Diario de un resentido social

  Semana del 4 al 10 de junio de 2001

 

Fútbol es fútbol

 

Según uno de los infinitos principios de Peter, «todo lo que es susceptible de corromperse acaba corrompiéndose».

¿Acaba? O empieza.

Hace tiempo que el fútbol profesional lo ha tenido todo a su favor para nadar en mares de corrupción.

¿Alguien cree que es casual el altísimo porcentaje de empresarios que llegan al fútbol procedentes del ramo de la construcción? Desde hace ya la intemerata, la construcción ha sido el paraíso del dinero fácil, de los pagos y los cobros en negro, de las comisiones ilegales y del papeleo falso. Si los buitres de la construcción se han visto atraídos por el fútbol, es porque el gremio del balón les ha venido permitiendo alcanzar gran notoriedad gracias al despliegue intensivo de ese género de habilidades.

Pero una cosa es dar por hecho que el fútbol español de elite está corrompido –básicamente porque con esa gente al frente no podría no estarlo– y otra, muy distinta, contar con los medios para demostrarlo. Mientras los estafadores se cubrieran mutuamente las vergüenzas, era muy difícil romper su ley del silencio.

Ha sido necesario que sus intereses respectivos entraran en grave conflicto para que la realidad soterrada empezara a aflorar a la superficie. Ha llegado el final de la Liga, algunos han visto que las malas artes de otros hacían peligrar su puesto en la Primera División, o sus posibilidades de ascender a la esa categoría de privilegio –«de Honor», la llaman, los muy caraduras–, y han optado por romper la baraja. El asunto de los pasaportes falsos es sólo una muestra de lo que esa gente es capaz de hacer. Y la actitud cómplice de la Federación Española de Fútbol, que sigue empeñada en llamarse andana, sólo un ejemplo de hasta qué punto las autoridades deportivas pueden comprometerse en el encubrimiento de los delitos más descarados.

Supongo que acabarán arreglándoselas para taparlo todo. Que alguien convencerá a los díscolos de que sería un error acabar con la gallina de los huevos de oro. Que hoy por mí, mañana por ti.

Pero me divierte pensar lo que podría ocurrir si no fuera así y la directiva de algún equipo, ya definitivamente encabronada, decidiera emular a Sansón y morir con todos los filisteos. Tal vez el tinglado se viniera abajo. Sería estupendo.

Aunque probablemente el primero que no se lo perdonaría sería el propio público, que parece disfrutar mucho con la estafa.

 

 (10-VI-2001)

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Irlanda

 

Irlanda ha rechazado en referéndum la ratificación del Tratado de Niza, que marcó la vía para la ampliación de la UE hacia el centro y el este de Europa.

Como quiera que el Tratado en cuestión no puede entrar en vigor si no recibe el apoyo unánime de los Estados miembros, los Quince se encuentran ahora con que lo que acordaron el pasado diciembre en la capital de la Costa Azul se queda en agua de borrajas.

La mayoría de los votantes irlandeses han sido sensibles a los argumentos esgrimidos por el Sinn Fein, Los Verdes, los socialistas y algunas organizaciones sociales, que se han opuesto a la ratificación del Tratado alegando que, tal como se planeó en Niza, la ampliación perjudicaría gravemente los intereses de la población irlandesa, que es en estos momentos la que recibe una más alta tasa de ayuda comunitaria. Además, el texto de Niza pretendía forzar a Irlanda a avenirse a la participación de sus Fuerzas Armadas en misiones exteriores de pacificación no necesariamente avaladas por las Naciones Unidas, cosa que su población ve con muy malos ojos.

Los dirigentes de la UE no han ocultado su disgusto por la decisión irlandesa. Alguno, particularmente dado a la demagogia, se ha quejado de que 529.478 irlandeses puedan bloquear lo decidido por 441 millones de europeos (total que suman la población de los Quince y la de los países candidatos). El argumento no pasa de ser un pobre truco de prestidigitación política: nadie sabe cuántos de esos 441 millones votarían en contra del Tratado de Niza si se les permitiera expresar su opinión al respecto. La experiencia ha demostrado que, cada vez que un Estado convoca un referéndum para tomar partido en algún asunto comunitario, los votantes se dividen casi en dos mitades: Dinamarca rechazó por poco la aceptación del euro y Francia estuvo a punto de rechazar el propio Tratado de Maastricht (48,4% de votos en contra, por 51% a favor).

