Diario de un resentido social

Semana del 9 al 15 de julio de 2001

 

 

La Ertzaintza

Desplazamiento sabatino a Cartagena. La excusa era asistir a un concierto de una cantante brasileña, Fernanda Abreu. No la conocía. Ya la conozco: rap con aire de samba, bien hecho, con coreografía a lo Madonna. A bastante distancia de mis propios gustos. Por momentos alimenté la sospecha de si estaba cantando muchas canciones o muchas veces la misma canción.

 Lo que más me interesaba del viaje era estar con algunos amigos de allí y, muy en especial, con Ben, un maravilloso senegalés al que vengo tratando desde hace 20 años y al que quiero mucho. El muy cabrón tiene la misma elegancia natural y la misma piel tersa que hace dos décadas. Y la misma sonrisa encantadora. Y los mismos dientes blanquísimos. Cenamos un buen pescado –él es controlador marítimo en Cartagena y se conoce el ramo– y nos reímos a gusto con nuestras tonterías.

A la salida del concierto me topé con un puesto de discos de música con raíces. Bien nutrido. Me merqué seis cedés: uno de Ali Farka Toure –lo tenía en uno con Ry Cooder–, otro de Cheb Mami, el fantástico Green Blue Yellow Rose & Charcoal de Marisa Monte, una selección de música senegalesa que me recomendó Ben, otro de la Orquesta Nacional de Barbès –o sea, argelinos en París– y, en fin, otro del Anouar Brahem Trio tunecino. El dueño, un tipo enrollado  con el que hice rápidamente buenas migas, me arregló un precio muy apañado por el lote entero y me ofreció dos entradas para ver la actuación del Anouar Brahem Trio en la Catedral de Cartagena el próximo 22. A ver si podemos ir.

Regreso tardío de Cartagena a Aigües. Dejé que sonaran algunos de los cedés recién adquiridos. Charo se mantuvo despierta, cumpliendo sus funciones de copilota: pasarme cigarrillos, avisarme de los desvíos y, por lo demás, guardar silencio: no me gusta que me hablen mientras conduzco. Las dos amigas que venían con nosotros se durmieron arrulladas por la suave música. No quise conectar la radio durante el viaje, para no molestarlas.

Así que, hasta que llegamos a Aigües, ya cerca de las tres de la madrugada, no me enteré del segundo atentado del día. El juramento de Ibarretxe ante el árbol de Gernika, bañado en sangre.

Ya de mañana, cuando me despierto –tarde–, me entero de la composición del nuevo Gobierno vasco. Han cambiado pocas carteras. Se ha ido la consejera de Educación. La última vez que hable con Mari Carmen, vieja compañera de luchas estudiantiles, hace como 20 días, la ví con ganas de hacer otras cosas. Llevaba demasiado en el cargo. Así que supongo que el cambio ha sido a petición propia.

Lo que más me intrigaba era saber quién ocuparía la cartera de Interior. Veo que sigue Balza. Me contaron que no quería continuar en el puesto. Estaba cansado del acoso mediático y político sufrido en los últimos años. Y también de ver tanta sangre, tanto dolor y tanto entierro. Según mis noticias, Ibarretxe ofreció la cartera a varios miembros del PNV, pero todos le respondieron  negativamente. Al parecer, todos daban por hecho que ETA se disponía a poner a los responsables de la Ertzaintza en los primeros puestos de sus macabras listas. El asesinato de Mikel Uribe parece confirmarlo ampliamente. Nunca he sentido simpatías por ninguna Policía. Tampoco por la Ertzaintza. Pero la papeleta que tiene es de aúpa.

El balance del sábado es terrible. Maldita ETA.

Voy a encender de nuevo la radio. Tengo curiosidad por saber qué reacciones ofrecen los políticos. Porque uno de los asesinatos se ha producido en Navarra, territorio bajo jurisdicción de las Fuerzas de Seguridad del Estado, y el otro es de un responsable de la Ertzaintza. Imagino que, por lo menos, en esta ocasión el PP no dirá que la culpa es del Gobierno vasco.

