Diario de un resentido social

Semana del 5 al 11 de noviembre de 2001

La sucesión

Álvarez Cascos, vicepresidente venido a menos, ha lanzado una campaña para empujar a José María Aznar a presentarse a la reelección. Propone que sea el propio Congreso del PP –teórica autoridad suprema del partido– el que se lo demande.

No faltará quien piense que se trata de una triste jugada del ministro de Fomento: puesto que él ha quedado ya descartado como sucesor, que nadie lo sea. Y seguro que habrá bastante de eso. Pero resulta imposible negar que el partido del Gobierno y el propio Aznar tienen una papeleta fina con el asunto de la sucesión.

Porque hay varios candidatos, pero no hay ninguno.

Los más mentados siempre son Rato, Arenas, Zaplana y Mayor Oreja. Pero Rato –aparte de que insiste en que él no quiere– está tocado, y seguramente podría llegar a estarlo bastante más; Arenas se ha echado tal fama de intrigante y ambicioso cutre que da pavor hasta a los suyos; Zaplana carece de los necesarios apoyos dentro del partido –es un poderoso líder local, pero sólo local– y Mayor Oreja, después de la galleta que se dio en las elecciones vascas, tiene más que difícil venderse como líder indiscutible. Aznar tiene que saber que ninguno de los cuatro cuenta hoy con la autoridad mínima necesaria para asumir el delfinato y que optar por cualquiera de ellos supondría levantar la veda para la cacería interna.

En no poca medida, Aznar es víctima del error típico de tantos y tantos dirigentes carismáticos. Celosos de su poder, se dedican a segar la hierba bajo los pies de cuantos creen que pueden hacerles sombra; luego, cuando llega la hora del relevo inevitable, se encuentran con que no tienen a nadie que esté lo suficientemente cerca como para entregarle el testigo. Porque es cierto que los hipotéticos sucesores de Aznar no han estado nunca sobrados de méritos –con la probable excepción de Rato–, pero no menos cierto es que el propio presidente del Gobierno ha hecho cualquier cosa menos favorecer su promoción.

Ahora se encuentra en una posición incomodísima: se comprometió a irse, pero no tiene cómo. Por eso no quiere que se hable del asunto todavía. Para ganar tiempo y ver si entretanto el panorama se clarifica solo. Pero los suyos se impacientan. Y en parte con razón: quien haya de ser el sucesor necesita de un año largo para asentarse y para acostumbrar a la opinión pública a la idea.

Sólo una cosa tiene Aznar a su favor, y no es poca: que carece de oposición. Si en el PP hay lío, el del PSOE lo deja chico.

 

(11-XI-2001)

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Los miserables

Hay insultos que no deberían serlo. Critiqué en su día la reiterada utilización que Alfonso Guerra hacía del adjetivo «canalla» en plan descalificador, recordándole que la canaille era el término con el que la aristocracia francesa se refería al pueblo llano. He criticado cienes y cienes de veces a los que llaman «cafres» a los desalmados, señalando que los cafres son un pueblo africano, tan digno como cualquier otro, cuya resistencia les hizo ganarse las iras de los imperialistas británicos (y de ahí el uso denigrante de su gentilicio). Con lo de «miserables» pasa tres cuartos de lo mismo, como sabe todo conocedor de la obra de Víctor Hugo.

Así que tampoco me importa gran cosa que José María Aznar nos tilde de miserables a los que hemos criticado su decisión de no estar presente en el entierro de José María Lidón, aunque reconozco que mis penurias económicas, con ser reales, no me han situado todavía en el nivel de la miseria propiamente dicha.

El caso es que hemos conseguido cabrearlo, porque le hemos pillado en falta, con un subidón de soberbia. Y la prueba de que la razón nos asiste la proporciona la propia familia de la víctima, uno de cuyas hijas ha declarado que la gente de La Moncloa les dijo que «Aznar es el presidente de la Nación y se pone donde él quiere». Es falso de toda falsedad, por tanto, que se abstuviera de acudir a Bilbao «para atender los deseos de la familia», porque la familia deseaba que fuera, si quería, pero no para presidir el acto. Como señala el editorial de El Mundo de hoy –que también nos llama «miserables» a los críticos de la pataleta presidencial–, nada le impedía, en todo caso, haber asistido a la manifestación de la tarde, y tampoco lo hizo.

¿Que él no se puede poner en un asiento de la sexta fila de la iglesia, porque no se lo permite la dignidad del cargo? Ésa es una excusa que sólo demuestra que, para él, ostentar el cargo a toda hora es más importante que homenajear a una víctima durante unos cuantos minutos.

Que es lo que «los miserables» queríamos criticar.

