Diario de un resentido social

Semana del 17 al 23 de septiembre de 2001

El otro terror

En Shangai, en los tiempos de la dictadura del Kuomintang, el Gobierno de Changkai-shek, aterrorizado por los avances de los partidarios de Mao Tsetung –o Mao Zedong, como se escribe ahora ateniéndose a la transcripción pinyin–, se lanzó a la caza y exterminio de los comunistas. Fue una tarea sencilla para sus policías y militares, porque los miembros del PCCh acostumbraban a llevar una especie de fajín rojo a modo de cinturón, como si estuvieran siempre de sanfermines. Por supuesto que se quitaron los fajines en cuanto comenzó la campaña represiva. Pero la tira de burda tela roja había desteñido sus ropas y ellos sólo tenían una camisa y un pantalón. Así que los localizaban de inmediato. Y los fusilaban.

La población árabe de los EEUU vive momentos de auténtico pánico. Las autoridades han insistido en que su guerra apunta exclusivamente contra los terroristas; que no es ni racial ni religiosa. Pero poco importa que sus protestas de intención sean más o menos sinceras; el hecho es que buena parte de la ciudadanía norteamericana ha empezado a mirar atravesadamente a todo aquel que tiene «rasgos árabes» o muestra signos externos de profesar creencias musulmanas, sea árabe o no. Éstos últimos son los que lo llevan peor porque, así como lo de los «rasgos árabes» es bastante aleatorio –todos conocemos a árabes que podrían pasar perfectamente por españoles y a españoles que podrían pasar perfectamente por árabes–, lo de las vestimentas no tiene vuelta de hoja. Es como lo de los fajines de Shangai. «Pues que se quiten esas prendas», responderán muchos. Pero no pueden. Sus creencias se lo impiden.

Ya se han producido numerosas agresiones y media docena de linchamientos, que se sepa.

Miles de musulmanes se han encerrado en sus casas. Otros se pasean llevando en la mano la bandera de las barras y estrellas, exhibiendo un impostado y patético patriotismo que ya veremos en qué medida les sirve de seguro.

No es sólo en EEUU. Entre los escasos manifestantes de Madrid del pasado viernes, hubo unos cuantos que se pusieron a lanzar gritos contra «los moros». Algunos columnistas de prensa –Federico Jiménez Losantos muy especialmente, pero no sólo él– se han lanzado por la bochornosa pendiente del insulto al Islam, en su conjunto. Incluso un periódico que presume de ser tan «políticamente correcto» como El País ha publicado varios reportajes en los que, con cuatro mimbres mal trenzados, se siembra la sospecha de que, aprovechando «la oleada migratoria» (sic), España está siendo penetrada por montones de fanáticos islámicos capaces de cualquier cosa. Me cuentan de amigos árabes que ya han empezado a detectar reacciones de franca desconfianza, e incluso de hostilidad, en la población española. Tienen miedo.

El terror tiene muchas caras. Ésta es otra.

  

 (23-IX-2001)

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La gran mentira

Vi el jueves por la noche La gran mentira del corazón, el programa realizado por El Mundo TV para denunciar la desfachatez de la llamada prensa rosa. Me gustó. Tenía gracia y dejaba con el culo al aire a un buen puñado de farsantes. Probablemente me habría gustado más de haber sabido de quiénes hablaban, porque la verdad es que la inmensa mayoría de los famosos a los que aludían eran para mí perfectos desconocidos. Por no conocer, ni siquiera sabía de la existencia de la cantante mexicana utilizada como señuelo para el reportaje.

Mi inicial sospecha de ser un tío raro se transformó en certidumbre completa cuando, tras quedarme a ver a continuación por primera vez en mi vida Crónicas marcianas, seguí oyendo perorar sobre gente de la que todo el mundo hablaba como si fueran de la familia y cuyo nombre a mí no me decía nada de nada. Alcancé el colmo del estupor cuando apareció en el programa de Sardá un joven llamado Carlos Latre que, según me informaron, se ha hecho muy popular haciendo imitaciones. «¿Y a quién imita?», inquirí. Y me volvieron a soltar una lista de personajes totalmente ignotos para mí.

«¿Viviré en otro país?», me quedé pensando.

La respuesta sólo podía ser una: sí; vivo en otro país. Está claro que alguien que, como en mi caso, no ve los magazines de la televisión, pasa olímpicamente de los programas de cotilleo de la radio, no lee ninguna revista de papel couché, no se asoma jamás a las páginas frívolas de los periódicos y se abstrae inmediatamente en cuanto se inicia una conversación sobre los profesionales de la fama, acaba por convertirse inevitablemente en un alienígena.

No me queda sino asumirlo: soy un aborigen alienígena, por contradictorio que parezca.