O sí. Ahora veré.

 

(15-VII-2001)

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El viaje a Jamaica

 

Quienes siguen asiduamente este Diario ya saben a qué llamo yo Jamaica: a lo mismo que el bueno de Kavafis, y Llach tras sus huellas, llamaron Itaca. A un lugar idílico en el que situamos la paz, la solidaridad, el amor, la buena fe...

Nuestros sueños, en suma. El No-Aquí.

El otro día, en un momento de amargura, insistí en que mi Jamaica no existe.¡Vaya una noticia! Olvidé –no quise recordar– que ésa es precisamente su gran virtud. Si existiera, no podría ser perfecta.

Jamaica no es una isla de playas idílicas en las que tumbarnos para reposar de nuestras guerras. Jamaica es el santo y seña del combate. Jamaica es una bandera para los que no izamos ninguna bandera en particular, porque tenemos demasiadas.

En el poema de Kavafis, Itaca es lo de menos. Todas las Itacas realmente existentes –todas las Jamaicas realmente existentes–  están condenadas a defraudarnos. Lo importante no es el destino. Lo realmente decisivo es el viaje.

El viaje es importante porque nos pone a prueba, porque nos desafía a no perder ni la determinación ni el rumbo, porque nos obliga a desoír los cantos de sirena, porque evita que vaguemos sin sentido por la vida.

Pero hay algo en el viaje que es todavía más decisivo: la expedición. La gente que nos acompaña en la travesía. Aquellos y aquellas que, animados por la misma voluntad y el mismo sueño, caminan junto a nosotros, dejándose la piel en el combate por lo imposible.

Estos días, que han sido un tanto amargos para mí, me lo han vuelto a demostrar. Ellas y ellos son lo mejor. Y cómo. Y cuánto.

Alguien ha podido entender que, cansado por la brega, me disponía a abandonar el barco, renunciando a la travesía.

Jamás. No concibo nada mejor que ser miembro de la tripulación de esta nave, que boga hacia Itaca y sueña con Jamaica.

Así que me dejo de tonterías, y a seguir remando. Contra la corriente, que es lo nuestro.

 

(14-VII-2001)

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Enseñar periodismo

 

Hablaba el pasado miércoles en Murcia con un profesor de Bachillerato que me contaba cómo utiliza él los periódicos en clase para mostrar a los alumnos las diferentes posibilidades de tratar una misma noticia.

No me reí, porque el hombre es una buena persona y obra de buena fe, pero tuve que explicarle que, por el sistema que él utiliza, no contribuye a la formación real de sus alumnos. Basándose –como lo hace– en los periódicos de mayor tirada, no enseña en absoluto a sus alumnas y alumnos las diferentes posibilidades que hay de abordar los hechos. Les enseña sólo una. Porque, en su esencia, en la situación actual, todos los grandes periódicos son el mismo periódico. 

El proceso de elaboración de las noticias es muy complejo. Del mismo modo que hay un largo y complicado camino que conduce desde la extracción del petróleo del subsuelo hasta la manguera que dispensa gasolina en la estación de servicio, entre el hecho noticiable y la noticia publicada hay todo un mundo de mediaciones. El hecho es sólo la materia prima. A partir de él, empieza su manipulación. Los hechos van pasando por una larga serie de filtros: desde la ideología del periodista de base, que jerarquiza lo que a él le parece de interés y descarta lo que no, hasta los intereses empresariales de la dirección del propio medio informativo, que jamás renuncia a servirse de las noticias para barrer para casa.

