Diario de un resentido social

Semana del 3 al 9 de septiembre de 2001

Durban

Una de las pocas cosas que aprendí durante mi paso por la política activa es que jamás hay que convocar un Congreso público –o Conferencia, o Cumbre, o como quiera que se llame a la cosa-- si previamente no están apalabrados los acuerdos fundamentales. 

En el caso de la Cumbre de Durban era peor todavía: estaban apalabrados los desacuerdos fundamentales.

Durban sólo hubiera podido cerrarse con un acuerdo general en el caso de que todos hubieran seguido los consejos del representante oficial español, Juan Carlos Aparicio. El ministro de Aznar dijo que, en una reunión así, «no hay que tratar casos concretos». Está claro que, si te quedas en la proclama de buenos deseos genéricos y de condenas abstractas, el acuerdo es facilísimo. Resolución final: «El racismo está mal. To er mundo e güeno». Y a firmar todo dios. Claro que en ese caso la Cumbre no habría servido para nada, salvo para que unos cuantos foráneos se dieran un garbeo por Sudáfrica. No descarto en absoluto que ése fuera el doble propósito de Aparicio en su viaje a Durban: lograr que la Cumbre no sirviera para nada y darse un garbeo por allí, a ver qué tal.

Las resoluciones que finalmente se han adoptado en la Cumbre son de chichimoco. Pero no estoy de acuerdo en que la reunión no haya servido para nada. Ha tenido un aspecto positivo: ha obligado a los Estados Unidos y a Israel a retratarse y ha puesto en evidencia la hipocresía de la Unión Europea. Ha revelado que los dos primeros son agentes activos de la discriminación étnica y que la segunda es cómplice de esa actitud criminal.

Lo que sí habría sido un error es condenar a las autoridades de Israel por xenófobas. Xenofobia quiere decir, como es bien sabido, «odio a los extranjeros», y  los palestinos no tienen nada de extranjeros en el Oriente Medio. Están en su propia tierra.

Los israelíes también están en su propia tierra. Pero sólo en la medida en que, estemos donde estemos, todos estamos en nuestra propia Tierra.

 

(9-IX-2001)

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EB-IU, gobernante

Al final, todo indica que Ezker Batua-Izquierda Unida entrará en el Gobierno de Ibarretxe. Asumirá una de las consejerías de asuntos sociales, con atribuciones en materia de vivienda, bienestar social e inmigración.

Es un asunto que he hablado con las dos partes. Participé en una reunión con Ibarretxe en la que el lehendakari explicó por qué tenía interés en integrar a los de Madrazo en su Ejecutivo, y en otra con Madrazo y dos dirigentes más de su coalición en la que nos explicaron los pros y los contras que le veían a esa posibilidad.

Madrazo se interesó por mi opinión. Ya lo conté por aquí en su día. Le respondí que no me parecía buena idea. Una cosa es apoyar el esfuerzo de normalización política que está haciendo Ibarretxe y otra corresponsabilizarse del conjunto de la gestión de un Gobierno que, necesariamente, tendrá puntos oscuros, e incluso muy negros.

Hace unos días, los antidisturbios de la Ertzaintza, los beltzas, tomaron al asalto el Gaztetxe (Casa de la Juventud) de Vitoria. Algunos de los presentes me hicieron un relato del suceso que me habría puesto los pelos de punta si me quedara de eso. Me contaron que los beltzas anunciaron que iban a entrar por la fuerza, que se negaron a negociar nada, que repetían a voces «¡Os vamos a matar, hijos de puta!», que tiraron abajo la puerta arrastrándola con una furgoneta y que irrumpieron en el local dando de tortas a toda la gente que estaba dentro, hiriendo a varias personas, a alguna de ellas de consideración. A la genovesa, por así decirlo.

Esos beltzas son miembros de la Policía del Gobierno en el que va a entrar EB-IU.

Sería un recurso infantil alegar que los sucesos del Gaztetxe de Vitoria se produjeron cuando EB-IU todavía no formaba parte del Ejecutivo de Ibarretxe. La Ertzaintza no va a cambiar de actitud porque Madrazo sea consejero de vivienda. La Ertzaintza, en contra de lo que mucha gente cree, es un cuerpo policial en el que Mayor Oreja tiene probablemente más simpatizantes que Ibarretxe. Porque la cabra tira al monte, más que nada.

Cuando EB-IU esté en el Gobierno Vasco, será corresponsable de los desmanes de las huestes de Balza. Es absurdo esperar a que el caso se produzca. Todos sabemos que se va a producir. Y no una sola vez.