De todos modos, y como lo mío es encontrarle peros a todo, también le encontré uno al reportaje: denuncia los métodos inescrupulosos y chapuceros empleados por algunos profesionales de la  prensa rosa como si fueran exclusivos de ese género de publicaciones. Los pone de vuelta y media por difundir meros rumores como si fueran noticias comprobadas, por no contrastar las informaciones y por inventarse la mitad de lo que dicen o escriben. Pues bien: el periodismo político y presuntamente serio está también trufado de profesionales que se sirven sin parar de métodos de ese género.

En el gremio todos sabemos de audaces reporteros de guerra que jamás se han asomado por las cercanías de un tiroteo, o que han pagado a algunos contendientes para que le montaran un simulacro de tiroteo para poder filmarlo con ellos como valerosos testigos, o que han escrito crónicas directas sobre conflictos... desde el avión que los conducía al lugar donde se desarrollaban. Uno de ellos suele sentenciar medio en broma –es decir, medio en serio–: «No permitas nunca que la realidad te estropee un buen reportaje».

Muchos cronistas de la política local son por el estilo. Se inventan buena parte de lo que escriben o sueltan por la radio, dan pábulo a rumores sin confirmar... La víctima más propiciatoria de la falta de escrúpulos de la prensa española es, sin duda, Euskadi: sobre ETA se puede fabular libremente, porque no puede desmentirlo, y sobre Batasuna y el PNV también, porque da igual que lo desmientan. Además, como la mayoría del personal del Ebro para abajo está predispuesto a creerse lo que sea sobre Euskadi con tal de que sea malo, pues todos tan felices: barra libre.

Sería muy ilustrativo que alguien hiciera un reportaje como el de La gran mentira del corazón, pero dedicado al periodismo político. Sobre lo mucho que se publica sin fundamento... y sobre lo mucho que no se publica pese a tener pleno fundamento.

Con cámara oculta y todo. Estoy seguro de que resultaría apasionante.

  

 (22-IX-2001)

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Bush, el radical

George W. Bush se ha puesto radical. «Quien no esté con nosotros, está contra nosotros», dijo ayer, dirigiéndose a los mandatarios del resto del orbe.

Se trataría tan sólo de una frase desafortunada –por excesivamente altanera–, si lo que estuviera reclamando fuera algo elemental: la solidaridad con las víctimas de los atentados del día 11 y la condena de los actos terroristas, por ejemplo. Pero no: estaba conminando a los gobiernos del mundo entero a apoyar de modo activo las iniciativas bélicas o de gendarmería internacional que se dispone a emprender, amenazando con catalogar como enemigo a quien no se avenga a sus dictados. O no se avenga sin rechistar, porque, como él mismo ha dicho también: «No es momento de negociar; es momento de actuar».

Los gobernantes harán lo que quieran –suelen hacerlo– pero yo, lo que es, jamás sería incondicional de alguien que me exigiera incondicionalidad.

En este caso, además, la incondicionalidad viene fuertemente desaconsejada por algunos factores adicionales.

Uno, de considerable importancia, es la afirmación previa de las autoridades de Washington de que están dispuestas a la «guerra sucia», es decir, a servirse de métodos ajenos a la legalidad internacional para tratar de alcanzar sus fines. A partir de tan descarada como inaudita proclama, quien respalde sus planes corre el riesgo de abandonar la categoría política de solidario para entrar directamente en la consideración penal de cómplice.

Otra consideración que debería disuadir de la incondicionalidad es la fundada sospecha de que Bush y los suyos están falseando los datos de la realidad, para mejor amoldarla a sus pretensiones. Están exagerando la importancia cuantitativa y cualitativa del grupo de Bin Laden, utilizándolo como excusa para emprender una gran operación de limpieza en el conjunto del mundo árabe, llevándose por delante todo lo que les sea hostil, con independencia de quién haya tenido que ver algo con los atentados del pasado día 11 y quién no.

Pero estas objeciones, con ser de peso, resultan livianas ante la principal: Bush se equivoca de medio a medio al creer que el mundo árabe es un importante foco de tensión porque hay mucho extremista, deduciendo de ello que la solución pasa por liquidar a los extremistas. Los extremistas no son la causa, sino el efecto de una situación marcada por gravísimas frustraciones, injusticias y desequilibrios, a bastantes de las cuales –dicho sea nada de paso– vienen contribuyendo los gobernantes norteamericanos desde hace décadas.

Mejor sería que Bush aplicara sus querencias radicales en sentido etimológico: radical es el que va a la raíz de los problemas.