De hecho, el alto mando de la UE está tan quemado con los referéndums (es decir, con la democracia directa) que los desaconseja vivísimamente. Incluso ha habido algún mandamás involuntariamente gracioso que ha propuesto que Irlanda modifique su Constitución, que obliga a su Gobierno a convocar una consulta popular cada vez que hay que decidir sobre cuestiones que afectan a la soberanía nacional. El razonamiento es magnífico: para evitar que el voto popular te agüe la fiesta... ¡nada mejor que acabar con el voto popular!

Bruselas considera modélico el caso de España, donde los sucesivos Gobiernos han suscrito todos los tratados y acuerdos sin pedir jamás directamente opinión a la ciudadanía. Siempre han alegado que llevan los asuntos al Parlamento que, a fin de cuentas, es el depositario de la soberanía popular, haciendo como si no se dieran cuenta de que hay asuntos de importancia capital que malamente pudieron ser tenidos en cuenta a la hora de elegir a los diputados... porque ni siquiera estaban planteados en aquel momento.

Uno tras otro, los gobiernos de Madrid han demostrado que son de un papanatismo fuera de lo común. De tener dos dedos de frente, se habrían dado cuenta de las ventajas que presenta contar con una opinión pública crítica hacia los procedimientos comunitarios.

El gobierno danés obtuvo numerosas ventajas de Bruselas con la excusa de que, o contentaba de algún modo a sus votantes, o no le dejarían ratificar los acuerdos de los Quince. Londres viene haciendo lo mismo desde hace años. Lo mismo que Berlín. Lo mismo que París. Lo mismo que Roma.

Ahora, el Gobierno de Dublín sacará una sustanciosa tajada, gracias al resultado de este referéndum. Porque no hay nada como presentarse en Bruselas diciendo: «No, si yo votaría a favor, pero es que mi opinión pública no me deja, a no ser que le ofrezca importantes concesiones», para que los otros se resignen a hacer esas concesiones.

Hay quien sostiene que el Gobierno irlandés ha perdido este referéndum porque, en realidad, no ha puesto demasiado interés en ganarlo. Me parece verosímil. De hecho, va a ganar bastante, precisamente porque lo ha perdido. Va a sacar mucho más que Aznar con todas sus antipáticas terquedades sin futuro.

 

 (9-VI-2001)

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«No culpable»

 

La fórmula que utilizan los jurados de los tribunales norteamericanos es muy precisa: «No culpable».

No dicen «inocente». Dicen «no culpable».

Se limitan a manifestar con ello que, en su criterio, las pruebas presentadas por el Ministerio Público para demostrar la culpabilidad del reo son insuficientes.

No pretenden que sea inocente. No entran en eso. Nadie les pide que lo hagan. Responden estrictamente a la pregunta que les formula el juez: «¿Considera el jurado que el acusado es culpable o no culpable de los cargos que se le imputan?».

Las pruebas presentadas por el fiscal de Florida contra Joaquín José Martínez eran a todas luces insuficientes. A partir de ellas, resultaba imposible deducir su culpabilidad más allá de toda duda razonable. O, dicho al revés: lo razonable era dudar. En tales condiciones, no cabía sino aplicar el viejo principio jurídico romano: in dubio, pro reo. En caso de duda, a favor del reo.

El fiscal de Tampa ha sido víctima de sus propias malas artes. Creyó estar ante otro caso de hispano-que-qué-más-da, de los muchos que se juzga diariamente en los Estados Unidos y a los que se condena en tres patadas porque son, como en la canción de Kris Kristofferson, «alguien que nadie conoce,/ alguien al que nadie escucha,/ alguien que grita en soledad/ en una ciudad en la que a nadie le importa». Y eso es lo que fue inicialmente el caso contra J.J. Martínez, y por eso no costó nada fabricar unas cuantas pruebas contra él, y por eso fue posible obtener sin mayor problema un veredicto de culpabilidad y la sentencia de muerte correspondiente. ¿Para qué iba el ministerio público a armar una acusación sólida y bien trabajada, si podía arreglárselas con una de andar por casa?