Doy por hecho que la dirección de EB-IU también lo sabe. Pero, con todo y con eso, quiere tener un consejero.

Los lectores de este Diario saben que, aunque contribuí a la última campaña electoral de EB-IU, no pedí el voto para la coalición de Madrazo. Por mera prudencia política, dictada por la experiencia.

Y es que es cierto que más sabe el diablo por viejo que por diablo.

 

(8-IX-2001)

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Tener alternativas

Ya ven ustedes cómo se las gasta Mohamed VI. Piqué se permite decir que la complicidad de la policía marroquí con las mafias de la inmigración ilegal es obvia –porque lo es, ciertamente– y él responde indisponiendo a su secretario de Estado de Asuntos Exteriores, Taieb Fassi Fihri, anulando la visita que éste iba a hacer a España y prohibiendo la difusión de El Mundo, donde figuraban esas declaraciones del ministro español.

El monarca alauí –a quien nuestro rey suele llamar «mi hermano»– es de armas tomar. Tal vez por eso las empresas españolas fabricantes de armas hacen tantos negocios con él.

Me escribe un lector un tanto mosqueado: «¿Y qué quiere usted? ¿Que Marruecos monte un Muro de Berlín en el Estrecho?».

Yo no sé lo que quiero. Sé lo que querría. Querría que el pueblo marroquí se levantara contra esa monarquía corrupta, instaurara un régimen democrático, sacara provecho de las riquezas de su país y pusiera en marcha una economía potente que hiciera innecesaria la emigración en masa de sus ciudadanos. Y querría también que Europa contribuyera a ello con todas sus fuerzas.

«Ya, pero las cosas son como son: hay que tener alternativas realistas», me responden algunos.

No veo por qué habría de tener yo alternativas realistas para situaciones que no sólo no he contribuido a crear, sino que he criticado cuando estaban en fase de creación. Llevo 30 años oponiéndome a la colaboración europea con la Monarquía alauí, especializada en alternar el asesinato con la rapiña. Yo no he criado ese cuervo: que nadie me venga ahora conque saca ojos.

Ése es un planteamiento aburridamente frecuente: te reclaman que aportes soluciones viables para los problemas y te dicen que, si no las tienes, te calles. Pues no, señor. Si desde que ha comenzado la partida de ajedrez yo he venido diciendo que no eran ésos los movimientos que había que hacer, tengo perfecto derecho a despotricar a mitad del juego, cuando empieza a hacerse evidente que va a ganar el otro.

Lo cual es aplicable no sólo al problema de la inmigración ilegal, sino también a muchos otros asuntos. Por ejemplo: en 1976, no sólo yo, sino incluso el PSOE, lo mismo que toda la oposición democrática al franquismo, defendimos el reconocimiento del derecho de autodeterminación para el pueblo vasco. ¿Habría sido la solución? No lo sé. Nadie lo sabrá jamás. En todo caso, ellos traicionaron lo acordado y nos condujeron por otro camino, que nos ha llevado a donde estamos. ¿Estoy obligado ahora, cuando nos encontramos donde yo no quería, a aportar alternativas viables? Desde luego que no.

Por supuesto que, si se me ocurre algo, lo planteo, y si puedo ayudar, ayudo. Pero recuerdo quién tiene la culpa de los problemas.

 

(7-IX-2001)

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El cazador casador

Juan Carlos de Borbón ha estado de visita oficial en Kazajistán. La Casa Real dijo que acudía para participar en no sé qué actividad de promoción del estudio del castellano. Según oí el presunto motivo del viaje, me quedé perplejo: no era consciente yo de la importancia del desarrollo de la enseñanza del castellano en Kazajistán.

Hoy he sabido la verdad. En realidad fue a cazar. Kazajistán, por lo visto, tiene unas reservas naturales muy importantes y nuestro monarca creyó oportuno procurar un descenso acelerado de su fauna. Entretanto, el Premio Príncipe de Asturias de la Concordia recaía en las Reservas de la Biosfera.

Me encantaría saber a cuento de qué el gobierno kazajo ha creído oportuno invitar al rey de España a montarse un garbeo cinegético por sus lares. Porque algún interés perseguirá, seguro. Pero, como no sé cuál –uno no puede saberlo todo–, me guardo mis sospechas para mí solo.

En todo caso, el episodio me parece ejemplar: la Casa Real tiene un lío del copetín y él aprovecha la ocasión para irse de Caza Real al quinto coño.

