Diario de un resentido social

 

 

Salsa y tirantes

 

Casi todas las emisoras canarias de FM emiten sin parar música de salsa. La primera vez que lo constaté me pareció de lo más natural: las Canarias tienen un fortísimo aire antillano (históricamente es al revés, pero imagino que se entenderá a qué me refiero).

Un amigo canario me hizo ver hace poco que mi suposición era totalmente errónea. Me explicó que el éxito de la salsa en Canarias es muy reciente y tiene no poco de artificioso. La salsa es ajena a las tradiciones musicales del archipiélago. Está muy relacionada, de hecho, con la oferta turística, es decir, con la constatación de que a la mayoría de los turistas papanatas, como yo, Canarias nos parece como muy antillana.

Pensando en ello, me di cuenta de que con la salsa canaria pasa como con los tirantes.

Me explico.

Hace poco, y tras constatar que la expansión de mi barriga sigue un proceso en extremo pujante, lo que hace que el uso del cinturón me resulte progresivamente penoso –mi tripa trata de eludir la incómoda presión del maldito cinto de cuero y tiende irrefrenable y no muy estéticamente a asomar por encima de él-- opté  por comprarme unos tirantes, a ver qué tal.

Oigan: mano de santo. Son comodísimos. Te sujetan el pantalón en su sitio sin oprimirte para nada. Son un invento maravilloso.

Pero el adminículo en cuestión tiene otra propiedad que yo no había imaginado: la de despertar la hilaridad de mis amistades.

--¡Andá, tirantes! ¡Como Fraga!

Habré escuchado no menos de veinte veces esa exclamación en los últimos siete días. Y no con el mayor de los agrados, ciertamente.

Cada vez que me la sueltan, contraataco:

--Sí, uso tirantes, como Fraga, y pantalones, como Jack el Destripador, y camisa, como Hitler, y calzoncillos, como Barrionuevo, y tomo café, como Melitón Manzanas. Etcétera. Por fin se ha descubierto la verdad: soy un ultra.

Estoy ya cansado de explicar que por estos pagos nuestros siempre, durante siglos, se han usado los tirantes, y que el cinturón es de muy reciente aparición, como el pantalón vaquero, y en ambos casos por influencia norteamericana. De crío llevaba yo siempre tirantes. Desaparecieron, como el pantalón corto infantil, con la invasión de los jeans. 

El cinturón es un artilugio muy norteamericano, pero no de todos los norteamericanos. Hoy he leído con tristeza que ha muerto Chet Atkins, excelente guitarrista y sensible productor musical, conocido sobre todo por su influencia en el desarrollo de la música country, pero gran intérprete también de jazz y de música clásica (a modo de ejemplo: en los 80 logró convertir en hit norteamericano los “Recuerdos de la Alhambra”, del maestro Tárrega). Chet Atkins, muy vinculado a las tradiciones rurales –europeas--... usaba siempre tirantes. Porque los tirantes se han mantenido durante mucho tiempo en los EEUU como tradición de los labradores, nada dados a llevar revólver, frente al cinturón de los vaqueros.

En suma: que los tirantes no sólo son muy cómodos y muy nuestros, sino también una prenda de paz.

Al margen de Fraga.

 

 (1-VII-2001)

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Dylan en Las Palmas

 

Conferencia sobre el Dylan poeta en Las Palmas. El local, al cielo raso, está lleno y bullicioso. Hace una noche de maravilla. Público intergeneracional. Han venido Alberto Piris y Elena Guitán, su mujer. Se me acerca Agustín Millares (hijo), que me trae su obra Franchy Roca y los federales en el “bienio azañista”, un documentado trabajo de casi 700 páginas sobre el interesantímo pero casi marginal papel de los piimargallianos durante la II República. Agustín Millares (padre) fue un enorme poeta comunista canario que tuvo la delicadeza de ocuparse hace casi 40 años de un chavalín escritorzuelo de San Sebastián llamado Javier Ortiz, al que animó a dos cosas: a escribir y a ser rojo. La dedicatoria de su hijo evoca la figura de mi difunto hermano Carlos, que fue íntimo amigo de su padre.

Empiezo a hablar de Dylan, pues, con un nudo en la garganta.

El ambiente es extraordinariamente festivo. Voy desgranando algunas claves para entender la escritura de Dylan. Compruebo con satisfacción que al público de Las Palmas ya no le deja perplejo que este servidor de ustedes hable de música y de poesía, sin decir ni palabra sobre Aznar, la cuestión vasca, Zapatero y la mamá que los trajo a todos ellos al mundo. Más satisfacción todavía me produce que sean capaces de afrontar sin particular desasosiego ideológico mis explicaciones sobre la rebeldía de Dylan, tan ajenas a los parámetros políticos europeos. El grupo The Diego va ilustrando mi perorata con algunas de las canciones del Robertito Zimmermann. Hacen una memorable versión rockera de A Hard Rain’s A-Gonna Fall. La gente entiende que ese temporal bíblico pueda referirse lo mismo a la lluvia nuclear que a una tormentosa noche de crisis amorosa. Tal vez sea verdad que se hayan pasado de moda los pensamientos con cuadrícula.

