Diario de un resentido social

Semana del 15 al 21 de octubre de 2001

Un doble no

«El Mundo» me pidió ayer, para su sección de debate “En la Red”, que contestara a la pregunta: “¿Es usted partidario de que las tropas españolas participen en la fase terrestre de la guerra de Adfganistán?”. Ésta fue mi respuesta.

En los finales de la década de los 60 –en pleno franquismo todavía–, vi en una pared de Barcelona una pintada anónima que decía: Volem bisbes catalans! («¡Queremos obispos catalanes!»). Al día siguiente, me encontré con que otra mano no menos anónima había rectificado la pintada, tachando el catalans y añadiendo un «no» por delante. No volem bisbes! era lo que quedaba.

Podría responder a la pregunta que suscita este debate de un modo semejante: puesto que estoy en contra de esa guerra, no soy partidario de que acudan a ella tropas de ningún país. Ni de España, ni de Gran Bretaña, ni de EEUU. Ni siquiera de Afganistán. Negada la mayor, todo lo demás va de suyo.

Pero es que, en este caso, tengo razones suplementarias con las que reforzar mi negativa.

En primer lugar, España no puede enviar tropas a esa guerra porque no está en guerra. Para que España pueda entrar en guerra, tiene que empezar por declararla. Lo cual requiere de una autorización expresa de las Cortes Generales y de la firma del Rey, según el artículo 63.3 de la Constitución Española. (No faltará quien diga que eso es un mero formalismo. Habrá que responderle que el Estado de Derecho se caracteriza, entre otras cosas, por su escrupuloso respeto de las formas.)

En segundo lugar, España no debe enviar tropas a Afganistán porque no hacen falta para nada. Frente a las paupérrimas fuerzas armadas del Estado talibán, el ejército de los EEUU se basta y se sobra. El Pentágono está en condiciones de derrotarlas sin mayor dificultad. Otra cosa es lo que se encuentre una vez finalizada la fase convencional de la guerra, si quiere quedarse sobre el terreno, como hizo en su día la URSS, a administrar su victoria. Pero no veo qué puede ganar España entrando a formar parte de un ejército de ocupación.

La participación de tropas españolas en esa guerra sólo tendría un valor simbólico. Pues bien: ese valor simbólico constituye precisamente una tercera razón, y bien poderosa, para no asumir un compromiso de tal naturaleza. España no tiene interés alguno en significarse como enemigo de primera línea del integrismo islámico. De hacerlo, pasaría a formar parte de sus blancos preferentes.

En las últimas semanas, a propósito del hipotético peligro de guerra bacteriológica, varios ministros de Aznar han tratado de tranquilizar a la población insistiendo en que España no es objetivo prioritario del terrorismo integrista. ¿Qué quieren, que pase a serlo?

 

Reflexión sobre un titular.– En una entrevista publicada hoy en El Mundo, se puede leer esta afirmación del vicepresidente y ministro del Interior, Mariano Rajoy:  «Lo que desde luego se puede afirmar, porque está absolutamente probado, es que ETA durante mucho tiempo se entrenó en algunos países donde entrenaban también terroristas islámicos» (El subrayado es mío).

En la primera página del periódico leemos el siguiente titular: «Mariano Rajoy: “Está probado que ETA se entrenó con terroristas islámicos”».

¿Recoge fielmente ese titular lo manifestado por Rajoy? ¿Entrenarse «en el mismo país» es lo mismo que «entrenarse con»? Si así fuera, y dado que ETA también se ha entrenado en el Pirineo, cabría titular: «Está probado que ETA se entrenó con gendarmes franceses».

Activistas de ETA se entrenaron en  tiempos –eso está publicadísimo desde hace años– en bases del Líbano controladas por organizaciones palestinas... laicas. En otras bases, también del Líbano, activistas islámicos se entrenaban con organizaciones palestinas musulmanas. Mezclar ambas cosas invita a la confusión. Pero todo sea por dar a entender que ETA y Ben Laden son uña y carne.

