Archivo del «Diario de un resentido social»

Semana del 22 al 28 de enero de 2000

 

 

Decencia y legalidad

 

Recordaba ayer cómo Aznar faltó en 1996 a su palabra: se comprometió con los funcionarios a actualizarles el sueldo –hasta firmó un decreto al respecto– pero, cuando hubo de materializar ese compromiso en los Presupuestos del Estado del año siguiente, se volvió atrás y propuso al Congreso de los Diputados que congelara esa partida, cosa que obtuvo con el apoyo de sus socios parlamentarios de entonces.

Fiados seguramente por esa crítica mía, o tal vez dando por supuesto que con tal de dar caña a Aznar me apunto a lo que sea, me llamaron ayer de El Mundo para pedirme un artículo en defensa de la reciente y polémica sentencia de la Audiencia Nacional que obliga al Ejecutivo a restituir a los empleados públicos la cantidad que entonces les negó. Respondí que no podía escribir ese artículo, porque, en mi criterio, esa sentencia no se ajusta a Derecho.

Me telefoneó poco después mi amigo Gervasio Guzmán. Comenté el asunto con él. Se quedó perplejo.

–¿de acuerdo con el Gobierno? –me preguntó, incrédulo.

–No, en absoluto –le respondí–. Me limito a decir que la Audiencia Nacional ha patinado.

Lo que el Ejecutivo de Aznar hizo en 1996 fue –y sigue siendo– inaceptable. Tanto en el plano ético como en el político. Se pasó por el arco del triunfo un compromiso convertido en ley. Hubiera sido motivo sobrado para declararlo moralmente insolvente per in sæculam sæculorum y para exigir la dimisión de Mariano Rajoy, que fue el ministro que protagonizó la estafa.

Pero el hecho es que la Ley de Presupuestos que aprobó el Parlamento meses después no asignó ni una peseta más a la partida de retribuciones del personal de las administraciones públicas. Tras de lo cual, el Gobierno ya no podía acomodar el sueldo de los funcionarios al incremento del IPC, porque, de hacerlo, habría violado lo dispuesto en esa ley.

La reciente sentencia de la Audiencia Nacional se mete en un jardín jurídico de mil pares. Porque, al afirmar que el Ejecutivo hubiera debido respetar su acuerdo inicial, está afirmando por las mismas que debería haber contravenido la Ley de Presupuestos. Eso es jurídicamente insostenible. Los jueces de la Audiencia Nacional saben de sobra que, cuando dos leyes entran en conflicto, prevalece siempre la de mayor rango. Y, en este caso, la de mayor rango era, sin duda alguna, la Ley de Presupuestos. Por lo demás, el Ejecutivo está obligado en todo caso a someterse a las decisiones del Legislativo.

Es cierto que a menudo –muy a menudo– no estoy de acuerdo con las leyes. Cabe decir incluso que, en términos generales, la legalidad vigente me parece deleznable. Ahora bien: si de lo que se trata es de decidir si algo se sujeta o no se sujeta a la ley, entonces sólo cabe contestar desde el punto de vista de la ley, le guste a uno lo que le guste.

Así se lo dije a mi buen amigo Gervasio Guzmán.

–¡Pero tú no eres un experto jurista! –me espetó, en tono irritado–. ¡Todo esto que argumentas no pasa de ser tu propio punto de vista!

–Naturalmente, Gervasio –le contesté–. ¿Qué otro punto de vista podría darte, sino el mío? Creí que era de eso de lo que hablábamos.

 

Un Pérez Pérez (*)

Partido Atlético de Madrid-Levante. Segunda División.

¿Alguien sabe por qué los árbitros son citados siempre por sus dos apellidos? A los jugadores se les llama por diminutivos, por apodos, por alias... Hay Gutis, hay Juanitos, hay Pelusas, hay Petetes y hasta hay Locos. Pero a los árbitros no. Siempre los dos apellidos. Y que no me digan que es para evitar equívocos: a un tío que se apellida Japón no hay necesidad de distinguirlo. Se distingue solo. Pero, nada: los comentaristas deportivos dicen siempre: «Arbitra el encuentro el colegiado Japón Sevilla». ¡Japón Sevilla! ¡Pero si parece un vuelo transcontinental!

