Diario de un resentido social

Semana del 24 al 30 de septiembre de 2001

Afganistán y la geopolítica

Mis conocimientos en materia de geopolítica internacional no van más allá de las conclusiones elementales a las que puede llegar cualquier mínimo conocedor de la Historia que se interese por la actualidad. Quiero decir con ello que son escasos y nada académicos. A cambio, mi amigo nicaragüense Augusto Zamora, que es profesor de Derecho Internacional en la Universidad Complutense de Madrid, ha dedicado no pocos esfuerzos a la investigación geopolítica en tanto que disciplina académica.

El pasado viernes, mientras comíamos juntos, me ilustró sobre las posibilidades de interpretación de la actual crisis internacional a la luz de algunas doctrinas geopolíticas. Me habló de un teórico de la cosa –cuyo nombre no retuve– que, hace ya muchos años, estableció que los EEUU nunca conseguirían el control real del mundo mientras no alcanzaran dos objetivos clave: uno, taponar por completo la influencia rusa más allá de su frontera europea; el otro –más importante todavía, según él–, establecer un enclave sólido entre Rusia y el Mar Arábigo.

Augusto Zamora me contó que esa teoría tiene desde hace tiempo muy firmes partidarios entre los estrategas del Pentágono. Ello explicaría tanto el interés que pusieron en el derrocamiento del régimen de Milosevic como su política en relación con Afganistán.

Me he burlado en este Diario del brusco cambio que ha experimentado la actitud de Washington hacia los talibán a lo largo de los últimos quince años: primero los trató como aliados estupendos; luego, como fanáticos repugnantes. Pero, lo que en el plano meramente verbal –propagandístico– aparece como una actitud errática cobra pleno sentido si lo examinamos desde el ángulo geopolítico. En una primera fase, los EEUU apoyaron la revuelta de los talibán contra el régimen aliado de la URSS para sustraer al país de la influencia rusa, cosa que lograron en septiembre de 1996. Pero sus aliados se convirtieron acto seguido en un obstáculo de cara a la consecución del segundo objetivo, que no era otro que la sustitución de la influencia rusa por la suya propia. De ahí su cada vez mayor enfrentamiento con el régimen de Kabul. De no haber tenido tanto interés en el control de Afganistán, Washington podría haberlo tratado con la misma indiferencia con que afronta la existencia de otros regímenes autoritarios, aquí y allá.

Es mucha la gente que se asombra ante el interés extraordinario que ponen los EEUU en Afganistán. Se pregunta qué se les ha perdido  en un país desangrado por los enfrentamientos étnicos, que carece de recursos de particular interés y cuya economía no puede ser más desastrosa, con un PIB 16 veces más bajo que el de Irán y una tasa de crecimiento tres veces inferior. Hacerse con el control de semejante ruina parece, de entrada, un objetivo sin sentido. Pero, si se considera que Afganistán se encuentra en lo que los geoestrategas del Pentágono consideran «el corazón del mundo», por las posibilidades que ofrece para convertirse en plataforma desde la que irradiar influencia sobre el conjunto de esa decisiva zona –tanto hacia el sur y el oeste, es decir, hacia Pakistán e Irán, como hacia el norte, hacia Turkmenistán, Uzbekistán y Tayikistán–, la valoración pasa a ser muy otra. A modo de mero ejemplo: el control de Afganistán podría servir a Washington para convencer a las vecinas repúblicas ex soviéticas del norte de las ventajas de dirigir su producción de petróleo y de gas hacia el Golfo Arábigo, en lugar de hacerlo hacia el Caspio.

Y todo eso sin contar con la vecindad de China, con la que Afganistán tiene también un tramo de frontera.

El hecho es que Washington ha enfilado todas sus baterías contra el régimen de Kabul cuando lo cierto es que hasta ahora no ha presentado ninguna prueba concreta de que los talibán –y ni siquiera el propio Ben Laden– tengan relación alguna con los atentados del 11 de septiembre. Dicen que cuentan con «miles» de pruebas, pero no las muestran.

No sé, pero quizá no esté de más considerar estos elementos de análisis procedentes de la geopolítica.

 

 (30-IX-2001)

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«Nuestro modelo de civilización»

Insisten, erre que erre: la guerra que prepara el Gobierno de los EEUU tiene por objetivo «salvar nuestro modelo de civilización».

Lo cual me deja perplejo.