 

 (21-X-2001)

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«Si hubiésemos sabido...»

Me lo contaba hace años un viejo conocido, propietario de una agencia de detectives: «Cuando viene a verme alguien y me pide que vigile a su cónyuge porque sospecha que le pone los cuernos, siempre le digo lo mismo: “¿Quiere saber si le engaña? Yo le respondo a eso, y además gratis: sí; le engaña. Ahora, si quiere saber con quién, cuándo, dónde... entonces tendré que cobrarle”. Y es que, cuando un marido o una esposa empieza a sospechar de su pareja, es que ya todo está más claro que el agua, y lo sabe todo el mundo, menos él o ella. Jamás he hecho una sola investigación por presunta infidelidad matrimonial que no haya dado un resultado positivo.»

Seguro que tenía razón. A fin de cuentas, sólo encontramos lo que buscamos.

Sólo nos enteramos de lo que queremos saber.

Ahora, la mayoría de la población –la estupenda, conmovedora y bienpensante mayoría– no quiere saber lo que está ocurriendo.

 Tiene datos para enterarse. Son datos que no están en las primeras páginas de los periódicos –faltaría más–, pero están. En la página 12, en la 24 o en la 63.

Todos los periódicos han contado que, según informes de los organismos especializados de la ONU, o cesan de inmediato los bombardeos sobre Afganistán para que puedan ponerse en marcha las redes de abastecimiento, o el próximo invierno será fatídico para medio millón de afganos, empezando por los más débiles: la gente mayor, las mujeres y las criaturas.

Mañana, si ello llega a suceder --ojalá no, es decir, quiera Alá que no—, mi querida, mi caritativa, mi humanitaria mayoría exclamará: «¡Qué horror! ¡Si hubiésemos sabido...!».

Lo mismo que pretextaron cientos de miles, millones de alemanes –y más de un español– cuando vieron las imágenes de los campos de exterminio nazi. Cuando ya no tuvieron más remedio que verlas.

Ellos tampoco habían sabido. Porque no quisieron saber.

En estos momentos hay demasiada gente que tampoco quiere saber. Pero los datos están ahí, disponibles para quien quiera leerlos. En la página 12, en la 24 o en la 63. Escondiditos. Con titulares mucho más pequeños que los que hablan del ántrax, desde luego. A escala, porque tampoco es cosa de hablar de los afganos como si fueran iguales en derechos y en dignidad a los estadounidenses.

Pero están.

No sé si ha quedado claro: estoy hablando de la vida de medio millón de personas. Cien mil arriba, cien mil abajo. No de 6.000. De medio millón.

Allá ustedes y su muy europeo y occidental silencio.

Pero no me vengan dentro de un año con el rollo de que no sabían nada.

 

 (20-X-2001)

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Así se escribe la Historia

Viaje relámpago a Barcelona para intervenir en un acto sobre la tragedia de Afganistán organizado por Pau Ara, Sodepau y el Centro Social Okupado de l’Hospitalet. Intervengo mano a mano con Cristina Cattafesta, miembro de las Dones in Nero italianas y colaboradora habitual de RAWA, la prestigiosa organización de mujeres afganas. Mi intervención no me aporta nada nuevo. La de Cattafesta, en cambio, me resulta interesantísima. Y las del público. Por primera vez desde hace tiempo, me replanteo mi decidida aversión por los coloquios: ayer, las preguntas de los asistentes fueron inteligentes y concretas.   

Al terminar la charla, nos vamos a cenar algo y a tomar una copa (dos, para ser más exacto) con un buen puñado de los jóvenes organizadores del encuentro. Estoy encantado con el grupo: resulta de lo más estimulante comprobar su temple, determinado pero tranquilo. Treinta y tantos de ellos están en este mismo momento detenidos por orden de la delegada del Gobierno, que afirma que «la ideología okupa» –la acabo de escuchar por la radio– es «violenta» y debe ser tratada «con igual contundencia que la neonazi». La señora García Valdecasas es de dar de comer aparte: se empeña en perseguir ideologías, la muy tarugo. Y no entiende un carajo: comparar a estos chavales con neonazis es una barbaridad como un templo. Doblemente incomprensible en alguien que debería conocer muy bien a los neonazis, porque los tiene a puñados en su entorno.