Al árbitro del Atlético-Levante de ayer no le habría venido mal un segundo apellido clarificador, pero sus padres no le facilitaron la cosa: se apellida Pérez Pérez.

 Bueno, pues el tal Bipérez fue un desastre. Sobre todo para el Levante. Puedo decirlo tranquilamente, porque a mí en ese partido ni me iba ni me venía nada. Pero es que el hombre sacó en la primera parte dos tarjetas amarillas a jugadores del equipo valenciano que ni siquiera habían cometido falta, y en la segunda se negó a sacar la tarjeta roja –así fuera sólo por acumulación de dos amarillas– a Juan Gómez, que cometió penalty entrando por detrás a un delantero rival cuando éste encaraba ya en solitario al portero. El árbitro pitó la falta máxima, pero se cuidó de amonestar a Gómez, haciendo caso omiso del reglamento.

Tal como arbitraba el mencionado Bipérez, cualquiera podía deducir que le habían prometido unas vacaciones en Marbella con todo pagado. Pero me imagino que no: que lo suyo era espontáneo favoritismo reverencial hacia el equipo de Primera venido a menos.

El fútbol es, en buena medida, un juego de azar. Pero ya presenta suficientes elementos de incertidumbre, gracias a los caprichos de la pelotita de marras, como para que encima haya un tipo con anuncio de Quiero que se comporte como si estuviera haciendo publicidad de la ONCE.

 

 –––––––––––––––

(*) ¡Esto de los comentarios sobre fútbol se me está volviendo vicio!

 

(28-I-2001)

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Mosqueante

 

En tiempos pretéritos solía ponerse como ejemplo de estupidez a «Joto, que vendió la moto para comprar gasolina».

Se diría que Mayor Oreja es descendiente directo del Joto aquél. La genial idea de que los ecuatorianos sin papeles de la comarca de Lorca regresen a su país, reciban allí la documentación pertinente y se vuelvan para Murcia es de una estupidez apabullante. Tanto los propios inmigrantes como los partidos españoles de oposición han rechazado el plan, y con toda lógica. La Embajada de Ecuador en Madrid es tan territorio ecuatoriano como el mismísimo centro de Quito. Que se pasen por la legación diplomática de su país y reciban allí los papeles correspondientes. Todos saldríamos ahorrando: ellos, una pérdida considerable de jornales y una paliza importante; el Estado español –esto es, los contribuyentes, o sea, nosotros–, el importe de varios miles de billetes de idea y vuelta en avión.

Sólo encuentro dos posibles explicaciones para ese plan.

Una, que lo haya elaborado Iberia.

La otra, que el Gobierno de Aznar no tenga la más mínima intención de facilitar la vuelta de esos inmigrantes –de todos ellos, se entiende– y que esté tratando de venderles un peine.

Cuando se les manifiesta este temor, fundado en la pura lógica, los gobernantes españoles se dan aire de ofendidos y dicen en tono muy solemne que tienen «empeñada su palabra en ello».

No les creo. Dudo muy mucho de que haya habido un Monte de Piedad que les haya aceptado ese empeño: para estas alturas, su palabra no vale dos duros.

La prueba de ello está bien calentita. En 1996, los funcionarios creyeron al Gobierno cuando se comprometió a actualizar sus salarios y, así que llegaron los Presupuestos al Parlamento, Aznar se limpió el pompis con el acuerdo firmado.

¿Empeñada, su palabra? ¡Que enseñen la papeleta!

 

(27-I-2001)

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¿Un país serio?

 

Responde el ministro del Interior a las críticas que está mereciendo la nueva Ley de Extranjería diciendo que «un país serio tiene que tomarse en serio las leyes que aprueba» y que éstas «no se pueden estar cambiando cada tres días».

Esto último no deja de resultar sarcástico aplicado precisamente a esta ley, que su Gobierno ha promovido para sustituir otra que llevaba en vigor menos de un año. Se le dijo por activa y por pasiva que era preferible dejar que la ley anterior tuviera un tiempo de rodaje más prolongado, para que pudiera apreciarse mejor en qué puntos era correcta y en cuáles otros resultaba inadecuada. No le dio la gana, la sustituyó deprisa y corriendo y ahora dice que ese género de comportamiento es impropio de «un país serio». Parece una autocrítica.