Para empezar, porque, por mucho dinero y muchas ramificaciones que tuviera la banda de Ben/Bin Laden , no la veo yo capaz de poner a ninguna civilización en peligro de extinción. Como nuestros teóricos de la cosa han dicho tantas veces, el terrorismo es como una úlcera: hace mucho daño a la organización social, pero no puede acabar con ella. Los daños que causa no son estructurales. Puede matar a muchos miles de personas —lo cual es ciertamente espantoso—, pero no tiene capacidad para tejer otro entramado social sustitutorio del existente.

Pero es que, aparte de eso, tampoco me parece que esté nada claro cuál es «nuestro modelo de civilización». Sobre todo a la vista de la gran alianza que se ha puesto manos a la obra.

Tiene que ser un modelo capitaneable por un señor como George W. Bush, que considera que la aplicación sistemática de la pena de muerte es parte integrante del modelo mismo. Ha de ser, además, un modelo que abarque los estilos de gobierno de regímenes tan variopintos como los de la UE, Japón, Canadá, Nueva Zelanda... y la monarquía saudí —que no se distingue precisamente por su escrupuloso respeto de los derechos humanos—, la Rusia de Putin —que ya saben ustedes— y la China de Jian Zemín, que tiene el record mundial de ejecuciones sumarias. Entre otros.

Trate usted de encontrar factores comunes a todos los que se han apuntado a la Nueva Cruzada. Yo sólo encuentro uno: el culto al libre mercado. ¿Será que nuestro «modelo de civilización» tiene ese exclusivo pilar?

Berlusconi ha precisado un poco más la cosa. Dice el jefe del Gobierno italiano que hay que dejarse de rodeos y admitir «la superioridad de la civilización occidental».

El problema mayor que presenta esa proposición es que se refuta a sí misma: una civilización que encumbra a lo más alto a alguien capaz de decir semejante estupidez —y semejante inconveniencia, si se mira el asunto con el cinismo que se les presupone a los políticos de profesión— no puede ser nada del otro jueves.

Berlusconi está a la altura de Bush, que por un lado anima a los norteamericanos a viajar en avión y por el otro declara que ha encargado a la USAF que derribe sin contemplaciones cualquier avión que realice maniobras sospechosas. ¡Como para tener una avería!

La verdad: con gente tan escasamente modélica y tan incivilizada, ¡qué pocas ganas da de envalentonarse hablando de «nuestro modelo de civilización»!

 

 (29-IX-2001)

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Entre Berlusconi y Gil

Hace tiempo que no leo ni escucho declaraciones de Jesús Gil y Gil. Supongo que el alcalde de Marbella ha optado por hacer como la bella señorita del chiste, que se pasó toda una fiesta sin decir esta boca es mía y que, cuando un caballero le preguntó al cabo de las horas por qué no hablaba, contestó: «¿Pa qué? ¿Pa cagala?».

Pero que Gil no hable no quiere decir que no actúe. Anteayer se supo que la juez encargada de la instrucción de uno de los sumarios más importantes que tiene abiertos en la capital de la Costa del Sol ha solicitado que la trasladen a otra plaza. Con lo que tal parece que Marbella cuenta ya con dos categorías judiciales muy definidas: de un lado están quienes se pliegan al diktat de don Jesús; del otro, quienes optan por tirar la toalla y salir huyendo.

Siempre que se trata de justificar la existencia de la Audiencia Nacional, problemáticamente compatible con el derecho al juez natural que establece la Constitución, se manejan dos argumentos: uno, que los jueces del País Vasco tienen demasiado cerca al entorno de los activistas de ETA como para que les quepa sustraerse a sus presiones; el otro, que hay delitos de imposible ubicación concreta, que deben ser investigados a escala estatal, e incluso internacional, o cuya instrucción requiere de conocimientos muy especializados. No entraré esta vez a considerar lo mejor o peor fundado de estos argumentos. Me limitaré a observar que los delitos de los que se acusa a Jesús Gil reúnen todos esos requisitos a la vez: jueces verosímilmente intimidados, manejos presuntamente ilegales que se localizan en ciudades pertenecientes a diversas comunidades autónomas y campos operativos tan especializados como la tasación de estatuas, el patrocinio de camisetas futbolísticas y los artificios contables. ¿No está la Audiencia Nacional habilitada para el conocimiento de las actividades del crimen organizado? Pues que lo haga.