Pero vuelvo a lo de anoche. Estábamos acabando de tomar nuestra copa en un bar pakistaní del Barri Xinès cuando, súbitamente, se montó un pollo de impresión. Un individuo de tez oscura, alto como una torre, empezó a pegar a una mujer. Le dio varios puñetazos y, de pronto, una patada descomunal que, por fortuna, no la cogió de lleno. Mis amigos se levantaron de inmediato y se fueron a por él. El tipejo, al ver esa reacción, puso tierra de por medio. Entre todos, tratamos de consolar a la mujer, que lloraba amargamente. Al cabo de un rato, el tipo regresó. Se ve que se sentía herido en su chulería. Nuevo enfrentamiento. Los pakistaníes del bar se interpusieron.

Por un momento, pensé en la posibilidad de que acabáramos todos en comisaría. No me fue nada difícil imaginar el titular con el que la prensa amiga de la señora García Valdecasas hubiera recogido el suceso: «Jóvenes okupas, detenidos por agredir a un inmigrante».

 

 (19-X-2001)

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Asunción y la tortura

Antoni Asunción declaró ayer como testigo en el juicio sobre el dispendio de los fondos reservados de Interior durante la etapa felipista.

Buena parte de la prensa española alaba hoy –como lo hizo en su día, cuando dimitió tras la fuga de Luis Roldán– la probidad del entonces ministro del Interior, comparando su comportamiento con el de sus inmediatos antecesores en el cargo. Parece ser que, en efecto, la llegada de Asunción al Ministerio de la Policía entrañó el cese del saqueo al que hasta entonces estaba sometida la caja negra del alto organismo.

Me da que algunos toman la reducción del grado de sinvergonzonería como irrefutable prueba de honradez.

¿Que Asunción dejó de pagar gratificaciones a cargo del presupuesto de fondos reservados? Vale. Pero eso no lo convierte automáticamente en honrado. Para empezar, no denunció que hasta su llegada era eso lo que se estaba haciendo. Lo cual constituye un delito de encubrimiento.

En segundo lugar, y según reconoció ayer, hubo algunos gastos ministeriales perfectamente escandalosos que mantuvo, sólo que sufragándolos a cuenta del presupuesto ordinario. Así, siguió pagando las muy sustanciosas minutas que pasaba el abogado Jorge Argote por asumir la defensa letrada de los guardias civiles acusados de tortura. Dijo ayer que tomó esa decisión porque eran «demasiados casos». No explicó qué le hizo dar por hecho que los contribuyentes deben subvencionar los platos rotos por los servidores del Estado cuando éstos se convierten en delincuentes. Porque lo cierto es que él cubría los gastos de la defensa de esos guardias civiles incluso cuando en el juicio quedaba establecido que eran culpables del delito del que estaban acusados.

Me parece que sé la verdadera razón de esa singular solidaridad. Recuerdo que, cuando estuvo al frente de Instituciones Penitenciarias, él mismo fue llevado a juicio por la Asociación Pro Derechos Humanos... por un delito de torturas. El ejemplar Asunción, según la asociación presidida entonces por José Antonio Gimbernat, había tolerado y encubierto un sórdido caso de malos tratos a reclusos en la cárcel de Sevilla. Eso explica su celo protector de los torturadores.

Por lo demás, supongo que don Antoni no ignorará que, así como los acusados tienen derecho a mentir en su propia defensa, los testigos que declaran bajo juramento ante un tribunal están obligados a decir la verdad, y que, si la adulteran, incurren en un delito de falso testimonio. Lo digo porque ayer pretendió que, en su día, Luis Roldán le entregó una carta para Felipe González, pero que él la rompió «porque carecía de interés» (!). Además, cuando le preguntaron si había consultado con el destinatario de la misiva qué hacer con ella, aseguró que creía que no. ¿Alguien se traga que sea posible olvidar una cosa así? Yo no, por lo menos.