Todo funciona como la seda. Al final, se nos pasa hora y media y ni nos enteramos.

Si no fuera porque soy como soy, me dejaría de soltar rollos sobre política y montaría una gira poético-musical sobre los grandes bardos del siglo XX. Es obvio que a mucha gente eso le interesa mucho más.

Lo cual –no os creáis— me produce también una considerable tristeza.

 

 (30-VI-2001)

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Un baño de realidad/irrealidad

 

Salgo de casa prontísimo. Tengo que llevar el coche a un taller que está en el quinto coño, según se despliega el mapa del terremoto de Madrid tomando la plaza de Ventas por epicentro.

Me meto en la M-30.

Pese a que apenas son las 8 de la mañana, ya hace calor, y el acondicionador de aire del coche no funciona (ése es el problema).

El tráfico –que es como llaman por aquí al tránsito– tampoco está tan mal, de todos modos.

Llego a la calle de los Ferroviarios, cerca de Marcelo Usera –o sea, al ya mencionado quinto coño– relativamente rápido. Y sin perderme, cosa rara en mí.

El menda del taller me dice que todavía no le han traído la pieza que debe colocar en mi trasto con ruedas.

Le digo que se le dejo y que ya volveré a por él el martes, cuando regrese de Canarias.

Descubro súbitamente que estoy Dios sabe dónde, sin coche, sin mapa. Sin saber nada. Nada de nada.

Tengo una extraña sensación de irrealidad.

La calle Ferroviarios está llena de chinos. De chinos que hablan en chino. Me asomo a una puerta. Veo que hay montones de ropa colgada. Si son talleres clandestinos, su clandestinidad deja mucho que desear.

Llego a Marcelo Usera. No tengo ganas de coger un taxi, pero tampoco veo ninguna boca de metro. Los letreros de las paradas de autobuses dicen que van hacia lugares de los que en mi vida he oído hablar. Bajo andando hacia Legazpi. Las calles me parecen extrañas. La gente, también. Incluso las tiendas. Es como si, de repente, hubiera viajado a otro país. Hasta el vendedor de cedés piratas  me resulta chocante: tiene discos de gente de la que no he oído hablar en mi vida. A su lado, una señora vende lencería tirada por el suelo –debería decir tiradas: la lencería y la señora–, mientras anuncia a gritos: «¡Pruébesela, y si no le vale, se la cambio!».

Recuerdo de repente lo que muchas veces he dicho a gente de postín que habla sin parar de lo que «el pueblo» quiere, opina o hace. «Pero, ¿de qué pueblo hablas? ¡Si no lo conoces! ¡Si el único pueblo con el que te cruzas es el que ves cuando vas desde tu coche al restaurante de turno!».

Compruebo que soy igual, por sobre poco más o menos. Madrid, para mí, es el centro. Todo esto que estoy viendo hoy me parece de otro planeta.

Cojo un autobús, al azar. Y luego otro. Y luego otro. Como no sé adónde van, me da lo mismo. Voy mirando a la gente: cómo viste, cómo habla, qué lee. Los pocos que leen. Ningún periódico. En uno de los autobuses, ya cerca de La Elipa, se organiza un enorme revuelo. Ha habido un robo. Un señor mayor –quiero decir: aún mayor que yo– descubre al ladrón y empieza a pegarle patadas, pese a que el ladrón le saca medio metro. Bajamos todos del autobús. Una mujer regordeta masculla que el ladrón «además de todo, es gilipollas, si me perdonan ustedes la expresión». Por lo visto, el hombre lo ha hecho fatal. Devuelve el dinero a toda prisa, aguanta los golpes sin rechistar y sale corriendo.

De repente, descubro que no he tomado la menor precaución: pese al tumulto, no he hecho caso alguno de mis pertenencias. Pero no me falta nada.

Cuando se dispersa la multitud, veo a una joven de aire sudamericano que llora en un banco de la calle. Deduzco que acompañaba al ladrón novato.

Regreso a casa.

Qué baño de irrealidad/realidad tan intenso. Y en tan poco tiempo.