Estábamos hablando en Murcia. Ilustré lo que intentaba explicarle poniendo como ejemplo el tratamiento informativo que está teniendo la gravísima epidemia de legionella que sufre la ciudad. Desde que se descubrió que una de las torres de refrigeración que han estado expandiendo la enfermedad pertenece a El Corte Inglés, los medios de comunicación se han pasado todos en masa al cuerpo diplomático. Nadie ha subrayado cuán inaudito es que un establecimiento de esas características no cuente con un sistema permanente de inspección de su sistema de aire acondicionado, ni se ha preguntado por las eventuales responsabilidades –incluso penales– que podrían derivarse de esa gravísima negligencia. Nadie se ha extrañado de que las autoridades –incluida esa ministra que dice que los españoles pueden estar tranquilos, porque ella vela por su salud– no hayan ordenado el inmediato cierre del centro comercial.

¿Por qué? Sencillo: porque El Corte Inglés es uno de los principales anunciantes de España. El más importante, mano a mano con los fabricantes de automóviles. El Corte Inglés no es un mierdoso fabricante de aceite de orujo de oliva al que quepa presentar como Satán redivivo. Es San Isidoro en persona, y merece reverencia. Ocupa un lugar de honor en las cuentas de resultados de todos los periódicos, de todas las radios comerciales y de todas las televisiones. Nadie quiere enfadarlo.

Pues así, todo. Todo.

Afrontar lo que aparece publicado en los periódicos sin tener en cuenta lo que se oculta en esa nutridísima trastienda es engañarse uno mismo y engañar a los demás.

Si lo sabré yo.

 

(13-VII-2001)

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La culpa la tengo yo

 

Permitidme que empiece este apunte con un arranque de humor negro, remedando esos avisos funerarios que suelen aparecer en los periódicos locales: «En la imposibilidad de hacerlo individualmente, la familia Ortiz quiere manifestar a través de esta nota su profunda gratitud a la innumerable cantidad de amigas y amigos que le han hecho llegar sus sentimientos de profunda condolencia».

Ahora fuera de bromas: me emocionó ayer comprobar no sólo cuánta gente me apoya, sino la fuerza y el cariño con que lo hace. Retengo el comentario de un amigo de Estocolmo: «Mándalos a la mierda. No tendrán que desplazarse mucho».

De todos modos, deberé reconocer que el principal responsable de lo sucedido he sido yo.

He cometido dos graves errores: uno estratégico; el otro, táctico.

Mi error estratégico fue pensar que algo así no me podía ocurrir a mí.

Durante los diez años que ejercí de jefe de Opinión de El Mundo, sólo censuré un artículo: el que escribió cierto personaje que, habiéndose ausentado una noche de su hogar sin dar explicaciones, y a la vista de que el hecho trascendió al gran público por una imprudencia radiofónica, pretendió hacer creer a los lectores del periódico que no había estado de jarana, sino que había sido secuestrado por ignotas fuerzas del mal.

Fue aquella –si se me permite la expresión paradójica– una censura deontológica.

Fuera de eso, sólo me tocó hacer en tres o cuatro ocasiones alguna llamada telefónica a este o a aquel columnista para pedirle que suprimiera tal o cual expresión particularmente malsonante, expresamente prohibida en el periódico, o para que evitara una u otra descalificación ad hominem realizada en términos inaceptables, por aludir a circunstancias de la vida íntima del aludido.

Creía, en suma, que la libertad de expresión en los artículos de Opinión estaba asegurada en El Mundo. Tanto más en mi caso, dada mi calidad de miembro fundador del periódico, de autor del texto que recoge su teórica línea editorial –las 100 Propuestas para la regeneración de España, todavía incluidas en el Libro de Estilo del diarioy de subdirector y jefe de Opinión en excedencia temporal.

Dí por hecho, por decirlo brevemente, lo que no debería haber dado por hecho.