Tal vez en el país de los ciegos el tuerto sea rey, pero, con el Código Penal en la mano, el delincuente menor no es inocente.

 

 (18-X-2001)

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Esporas y dinamita

Confieso que me tiene perplejo todo el ruido mediático que se ha montado a propósito de la supuesta guerra bacteriológica. De momento, si las cuentas no me fallan, el ya famosísimo ántrax (por cierto, que los perseguidores de anglicismos se tranquilicen: anthrax es vocablo grecolatino de recia estirpe) sólo ha matado a una persona en EEUU.

Se trata del ataque bélico menos cruento de la Historia. Con gran diferencia. Con apabullante diferencia.

¿Qué pasa, que a los terroristas ya no les queda ni para sellos? Unos pocos envíos postales con unas esporas que ni siquiera resultan mortales si la infección se detecta a tiempo constituyen una ofensiva bacterio-terrorista francamente endeble. No veo yo a gente que acaba de organizar una matanza de grandes dimensiones como la de las Torres Gemelas extendiendo carta a carta esta infección, mucho menos mortal que cualquiera de las epidemias de gripe típicas de la estación en que nos encontramos. ¿Estarán haciendo un mero test, previo a un ataque masivo? Lo ignoro, pero nadie ha dado el más mínimo dato no ya que avale esa hipótesis, sino incluso que anime a formularla.

Mi extrañeza se acentúa cuando compruebo el interés que ponen las máximas autoridades estadounidenses en tomarse lo del ántrax como una peligrosísima agresión terrorista. No se parecen en nada a los dirigentes que negaron hace unos años erre que erre la existencia del llamado síndrome del Golfo, por más que las bajas causadas por aquel misterioso mal fueran desoladoramente numerosas. ¡Cuán extraño cambio, de padre a hijo! Ahora, los colaboradores de George Bush Jr. especulan libremente, a micrófono abierto, sobre la naturaleza del fenómeno y sobre sus posibles causantes. Incluso anuncian casos de probable infección que resultan desmentidos en cuanto se realiza el correspondiente análisis clínico. Tal se diría que no sólo no tuvieran miedo de sembrar el pánico, sino que lo estuvieran fomentando, para que no decaiga el fervor bélico de la población.

Entretanto, mientras los periódicos y los noticiarios rebosan de aparatosos titulares sobre el ántrax, las bombas siguen cayendo sobre Afganistán. Día tras día. Hora tras hora.

Y matan. Muchísimo más y más rápido que el ántrax, puedo asegurárselo.

Las organizaciones humanitarias anuncian que los bombardeos están impidiendo que llegue a la zona el material asistencial imprescindible para que, cuando se abata el invierno sobre aquel depauperadísimo lugar del globo, la hambruna no diezme a la pobre gente que aún quede en pie. Pero sus angustiados lamentos apenas encuentran eco.

Asocio la aparatosa orquestación de lo uno y el cuasi silencio sobre lo otro y me pregunto si lo del ántrax no tendrá menos de infección bacteriana que de intoxicación mediática.

 

 (17-X-2001)

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El «voto bronca»

Los partidarios del voto bronca, que propugnaron introducir en las urnas papeletas en blanco o nulas, han conseguido un rotundo éxito en las elecciones argentinas del pasado fin de semana. 3,5 millones de electores siguieron su consigna. En Buenos Aires y Río Negro, los votos nulos o en blanco superaron el 27% del total de los emitidos. En Santa Fe alcanzaron el 40%. Se trataba con ello de encauzar el cabreo de la ciudadanía con respecto al conjunto de la clase política. A fe que lo han conseguido.