 

 (29-VI-2001)

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La oleada

 

El consejero andaluz de Gobernación, Alfonso Perales, exigió ayer a Aznar que ponga coto a «la llegada de inmigrantes sin control». Dice que la Junta de Andalucía no puede resistir el flujo actual y que así no es posible realizar una política de integración. Perales sostiene  que el Gobierno central es responsable de lo que está sucediendo por no haber firmado ningún acuerdo de colaboración con Marruecos ni con los países del África subsahariana. Según Perales, «Aznar es el único que tiene la capacidad y el poder» para frenar las avalanchas de inmigrantes.

Perales sabe que las cosas no son así.

En primer lugar, sabe que no es verdad que esta crisis hubiera podido evitarse mediante acuerdos con Marruecos y los países del África subsahariana. El mercado de mano de obra ilegal no está allí, sino aquí. Mientras aquí haya demanda de mano de obra ilegal y allí miseria, todo seguirá igual. Bueno, igual no: irá a más.

En segundo lugar, sabe que es falso que Aznar tenga «la capacidad y el poder» necesarios para frenar la oleada de inmigrantes clandestinos. Ha tratado de hacerlo por la brava, sacando adelante una Ley de Extranjería enormemente restrictiva, pero de bien poco le ha servido. Las restricciones legales impuestas no han contribuido a frenar la intensidad del movimiento migratorio, sino a ampliar su margen de ilegalidad.

Ningún remiendo que se plantee a escala de un solo país podrá resolver el problema.

Si se quisiera resolverlo –cosa que dista de estar clara–, sería necesario plantear la cuestión globalmente. Para lo cual, la UE habría de trabajar coordinadamente en dos direcciones. En primer lugar, debería perseguir de manera implacable a los explotadores de mano de obra clandestina dentro de su propio territorio. En segundo lugar, habría de realizar una política intensiva de ayuda al desarrollo de los países que proporcionan esa mano de obra.

Ése es el modelo teórico correcto.

¿Dificultades para ponerlo en práctica? Todas.

Para empezar, los explotadores europeos tienen demasiada influencia en los organismos rectores de la UE. La propia UE saca un importante beneficio de la explotación de esa mano de obra a bajo precio y con un  coste social mínimo.

En segundo término, ninguna política de ayuda intensiva al desarrollo de los países magrebíes y subsaharianos será viable mientras la ayuda la dirijan los funcionarios europeos, cuyos criterios económicos y políticos son tan problemáticos como su honradez, y mientras tenga por destinatarias a las corruptas oligarquías locales.

En resumen: que tenemos pateras para rato.

 

 (28-VI-2001)

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Debate de plomo

 

Ayer hice bien mis deberes, como en los tiempos en los que ejercía de editorialista de El Mundo: me armé de paciencia y me tragué buena parte del debate llamado del estado de la nación.

Fue espantoso.

Aznar sigue defendiendo su candidatura al Nobel del aburrimiento. Dice Raúl del Pozo que el presidente del Gobierno huye de la retórica. No lo sé. De lo que sí tengo constancia es de su tenaz combate contra la gramática. Construye frases incoherentes, con sujetos que rara vez concuerdan con el verbo (cuando lo hay) y derivaciones extrañísimas, llenas de «marcos», «espacios», «en términos de» y cosas así.

En tiempos, cuando hablaba Felipe González, solía entretenerme yo haciendo la cuenta de las muchas veces que decía «por consiguiente». Ayer me di cuenta de que cabría hacer lo mismo con Aznar, llevándole la estadística de sus «Creo sinceramente». Qué petardo de hombre.

Del contenido de sus intervenciones no vale la pena decir nada, salvo que se le ve satisfecho de sí mismo, lo cual tiene su mérito.

La poca lástima que me quedaba después de compadecerme a mí mismo por estar soportando semejante bodrio se la concedí a José Luis Rodríguez Zapatero. El secretario general del PSOE se ha dado un atracón de vídeos de Felipe González. Imita todos los gestos del ex presidente con una exactitud que no raya con el ridículo, porque lo desborda ampliamente. Por un momento temí que iba a ponerse a hablar con acento sevillano.

Éste tampoco dijo nada de interés. Se le vio bastante de acuerdo con el otro.

Sólo hubo dos cosas de la sesión que me entretuvieron. La primera, Xavier Trias. Lo de Trias es de traca: su problema no es que tenga dificultades para pronunciar la erre, sino que se atranca en su gangosidad y la arrastra, talmente como los borrachos. Me recordaba al Pilatos de La vida de Brian. Para acabar de rematar su lío, parece como que tuviera predilección por las palabras con erre. Hubo un momento en el que defendió «una geforma del IGPF que coggija las iggegulagidades...». Fue demasiao.

El otro punto de involuntaria festividad lo pusieron las mozas que traducían simultáneamente los discursos de los parlamentarios al lenguaje de los sordomudos en TVE. Como quiera que las equivalencias mímicas que utilizaban eran muy directas y muy expresivas, había frases pretendidamente elípticas de los políticos que quedaban convertidas en gestos lamentablemente obvios, con reiteradas referencias a la pasta y constantes viajes de la mano al bolsillo.