Señalaré en mi descargo que existían precedentes que parecían reforzar mi criterio. Pondré un ejemplo. Durante la Guerra del Golfo, el máximo representante de los intereses kuwaitíes en España –Javier de la Rosa, a la sazón– contrató una fortísima y costosísima campaña de publicidad en todos los periódicos bajo el lema Free Kuwait. En el anuncio aparecía una mujer con la cara cubierta. El texto decía, en resumen, que  esa mujer no podía enseñar el rostro porque Sadam Hussein es muy malo y la machacaría. Escribí un artículo cachondeándome de la campaña y diciendo que esa mujer no podía enseñar su rostro básicamente... porque la agencia de publicidad no le pagaría. Acababa la columna diciendo: «Free Kuwait. ¡Un viaje a la liberación en vagón de primera!». Como represalia, De la Rosa retiró de El Mundo la campaña. Un taco de millones. La gente del departamento de publicidad –entre la que tengo muy buenos amigos– me contó lo ocurrido. Pero no me formuló el menor reproche.

Mi error ha sido no darme cuenta de que eso sucedió hace una década. Y no contar con que de entonces a aquí ha llovido mucho. Muchísimo.

Ésa ha sido mi equivocación estratégica.

La otra equivocación, la táctica, ha sido resultado de la anterior. Como nada temía, no me di cuenta de lo imprudente que era anunciar con cuatro días de antelación que tenía la intención de escribir de Botín. Di tiempo al banquero para que pusiera en marcha su maquinaria de presión. Y, frente a sus poderes, los principios deontológicos, el Libro de Estilo, mi papel, mi trayectoria, etcétera, etcétera, no han pintado un puto pimiento. Resultado: que me he ganado a pulso lo que me ha ocurrido.

La ventaja es que ya sé con quién trato realmente, a qué debo atenerme... y todo lo demás.

Algunos lectores han iniciado una campaña de denuncia sobre lo ocurrido: cartas al director, llamadas al periódico, denuncias ante otros medios de comunicación, divulgación del asunto por la Red... No tengo nada en contra y agradezco su esfuerzo. Sé que la utilidad de la denuncia no va a ser excesiva, pero nunca he sido de los que dicen que los esfuerzos inútiles conducen a la melancolía.

De todos modos, más importante me parece hacer un esfuerzo colectivo para que Botín no se salga totalmente con la suya, y divulgar la existencia del libro de Josep Manuel Novoa. Lo recuerdo: se titula El Poder y ha sido editado por Ediciones Foca. La misma que sacó el libro de Jesús Cacho sobre Polanco. La misma que sacó el libro de Joaquín Navarro sobre Euskadi. La única de las de cierto peso, por lo visto, que tiene las narices de sacar libros así en España.

 

(12-VII-2001)

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Historia de una columna

 

El pasado sábado avisé en mi columna de El Mundo de que tenía la intención de dedicar hoy ese mismo espacio a contar cosas sobre Emilio Botín, gran patrón del BSCH.

En realidad, mi deseo no era tanto hablar de ese señor como de los avatares seguidos por un libro publicado recientemente por Ediciones Foca titulado El Poder. El libro, obra de un veterano periodista llamado Josep Manuel Novoa, aborda con mucho detalle y datos en mano la reciente historia del sector financiero español y, muy especialmente, de los métodos por los que don Emilio Botín y su camarilla ha conseguido hacerse con la parte del león de ese sector, logrando, entre otras cosas, que el Banco de España le haya regalado el Banesto, esquilmando a los pequeños accionistas del que fuera en su día principal banco de la península, ahora en trance de desaparición.