(Por cierto: ¿dónde ha quedado el principio de Mayor Oreja, aquél según el cual «las víctimas siempre tienen razón»?)

 

(10-XI-2001)

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Algo más que el protocolo

Ya en vuelo hacia Bilbao para acudir al funeral por José María Lidón y a la posterior manifestación, José María Aznar decidió volver grupas y regresar a Madrid. Acababa de enterarse de que la familia del magistrado asesinado por ETA no quería que el funeral estuviera presidido por políticos y que, en razón de ello, había reservado los cinco primeros bancos de la iglesia a los familiares y allegados de la víctima.

Lo súbito de la decisión del jefe del Gobierno pilló con el pie cambiado a los encargados de explicarla. Finalmente unificaron las diversas versiones iniciales y se atuvieron a un solo guión: Aznar no acudía porque la decisión de la familia planteaba «problemas de seguridad y de protocolo».

Basta con reflexionar un poco sobre el asunto para desechar la excusa de la seguridad. No es más difícil proteger a un señor porque esté sentado en la fila sexta de la iglesia en vez de en la primera. Eso sin contar con que el interior de una iglesia es, filas al margen, uno de los sitios menos propicios para la comisión de un atentado: a ver cómo se las arreglan los terroristas para huir. Puestos a atentar contra él, la manifestación posterior hubiera constituido un escenario mucho más favorable. En fin, si el cambio de asientos planteaba problemas de seguridad, digo yo que se los plantearía a todas las autoridades asistentes, incluido el ministro de Justicia, Ángel Aceves, que sí acudió.

De modo que la única razón que se tiene en pie es la del protocolo. Aznar juzgó que, si no le dejaban sentarse en un lugar preeminente –no otro es el significado etimológico de presidir–, renunciaba a acudir al acto fúnebre.

Debió tener en cuenta esta circunstancia cuando sentenció, ya hace tiempo, que nada ni nadie podían hacerle desistir de estar presente en los entierros de las víctimas de ETA. «Salvo que haya razones de protocolo», debería haber precisado.

El incidente tiene, a falta de otros, un valor simbólico. Sobre todo porque no es el primero de este género que protagoniza el jefe de filas del Gobierno del PP. También provocó un más que triste rifirrafe en la multitudinaria manifestación que se celebró en Barcelona tras el asesinato de Ernest Lluch, cuando pretendió que el lehendakari Ibarretxe no estuviera en la cabecera del cortejo. Estas cosas revelan hasta qué punto los intereses políticos, incluso los más mezquinos, interfieren constantemente en la materialización práctica de esa consigna tantas veces y tan retóricamente repetida: «Todos unidos contra el terror».

Para promover la unidad hace falta atenerse a lo que hay de común en el conjunto, aceptando la renuncia a una parte de lo propio. De lo contrario, lo que se reclama no es unidad, sino sumisión.

 

(9-XI-2001)

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Protección

Tras el asesinato de José María Lidón, magistrado de la Audiencia Provincial de Vizcaya, los jueces del País Vasco han reclamado a las autoridades que les otorgue mayor protección.

Lidón no había sido amenazado nunca. Jamás había aparecido en ninguna lista de las manejadas por los comandos de ETA. ¿Debería haber contado con escolta policial, de todos modos? En ese caso, habría que poner escolta al conjunto de los jueces del País Vasco. ¿Y por qué sólo a los del País Vasco? ¿Y por qué sólo a los jueces, y no también los fiscales?

¿Y por qué sólo los miembros de la carrera judicial? Un mero repaso de la variedad profesional de las víctimas de ETA de los últimos años obliga a concluir que, en caso de aceptar el criterio al que apuntan los jueces del País Vasco, habría que dotar de escolta policial también a todos los militares, a todo el personal civil que trabaja en relación con las Fuerzas Armadas, a todos los funcionarios de prisiones, a varios miles de profesores, catedráticos y periodistas, a todos los políticos del PP y del PSOE –incluso retirados–, a todos los cargos públicos de esos dos partidos –incluidos los concejales de poblaciones de menos de 1.000 habitantes–, a unos cuantos miles de empresarios... Añádase a eso la necesaria protección de edificios y establecimientos de la Administración, del conjunto de la Banca y de las empresas automovilísticas; la de los autobuses de transporte público y trenes; la de los establecimientos turísticos de la costa mediterránea... Además, y de modo muy especial, deberían contar también con escolta policial los propios policías. Incluidos, claro está, los escoltas. Pero no sólo ellos, sino también sus padres, hermanos y hermanas, cuñados, etcétera, dada la costumbre que los kaleborrokalaris han tomado de emprenderla con las familias de sus objetivos potenciales.