Era de eso de lo que en realidad hablaban casi todos, pero estoy seguro de que hubieran preferido que se notara menos.

 

(27-VI-2001)

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Más provocadores

 

Argumento manejado por Rajoy: el movimiento contra la globalización tiene un carácter «organizado e internacional».

¡Caramba: igualico que el FMI! ¡Qué subversivo!

El ministro insistió ayer varias veces en esa idea: en la manifestación de Barcelona había personas procedentes de diversos países.

Cuando ellos consiguen que a alguno de sus actos públicos acuda algún venido de fuera, lo festejan, y hasta se ponen en pie para aplaudirlo. Pero nosotros, por lo visto, deberíamos expulsarlos de nuestras manifestaciones, para que nuestro movimiento no diera esa imagen intolerablemente «organizada e internacional».

Dice el ministro que la Policía «no tuvo más remedio que actuar». Dos de las personas detenidas –una señora y su hija– lo fueron por estar grabando en vídeo los incidentes. Pregunta: ¿qué estaba sucediendo allí, que no querían que quedara constancia?

Rajoy considera «una insensatez» que algunos hablemos de provocación policial.

Rajoy sabe que sus servicios policiales practican la provocación. Que hay policías que se dedican a eso. Por órdenes superiores. Por órdenes suyas.

Rajoy es un mentiroso, y lo sabe.

A un amigo de Irún que tiene un foro en Internet sobre el Alarde alguien se le ha metido en la lista proponiendo convertir las fiestas irundarras «en un segundo Bergara». Qué casualidad: Abc ha detectado inmediatamente la cosa y la ha denunciado a bombo y platillo. Todos los que nos paseamos por Internet sabemos que es sencillísimo que una sola persona se encargue de todo: de entrar en el foro, de hacer la propuesta... y de denunciarla. ¿Objetivo? Transmitir la imagen de que quienes combaten por un Alarde no machista son unos kaleborrokalaris de mucho cuidado. Igual que los antiglobalizadores de Barcelona.

Venga, Rajoy: cuenta todo lo que sabes. Que tú sí que sabes.

 

(26-VI-2001)

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Provocadores

 

Durante la manifestación contra la globalización que tuvo lugar ayer en Barcelona, un centenar de personajes encapuchados sin relación visible con ninguna de las organizaciones convocantes se dedicó a destrozar cuanto pilló a su paso, sin que la Policía hiciera nada por impedirlo.

Al final del cortejo, algunos personajes no menos exóticos que los anteriores se dedicaron a provocar a los manifestantes, momento que aprovecharon las Fuerzas de Seguridad para emprenderla a golpes contra todos.

Testigos presenciales afirman que vieron cómo algunos de estos elementos bajaron de furgonetas de la Policía. Otros aseguran que algunos de los supuestos radicales llevaban esposas en los bolsillos.

En conjunto, todos los observadores –incluidos diputados de varios partidos y el propio presidente del Parlament–  expresan su total convencimiento de que los incidentes fueron resultado de un montaje policial y exigen la dimisión de la delegada del Gobierno en Cataluña, Julia García Valdecasas.

Ésta ha respondido que la tesis de la provocación policial es «descabellada» e indefendible por «ninguna persona con sentido común».

Hace un año, un joven fue detenido en Pamplona cuando se dedicaba a incendiar papeleras. Una vez identificado, resultó que era un miembro de la Policía Nacional.

Hace menos, la Ertzaintza detuvo en San Sebastián a un elemento que incitaba reiteradamente a la violencia contra un grupo de manifestantes de la plataforma «¡Basta ya!». Trasladado a Comisaría, el tipo pidió permiso para hacer una llamada telefónica. La hizo y, al cabo de unos minutos, se presentó un mando de la Guardia Civil que reclamó la custodia del detenido, al que identificó como miembro del Cesid.

Le conviene a la señora García Valdecasas buscarse mejores argumentos que el de la insensatez: la experiencia demuestra que la Policía recurre a veces a la provocación. Es más: se trata de un comportamiento policial tan lamentable como usual. Y no sólo en España. Por estar, está incluso en los manuales de lucha antisubversiva de las Fuerzas de Seguridad de casi todos los Estados.

De modo que o la señora García Valdecasas está en la inopia o miente deliberadamente. O las dos cosas.

Una lección se desprende de los sucesos de ayer en Barcelona: el movimiento contra la globalización va a tener que montar sus propios servicios de orden, encargados de localizar, neutralizar, identificar y tomar cumplida declaración a la gentuza provocadora.

Que no se crea el señor Rajoy que estas cosas pueden salirle gratis.

 

(25-VI-2001)

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