Había llegado a mi conocimiento que el libro en cuestión ha sentado tan rematadamente mal al señor Botín que ha puesto en marcha toda una operación de altos vuelos para silenciarlo. Huelga decir que, si así ha sido, es porque lo que cuenta el libro es verdad. En caso contrario, lo primero que habría hecho el poderosísimo banquero habría sido encargar a sus tropecientos mil abogados que pusieran una legión de querellas contra el autor del libro y contra su editor, reclamando incluso el secuestro judicial de la obra. En lugar de eso, lo que ha hecho don Emilio es montar un gabinete de crisis para asegurarse de que ni un solo medio de comunicación llame la atención sobre la existencia de la obra. Papel predominante en ese empeño corresponde a un miembro del gabinete de relaciones públicas del BSCH, de cuya catadura da cuenta el hecho de que sus propios compañeros lo apodan, no muy cariñosamente, el pequeño Goebbels. Me imagino que no hará falta detallar los métodos de que se está valiendo el mencionado gabinete de crisis para alcanzar sus objetivos: la influencia del BSCH en el mundo de los medios de comunicación –vía cartera de publicidad, patrocinios, accionariado, etcétera, etcétera– es sobradamente conocida.

Bueno, pues en éstas estaba ayer por la mañana, tomando notas para la confección de la prometida columna, sentadito al borde de la piscina y escuchando el excelente último disco de John Gorka, cuando de repente suena el teléfono. Me llamaban de El Mundo. No diré quién: dejémoslo en que no era precisamente el chico de los recados. Pero en este caso ejercía funciones de tal: me comunicó que más me valía desistir de la idea de hablar de ese libro porque, si lo hacía, mi artículo jamás vería la luz. Me quedé de una pieza: en once años que llevo como columnista de El Mundo, jamás nadie me había dicho qué podía o qué no podía escribir. Argumenté eso, argumenté que mis opiniones son mías y llevan mi firma («Vete a contarle eso a Botín», fue la respuesta)... argumenté de todo, pero todo fue inútil.

Mi primer impulso fue seguir adelante pese a la amenaza y montar la zapatiesta. Pero ¿qué zapatiesta iba a montar? Ningún medio de comunicación medianamente importante se haría eco de lo ocurrido, porque Botín los tiene cogidos a todos por sus partes más íntimas.

De modo que decidí escribir la columna que incluyo bajo estas líneas, en la que hablo de todo esto pero sólo en el plano general, avisando explícitamente de que no entro en la explicación concreta de los motivos que suscitan la reflexión porque, sencillamente, no me dejan.

Escribir esa columna fue la primera decisión que tomé, referida al problema inmediato.

Pero no fue la única decisión que adopté ayer. La segunda, difícilmente excusable a la vista de que la cloaca del periodismo actual amenaza ya con engullirme también a mí, tendrá su traducción a la vuelta del verano.

Horas antes de que sucediera todo esto había anotado premonitoriamente en este Diario: «Todo lo que tenía que escribir, ya lo he escrito. Todo lo que tenía que odiar, ya lo he odiado. Todo lo que podía amar, ya lo he amado. Nada me queda por escribir.»

Bueno, pues parece que acerté. Creo que me ha llegado el momento de cambiar de profesión.

Por cierto que había escrito esas líneas tomando pie en mi libro Jamaica o Muerte. No deja de tener su punto de ironía que ese libro fuera presentado en su día al público por un periodista llamado Pedro J. Ramírez.

Bueno, pues ya está. Éste es el texto de la columna que hoy publica El Mundo:

 

El gran Poder

 

Ya se saben ustedes lo de los tres famosos poderes definidos por Montesquieu: que si el legislativo, que si el ejecutivo, que si el judicial. Hace algunas décadas –en plan inicialmente tirando a metafórico–, se empezó a hablar también del cuarto poder, en alusión a la influencia de la Prensa sobre los asuntos del Estado.

Pues bien: vayan olvidándose ustedes de todas esas antiguallas.

Ya no existe más que un poder real: el Poder. El Poder con mayúsculas. El Poder por antonomasia. El Poder que lo amalgama todo. Un Poder que puede sobornar parlamentarios, comprar gobernantes, enfeudar jueces y alquilar periodistas a tanto la docena.