Pero es la primera fase la que suscita mayor perpelejidad. ¿Así que «un país serio tiene que tomarse en serio las leyes que aprueba», eh? ¿Y como cuanto de «en serio» debe tomarse su Constitución?

La nueva Ley de Extranjería restringe de manera decisiva a los inmigrantes extranjeros, en general, y a los sin papeles, en particular, el ejercicio de determinados derechos: el de reunión, el de manifestación, el de asociación, el de huelga...

Invito a la relectura de la Constitución. Establece ésta con claridad meridiana que los derechos fundamentales reconocidos en su Título Primero –entre ellos, destacadamente, los que acabo de mencionar– son universales, en la medida en que los considera «inherentes» a «la dignidad de la persona» (art. 10.1). Acto seguido, precisa que también «los extranjeros» –los extranjeros, sin distinción– disfrutarán en España de esos derechos «en los términos que establezcan los tratados y la ley» (art. 13.1), con la sola reserva del derecho al sufragio, tanto activo como pasivo.

Pues bien: la nueva Ley de Extranjería, en lugar de fijar, conforme al mandato constitucional, en qué terminos han de gozar los inmigrantes de los derechos y libertades «inherentes a la dignidad de la persona», se los limita y, en muchos casos, les priva de ellos, sin más. ¿Es ése el modo en el que «un país serio» «se toma en serio» su Constitución?

A la hora de aprobar esta nueva ley, el Gobierno ha obviado la consulta al Consejo de Estado. Dicen algunos que por las prisas. Yo creo que lo ha hecho para evitar que le dijera que ha fabricado una norma abiertamente anticonstitucional.

Es un problema jurídico, pero no sólo. Ni siquiera principalmente. Preguntémonos qué interés puede tener el Gobierno en que el colectivo inmigrante no cuente con derechos tales como los de reunión, manifestación y huelga. Sólo hay una posible respuesta: quiere cercenar su capacidad de protesta.

Todos los estudios realizados por la UE demuestran que las leyes de inmigración fuertemente restrictivas, como la actual española, no consiguen frenar el flujo migratorio:  lo único que logran es ampliar el porcentaje de inmigración ilegal.

Sumemos dos y dos: saben que, gracias a su ley, va a haber cada vez más inmigrantes sin papeles y quieren evitar que puedan rebelarse.

 

(26-I-2001)

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...Y además, cobarde

 

Cuentan las crónicas llegadas de Chile que Augusto Pinochet ha negado ante el juez Guzmán cualquier relación con los crímenes cometidos durante su mandato. Dicen que el viejo dictador «hizo recaer toda la responsabilidad sobre sus subordinados».

Pinochet ha demostrado que, además de todo lo que ya sabíamos de él, es también un cobarde.

El código de conducta militar tiene aspectos decididamente ridículos: por ejemplo, la exaltación del honor hasta límites decididamente grotescos. Pero incluye un principio que es común a casi todas las deontologías: alguien que se encuentra al mando jamás debe escudarse en quienes están a sus órdenes.

Por funcionar, ese principio funciona incluso en una profesión tan poco escrupulosa como la mía. Todo jefe de sección de un periódico sabe que, si alguien de su equipo mete el cuezo, él debe apencar con la bronca, incluso aunque la pifia se haya producido en su ausencia. «Eso va en el sueldo», se suele argüir.

Los golpistas del 23-F se atuvieron estrictamente a ese principio. Miláns del Bosch y Tejero asumieron las derivaciones jurídicas de su conducta y trataron de exculpar a sus subordinados, alegando que habían actuado por «obediencia debida».

Muchos restamos importancia al gesto. «¡Qué menos!», nos dijimos.