No exagero. Estoy convencido de que la Monarquía española está encarando un momento realmente problemático. El más delicado para su propio futuro desde que se produjo su restauración tras la muerte de Franco. Pienso así porque veo que la misma gente que durante todos estos años había venido mirándola con arrobada veneración –una veneración bochornosamente inducida por los medios de comunicación, pero veneración, a fin de cuentas–, está perdiéndole el respeto a marchas forzadas.

Ayer publiqué en El Mundo una columna escasamente amable para el conjunto de la familia real (ver La Zarzuela en apuros, en esta misma página, un poco más abajo). Pues bien: recibí a lo largo del día un auténtico montón de correos electrónicos, todos ellos, menos uno, mostrando su simpatía con el contenido del escrito. Algo así habría sido impensable hace cuatro o cinco años. Entonces, cada vez que hacía una alusión despectiva a la monarquía juancarlista, me llovía una catarata de reproches.

Fiaos de mi olfato periodístico: está habiendo un cambio de orientación de la opinión pública.

No creo que el affaire de Eva Sannum sea la razón, pero sí el detonante. El carácter pedestre del asunto facilita que afloren comentarios públicos que antes se reservaban, como mucho, para charlas de café. Mucha gente que en su fuero interno venía preguntándose ya desde hace tiempo por la utilidad de la institución monárquica, y desaprobando la frivolidad que el rey disfraza de campechanía, se está atreviendo a decirlo en voz alta.

No pretendo que la monarquía vaya a desmoronarse como un castillo de naipes. Ya sé que en la baraja no sólo hay reyes. Pero sostengo que empiezan a tenerlo crudo.

Y, si no, al tiempo.

 

(6-IX-2001)

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Nicolás Castellanos, ex obispo

Ironizan algunos amigos míos, ateos de pro, con las ventajas que ha tenido el caso Gescartera para la restitución de la verdadera imagen de la Iglesia católica: «¡Ésta es la Iglesia de verdad, sí señor, la que alterna el saludo brazo en alto con la mano en la caja!».  

Yo también solía bromear en tiempos en esa misma línea, defendiendo que las misas fueran en latín, oponiéndome a que los curas prescindieran de la sotana y reclamando que la enseñanza religiosa comportara una buena dosis de bofetones diarios a los críos. Qué duda cabe de que una Iglesia convenientemente carca y abusona facilita mucho la labor de los anticlericales. Cuanto más simples son las cosas, más se justifica el simplismo.

Pero las cosas casi nunca son simples. Ayer, Nicolás Castellanos, que fue obispo de Palencia y dejó la prebenda para irse a trabajar al lado de los desheredados de Santa Cruz de la Sierra, en Bolivia, criticó las inversiones milmillonarias de la Iglesia católica en Gescartera: «En un mundo en el que 1.300 millones de personas viven con un dólar al día, yo no puedo dedicarme a invertir dinero. Tengo que dedicarlo a suprimir el hambre», dijo.

Lo siento por mis amigos anticlericales: esa Iglesia también existe.

A estas alturas de mi vida, lo que más me irrita de los anticlericales de izquierda –de izquierda de verdad, quiero decir– es que no se den cuenta de que la fe en Dios es tan justificable –o tan injustificable– como cualquier otro tipo de fe. Creer en las posibilidades de superar la opresión de clase implica apuntarse a una hipótesis científicamente tan indemostrable como la existencia de Dios. El ansia de trascender la realidad puede encauzarse en la mente humana de muy diversos modos, y el religioso es tan lícito como cualquier otro. Es totalmente injusto que se haga burla de él. Más aún desde la izquierda radical, que debería considerar el hecho de que las comunidades cristianas de base son de lo poquito decente organizado que queda en este país.

A mí me pasa como al pobre Lamarck, científico francés del XVIII, al que le preguntaron por qué no había hecho ni una sola mención a Dios en un tratado de Ciencias Naturales que había escrito. Don Jean-Baptiste contestó: «No tengo necesidad de esa hipótesis». Yo no soy creyente porque nunca he sentido la necesidad de esa hipótesis. Pero he optado por otras hipótesis fantasiosas: la Justicia, la Solidaridad, la Igualdad... En suma: que soy creyente de otro tipo.

 

(5-IX-2001)

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La Zarzuela en apuros

Hay mucha preocupación en La Zarzuela por el mal resultado que ha tenido la operación Noruega.  