  

 (21-IX-2001)

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Cuestiones municipales

Prosigo mi periplo vasco. Mientras me desplazo en coche, oigo las radios locales, lo que me devuelve al detalle de la vida cotidiana de mi tierra. Y a la de los muchos conflictos sociales y municipales de los que en Madrid casi nunca me entero, porque quedan permanentemente encubiertos por el Conflicto, el eterno y omnipresente contencioso, que dicen los otros.

Así, por ejemplo, me entero de que los tribunales habrán de decidir hoy si la población de Pamplona tiene o no derecho a decidir en referéndum si quiere o no quiere que se construya un aparcamiento bajo el suelo de la Plaza del Castillo. Las autoridades municipales, que han aprobado la obra, sostienen que los referendos sólo pueden ser convocados por el Estado. Es una falacia. Que sólo las consultas organizadas por el Estado tengan determinadas repercusiones legales no quiere decir que esté prohibido hacer otras. Lo que le ocurre al consistorio de Iruña es que teme que la votación popular le sea adversa y no quiere que quede constancia de que se han pasado la voluntad popular por el arco del triunfo. Conociendo otros casos similares –el de la Plaza del Pilar de Zaragoza, sin ir más lejos–, no me extrañaría que en la construcción del aparcamiento pamplonés hubiera en juego muchos intereses, incluso personales, de más de un funcionario municipal.

Tienen razón los cerca de 25.000 vecinos que han promovido ese referéndum. Es un disparate construir grandes aparcamientos en el centro de las ciudades. Animan a los automovilistas a meterse con el coche hasta la cocina, convirtiendo los cascos urbanos antiguos en verdaderos infiernos. Lo que hay que hacer es justamente lo contrario: construir aparcamientos en la periferia y mejorar el transporte público. (Por cierto que los taxis de Pamplona deben de ser los más caros del mundo. Si no lo son, estarán cerca de ello).

Puede parecer una paradoja, pero no lo es: son las mismas autoridades que aprueban los aparcamientos céntricos las que luego promueven los Días Sin Coche. Una iniciativa demagógica e inútil, destinada a disimular la cruda realidad de su política.

Cambio de ciudad: en Vitoria también tienen su lío correspondiente, éste a cuento de las antenas para teléfonos móviles. El consistorio quiere sacar una ordenanza que autoriza la instalación en los tejados de antenas que concentrarían una potencia de emisión –y de radiación, por tanto– verdaderamente descabellada. Escucho las explicaciones pormenorizadas de un concejal de HB, técnicamente impecables, que revelan el disparate del proyecto respaldado por la mayoría derechista y su interés por la buena salud de los ciudadanos y ciudadanas de la capital vasca.

Se me ocurre una observación a la actitud del concejal de HB, tan preocupado él por el bienestar del vecindario, pero como a vosotros también se os habrá ocurrido, pues me la ahorro.

  

 (20-IX-2001)

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Zapatero

Viaje a Llodio. Paso la jornada entrevistando a viejos amigos y compañeros de Ibarretxe, para ambientar el libro que estoy escribiendo sobre él. Subo hasta el caserío donde nació y paso por su casa actual, a la que regresa todos los fines de semana.

Entre lo ya hablado con otros y con él mismo, lo que he leído y lo que sigo viendo y oyendo por aquí, creo que tengo ya una idea bastante cercana de cómo es Ibarretxe y de por qué es cómo es este hombre tal vez llamado a escribir una página decisiva de la Historia de Euskadi y de España entera.

Hoy se entrevista en Ajuria Enea con Rodríguez Zapatero. Seguro que lo tratará bien, le escuchará con atención y le explicará con todo lujo de detalles las razones de la política que está siguiendo, invitándole a animar al PSE a incorporarse a su Gobierno, aunque eso ponga de los nervios a EA, que se ha cabreado de lo lindo por la remodelación que ha tenido que hacer para dejar sitio a Madrazo.

No creo que le sirva de mucho. La ignorancia de Zapatero sobre la realidad de Euskadi es, a estas alturas, tan enciclopédica como lo era hace un año, cuando fue elegido para el cargo. Tiende sistemáticamente a opinar según lo que ha escuchado al último con el que ha hablado. Eso sin contar con que hoy su pensamiento tenderá a escaparse y volar hacia la Audiencia Provincial de Madrid, donde buena parte de la plana mayor policial del felipismo va a ser juzgada por mangui.

En los 13 meses que lleva como secretario general del PSOE, Zapatero ha demostrado ser uno de los dirigentes políticos más insustanciales de los últimos años. Se ha dejado llevar al huerto por Aznar en casi todos los asuntos fundamentales: ahora mismo, sin ir más lejos, en la crisis internacional resultante de los atentados de EEUU.

Me contaba ayer un amigo de Ibarretxe que el lehendakari suele quejarse del bajo nivel de inteligencia de la clase política. De la vasca y de la española, en general. “Se dedica a esto lo más flojo de cada casa”, me dicen que dice.