Pero luego el caso cambió, y los padres de Martínez consiguieron dinero, y las autoridades españolas metieron baza, y el fiscal se encontró con un juicio en serio, un juicio para el que no estaba preparado, en el que sus remedos de prueba se fueron desmoronando uno tras otro.

«Ha sido declarado inocente», pretenden –muy lógicamente– sus padres. Pero no es eso. Lo que ha probado la causa del Estado de Florida contra Joaquín José Martínez es que en los Estados Unidos hay dos clases de procedimientos penales: uno para parias; el otro, para la gente de posibles. En el primero rige la chapuza, los interrogatorios con malos tratos, las confesiones arrancadas a bofetones, los testigos aleccionados, sobornados o chantajeados, los jurados con prisa por acabar con ese engorro y volver a casa, los jueces bostezantes... Los segundos son totalmente diferentes: se hacen en serio.

Si un caso preparado para desenvolverse en la primera de esas categorías es trasladado a la segunda, se hunde.

Y de eso se ha beneficiado Joaquín José Martínez.

Por lo demás, es posible que nunca sepamos quién fue realmente el asesino. Porque de eso sí que no cabe duda: hubo uno. Al menos uno.

 

 (8-VI-2001)

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Villalobos ataca de nuevo

 

El otro día escuché una encuesta impregnada de lo que cabría llamar el espíritu Villalobos. Sostenía que, de los muertos de cáncer de pulmón el pasado año en España, el 20% –creo que era ésta la proporción: no estoy seguro– eran fumadores pasivos. 

La encuesta tenía trampa, y muy burda: se basaba en el falso sobreentendido de que el tabaco es la única causa de cáncer del pulmón. De ese modo, quienes habían muerto de cáncer de pulmón sin ser fumadores, pasaban automáticamente a ser catalogados en la encuesta como «víctimas pasivas» del tabaco.

Con un criterio como ése, el tabaco tiene siempre la culpa. Y lo que es más importante todavía: nada que no sea el tabaco puede tener culpa alguna.

Celia Villalobos quiere prohibir por decreto que se fume en los centros de trabajo. Su razonamiento es tan simple como ella misma: el tabaco perjudica no sólo a los que fuman, sino también a los que no; las personas que no fuman merecen protección; ergo hay que adoptar cuanto antes medidas prohibicionistas.

Con argumentos semejantes procedieron las autoridades norteamericanas a la prohibición de las bebidas alcohólicas. Porque el alcohol, como el tabaco –y probablemente más–, no sólo perjudica a quien lo consume, sino también a la colectividad. Por muchas vías: por las elevadas cantidades que ha de destinar anualmente el Estado al tratamiento médico de las enfermedades hepáticas y otras derivadas del alcoholismo; por el elevado coste social que tienen los muchos accidentes de circulación provocados por la ingesta excesiva de alcoholes; por el absentismo laboral y la disminución de la productividad que induce; por los innumerables dramas familiares y de convivencia que fomenta...

Fumador empedernido, estoy lejos de despreciar los efectos nocivos de mi vicio. Sé que puedo no sólo molestar, sino incluso perjudicar a los demás. No frivolizo la cuestión. Pero pido que tampoco se aborden de manera frívola los problemas que acarrea la sumisión al hábito cultural del tabaco y la adicción a la nicotina (que, según los especialistas, ata mucho más que otras drogas, incluidas la heroína, la cocaína y el propio alcohol).

No tiene sentido aspirar a encontrar soluciones que acaben con el problema de un día para otro, y menos todavía por la vía del decreto. Es necesario plantearse salidas a medio plazo, basadas en el diálogo y en las concesiones mutuas entre quienes fumamos y quienes no. Personalmente, hace ya tiempo que evito fumar en ascensores y otros espacios reducidos; si hay en el recinto una embarazada, salgo fuera para fumar; si estoy en una reunión con no fumadores, me reprimo las ganas y fumo sólo lo imprescindible para vencer el mono... Me parecen muestras de elemental buena educación. A cambio, reclamo que los no fumadores se hagan cargo de la realidad en la que vivimos los fumadores profesionales y nos ofrezcan una salida viable. A mí, por lo menos, eso que dicen de los cinco minutos de pausa laboral para fumar cada tantas o cuantas horas no me vale: escribir y fumar son en mi caso dos actividades indisolublemente ligadas.