Más complicado lo tienen los jueces italianos con Berlusconi, cuya capacidad de presión intimidatoria abarca el conjunto del territorio nacional. Lo de Berlusconi es parecido a lo de Gil, aunque a muy superior escala: los dos son empresarios escasamente escrupulosos que, tras entrenarse en los campos de fútbol, han saltado al campo de la política y obtenido el favor popular. Berlusconi le gana a Gil ampliamente en un terreno: él se dio cuenta de la decisiva importancia que tienen hoy en día los medios de comunicación, lo que le animó a centrar sus esfuerzos en hacerse con el control de un buen puñado de ellos. Gracias a eso pudo desbordar el marco de la política local y plantarse en la jefatura del Gobierno de Roma. Y gracias también a eso, mientras las patochadas de Gil son en España materia de chanza periodística generalizada, las de Berlusconi son tratadas en Italia con reverencia o, por lo menos, con miedo.

Pero los tentáculos de Berlusconi no tienen cogida por el cuello a la totalidad de Europa. La UE debería hacer saber a ese concentrado de zafiedad con fijador que no puede andar por ahí menospreciando el islamismo y defendiendo «la superioridad de la civilización occidental», como acaba de hacer. Que Italia ya tuvo un Duce fascista, y que con eso nos basta y nos sobra a todos los demás.

 

 (28-IX-2001)

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La farfulla de Aznar

Siempre me  negué a admitir que el presidente Felipe González hablara bien. Acepto que a muchos les pudiera parecer simpático, malicioso, irónico y no sé cuántas cosas más: se trataba de valoraciones subjetivas y, aunque sea falso que sobre gustos no hay nada escrito, de poco vale criticárselos al personal. Quien tiene mal gusto, lo tiene, y qué se le va a hacer.

A lo que me negué sistemáticamente es a que se pretendiera que hablaba bien un individuo que construía frases sin verbo principal, equivocaba las concordancias, empleaba palabras en sentidos que no tienen, retorcía la sintaxis para decir de manera complicadísima cosas que hubiera podido soltar en dos patadas por la vía directa y recurría a latiguillos cada dos por tres. Ahí la libre subjetividad ya no pintaba nada: la gramática es objetiva. Por consiguiente.

Recordado lo cual, he de admitir y admito que Aznar ha conseguido empeorar –y cuidado que no era fácil– la retórica monclovera. Lo de este hombre es, si se me permite la expresión tal vez no muy fina, para cagarse. Él no tiene latiguillos, como el otro: todo él es un latiguillo. El 80% de sus frases empiezan del mismo modo: «Creo sinceramente...», dice «lo que es y significa» hasta la náusea... En cuanto a fallos de construcción y errores de concordancia, baste decir que resulta mucho más práctico llevar la cuenta de los que no comete. Se acaba enseguida.

Pero peor todavía es su recurrente tendencia al pensamiento ramplón y su desprecio por la lógica, incluida la formal.

Anteayer le oí decir a propósito de cierto asunto: «En el mejor de los casos, no se sabe a dónde lleva; en el peor de los casos, sí se sabe, pero, en todo caso, no conduce a nada». ¡Toma lógica!

El asunto en cuestión era «las asimetrías autonómicas».

Empezó por una curiosa declaración: «Yo no creo en las asimetrías». Como si se tratara de una cuestión de fe.

Lo que quería decir es que está en contra, pero lo transformó en materia de creencias.

Como no se tomó el trabajo de explicar de qué carajo hablaba, tendré que hacerlo yo, para uso de lectores poco expertos en la terminología de Pasqual Maragall (otro Castelar). El ex alcalde de Barcelona viene defendiendo desde hace años que el Estado español se organice conforme a un «federalismo asimétrico». La «asimetría» se refiere al distinto grado de autonomía que deberían tener, según él, cada una de las partes integrantes de la Federación.

Aznar no cree en eso. Bueno, vale. Pero ¿por qué? ¿Porque no cree en las asimetrías, o más bien porque está en contra del federalismo, con o sin asimetrías? El asunto clave es, obviamente, el del federalismo, pero el hombre es tan espeso que, con tal de darle un pescozón a Maragall, se metió en ese jardín. Y se metió, además, dando por hecho que lo que reclama Maragall es que determinados pueblos –principalmente el catalán, se supone– tengan más derechos que otros. Pero no se trata en absoluto de eso o, por lo menos, no tendría por qué tratarse para nada de eso. Cabría perfectamente que todos los pueblos de España tuvieran los mismos derechos, pero que unos los ejercieran en su plenitud y otros no. Podría ser que La Rioja, verbi gratia, no tuviera el más mínimo interés en formar una Policía autónoma, aunque contara con esa posibilidad, o que a la Región Murciana le pareciera un tostón que el Estado le transfiriera las competencias en materia penitenciaria. Por ejemplo. Además, las realidades diferentes reclaman tratamientos diferentes. Así, parece lógico que las áreas en las que se hablan lenguas específicas tengan derechos y obligaciones particulares. O que las zonas con costa, o insulares, cuenten con atribuciones diferentes a las de tierra adentro. Etcétera.

