Diario de un resentido social

  Semana del 21 al 27 de mayo de 2001

 

El pacto PP-PSOE

 

Dos rápidas observaciones dominicales a lo declarado por los representantes del PP y el PSOE tras su reunión sobre el Pacto contra el terrorismo.

Una.– Pretenden que siempre han mantenido una posición «abierta» a nuevas incorporaciones. Pero el hecho es que ya tuvieron algunas –la de varios partidos menores del Congreso, encabezados por Coalición Canaria– y, ahora que se han reunido para ver qué se puede hacer con aquel acuerdo, ni los convocan. Conclusión: nunca quisieron aliados; sólo comparsas.

Dos.– Afirmar que el Pacto sigue vigente, pero que el acuerdo entre los partidos debe encabezarlo Ibarretxe y tener sede en Euskadi, es lo mismo que reconocer que lo que hicieron ya no sirve. Que no sirve, al menos, para lo que pretendió ser.

 

 

 (27-V-2001)

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Prejuicios

 

En mi comentario de ayer incluí un par de frases –véanse las siete últimas líneas del comentario infra– que no gustaron a algunos de los habituales lectores de esta página. No me interpretaron bien, porque yo no me había expresado con la necesaria precisión.

Pero eso es ahora lo de menos. Lo de más es que casi todas las personas que se tomaron la molestia de escribirme al respecto, a la hora de manifestarme su desacuerdo, me concedían el beneficio de la duda, considerando la posibilidad de que se tratara de un mero malentendido. Que es lo que era.

Hay quien lee –o escucha– tratando de hacerse cargo de lo que el otro quiere decir. Y hay quien lo hace con la esperanza de coger al otro en falta.

Es cuestión de prejuicios. De prejuicios en el sentido más literal de la palabra, es decir, de juicios previos. Favorables o desfavorables.

Imagino que todos los tenemos. De los dos tipos. Según con quien. Nos extrañamos si alguien que nos merece confianza dice o escribe algo que suena a barbaridad, e intentamos averiguar si lo que en realidad pretendía expresar no es lo que nos había parecido a primera vista. A cambio, cuando pensamos que quien habla o escribe es un desastre, no le damos más vueltas: tomamos la aparente barbaridad como otra manifestación más de su modo natural de ser. Como otra más de sus muchas barbaridades.

De esto último Xabier Arzalluz sabe probablemente más que nadie. Cada vez que abre la boca, cientos de periodistas de toda España están con las uñas más afiladas que los lápices, esperando cogerlo en falta. Y si lo que dice da pie a diversas interpretaciones, dese por hecho que la elegida será la peor de todas.

Ayer, el dirigente del PNV criticó duramente el asesinato del director financiero de El Diario Vasco, Santiago Oleaga. Hoy, casi todos los periódicos le atribuyen haber dicho que ese asesinato es una muestra de la «degeneración absoluta» de ETA, porque Oleaga era un mero empleado, que no tenía «ni arte ni parte en la prensa tendenciosa».

Comentarios en tropel: «¡Ya está otra vez el tipo éste con lo de la prensa tendenciosa!». «¡Y qué, si hubiera sido de los que escriben!».

Pero, cualquiera que se tome el trabajo de escuchar la grabación de las palabras de Arzalluz, verá que la expresión «prensa tendenciosa» no la asumía como propia, sino que la ponía en boca de ETA, como la excusa que «suelen alegar» los terroristas. Arzalluz constataba que, antes, ETA pretendía que seleccionaba sus víctimas con algún criterio restrictivo, pero que ahora ya, ni eso. Lo cual no quiere decir para nada que el presidente del PNV considere que lo de antes era mejor, o menos condenable, o que hay gente cuyo asesinato tiene más justificación, o entra más en el terreno de lo entendible: se limita a subrayar que ETA ha descendido otro peldaño más en el abismo de su degeneración. Porque, como decía Machado, no hay nada que sea absolutamente inimpeorable.

También el horror admite grados. Depende del género de análisis que se emprenda. Desde el punto de vista ético, tanto da un atentado como otro. Tanto da que las víctimas sean más o sean menos. Que lleven uniforme o no lo lleven. Con galones o sin ellos. Seleccionadas o pilladas al azar.