La doctrina marxista clásica analizaba cómo la clase económicamente dominante se las arreglaba para que las instituciones del Estado y los aparatos de creación de la opinión pública actuaran en última instancia a su servicio. Se suponía que el conjunto funcionaba a través de un complejo entramado de relaciones sutiles, no fácilmente desvelables.

Todo ese rollo ha periclitado. En el momento presente, el tropel dominante pedalea no ya en el mismo pelotón, sino incluso en el mismo equipo. Según los días –y a veces según las horas–, la misma gente puede tomar decisiones políticas, financieras o mediáticas, sin cambiar ni de ocupación ni de sede, porque no son sino diferentes negociados de la misma Dirección General: a las 10, proteger a tal político corrupto –hoy por tí, mañana por mi–; a las 12, echar la persiana a un banco –y ahí se las arreglen los pequeños accionistas–; a las 18, decidir qué debe decir o dejar de decir la Prensa... Tan ricamente. Son meros cambios en el orden del día de la misma ocupación.

A veces se enfadan entre ellos. Porque el uno quería 50 y se ha llevado sólo 45. O porque aspiraba a figurar en el puesto 3 del ránking y lo han dejado en el 5. Pero no atribuyamos cualidad a la cantidad: son los mismos perros con los mismos collares.

Pertenezco al gremio de los que se supone que deberíamos contar todo eso. Audaz suposición. A la mayoría tanto le da: pregunta qué es lo que tiene que escribir o decir, lo dice, cobra y calla. Y a los pocos que aún quisiéramos seguir fieles al mandato fundacional de la profesión –que si la verdad, que si Agamenón, que si su porquero– sólo nos queda una aparente opción: callar o que nos callen.

Hay quien sostiene que cabe una tercera vía: contar lo que ocurre, pero manteniéndose en el plano de la pura teoría, sin descender al relato de enojosos ejemplos prácticos. Sin mencionar quién, cómo y con qué trampas se hace de oro.

Es lo que he hecho yo hoy: hablar del Poder omnímodo establecido, sin mencionar el botín.

 

(11-VII-2001)

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No hay Jamaica

 

Era una invernal mañana brumosa bilbaina, hace más de diez años. Estaba trabajando en mi pequeño apartamento de la calle de Licenciado Poza, escuchando a Don Williams cantar Jamaica Farewell, una vieja canción hundida en mis recuerdos infantiles gracias a Harry Belafonte.

Adiós Jamaica es un suave calypso que describe los pensamientos melancólicos de un pescador que abandona el puerto de Kingston y sueña en el regreso junto a su amada. Don Williams la canta muy bien, acentuando su lado ingenuo y tenue, haciendo que suene de fondo una suave marimba caribeña.

De repente, pensé en esa Jamaica idílica. Y la soñé como símbolo del No-Allí. Imaginé una Jamaica como la de la canción, como la de los carteles turísticos: alegre y cantarina, primitiva y soleada. Como lo contrario de la triste grisura que veía por la ventana.

Escribí entonces un artículo que con los años daría título a mi segundo libro: Jamaica o Muerte.

Jamaica. Itaca. La lucha por el sueño. Prometeo: el sacrificio por lo imposible. El debe contra el puede.

Ayer, cuando salí por la noche de la radio en Alicante, conduje el coche lentamente por la carretera de la costa, sin prisa por llegar a mi casa de Aigües, donde nadie me esperaba.

Me detuve cerca de El Campello, al borde de la inmensa playa desierta, solo iluminada por una media luna amarillenta reflejada como un reguero sobre el agua.

Bajé del coche y me acerqué al mar.

Me senté junto a la orilla en una tumbona abandonada, bajo la noche oscura. Sólo se oía la suave cadencia de las olas. Olía a salitre.

Sin saber por qué, saqué un raído papel del bolsillo, de ésos que utilizo para no olvidar los recados. Escribí sin ver apenas, sin pensarlo dos veces, como un autómata:

«Todo lo que tenía que escribir, ya lo he escrito.