El éxito propagandístico de la iniciativa ha sido rotundo. En cambio, no parece que sus consecuencias prácticas vayan a resultar tan beneficiosas para la causa de sus promotores. Como los votos nulos y en blanco se recuentan, pero no cuentan a la hora de la designación de escaños, la fuerza a la que más han beneficiado –no moral, pero sí materialmente– ha sido al Partido Justicialista, que se ha hecho con la mayoría en la Cámara de Diputados y ha incrementado su posición dominante en el Senado.

Hubo las pasadas semanas en Argentina una discusión que reproducen en todas las vísperas electorales quienes, críticos con el conjunto del sistema político, no se identifican con ninguna candidatura con posibilidades de obtener escaños. ¿Abstenerse? ¿Votar nulo o en blanco? Los partidarios de la abstención sostuvieron, como siempre, que votar en blanco o nulo supone, a fin de cuentas, aceptar el juego; que no votar es un modo más claro de repudiar unos procesos electorales formalmente democráticos pero dominados de hecho por la plutocracia. Los defensores del voto en blanco o nulo argumentaron, no menos clásicamente, que la abstención consciente no se puede cuantificar, porque se pierde en la marea de la abstención despolitizada o meramente pasota, por lo cual es más útil votar en blanco o nulo.

Lo ocurrido en Argentina demuestra que ambas opciones, por muy dignas de consideración que sean en el plano ideológico o moral, tienen la misma efectividad política: ninguna. Da igual que el 45% del censo se haya negado, por una u otra vía, a dar su voto a cualquiera de las candidaturas en presencia: los partidos no se repartirán el 55% de los escaños, sino el 100%. Es posible que todavía durante unos cuantos días rumien algo sobre la escandalosa abstención y la gran cantidad de votos en blanco o nulos que ha habido. Pasado cierto tiempo, hablarán en nombre del conjunto de la ciudadanía y se quedarán tan anchos.

¿Hubieran podido evitar los broncas argentinos que tal cosa ocurriera? Sí, y de un modo teóricamente sencillo. Bastaría con que se hubiera presentado una candidatura cuyo programa tuviera un solo punto: repudiar a la clase política en bloque, y cuyos integrantes hubieran asumido de antemano el solemne compromiso de no ocupar sus escaños. De ese modo, se hubiera podido agrupar todo el voto del rechazo, al margen de opciones políticas particulares, y las cámaras de representantes habrían quedado parcialmente vacías. Ese vacío serviría de constante denuncia de la crítica radical de una considerable parte de la población al tinglado que se tienen montado los profesionales del trapicheo político.

Me imagino la Cámara de Diputados bonaerense con un 40% de los escaños vacíos. Ya, para empezar, no podría legislar nada que precise de una mayoría cualificada.

No estaría mal que los broncas consideraran esa posibilidad en alguna futura ocasión. Y no sólo en Argentina.

 

 (16-X-2001)

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Economía de esfuerzos

Se queja el canciller alemán, Gerhard Schröder, de que los pacifistas no nos manifestemos contra el terrorismo internacional. Creo que trata de insinuar que los pacifistas no estamos, en realidad, en contra del terrorismo.

Hay en la queja de Schröder, para empezar, una incongruencia lógica: es imposible ser pacifista y no estar en contra del terrorismo. Otra cosa es que el movimiento pacifista –como todo movimiento de masas– tenga algunas adherencias no deseadas. Es muy posible que haya quien camine junto a nosotros y simpatice con tal o cual organización terrorista. Pero, ¿con qué legitimidad puede formular queja alguna el señor Schröder, o cualquiera de sus amigos europeos y ultramarinos? Basta con ver las clamorosas ausencias que presenta el inventario de organizaciones terroristas que acaba de hacer público la Administración estadounidense para comprobar que el Gobierno de Bush no condena todas las formas de terrorismo, ni mucho menos. Tampoco lo hace el propio canciller alemán, que tiene excelentes relaciones con los gobiernos de Ankara y Tel Aviv, sin ir más lejos.