Desde el punto de vista político, en cambio, no cabe hacer el mismo análisis del asesinato de un narcotraficante que del atentado de Hipercor, por poner dos extremos.

Ya sé –ya sé– que se trata de asuntos que resulta obligado abordar con pinzas, extremando los matices. Y sé también que Arzalluz no se distingue por su afición a los matices. Pero también sé que no es lo mismo entrar en esas materias cuando quien te lee o escucha está dispuesto a hacer lo posible por entenderte que cuando está decididamente predispuesto a malinterpretarte en cuanto te descuides.

 

 (26-V-2001)

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Una nota necrológica

 

No creo que haya habido ni un solo movimiento subversivo de la era contemporánea –qué digo subversivo: incluso meramente disidente– que no haya alimentado una viva animadversión contra la Prensa, como estamento. Me viene a la memoria una canción escrita y difundida clandestinamente tras la derrota de La Comuna de París: «Los periodistas policías / mercaderes de calumnias / han extendido sobre nuestro osario / sus mares de ignominia...».

El grueso de la Prensa da siempre la cara por el Poder: lo ensalza, lo justifica y vitupera a sus enemigos. Hablo del Poder; no de los gobiernos que circunstancialmente lo encabezan. Del Poder: de las relaciones económicas imperantes y del orden social establecido. Los diferentes medios de comunicación pueden –y suelen– enzarzarse en animadas disputas sobre qué partido es el más apto para llevar las riendas del Poder. Pero, cuando lo que está en cuestión es el Poder mismo, cierran filas sin fisura alguna. Recuérdese qué actitud tomó el muy objetivo, muy progresista y muy ponderado Le Monde durante los acontecimientos de Mayo del 68: defendió al Estado como el que más.

Si el MLNV se limitara a poner de vuelta y media a la Prensa española, no haría más que continuar la tradición. Y responder a la Prensa española, que pone de vuelta y media al MLNV.

Pero no se queda en ese terreno, estrictamente político, sino que mata. Y mata, además, a alguien cuya función dentro del periódico para el que trabajaba era meramente técnica: ni escribía, ni mandaba escribir, ni marcaba la línea. Era un directivo del equipo empresarial. «La próxima vez asesinan al jefe de máquinas», dijo ayer un desalentado Arzalluz. Ésa es la cuestión. No han matado a Santiago Oleaga porque fuera Santiago Oleaga, sino porque era alguien que tenía un puesto en un periódico, sin más.

Lo cual es más que inaceptable: es aberrante.

No es que ETA no pueda vencer, como dicen los de la corriente Aralar de EH. Es que, a la vista de los fundamentos con los que se decide a matar, más nos vale que no gane.

 

 (25-V-2001)

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El pueblo español no está maduro

 

Aznar dijo que «la sociedad vasca no está madura para el cambio» –ahora Moncloa afirma que no se equivocó: que el presidente lo dijo a propósito– y se ha armado una escandalera.

Algunos, aficionados al «pues mira que tú», han respondido recordando que ya hubo unas elecciones tras las que Alfonso Guerra sentenció: «El pueblo español se ha equivocado». Lo cual, al parecer, es todavía más aberrante.

Mucho me temo que aquí se esté confundiendo el respeto con la aquiescencia, si es que no con la pleitesía.

La democracia consiste en que las decisiones se toman en función del voto de la mayoría. Eso obliga a la minoría a chincharse, a respetar la decisión y a amoldarse a ella; no, en absoluto, a decir que qué bien, y menos todavía a aplaudir.

El pueblo español lleva 25 años vota que te vota, y todavía estoy a la espera de que la mayoría vote de una puñetera vez algo que me parezca digno de aplauso. Empezando por la Constitución: yo hubiera preferido que se hubiera producido una abstención masiva que hubiera obligado a las Cortes a elaborar un texto más avanzado, que dejara de lado la Monarquía y no autorizara a las Fuerzas Armadas a intervenir en cuestiones intestinas, dicho sea en el más amplio sentido de la expresión.

La gente ha votado una y otra vez sin hacerme caso, y yo he tenido que aguantarme. Pero jamás me he sentido obligado a decir que las decisiones apoyadas por el electorado fueran muy sabias. Habría sido un hipócrita.