Problema peliagudo, pero en absoluto desdeñable, es el que plantearía dotar de la necesaria protección policial a los camellos y trapicheros, colectivo contra el que ETA ha apuntado ya en varias ocasiones.

En suma: que habría que poner escolta policial a más de un millón de personas.

No sé, pero para mí que eso entrañaría una cierta dificultad. Entre otras cosas porque, como la protección debe cubrir las 24 horas del día los siete días de la semana, hace falta un mínimo de tres policías de escolta por cada persona protegida.

Pero es que, además, llevar a un agente de escolta no pone automáticamente a salvo a nadie. A veces para lo único que sirve es para que se lleven por delante a la víctima elegida y al escolta.

La protección sólo tiene verdaderas garantías cuando se pone en marcha con un despliegue policial adecuado. Yo he tenido ocasión de ver el que arrastran algunos personajes públicos de primera fila. Esos sí que echan para atrás. Pero movilizan tranquilamente a 40 o 50 agentes.

No vale la pena seguir haciendo cálculos: España no tiene población activa suficiente.

 

(8-XI-2001)

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Adiós a «Diario16»

Mañana habrá un –otro– periódico menos en el mercado español de la Prensa. Desaparece Diario16. Había acumulado demasiadas deudas y sus expectativas de beneficio eran nulas, incluso a medio plazo. Por no lograr, la empresa editora –el grupo Voz, propietario de La Voz de Galicia– ni siquiera ha logrado encontrar un postor para su cabecera. Ha tenido menos suerte que ABC¸ que logró venderse in extremis al grupo Correo.

¿Qué está pasando con los periódicos de difusión estatal? Es una cuestión darwiniana. Acaban sobreviviendo sólo los que han conseguido adaptarse mejor al medio.

En dos sentidos principales.

En primer lugar, el político-social: se mantienen los que han logrado identificarse con corrientes políticas y de opinión muy amplias, lo que les confiere influencia en las esferas de Poder y capacidad de marcar el paso a los otros medios de comunicación de masas, principalmente la radio y la televisión.

En segundo lugar, el empresarial: consiguen salir adelante en la medida en que forman parte de tinglados multimedia muy fuertes, lo cual les permite hacerse con trozos importantes de la tarta publicitaria y rentabilizar mejor los medios materiales y humanos.

Hace años que Diario16 había quedado fuera de juego en ambos terrenos.

Así están las cosas, y así las cuento.

Lo cual no quiere decir que las apruebe, ni mucho menos. Al contrario: creo que la situación es realmente lamentable y que conduce por una tristísima vía de reducción del pluralismo y de cercenamiento de la libertad de expresión. El mítico objetivo de la Prensa –vigilar estrechamente al Poder– es, para estas alturas, una mera entelequia: los grandes periódicos son ya parte del Poder. El cuarto poder se ha fundido con los otros tres y forma con ellos una misma masa inextricable. Están integrados en tramas político-empresariales en las que la independencia real es imposible.

Lamento la muerte de Diario16 por todo. Porque la libertad de expresión contará desde mañana con un foro menos. Porque un centenar largo de trabajadores pasará a engrosar el amplísimo ejército de reserva del periodismo capitalino. Porque se lleva a la tumba, pêle-mêle, algunas de las páginas más gloriosas de la no muy gloriosa Historia del periodismo español.

Lamento la muerte de Diario16, pero reconozco que no me ha extrañado lo más mínimo. De hecho, hace ya tiempo que me preguntaba cómo se las arreglaba para prolongar su agonía.

 

(7-XI-2001)

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Prestidigitación económica

España no va bien. Baja la tasa de crecimiento y crece espectacularmente el paro. ¿La culpa? Lo oigo decir a todas horas: de la crisis internacional.

Es un fenómeno singular que caracteriza al Gobierno de Aznar desde su nacimiento: todo lo bueno que ocurre es cosa suya; todo lo malo, culpa ajena o, alternativamente, producto de la fatalidad.

El asunto, de todos modos, desborda los límites españoles. Estamos ante una crisis internacional que no procede de ningún lado. Todos los gobiernos del mundo, sin excepción, culpan a «la crisis internacional». Ninguno admite la menor responsabilidad. ¿Dónde residirá entonces lo «internacional»? ¿Vendrá de otra galaxia?

Las materias económicas son particularmente propicias a la prestidigitación y el camelo.

