalmente responsables de los actos de sus nacionales?

Ahora ya no pregunto, sino que afirmo: mis simpatías por Arafat y su Gobierno son nulas. Sé que su Policía tiene espacio fijo en todos los informes anuales de Amnistía Internacional, y doy por hecho que con sobrados motivos. Me consta que son unos politicastros de dudosísimos principios y de fines todavía más oscuros. Pero no confundo las tribulaciones de Arafat con las desdichas del pueblo palestino. Y, sobre todo, sé que los del otro bando hace años que han pasado ya del castaño oscuro –el color de las bestias pardas– para abrazarse al negro total de las SS. Con el beneplácito y las armas de Washington. Y con la complicidad inane de la UE. Con nuestra complicidad, en suma.

 

(5-XII-2001)

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El Tercer Mundo de ahí al lado

Mesa redonda sobre la aplicación aberrante de la Ley del Menor y su tratamiento informativo. Ayer, en la Parroquia de San Carlos Borromeo, en Entrevías. La regenta el cura Enrique de Castro, viejo luchador de mil lides. Se suponía que debíamos intervenir Eduardo Haro Teglen, José Luis Martín Prieto y yo.

Refractario a la impuntualidad, decidí acercarme con tiempo: no sabía ni dónde estaba la Parroquia ni con qué circulación me iba a topar por el camino. Finalmente, llegué con bastante antelación.

La iglesiuca, con una extraña forma de ermita campestre, estaba cerrada todavía. Un barbudo con aspecto de sin techo me gritó: «¡Ahora abren, jefe! ¡A las siete y media!».

Eché una ojeada a la fachada, llena de pintadas, presididas por un cartel de publicidad de un restaurante chino. Jamás había visto publicidad en una iglesia. Bueno, sí, en sentido amplio. Pero no como ésta.

Aproveché para pasear por el barrio.

Me vi sumergido en otro mundo. Los comercios, las conversaciones –incluso el idioma: el modo de hablarlo–, las vestimentas... Me sentí en otro país, en otro continente. La madre diciéndole a la hija embarazada, jovencísima: «¡Pues yo no conozco a nadie que se llame Melodía!». La tienda de «El Pinturas». El dependiente de comestibles, chino, con su niña sentada en el cochecito, detrás del mostrador, mirándola preocupado («¿Pol qué llola?»)... 

Era un extraño. Y se daban cuenta.

Estoy acostumbrado a hablar de la pobreza; no a verla. Y está claro que la pobreza tampoco tiene costumbre de verme a mí.

Aquello fue sólo el arranque de un viaje iniciático por el Tercer Mundo del Primer Mundo, que duraría hasta las tres y media de la mañana. Porque luego vino la charla en esa iglesia que ya no es iglesia –o no lo es según los cánones tradicionales–, y mi perorata intelectual, vergonzosa, ridículamente abstracta, seguida del testimonio apasionado de un periodista de Canal Sur Radio que lleva un programa sobre presos o, mejor dicho, con presos, y un coloquio vivísimo de más de dos horas, cualquier cosa menos convencional, en el que fueron saliendo a borbotones los casos de injusticia palmaria protagonizados por funcionarios de un Estado orwelliano para los que una familia pobre es sólo un grupo de riesgo, y la cena posterior con veinte de ellos –más y más testimonios: Dios mío, qué angustia–, y también las risas, cómo no, y la sencillez, y las muestras de afecto...

Esta mañana me he levantado con la sensación de que la noche de ayer me cambió algo. Algo por dentro. O por fuera. No sé qué.

Ah, me olvidaba: Martín Prieto y Haro Teglen no se presentaron.

 

(4-XII-2001)

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Jiménez Losantos

Me envían el siguiente diálogo que mantuvo hace algunos días en un chat Federico Jiménez Losantos con uno de sus lectores.

«Pregunta.– ¿Ha leído el artículo de Javier Ortiz en el que, sin nombrarle, le acusa de ser un liberal fanático?

Respuesta de F.J.L.– Más vale ser un liberal fanático que un terrorista disimulado.»

La contestación tiene dos aspectos, y los dos ambivalentes.

El primero es la asunción de su fanatismo. No sólo no lo niega, sino que lo reivindica. Eso puede acabar teniendo, a la larga, efectos positivos –como tiene que haber aprendido en la COPE, la confesión del pecado es previa al acto de contricción–, pero de momento resulta preocupante: estamos ante un fanático que sabe que lo es. Que lo es a posta, vamos.

El segundo aspecto de su respuesta adolece de la misma ambigüedad. Que nos diga que, al menos de momento, va a seguir siendo un liberal fanático y proclame que no tiene intención de convertirse en un terrorista disimulado parece, de entrada, tranquilizador. Pero lo mismo hay que interpretar sus palabras en otra dirección. ¿Y si lo que quiere decirnos oblicuamente es que planea convertirse en un terrorista indisimulado? Con él, cualquiera sabe.

De todos modos, qué tío tan raro. Vaya una alternativa: o liberal fanático o terrorista disimulado. Francamente, si a mí me ofrecieran esa opción me negaría a escoger.

Con lo cual llego a un punto que me parece necesario aclarar. Porque he recibido misivas de un par de lectores que han creído entender que, cuando este señor habla de «un terrorista disimulado», se refiere a mí. ¡Qué absurdo! Se trata de una hipótesis sencillamente disparatada. Si el tal Jiménez tuviera constancia de que soy un terrorista, estoy seguro de que cumpliría con su deber ciudadano y me denunciaría en el primer Juzgado que se topara al paso. Que yo me dedicara a ejercer el terrorismo con disimulo no sólo no le dispensaría de ese deber, sino que lo haría todavía más imperioso: el disimulo es, según establece el artículo 22.2º del vigente Código Penal, una circunstancia agravante del delito.

No seamos malévolos. Bastante tiene ya el hombre con ser un fanático confeso –en general, bastante tiene ya con ser como es– para que, encima, lo acusemos de negarse a prestar auxilio a la Justicia.

 

(3-XII-2001)

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