No es ya sólo cuestión de elecciones. Podría ampliar el razonamiento al conjunto de la realidad social de España. ¿Cómo diablos podría considerar que da prueba de madurez –desde mis criterios, se entiende: ¿desde qué otros podría hablar yo?– una sociedad que se encandila mayoritariamente con programas de televisión que son pura bazofia, que vive partidos de fútbol como si le fuera la vida en ello, que se pasa media vida hablando de las idas y venidas de los personajillos más hueros  y que reconoce impúdicamente, en cuanto le dan ocasión, que la cultura se la trae al pairo?

Hace unos meses leí una encuesta del CIS que revelaba que a la abrumadora mayoría de la población española la política apenas le interesa y que sus conocimientos al respecto son pocos y superficiales. ¿Cómo no concluir que así vota luego lo que vota? Es como si me piden a mí que decida quién es el mejor homeópata de Extremadura. Lo mismo respondo que Rodríguez Ibarra, que es el apellido extremeño que más me suena.

Otra cosa es que Aznar sea la persona más adecuada para quejarse de la madurez de este o aquel pueblo. Porque su elección como presidente por mayoría absoluta también se las trajo.

 

 (24-V-2001)

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Aznar, González y los traductores

 

Me parece que fueron De Miguel y Gutiérrez quienes, en un libro dedicado a Felipe González, contaron una anécdota sucedida durante un viaje que realizó a Moscú el entonces presidente del Gobierno. 

Como es lógico, las autoridades rusas asignaron al mandatario español un intérprete, para que lo siguiera en su periplo, le tradujera lo que decían las autoridades rusas e hiciera el ejercicio inverso con sus palabras. Naturalmente, la persona escogida conocía muy bien la lengua castellana. No obstante, transcurrido el primer día del viaje oficial, el intérprete presentó su dimisión. Alegó que no tenía ningún problema para traducir al castellano lo que decían los dirigentes rusos, pero que se consideraba totalmente incapaz de traducir al ruso buena parte de lo que decía González, sencillamente porque no entendía qué sentido tenían sus palabras.

Pusieron en su lugar a otro traductor no menos experto, pero el resultado fue el mismo: lo intentó, fracasó y renunció, igual que el anterior.

Felipe González pasaba, y sigue pasando, por ser un orador brillante. Pero, si uno se toma el trabajo de leer sus intervenciones públicas, descubre de inmediato que desgrana sin parar frases que carecen de la más mínima lógica. Unas veces falla la lógica gramatical (la frase carece de verbo, el sujeto no concuerda con el verbo, etcétera). Otras, lo que hace agua es la lógica mental: saca conclusiones de premisas que no tienen nada que ver (sus famosos «por consiguiente») o da tan por supuesto que quien le escucha está tan al tanto de sus segundas intenciones que, como éste las desconozca –en el supuesto de que existan y no sean una mera argucia– se hunde en un océano de perplejidades. Ése fue el drama de los traductores rusos.

Me he acordado de aquella anécdota escuchando por la radio una de las intervenciones de Aznar en su actual viaje a Moscú, traducida sobre la marcha al ruso.

Con Aznar hubiera podido servir cualquier estudiante ruso de segundo de castellano.

«España es amiga de Rusia. Rusia es amiga de España». My taylor is rich.

«España espera desarrollar al máximo sus relaciones económicas con Rusia». J’ai trouvée la plume de ma tante.

«Las relaciones entre nuestros dos países pasan por un excelente momento». M’en vaig cap al poble.

Frases de una perfecta simplicidad –no faltará quien prefiera decir simplismo– que malamente podrían haber complicado la vida a ningún traductor.

Con González los intérpretes se desesperaban. Con Aznar supongo que se habrán aburrido.

No es mal retrato de ambos.

 

 (23-V-2001)

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La política declarativa

 

Arzalluz dice que si patatín y que si patatán. Felipe González afirma que si esto y que si lo otro. Rajoy responde que el uno es un tal y el otro un cual. Y con eso ya tenemos cubierta la sección de política nacional de los medios informativos.