Yo no estoy por principio en contra de la violencia –creo que hay circunstancias en las que es inevitable–, pero sí del terrorismo, entendido en sentido estricto, es decir, como la violencia ejercida sobre una población determinada para aterrorizarla y forzarla a obrar en un sentido que no desea. Sin embargo, es cierto que no suelo escribir demasiado a menudo –escribir es mi forma principal de manifestarme– en contra de los movimientos terroristas que la opinión pública occidental ya condena sin apelación. No lo hago, pero no porque sea indiferente a sus actividades criminales, sino por mera economía de esfuerzos. Me escasea el tiempo para escribir, y aún más las tribunas de masas en las que publicar lo que escribo. En consecuencia, me centro en la crítica de aquello que creo que merece rechazo, pero la mayoría no denuncia, o incluso aprueba.

El movimiento pacifista hace lo mismo. ¿A qué gastar las fuerzas organizando minutos de silencio en memoria de las víctimas de las Torres Gemelas, si ya se encargan de ello todos los demás, incluidos los directivos de la FIFA? Es preferible concentrarlas en la denuncia de la guerra injusta desatada por el Gobierno de Washington y apoyada por todos sus cómplices de la mal llamada «comunidad internacional».

Eso sin contar con que, sumándose a las protestas organizadas por los que condenan unas modalidades de terrorismo pero no otras, uno corre el riesgo de encontrarse en muy malas compañías. Y de que contabilicen tu esfuerzo en el haber de una u otra gentuza. ¿Cómo voy a salir a la calle a protestar por un atentado de Hamas, si lo mismo me encuentro del brazo del embajador de Israel?

La verdad es estrictamente la contraria de lo que pretende Schröder. En el movimiento pacifista puede colarse gente indeseable. En el suyo, los indeseables son los propios organizadores.

 

 (15-X-2001)

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Fin de semana del 13 y 14 de octubre de 2001

¿De cuándo a aquí antiamericano?

Las invectivas de mis críticos suelen darme cuenta precisa de la fortaleza o la debilidad de mis argumentos.

Cuando mis denigradores espontáneos –que los tengo, y en cierta abundancia– me escriben tratando de refutarme, deduzco que ese día no me he lucido gran cosa. En cambio, cuando dejan de lado mis razonamientos y la emprenden contra mí tratando de situarme en los cerros de Úbeda, entonces me quedo más satisfecho: coligo que, si me atacan en abstracto, es porque se han sentido incapaces de objetarme en concreto.

Llevo escritas ya unas cuantas columnas sobre las acciones de guerra estadounidenses contra Afganistán. Pues bien, se cuentan con los dedos de una mano los correos electrónicos que he recibido refiriéndose específicamente a mis argumentos. La gran mayoría de mis censores me ponen de vuelta y media apelando a suposiciones suyas y atribuyéndome cosas que yo no he dicho (y que, además, por lo común, no pienso).

La descalificación más común que me hacen se refiere a mi «antiamericanismo». El silogismo es el siguiente: la izquierda española es «antiamericana»; yo formo parte de la izquierda española, ergo soy «antiamericano».

Cuando respondo –a veces lo hago–, no me tomo el trabajo de discutir mi hipotética pertenencia a «la izquierda española», posición ideológico-geográfica de perfiles harto brumosos. Tampoco es cosa de marear a los remitentes. Me limito a decirles que, en todo caso, yo no soy en absoluto «antiamericano».

En primer lugar, porque estoy lejos de confundir a América con los Estados Unidos de América. América es un enorme continente, dentro del cual la población estadounidense es ampliamente minoritaria. Centroamérica y Sudamérica son tan América como Norteamérica. Y Canadá y México son tan Norteamérica como los EUA. Ya vale de plegarse a ese intento de usurpación, triplemente injustificable en boca de españoles. 