Todo lo que tenía que odiar, ya lo he odiado.

Todo lo que podía amar, ya lo he amado.

Nada me queda por escribir.

Nada que odiar.

Nada por amar que no haya amado.»

Guardé el papel. Seguí escuchando el lento vaivén de las olas.

Y me quedé dormido.

Desperté horas después. Hacía frío. Volví al coche y lo puse en marcha.

Encendí la radio. Escuché las noticias: «Graves incidentes en Jamaica. Un tiroteo entre la Policía y la población del barrio portuario ha causado medio centenar de muertos».

Y entonces tuve la certeza: ya no hay Jamaica.

Ya no hay opción entre Jamaica o muerte.

 

 (10-VII-2001)

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Yahvé, Alá, Dios...

Nota.– Me llamaron ayer al mediodía de “El Mundo” para ver si podía escribir una columna para hoy. Cosa de sustituciones de vacaciones no muy bien planificadas, se ve. Aproveché un viejo comentario de este Diario y rectifiqué su texto y su sentido. Es el texto que viene a continuación. Lo aviso para aquellos que se extrañen al notar que el arranque les suena.

 

Por razones que no hacen al caso -o que sería prolijo relatar, que viene a ser lo mismo-, dediqué no hace mucho un buen puñado de horas a  la lectura de la Biblia.

Me ratifiqué en la idea de que sus libros contienen prosas y poemas magníficos, de una más que notable altura literaria.

El Apocalipsis, en particular, es impresionante. Se trata de un texto surrealista que la admiración lleva a considerar alucinante, pero que el rigor mueve a tomar más bien por alucinado. O psicodélico, si se prefiere. Genial, en todo caso.

El respeto y la consideración literaria que me merecen los autores de los libros sagrados no me impiden reconocer que, no obstante, a veces su lectura me saca a epellones del terreno neutro del historicismo para hundirme directamente en el espanto, considerando cuánta gente se ha dejado llevar por sus recomendaciones a lo largo de los tiempos. El Dios del Viejo Testamento era  –es– un personaje de armas tomar, dicho sea en el sentido más literal de la expresión: belicoso, iracundo, vengativo. Y de un machismo feroz, muy en consonancia con la época, pero de difícil encaje en la Verdad revelada.

En todo caso, muy desagradable. Y sus héroes y paladines, del mismo género.

Es curioso comprobar cómo incluso algunos de los hijos más dilectos de Yahvé, cuyos nombres ha pasado a la Historia como paradigmas de bondad y prudencia, eran personas de virtud más que dudosa, cuando no déspotas arbitrarios de crueldad inaudita. Según consta en el Libro Primero de los Reyes, 4.1-4.6, incluso el muy sabio y ecuánime Salomón contaba entre sus ministros con un tal Adonirán, cuyo título oficial era el de «supervisor de trabajos forzados». ¡Ah, la justicia salomónica!

«...Porque Yahvé, el Altísimo, es terrible... Somete pueblos a nuestro yugo, naciones pone a nuestros pies...» (Libro de los Salmos, Salmo 47, versículos 3 y 4).

Yahvé, sometiendo pueblos y humillando naciones. No es fácil escapar a la tentación de poner en relación tales textos con el actual Estado de Israel, concluyendo que nada tiene de especial que sus dirigentes sean como son, si se miran en semejante espejo.

Pero el problema no es ése. El problema no es Yahvé.

Acaba de pasar por España una delegación de la RAWA, una organización que defiende a las mujeres afganas sometidas a otro poder omnímodo supuestamente basado en la ley divina. La del Corán, en su tristísimo caso.

Pero hay más. ¿Habré de citar las infinitas tropelías cometidas a lo largo de la Historia en nombre del Evangelio de los cristianos?

Yahvé, Alá, Dios... Es al revés: son los hombres injustos los que han creado divinidades a su desdichada imagen y semejanza.

 

 (9-VII-2001)

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