Porque en el mundo de la economía, hay gente que dice cosas, pero muchas otras cosas suceden: suben los precios de los carburantes, se dispara el IPC, se congelan los salarios, las eléctricas reclaman subidas tarifarias para que no haya cortes de suministro eléctrico durante el verano (?)... Y en el mundo del deporte, tres cuartos de lo mismo: hablan, sí, pero aparte de eso meten goles, encestan, obtienen marcas, ganan –o pierden– copas... Y tres cuartos de lo mismo en eso que los periodistas llamamos «Sociedad»: se accidentan helicópteros, se caen los obreros de los andamios –o los tiran, según se mire la cosa–, hay inundaciones...

En la práctica totalidad de los campos en que la Prensa divide la realidad, hay declaraciones, pero también hay hechos.

En el terreno de la actualidad política, a juzgar por el contenido de los medios de comunicación, no. Sólo hay palabras.

Basta con mirar los titulares. Apenas hay alguno que no incluya verbos verbales: decir, sostener, afirmar, denunciar, replicar...

Políticos y medios de comunicación se potencian y jalean mutuamente: los unos no paran de hablar y, como los otros no paran de hacerse eco, el ciclo se retroalimenta. Además, como hay una relación directa entre la contundencia de lo dicho y el tamaño de los titulares –cuanto más gruesas son las palabras, más gruesa también la tipografía empleada–, las escaladas verbales se suceden la una a la otra. El que quiere estar presente en prensa, radio y televisión –y todos quieren estarlo– ya sabe lo que tiene que hacer: meterse a tope con los demás.

Entretanto ocurren cosas, claro que sí, pero apenas se ven. Están enterradas bajo montañas de palabras.

 

 (22-V-2001)

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La sabiduría del electorado

 

Aznar dice que el pueblo vasco, como las uvas de la fábula, aún no está maduro y Rodríguez Zapatero le responde que el electorado siempre demuestra una gran madurez.

Vaya par.

Una cosa surrealista que suelen hacer los políticos españoles es atribuir al conjunto del electorado tal o cual intención, como si el electorado fuera una entidad pensante y dotada de una sola voluntad. Frases típicas: «El electorado no ha querido que haya mayoría absoluta», «El electorado nos ha conminado a que dialoguemos»... El electorado, señores míos, ni tiene voluntad ni da órdenes. Cuando no hay mayoría absoluta es, sencillamente, porque la gente que vota a unos, perfectamente dispuesta a darles la mayoría absoluta, se tropieza con que hay otras gentes que votan a otros, con idéntico afán de triunfo. El electorado, tomado en su conjunto, no obra en ninguna dirección determinada; la dirección que toma finalmente  es el resultado de los empujones de los unos y de los otros.

Escuché el otro día a alguien –no recuerdo a quién– bromear sobre este tipo de generalizaciones abusivas: «Es como si el médico de una planta hospitalaria», argumentaba, «le dijera a la enfermera: “Señorita: no tengo tiempo de examinar a los enfermos uno por uno, así que deme la temperatura media del conjunto”».

La frase de Aznar («El pueblo vasco no está maduro para el cambio») sólo quiere decir una cosa, traducida a román paladino: que la mayoría de la población vasca es nacionalista. Cosa que ya habíamos comprobado todos el mismo domingo 13. Y la respuesta de Zapatero, sometida al mismo proceso de descenso a ras de suelo, debe entenderse como un mero ejercicio de resignación: «Qué quieres, hijo; a mí tampoco me ha gustado el resultado de las elecciones, pero es el que hay».

Más preocupante que esos florilegios de trivialidad es la comparación que vienen haciendo últimamente los del PP entre el resultado de las elecciones vascas y el de las generales de 1993, cuando el PP también se quedó con un palmo de narices. Porque eso significaría que confunden dos realidades que no tienen punto de comparación: por mucho que Ibarretxe les toque las narices, su gobierno no ha montado ninguna banda de asesinos y secuestradores, ni se ha repartido a manos llenas el dinero de la caja. Si pretenden tratar a Ibarretxe como a González, comprobarán que, al margen de la sabiduría del electorado, el personal, por regla general, no es tonto.

 

 (21-V-2001)

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