Pero, al margen de criticar ese birlibirloque semántico que está en la base de la doctrina Monroe –«América para los americanos», es decir, el continente entero para los estadounidenses–, se da la circunstancia de que, además, yo no siento hostilidad alguna hacia los EUA. En bloque, ninguna. Al contrario. Es un país –un conglomerado de países, en realidad– que siempre me ha parecido fascinante. Jamás he compartido las críticas tontorronas que pretenden que «esa gente no tiene Historia», «se acaban de bajar de los árboles» y memeces por el estilo. Los unos tienen la Historia que se llevaron con el Mayflower. Los otros, la que acarrearon desde Irlanda, Alemania, Italia, Suecia, Polonia, Rusia, Francia... o desde el África Occidental, en los barcos de los negreros. Muchos tienen la Historia mestiza que cargaron sobre sus espaldas mojadas a través del río Grande, o con el Caribe de por medio. Incluso está la vieja y preterida Historia autóctona de los amerindios supervivientes. ¿Que ese país no tiene Historia? No tiene una: tiene decenas.

Como tantos otros –pero, en mi caso, sin recato alguno–, he sido, desde que la memoria me alcanza, abierto admirador de fenómenos y corrientes políticas, económicas, culturales y artísticas nacidas sobre suelo de la Unión. Me llevaría un libro hacer el recuento. Cuando en Madrid se fundó Radio Cero, la radio libre anti-OTAN, y me pidieron que colaborara con ella, me decidí por hacer un programa... de música popular made in USA. En parte porque me fascina, pero en parte también para promover el mejor conocimiento de ese gran pueblo. Me río del medio dedo de frente de George W. Bush, pero no más que del cuarto de dedo de José María Aznar.

¿Yo, antiamericano? No sólo es falso: es imposible. Nada jamás me hará estar en contra de ningún pueblo.

 

 (14-X-2001)

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Entre Zapatero y González

Hay consternación entre los actuales dirigentes del PSOE por la línea kamikaze que ha escogido Felipe González para sus intervenciones en los mítines electorales de la campaña gallega. El ex presidente, lejos de atenerse al estilo de «oposición responsable» que propugna Zapatero, se lanza alegremente al combate mitin sí mitin también, dispuesto a no dejar títere con cabeza, y cuando no acusa a Aznar de haber convertido España en una mera delegación norteamericana, da por hecho que el dinero de Gescartera se lo embolsó el PP.  

Me cuesta decidir qué me parece más deplorable, si el estilo melifluo y condescendiente de Zapatero, siempre dispuesto al acuerdo con Aznar en «las cuestiones de Estado» –y  siempre dispuesto a considerar que casi todo es «cuestión de Estado»– o el subidón de demagogia de González, para quien todos los escándalos sucedidos bajo su Presidencia se concentran en la persona de Luis Roldán y no pasan de ser pequeñas anécdotas en comparación con el horrendo crimen de Gescartera.

En todo caso, los zapateristas no tienen derecho alguno a enfadarse por las patas de banco y las diatribas extemporáneas de González. No es él quien organiza los mítines de Pérez Touriño. No es él quien designa a los oradores. Tampoco es la primera vez que lo invitan a participar en una campaña electoral y se les desmanda.

El problema de la nueva dirección del PSOE es que no ha saldado cuentas con su propio pasado. Mientras siga considerando –o haga como si considerara– que el ex jefe de Gobierno es uno de los principales activos de su partido y se empeñe en reivindicar el trecenato de González como un periodo maravilloso, todo lo que le ocurra por su culpa se lo tendrá bien ganado.

La alternativa a la oposición demagógica de González no es la oposición blandengue –si es que no servil– de Zapatero. La alternativa es –sería– una oposición real, que denunciara la inexistencia de una política exterior propia, la renuncia del Estado a cumplir un papel rector de la economía, el nuevo centralismo antiautonomista del Gobierno de Madrid... en fin, que fuera al grano y se dejara de fuegos de artificio con más o menos ruido de traca.

Zapatero y González sólo representan dos modos diferentes de hacer el juego a Aznar.

 

 (13-X-2001)

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