Los estrategas de la Casa Real habían previsto que la foto conjunta del príncipe Felipe y Eva Sannum, lo mismo que el saludo casual de la reina Sofía a la señorita en cuestión, fueran habituando a la opinión pública española a la idea del matrimonio entre la modelo y el heredero, asunto en el que, según todas las trazas, el chico está empeñado. Pero hete aquí que los sondeos indican todo lo contrario: tres de cada cuatro encuestados desaprueban esa boda.

El argumento que parece haber calado más en el personal de a pie es el de la incoherencia. Se dice que el príncipe no puede estar a las maduras y negarse a las duras. Que no puede justificar la vida de pachá que lleva, con su palacete propio, su yate del recopón, sus coches deportivos y sus festejos día sí día también, amparándose en que para eso es el vicerrey, y luego apelar a los derechos que tiene cualquier ciudadano para elegir consorte a su guisa. Se le exige que elija: o ejerce de monárquico o ejerce de demócrata, pero a tiempo completo en cualquiera de los dos casos. Y se le conmina a que, si quiere casarse sin respetar consideración alguna, haga como su difunto pariente inglés y renuncie a los derechos de sucesión.

Temen los partidarios de la Cosa Real que el lío del príncipe abra la caja de Pandora en la que ha vivido encerrada durante 25 años la Monarquía española y que, roto el implícito pacto de silencio que los medios de comunicación han venido respetando a su respecto, se empiece a hablar ya abiertamente de todo: de los líos del padre, de los negocios por delegación de Prado y Colón de Carvajal, del cachondeo de Marivent, con toda su cohorte de cuñados, primos, tíos, sobrinos, primos segundos y parientes lejanos viviendo del cuento... en fin, de todo lo que todo el mundo sabe pero nadie cuenta. Con lo cual –y eso es lo que más les preocupa, lógicamente– nada tendría de particular que la ciudadanía en masa empezara a hacerse la pregunta clave: ¿para qué carajo nos sirve la Monarquía?

Yo, personalmente, estoy a favor de que el príncipe Felipe se case con la modelo. Cuanto antes. Y no porque defienda el matrimonio monárquico por amor –un asunto que me pilla de demasiado lejos– sino porque comparto las reflexiones de los monárquicos, sólo que desde la otra orilla: veo que esa boda puede hacer peligrar la estabilidad de la Monarquía, y eso me parece de perlas.

 

(4-IX-2001)

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El síndrome posvacacional

Escucho a un psicólogo que se queja de la frivolidad con que los medios informativos llaman «síndrome» a cualquier malestar, por pequeño que sea. Dice que la desazón que sufre buena parte de la población laboral cuando termina sus vacaciones no es un verdadero síndrome, sino eso: un pequeño fastidio pasajero.

No estoy de acuerdo. Me parece que la generalización que él hace también es una frivolidad.

Hay casos y casos.

Lo sé por mí mismo. Hubo un tiempo en que no me costaba lo más mínimo regresar al trabajo. Incluso volvía a la faena con ganas. Estar todo un mes de vacaciones me parecía excesivo: sostenía que con 15 días bastaba y sobraba. Luego pasé a considerar que tres semanas era probablemente un plazo adecuado. Más tarde me apunté a la opción del mes completo. Fue a partir de 1996, tras la victoria electoral del PP –no hay nada de casual en ello–, cuando empecé a reintegrarme con franca desgana a la rutina laboral.

A la altura de 1999, mi desgana ya no era un mero fastidio. Constituía un profundo decaimiento. Y lo que es peor: no tenía nada de pasajero.

Es evidente que existe una relación directa entre el grado de satisfacción intelectual y sentimental que cada cual obtiene en su trabajo –la compensación económica en este caso es secundaria– y la gana o la desgana con que lo afronta.

Actualmente mi trabajo tiene diversas facetas. Algunas no se me hacen en absoluto cuesta arriba. Al contrario, me divierten. Prueba de ello es que he seguido escribiendo durante las vacaciones. Es decir que, en ese sentido, no he tenido vacaciones.

Pero comporta también ciertas obligaciones laterales que me deprimen. En particular, la de tener que enfrentarme cara a cara con individuos que me resultan profundamente detestables.

Conozco puñados de gente que es eso lo que peor llevan de la vuelta al trabajo: la obligación de soportar otra vez a personajes intrínsecamente odiosos. Jefes, por lo general.

Decía Hobbes aquello de que «el hombre es un lobo para el hombre». Pues no digamos nada para el cordero.

 

(3-IX-2001)

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