Pero vinieron luego los juicios por los crímenes de los GAL y comprobamos que era perfectamente posible descender mucho más en la escala de la ignominia. González, Barrionuevo, Vera...: todos los jefes se dedicaron a lavarse las manos y a rebotar las culpas hacia abajo. Puestos a escabullirse, ni siquiera tuvieron la elemental vergüenza de admitir su responsabilidad in vigilando, es decir, el tanto de culpa que se deriva del hecho de no haber sabido vigilar lo que realmente estaban haciendo quienes se hallaban a sus órdenes. Se comportaron como unos perfectos cobardes.

Igual que Pinochet, al que no le importa presentarse como un imbécil que no se enteraba de lo que estaba ocurriendo delante de sus narices con tal de no asumir lo que todo el mundo sabe que fue cosa suya. Imbécil o loco: todo le da lo mismo, si con eso consigue escurrir el bulto.

Ahora ya sabemos algo más de él: que no sólo es un asesino, sino también un patético mequetrefe.

 

(25-I-2001)

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Toros de cartón piedra

 

La normativa comunitaria destinada a combatir la cosa espongiforme bovina va a obligar a la modificación del reglamento taurino. A partir del próximo junio, los toreros ya no podrán dar la vuelta al ruedo exhibiendo apéndices de la res estoqueada. Deberán usar orejas y rabos de imitación. Tampoco será posible analizar la cornamenta del animal para comprobar si ha sido manipulada. En resumen: quedará prohibida toda práctica que implique retirar del bicho una parte de su cuerpo, puesto que todo él deberá ser incinerado.

A cambio –y no me pregunten por qué, porque lo ignoro–, cabrá seguir utilizando la puntilla, pese a que ésta se clava en la misma médula del animal.

Como antitaurino declarado, aliento ahora la esperanza de que empiecen a aparecer algunos casos de vacaloquería entre los toros de lidia. Porque, en ese caso, deberán sacrificarlos por manadas. A nada que eso se generalice, no podrán hacer corridas. Si no hay toros de lidia, adiós a la tauromaquia. A no ser que se decidan a montar espectáculos con toros de imitación. En cierto modo, será un detalle de coherencia: casi todo lo que rodea a la presunta fiesta nacional está ya amañado.

Lo que no ha conseguido la razón, quizá lo logre una enfermedad. Seré feliz. Llevo la mitad de mi larga vida oponiéndome a ese espectáculo de exaltación de la muerte. Y no porque sienta un intenso amor por los toros bravos, sino porque me repatea ver cómo hay gente que disfruta viendo cómo se los cargan ritualmente, poco a poco. Y porque me repatea aún más que lo haga con subvenciones públicas, es decir, con mi dinero.

 

(24-I-2001)

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El alcalde de El Ejido

 

Paso por El Ejido, en el Poniente almeriense,  cuando va a cumplirse un año de los graves incidentes racistas que protagonizaron algunos de sus vecinos.

A su alcalde, que entonces dio el espectáculo, se le ve feliz. Me comentan que, gracias a él, ahora el PP arrasa en la comarca. No lo dudo. El hombre parece muy capaz de arrasar. Cualquier cosa. Incluida la razón.

Le preguntan si cree que la imagen que se tiene de El Ejido en el resto de España es fiel a la realidad. Responde que no, y argumenta que la entrada de Madrid por la carretera de Andalucía está llena de chabolas. Un dato muy cierto –pocas horas antes lo había comprobado yo mismo– pero sin relación alguna con el bochorno que escenificó su pueblo. Dónde vas, manzanas traigo.

Dice el alcalde que él sólo aspira a que los inmigrantes que llegan a Almería lo hagan “en las mismas condiciones que emigraron los españoles hace años, con todos sus papeles en regla”. Una de dos: o no tiene ni idea de lo que habla o es un mentiroso rematado. O las dos cosas. Cientos de miles de españoles marcharon en los 50 y los 60 a la Europa del norte sin más documentación que su pasaporte de turistas. ¿Lo sabe? Entonces, ¿por qué miente? ¿No lo sabe? Entonces, ¿por qué habla? Por lo demás, si tan amante de la legalidad es, ¿por qué no la emprende contra los ciudadanos de El Ejido que contratan a trabajadores indocumentados?