Hoy va a tener una muestra muy acabada de lo acertado de esa queja.

  

 (19-IX-2001)

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El Bien y el Mal

Hubo una época en la que creí que todo tiene un límite. La experiencia me ha demostrado que no. Las tragaderas del personal, por ejemplo, no tienen límite.

Demostración práctica: José María Aznar, de visita en Turquía, hace enfáticas declaraciones sobre la intransigencia con la que hay que defender «nuestro sistema de valores basado en la convivencia y la libertad»... y lo dice en amigable compadreo con el primer ministro turco, Bulen Ecevit, al que todas las organizaciones de defensa de los Derechos Humanos acusan de aplicar una política de exterminio contra el pueblo kurdo.

Pues bien: nadie ha respondido al presidente del Gobierno. Nadie le ha dicho que, si piensa así, debería empezar por aplicarse el cuento y dejar de vender armas a los terroristas de Estado como Ecevit.

El mundo se ha instalado en un escenario de cuento de parvulario, asentado en la más grosera de las simplificaciones: «la guerra del Bien contra el Mal», «la lucha de Dios contra el Diablo»... Bin Laden y sus secuaces son «el Mal». EEUU y su coro celestial, «el Bien». Está claro: el gobierno turco participa del coro celestial, ergo forma parte del Bien. Automáticamente.

Lo peor no es eso, sino que, además, todo aquel que se permite cuestionar el maniqueísmo del planteamiento pasa a ser catalogado de inmediato como cómplice del Mal.

La banda de Bin Laden  no es «el Mal». Primera y fundamentalmente, porque «el Mal» no existe. La vida no es un auto sacramental. Hay muchos males. De muy diverso tamaño y de muy diverso tipo. El representado por Bin Laden es un mal, pero su existencia no excluye los demás. Y no todos se agrupan en el mismo bando.

¿Que hay que perseguir y castigar a los autores de la atrocidad de la semana pasada en Nueva York y Washington? Por supuesto que sí, y con la mayor severidad. Pero de ahí a concluir que el mundo entero deba convertir al Gobierno de los EEUU en su indiscutible paladín, aceptando sin rechistar cuanto decida y haga, hay un largo trecho. Mejor dicho: lo había, porque la mayoría de los gobiernos occidentales lo han recorrido de la noche a la mañana sin tomarse el trabajo de consultar a sus respectivas ciudadanías. Es más: negando que fuera necesario consultarles nada.

De momento, el cuento de parvulario ya se ha convertido en una película de vaqueros, con su cartel de Se busca, vivo o muerto y todo.

Me temo que en esa película los europeos vamos a hacer el indio.

  

 (18-IX-2001)

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La guerra sucia

«Ésta será una guerra larga y sucia», ha dicho el vicepresidente norteamericano, Dick Cheney. Todos sabemos que no hay ninguna guerra que pueda definirse como limpia, pero también sabemos a qué se suele aludir cuando se habla de «guerra sucia».

También sabemos que la primera víctima de las guerras suele ser la verdad.

Las autoridades norteamericanas han afirmado que el ataque de la pasada semana contra Nueva York y Washington fue cosa de Bin Laden, pero hasta ahora no han presentado la más mínima prueba de que los terroristas que perpetraron el ataque obedecieran órdenes del millonario saudí, y menos aún de que tuvieran vinculación con el Gobierno de Afganistán. No obstante, se da por seguro que van a lanzar una ofensiva contra este país. Leo una nota de agencia: «Miles de personas abandonan sus hogares en Afganistán ante la inminencia de un ataque norteamericano». ¿Y qué se creen, que Bin Laden les va a estar esperando sentado en el salón de su casa? Lo lógico es suponer que él habrá sido uno de los primeros en ponerse a salvo. No me extrañaría que hubiera puesto buen cuidado en que ni siquiera los jefes talibán sepan dónde se encuentra, por si les viniera la tentación de extraditarlo.

Cheney ya ha marcado el objetivo de la guerra que dicen que va a emprender EEUU: irán contra «todos cuantos han amparado o ayudado a los que practican el terrorismo en el área comprendida entre Egipto y Afganistán». Dada la amplitud que adquiere el concepto de «terrorismo» en boca de los dirigentes norteamericanos –semejante al que le confieren los gobernantes israelíes–, eso quiere decir que se consideran libres para emprender acciones de guerra en prácticamente todo el mundo árabe, excepción hecha de Arabia Saudí y Kuwait.

No incurriré en el tópico de afirmar que una campaña así tendría «consecuencias impredecibles». Me parecen bastante predecibles: sería –¿será?– un desastre para la paz mundial.

Y con el visto bueno de la Unión Europea.

  

 (17-IX-2001)

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