Contaré una anécdota pasablemente chusca para dar una idea de mi veneración tabaquera.

Hace muchos, muchíííísimos años, me enamoré como un auténtico capullo –perdonen ustedes el pleonasmo– de una mozuela que unía en su persona la doble característica de ser extraordinariamente guapa y apabullantemente inteligente. La antítesis de Celia Villalobos, por así decirlo.

La pretendí con tenaz perseverancia durante meses. Qué digo: durante años. Yo no sabía si es que ella no se enteraba de mis anhelos, si es que hacía como que no los notaba o, más sencillamente, si es que no tenía el menor interés en la cuestión. Pero, por fin, un buen día... ¡me hizo caso!

Mucho, incluso.

Todo, para ser exactos.

Me sentí el hombre más feliz, tal vez no del mundo, pero sí de los circulantes en un kilómetro a la redonda, por lo menos.

Fuimos amorosamente al lecho e hicimos las marranadas correspondientes. Tras de lo cual –¿hay algo más natural?–, me dispuse a encender un cigarrillo.

–¿Vas a fumar en la cama? –clamó, descomponiendo de manera lastimosa sus bellas facciones.

–Pues sí... Eso pretendía –balbucí.

–¡De ninguna manera! –bramó, todavía más descompuesta.

Así que me levanté, me vestí y me marché.

No porque me hubiera enfadado, sino porque comprendí de golpe que mi amor por aquella mujer era totalmente imposible.

Puesto a elegir entre los dos amores, ni se me planteó la duda: el tabaco era –y sigue siendo– dueño de mi corazón.

¿Qué acabará partiéndomelo? Es posible. Pero, ¿no es lo típico de los grandes amores, que te partan el corazón?

 

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Nota.– La confección de este apunte ha acarreado el consumo de seis cigarrillos.

 

 (6-VI-2001)

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Nepal (II)

 

Fui ayer a la reunión del Consejo Editorial de El Mundo con la sana intención de hablar de los sucesos de Nepal y de defender la tesis que había expuesto aquí mismo algunas horas antes, a saber: que las leyes que eximen de responsabilidad a los monarcas son un disparate. Lo hice con el mismo ánimo de siempre: tan dispuesto a dejar constancia de mis puntos de vista como preparado para que no tuvieran el más mínimo éxito.

Cual no sería mi sorpresa al comprobar que en esta ocasión mi criterio prevalecía (no sin oposición, naturalmente). De hecho, basta con comparar lo que escribí ayer en torno a las 8 de la mañana (ver infra) con el editorial que publica hoy El Mundo al respecto (http://www.el-mundo.es/diario/opinion/1005242.html) para comprobar que, salvando las diferencias de tono, la posición es la misma.

Curioso.

Nadie me pida que proporcione la explicación de tan exótica coincidencia, porque no la tengo.

No seré yo quien apele a la razón: estoy demasiado habituado a tener razón –e incluso a que se me reconozca– y a quedarme con ella como exclusivo propietario, sin poder socializarla.

Visto el éxito de mi argumentación de ayer, no me resisto a la tentación de completarla.

El problema no reside exclusivamente en las leyes constitucionales que sancionan la irresponsabilidad de los monarcas. La perversidad de ese precepto se ve potenciada por otra norma no menos aberrante: la que automatiza la sucesión de la corona.

Gracias a ese automatismo, el príncipe heredero se convierte en rey en el mismo momento en el que su antecesor exhala su último suspiro. Es decir que, si el príncipe, haciendo como que limpia un arma, o limpiándola de verdad, le pegara un tiro al rey y lo matara, se convertiría inmediatamente en rey él mismo, lo que no sólo impediría que fuera perseguido judicialmente, sino incluso que se investigara lo sucedido.

Se me dirá que es absurdo que el príncipe se dedique a limpiar armas, ni delante de su padre ni a solas. Recordaré, para uso de desmemoriados, que a Juan Carlos de Borbón, siendo casi niño, se le disparó un arma de fuego y mató a su hermano. Son cosas que ocurren, sin necesidad de irse hasta Nepal.