La Economía pasa por ser una ciencia compleja. No sé por qué. En primer lugar, no sé de dónde saca su pretensión de ser una ciencia. El índice de error de sus supuestos especialistas no parece avalar semejante pretensión. En segundo lugar, tampoco le veo la complejidad por ningún lado. La economía real sí es muy complicada: influyen en ella demasiados factores, muchos de ellos difíciles de predecir, cuando no directamente impredecibles. Pero lo que no tienen nada de complicado son los rollos de los economistas con mando en plaza. Tienden a utilizar un lenguaje críptico y oblicuo, pero lo que finalmente dicen, si lo despojamos de su hojarasca verborreica, suele ser de una sencillez apabullante. Además da igual, porque, suceda lo que suceda, ellos siempre proporcionan las mismas recetas. ¿Que la economía está en expansión? Hay que contener los salarios «para sacar el máximo rendimiento a todas las potencialidades de la coyuntura». ¿Que está en recesión? Hay que contener los salarios «para no sucumbir a los riesgos inflacionarios». ¿Que ni fu ni fa? «En una situación tan fluida y cambiante, sería gravemente peligroso que los salarios entraran en una dinámica de crecimiento irracional».

Ayer escuché por la radio una frase, atribuida al Banco de España, que me pareció fascinante: «Los salarios no deben caer en la tentación de acomodarse a aumentos transitorios de los precios». Analicemos el texto. 1º) ¿Puede un salario sentir tentaciones? Yo pensaba que eso estaba reservado a los humanos. 2º) ¿Cómo saben ellos que tal o cual aumento de precio es transitorio y tal otro no? La experiencia no respalda esa hipótesis: son las rebajas de precios, por lo demás muy poco frecuentes, las que resultan siempre transitorias.

Traduzcamos la frase al román paladino: «Los trabajadores deben resignarse a perder capacidad de compra».

Comprendo que, soltado así, queda francamente antipático, pero mira que le echan cuento para decirlo.

 

(6-XI-2001)

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«La guerra del siglo XXI»

«Minicumbre en Downing Street», titularon ayer todos los noticiarios. Blair había convocado a los máximos dirigentes de Francia, Alemania, Italia, España, Bélgica y Holanda.

Según lo escuché, se me vino a la cabeza una pregunta: ¿qué clase de cumbre sobre la guerra de Afganistán –maxi o mini– puede ser una a la que no asiste ningún representante de Washington? No estando presente el principal protagonista del conflicto, la reunión no podía tener el menor carácter decisorio. ¿Qué digo decisorio? Ni siquiera deliberante.

Ni minicumbre ni vainas en vinagre. El de ayer fue un encuentro realizado a instancias de Bush para que su representante principal en Europa contara a la gente del tercer escalón jerárquico cómo ve las cosas y qué planes tiene para el futuro inmediato. O sea, que se ha cansado de estar todo el día al teléfono hablando con el uno y con el otro y ha empezado a centralizar el trabajo informativo: él le comunica las cosas a Blair y que el abnegado british ponga a todos los demás al corriente. Hace lo mismo que Julio César en la Guerra de las Galias: legati misere.

Estoy francamente decepcionado. Nuestro presidente –me refiero a Bush, por supuesto– nos había prometido que íbamos a ver una guerra «de un género desconocido», «una guerra del siglo XXI». Y de eso, hasta ahora, nada. Primero, porque no estamos viendo ninguna guerra: nos la tienen censurada. Y segundo, porque, a juzgar por lo poco que nos cuentan aquí y allá, esta guerra tiene aspecto de cualquier cosa menos de novedosa: están aplicando una vez más la vieja técnica de los bombardeos masivos. Como en Vietnam del Norte, como en Camboya, como en Irak. Es una práctica que, según la experiencia ha demostrado, sólo sirve para que la industria armamentista norteamericana se deshaga de sus stocks y se ponga a trabajar a tope de nuevo. Y para poblar aún más los cementerios y los hospitales del país bombardeado, claro está. Resultado militar, propiamente dicho: cero. Porque las victorias se consiguen ocupando el terreno y aniquilando «la fuerza viva del enemigo», según la clásica y no muy delicada expresión.

La única novedad que nos ha aportado hasta ahora esta guerra es la de descubrir al mundo las insospechadas dotes de estratega del cabo furriel José María Aznar López. Ayer, al salir de la reunión de Londres, el subalterno en cuestión, cual Clausewitz redivivo, anunció que el invierno puede ser un factor importante en el desarrollo de las operaciones, porque «no en vano al invierno se le llama “el general Invierno”».

Obsérvese con qué naturalidad es capaz nuestro hombre de aunar en un todo coherente la sagaz penetración en el análisis con el didactismo más accesible. ¡«El general Invierno»! ¡Qué brillante metáfora! ¿Cómo no se le había ocurrido antes a nadie?

 

 (5-XI-2001)

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