En suma, que es perfectamente imaginable un sistema federal a la carta, en el que cada uno de los componentes de la federación cuente con el grado de autonomía que mejor se acomode a sus necesidades. O, dicho de otro modo: un federalismo asimétrico.

Pero Aznar –que sabe esto perfectamente– no quiere entrar en tales complejidades y, firme partidario de proporcionar al público un discurso invariablemente ramplón y simplista, distribuye la correspondiente empanada de asimetrías, pretendiendo que lo que quiere Maragall es perjudicar a unos pueblos en beneficio de otros. Porque sabido es que no hay forma más cómoda de discutir que poner en boca del oponente lo que a uno le gustaría que hubiera dicho, olvidándose del enojoso trámite de considerar lo que realmente ha dicho.

Me he referido a este episodio concreto, pero podría haberme centrado en cualquier otro. Porque Aznar siempre hace lo mismo. Su especialidad es reducir al absurdo cualquier posición que no sea la suya para dedicarse luego a farfullar obviedades.

Lo peor es que tiene éxito. Ahí están las urnas para demostrarlo.

O sea, que su parte de culpa es comparativamente mínima.

 

 (27-IX-2001)

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Entender no es aprobar

No se puede decir que el ministro de Exteriores británico, Jack Straw, goce de mis mejores simpatías, sobre todo después del papelón que hizo en el asunto de Pinochet, cuando ocupaba la cartera de Interior. Sin embargo, me parece de rigor salir en su defensa ante los ataques que está sufriendo por haber mencionado «la ira de los musulmanes por los sufrimientos de los palestinos» como uno de los factores que hay que tener en cuenta para entender la actual crisis internacional.

No sólo las autoridades de Israel se han tomado sus palabras como una afrenta; también muchos medios de información occidentales las han considerado injustas e insultantes. Straw ha respondido que se limitó a mencionar un fenómeno real, sin mostrar la menor simpatía por él. Pero a sus críticos no les ha valido de nada la explicación.

He tenido a lo largo de los últimos años cienes y cienes de veces esa misma discusión con respecto a Euskadi. Cada vez que analizo el problema vasco y me remito a la incapacidad de los sucesivos gobiernos de Madrid para promover una solución democrática del conflicto, me salen media docena de indignados ciudadanos que dicen que estoy justificando el terrorismo de ETA. Se toman cualquier intento de análisis como una forma de benevolencia.

La última discusión de ese género la tuve aún no hace ni dos semanas. Traté de hacer comprender a mi alterado crítico que, cuando se quiere neutralizar un mal, es imprescindible estudiarlo: saber cómo funciona, en qué caldo de cultivo surge, qué condiciones facilitan su expansión... Le puse el ejemplo de los científicos que estudian el virus del sida: no porque hagan todo lo que pueden para entenderlo se les puede acusar de aprobarlo.

Hay quienes creen que la forma más radical de oposición al terrorismo es la que se queda en el terreno de los insultos: los terroristas son «unos descerebrados» que no responden sino a su locura, que han convertido el crimen en «un negocio» y que actúan exclusivamente guiados por «un delirio sin ideología alguna». En definitiva: que no tiene sentido analizar nada a su respecto porque ahí no hay nada que entender. No se dan cuenta de algo por lo demás elemental: quien renuncia a entender la enfermedad se incapacita como médico.

La vía que ellos proponen no conduce sino a la perpetuación de ETA.

Por paradójico que parezca, son cómplices del terrorismo.

 

Virus

La cosa está pasando de castaño oscuro. Ya no hay día que no tenga dos o tres intentos de inocular virus en mi ordenador. Y todo el mundo está en las mismas, por lo que me cuentan. El Outlook de Microsoft tiene más agujeros que un queso de Gruyère y los piratas de la informática se meten por ellos como Pedro por su casa.