Pero cuando ya consigue sumirme en el estupor más perfecto es cuando explica la prosperidad de El Ejido apelando exclusivamente a “la laboriosidad de sus hijos e hijas, que trabajan de sol a sol”. Los inmigrantes, por lo visto, se han limitado a contemplar el espectáculo. No son ellos los que sudan bajo los plásticos de los cientos de invernaderos que pueblan estos alrededores y que son la razón básica de la actual riqueza de la comarca.

Afirma el hombre que la nueva Ley de Extranjería le parece de perlas. “Responde a mis expectativas”, añade. Bastaría con constatar ese entusiasmo para darse cuenta de que la tal Ley no puede ser buena.

 

 (23-I-2001)

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Del balón como categoría filosófica

 

Seguidor de la Real Sociedad de San Sebastián por razones de cuna y por otras psicopatologías que no hacen al caso, vengo tragándome desde el inicio de la temporada casi todos los encuentros que disputa el club de mis desvelos.

Me tiene fascinado: no he visto jugar tan mal a nadie desde que yo mismo practicaba ese presunto deporte.

La Real empezó la Liga jugando muy mal.

Luego cambió. Pasó a hacerlo todavía peor.

Era imposible decir que el equipo no estuviera a la altura, porque para eso hubiera debido comportarse como un equipo. Su juego parecía planificado por un profesor que deseara explicar a sus alumnos la teoría del caos, empezando por el efecto mariposa.

Mucha gente –yo incluido– decidió que la culpa tenía que ser del entrenador, Javier Clemente.

Era una conclusión fácil, porque, en efecto, Clemente es un bodoque. Todavía recuerdo cómo defendió su labor el día en el que, por fin, se decidieron a echarlo: «Yo no soy como el Ave Fénix, que nunca se equivoca», dijo.

Quitaron a Clemente y pusieron en su lugar a Periko Alonso, que es un buen hombre, pero novato en esas lides. No consiguió nada de nada, se desesperó y salió huyendo.

Ahora han contratado a John Benjamin Toshack.

Toshack no es Clemente. Para mí que incluso sabe a qué se dedicaba el Ave Fénix. Pero perder, lo que se dice perder, la Real sigue perdiendo igual. Puede que con más orden, tal vez con menos ridículo, pero con resultados parecidísimos.

Los teóricos de las cosas del balompié, que tienen siempre sesudas explicaciones para todo lo que ocurre en los campos de fútbol, especulan sobre la esencia de los males que padece el equipo donostiarra y sobre cómo cabría ponerles coto. Hay uno en El País que sostiene que el problema de fondo es político: según él, los jugadores de la Real salen al terreno de juego acomplejados por los crímenes de ETA. Cree que el terrorismo les ha hecho perder su autoestima y que por eso fallan tan estrepitosamente. A buen seguro, pronto les propondrá que suscriban el pacto PP-PSOE.

Yo cuento también con una teoría al respecto, pero mucho más sencilla. No tiene nada que ver ni con estrategias, ni con sistemas de juego, ni con marcajes, ni con achiques de espacio, ni con 4-2-4, ni con 4-4-2, ni con miedos escénicos ni con depresiones postparto. Creo que la Real pierde, básicamente, porque sus jugadores son muy malos.

Me reafirmé ayer en ese criterio tras comprobar su patético ir y venir por el campo de El Sadar, en  Pamplona. Sus defensas fallan la mitad de los despejes (excepto uno de ellos, que falla tres de cada cuatro). Sus centrocampistas dirigen ocho de cada diez pases a los jugadores del equipo rival. Y luego está el hecho, nada desdeñable, de que jamás envían el balón entre los tres palos de la portería contraria. Ayer, excepción hecha del penalty que les concedió el árbitro, no lanzaron ni uno. 

Miento: sí que mandaron un tiro a puerta. Desdichadamente, fue a la suya. Y metieron gol.

Comprendo que mi explicación no agrade a los demás seguidores de la Real, la mayoría de los cuales sigue a la espera de la varita mágica que produzca el milagro y libre finalmente al equipo del previsible descenso a Segunda.

Qué le vamos a hacer. Yo veo el fútbol igual que las demás cosas de la vida: convencido de que, para recoger, hace falta sembrar. Y a veces ni por ésas.

 

(22-I-2001)

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