La cuestión, en todo caso, no es determinar qué es probable y qué no. Las leyes no se elaboran siguiendo pautas de probabilidad, sino en previsión de todas las eventualidades, sin descartar ninguna. Y las que regulan este tipo de situaciones no podrían ser peores. Por no tener, en España ni siquiera contamos con una ley que regule el procedimiento de inhabilitación del monarca. Me han dicho que nadie se ha atrevido a proponer la elaboración de esa ley, porque «podría ofender al rey». ¡En ésas estamos!

Vuelvo a lo de ayer: Nepal está muy lejos, pero todas las monarquías son, en esencia, lo mismo: una refutación del sentido común.

 

 (5-VI-2001)

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Nepal

 

Cuenta el enviado especial de El Mundo a Nepal, David Jiménez, que Gyandendra, nombrado regente, ha tratado de justificar el asesinato de doce miembros de la familia real –incluidos su hermano, el rey, y su cuñada, la reina– asegurando que «un arma automática se disparó accidentalmente».

Escribe Jiménez que Gyandendra ha hecho esa declaración «en un intento de cerrar las heridas cuanto antes». 

No sé. Me da a mí que, hasta para el más crédulo de los súbditos nepalíes, tanto tiro es demasiado tiro como para aceptar que haya podido producirse de manera accidental. Y que doce cadáveres tienen que presentar demasiadas heridas como para que quepa cerrarlas rápidamente.

Puede resultarnos un tanto exótica esta historia de parricidio-magnicidio en masa. Y lo es. Pero hay un aspecto que bien merece una reflexión pro domo nostra.

No me refiero, no, al hecho de que el presunto autor de la matanza, el príncipe heredero Dipendra, haya montado semejante bochinche porque su madre, la reina Aishwarya, se opusiera tajantemente al intento del mozo de desposarse por amor con una mujer de sangre impura. Francamente, por mucho que Felipe de Borbón quiera a esa chica noruega que anuncia sujetadores, y por mucho que Jaime Peñafiel vea mal tales amores, no veo yo al pequeño de los Borbón y Grecia cargándose a sus papás, a sus hermanas, al Marichalar y al Urdangarín, todos de una tacada, nada más que por el aquél de demostrar que lo suyo va en serio.

No. La parte aleccionadora que le veo a la carnicería real nepalí va por el lado de que su presunto autor, pese a haber organizado semejante derroche de sangre azul, ha sido nombrado rey.

Y lo ha sido por una razón bien sencilla: las leyes nepalíes lo eximen de responsabilidad penal. Lo cual quiere decir que, si lograra sobrevivir al tiro que se disparó en la sien –con puntería sorprendentemente mala, a lo que parece–, subiría al trono sin que nadie pudiera objetarle nada con las leyes en la mano.

Es eso lo que no podemos tomarnos por aquí como un atavismo nepalí. Porque nuestras leyes también eximen a nuestro monarca de cualquier responsabilidad penal. «La persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad», establece el artículo 56.3 de la Constitución Española. Un asunto relativamente secundario cuando se trata de decisiones políticas, porque todas las de ese género que tome el rey de España deben venir refrendadas por el Gobierno, pero que es crucial cuando de lo que se habla es de pegar cuatro tiros a alguien o, más arrastradamente, de saltarse los semáforos en rojo, de circular a 180 km./h. por las carreteras o de cobrar comisiones millonarias del rey de Arabia Saudí. Haga lo que haga Juan Carlos de Borbón –haya hecho lo que haya hecho, digamos, por ser más precisos–, nadie le puede imputar nada.

Nepal está muy lejos, sin duda, pero todas las monarquías son vecinas.

 

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Post scriptum. Oigo en las noticias de las 10:00 que el príncipe Dipendra, rey por un día, la ha diñado –se ve que tampoco apuntó tan mal–, y que su tío, el regente, ha sido proclamado nuevo rey. Bueno, allá ellos. A los efectos de mi perorata, tanto da que da lo mismo. Hubiera podido ser rey, y con eso basta.

 

 (4-VI-2001)

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