Mi pregunta es: ¿por qué hacen eso? La única respuesta razonable que encuentro es que, como Charlot en El chico, se dediquen a romper ventanas –o sea, Windows– para luego ofrecer sus servicios como cristaleros. Es decir, que fabriquen a la vez el virus y el antivirus para, una vez expandido el virus, vender el antivirus al mejor postor. Me informa Pepe, mi informático a domicilio, de que algunos hackers han conseguido empleos millonarios exhibiendo sus habilidades destructivas a modo de currículum. «Las empresas se dicen aquello de que “si no puedes vencer a tu enemigo, únete a él”», argumenta.

No porque fuera así dejaría de acordarme de todos sus ancestros, pero por lo menos lo entendería.

Lo que me cuesta más entender es la inconsciente imprudencia de buena parte de la gente que tiene anotada mi dirección de correo en su ordenador y que no se previene contra los virus, con lo que no sólo se deja infectar, sino que me infecta también a mí con toda suerte de gusanos de los que se expanden utilizando automáticamente las libretas de direcciones.

Entre los imprudentes que no tienen instalado un buen antivirus y los que lo tienen, pero no lo actualizan a diario en estos tiempos de tormentas virales, los que nos servimos del ordenador como instrumento básico de trabajo las estamos pasando canutas. Ayer perdí tres horas desinfectando el ordenador de mi pareja de hecho y otra hora más neutralizando los intentos de asaltar mi PC principal (media por cada scaneo del disco duro tras borrar el virus correspondiente).

Así no hay manera.

Esto es un llamamiento desesperado a todos mis correspondientes habituales: instalaos un antivirus serio y actualizarlo todos los días. Por favor. Que me vais a matar.

 

Nota.– Y ya puesto a pedir favores: ¿alguno de vosotros/as archiva las anotaciones de mi Diario de un resentido social? “Machaqué” por error el archivo de una semana de agosto y quisiera recuperar los textos. Si alguien lo hace, que me lo comunique por correo electrónico (sin virus, a poder ser). Se lo agradeceré infinitamente. O más.

 

 (26-IX-2001)

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Terrorismo y desesperación

Es cierto que la primera víctima de todas las guerras es la verdad. Pero no se va sola a la tumba. Se lleva siempre con ella otras virtudes. La reflexión, por ejemplo. Cuando la guerra entra por la puerta, el pensamiento sereno huye por la ventana.

Es desolador comprobar hasta qué punto se empobrece el debate en cuanto los contendientes se ponen firmes. Las posibilidades de discutir de modo respetuoso e inteligente desaparecen como por ensalmo. Los argumentos se convierten en armas arrojadizas. «Quien no está con nosotros está con los terroristas», dice George W. Bush, y sus partidarios del mundo entero aceptan sin rechistar la grosería intelectual, en lugar de preguntarse en voz alta si no sería más prudente poner la causa de Occidente en manos de alguien que, además de extremidades, tuviera cabeza. Ellos mismos han pasado a usar la suya sólo para embestir.

He tenido estos días discusiones gloriosas con algunos adalides de la Nueva Cruzada, hasta hace bien poco gente pasablemente sensata. Se niegan, lisa y llanamente, a que algunos podamos considerar que la contienda que se prepara no sea la del Bien contra el Mal, sino, como mucho, la de un Mal contra otro Mal. Para ellos, quienes sostenemos esa posición no somos más que una banda de agentes camuflados de Ben Laden (al que nos han obligado a llamar Bin, supongo que por mera sumisión a la ortografía del patrón).

Me temo que hayamos adoptado una posición semejante a la que hizo suya Jean Jaurès en vísperas de la guerra del 14-18. Él proclamó que la contienda que se estaba gestando era la de unos imperialistas contra otros y llamó a los socialistas a declarar la guerra a la guerra. Le acusaron de ser un agente de Alemania y acabaron asesinándolo.

Pero no sólo el bando bushista tiene problemas con el pensamiento. Aunque a escala y con trascendencia muy diferentes, también del lado de los que nos oponemos a la Nueva Cruzada están apareciendo propuestas y análisis preocupantemente simplistas, cuando no directamente absurdos. Hay quien sostiene, por ejemplo, y en evidente desafío a las leyes de la proporcionalidad, que los atentados del 11 de septiembre pudieron fácilmente ser obra de la CIA. No faltan tampoco los que se limitan a sentenciar que «donde las dan, las toman», como si los miles y miles de trabajadores y visitantes de las Torres Gemelas fueran todos generales del Pentágono en día de libranza.

Están tomando también carta de naturaleza algunos razonamientos que contienen una parte de verdad, pero que son básicamente erróneos en sus conclusiones. Así, el que considera que los actos terroristas del 11 de septiembre son fruto de la pobreza y la desesperación en las que está sumida buena parte de la población del mundo árabe. Esos elementos son parte sustancial de la cuestión, sin duda, pero no la explican por completo. Si la pobreza y la desesperación generaran automáticamente terrorismo, el África subsahariana sería una fábrica de terroristas al por mayor. Y Ben Laden y los suyos quedarían fuera del campo del problema: no es dinero lo que les falta.

Para explicarse los conflictos que tienen su epicentro en el Oriente Medio, el análisis debe incluir la mezcla explosiva de dos factores: de un lado, la política desvergonzadamente arrogante que las potencias occidentales han venido aplicado en toda el área desde hace ya muchas décadas; del otro, la solidez ideológica y cultural de la nación árabe, muchos de cuyos hijos afrontan la situación actual como una insultante e intolerable humillación. Entre otras cosas, porque lo es.

No pretendo que estos elementos de análisis lo expliquen todo. Hay que considerar más factores, sin duda. Lo único que intento es invitar al personal a no conformarse con simplezas de andar por casa. Aunque le resulten mentalmente reconfortantes.

 

 (25-IX-2001)

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Rambo III

Un canal de cine vía satélite, Showtime, pasó ayer por la noche Rambo III.

 Es una verdadera pena que no la emitiera el primer canal de TVE. O Antena 2. O Tele 5.

Recordaré el argumento de la película para los que no la vieran en su día –era mi caso– o no la recuerden, por pura profilaxis mental.

Rambo III (1988) cuenta cómo el ex combatiente de la Guerra de Vietnam John Rambo acude a Afganistán para liberar a quien fuera su jefe en aquella guerra, el coronel Trautman. Éste ha caído en manos de los rusos, que lo están torturando horriblemente para que revele el emplazamiento de unos misiles que los EEUU han puesto a disposición de los combatientes mujaidines. Rambo se planta sobre el terreno y, con la ayuda de los fundamentalistas, destroza medio Ejército de la URSS y libera a su amigo.

Se trata de la tópica película de buenos y malos, maniquea hasta decir basta, pero con la divertida peculiaridad de que los buenos son –aparte de los EEUU, claro– los predecesores del actual Gobierno talibán afgano, presentados en el filme como héroes insuflados por los más nobles sentimientos.

Hay momentos verdaderamente sublimes. Por ejemplo, cuando un guerrillero fundamentalista que se hace íntimo de Rambo le explica que el error más grave que puede cometer un ejército, sea cual sea, es lanzarse a la conquista de Afganistán. «Ya lo intentó Alejandro Magno, y luego Gengis Khan, y fracasaron. Los rusos también fracasarán. Fracasará todo aquel que lo intente», dice. En otra pausa entre combate y combate, otro jefe guerrillero alecciona al supercombatiente norteamericano sobre las razones por las que los guerrilleros afganos son invencibles: «Combaten convencidos de que, si mueren, irán al Cielo». Al final, Rambo y Trautman se despiden de sus amigos afganos con un vibrante «Inch Allah!», emotivo momento en el que la pantalla nos muestra un gran letrero que reza: «Esta película está dedicada al pueblo de Afganistán».

Así era la propaganda bélica norteamericana hace 13 años: benditos talibán, que luchan contra el Mal. De entonces a aquí, los mendas en cuestión han pasado de ser la quintaesencia del Bien a convertirse en la representación más acabada del Maligno. Y eso, ¿por qué? Porque, como Lucifer, se han rebelado contra Dios que, como todo el mundo sabe, reside en la Casa Blanca.

¡Qué bien estaría que todos los canales de televisión emitieran Rambo III antes de que los EEUU sigan los pasos de Alejandro Magno, Gengis Khan y los rusos, pese a la severa advertencia de los guionistas de Stallone!

Y qué bueno sería que los que contemplan la posibilidad de bombardear Afganistán como si fuera una escena de película, ésos que dicen desdeñosamente que allí ya no queda prácticamente nada por destruir, comprendieran que en la tierra de los talibán sí queda algo por destruir, e importantísimo: gente.

 

 (24-IX-2001)

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