Archivo del «Diario de un resentido social»

 

Semana del 25 al 31 de diciembre de 2000

 

El gran salto

 

«O España da el gran salto en la próxima década o no lo dará nunca». La profecía es cosa de José María Aznar.

Tengo la frase apuntada en mi cuaderno de trabajo desde anteayer. Y cuanto más la miro, más dudas me hace alimentar sobre el género de sueños megalómanos que pueden rondar por la cabeza del jefe del Gobierno español.

«El gran salto». Esa imagen tiene historia. La empleó Mao Tsetung –o Mao Zedong, que escriben ahora, empleando la transcripción pinyin– en 1957, para bautizar lo que se suponía que iba a ser el esfuerzo histórico de China para incorporarse a la civilización industrial. Mao fue un poco más explícito que Aznar. Llamó a aquella campaña «el Gran Salto Adelante». Porque un «gran salto», así, sin más precisiones, puede ser cualquier cosa. Incluso la decisión de un suicida. De todos modos, el Gran Salto Adelante de China fue un estrepitoso fracaso, como pronto hubo de reconocer el propio Mao. Porque la voluntad puede hacer maravillas, pero sólo cuando se aplica dentro del campo de lo posible. Querer no siempre es poder.

España está, por sobre poco más o menos, en el sitio que le corresponde dentro del conjunto mundial. Un sitio que es, por cierto, y en términos comparativos, bastante confortable.

Este país avanza al ritmo de sus posibilidades, como resultado de un gran número de esfuerzos individuales que son, dado nuestro sistema de organización social, imposibles de concertar, precisamente porque el sistema se basa en la lógica del beneficio privado.

No veo cómo podría salirse del ritmo evolutivo marcado por las condiciones objetivas para dar ningún «gran salto». Las propias previsiones oficiales para los próximos años hablan de un crecimiento sostenido, pero bastante moderado.

Deduzco entonces que Aznar no habla de un gran salto económico, sino de algún otro tipo de «gran salto». El contexto en el que pronuncia la frase, poblado de llamamientos a «ser español sin complejos», no me tranquiliza nada. Y todavía menos la fórmula de profecía apocalíptica que adopta: o ese lo-que-sea del que habla se produce ahora –dice–, o no se producirá nunca. Dan ganas de contestarle a la bailbaina: «¿Nunca? ¿No te quedarás corto?».

Una de las ventajas que me pareció ver en el Aznar de 1996, en relación a su antecesor en el cargo, era su estilo concreto, realista, poco dado a las empresas visionarias. Ahora ya lo tenemos convencido de que debe cumplir una misión histórica.

Qué miedo me da la gente que se propone misiones históricas. Me gusta mucho más la que se concentra en la misión de ayudar a los demás a sobrevivir día a día con la mayor dignidad posible.

 

 (31-XII-2000)

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El terrorismito

 

Pongamos que el invento sirve para las dos posibilidades que sugiere: terrorismito es diminutivo de terrorismo, y también contracción de dos sustantivos: terrorismo y mito.

El Gobierno, con la anuencia del PSOE, ha creado el Juzgado Central de Menores, o sea, otro Juzgado más de la Audiencia Nacional, éste encargado de la represión de la kale borroka, que pasa a ser considerada una forma más de terrorismo. Lo cual está en sintonía con la reforma del Código Penal recientemente aprobada.

El conjunto de estas decisiones me resulta, a la vez, escasamente riguroso desde el punto de vista técnico jurídico y altamente preocupante desde el punto de vista político.

Vayamos por partes.

La medida decidida ayer amplía las atribuciones de la Audiencia Nacional, que es un tribunal de excepción y, por ello mismo, de dudosa juridicidad, en la medida en que niega el derecho al juez natural, que es un derecho que la Constitución reconoce a todos los ciudadanos. Todo lo que tienda a reforzar la Audiencia Nacional, en lugar de a limitar sus atribuciones y prepararla para su desaparición, me parece criticable.

Se pretende justificar el mantenimiento de la Audiencia Nacional, heredera directa del Tribunal de Orden Público franquista, alegando que los jueces que actúan en el País Vasco están sometidos a una presión social que limita sus posibilidades de independencia. Lo cual es cierto. Pero no es menos cierto que esa misma presión existe también para todos los demás órganos de la Administración, incluidos los de la Justicia no especializada en los delitos de motivación política. ¿Alguien cree que, por ejemplo, un juez de lo Social puede dictar sentencia en Guipúzcoa sobre una huelga apoyada por LAB sin tentarse muy mucho la ropa? Además, una Justicia que conoce mal o desconoce la realidad en la que se producen los hechos que enjuicia corre el riesgo de interpretarlos mal. Por otro lado, la Justicia no sólo puede perder su independencia en la dirección que apunta el argumento en pro de la existencia de la Audiencia Nacional. También lo puede hacer por la vía contraria, es decir, subordinándose a otros poderes del Estado. El grado de subordinación de los jueces de la Audiencia Nacional al Ejecutivo es, para estas alturas, escandaloso.

Pero es que, además, es un error tipificar globalmente la kale borroka como terrorismo. No me refiero aquí al terrorismo en el sentido que da a esa palabra el lenguaje popular. Obviamente, la kale borroka puede aterrorizar. Hablo del terrorismo en la acepción jurídica específica que cobra ese término en el Código Penal. Según éste, para que un delito pueda calificarse de terrorista ha de ser causado por personas que tengan una conexión orgánica con una banda armada. No basta con que sea cometido por simpatía con una banda armada, ni respondiendo a un llamamiento genérico de la banda. Quiere esto decir que, para que un acto de kale borroka pudiera ser considerado terrorista, sería necesario probar que ha sido cometido en colaboración organizada, siguiendo instrucciones concretas de la banda armada. Para entendernos: que se pruebe que ETA se dirigió a los acusados y les indicó que debían hacer esto o lo otro.

Pero el hecho es que la mayoría de los actos de kale borroka suele ser obra de jóvenes activistas que actúan, sí, por simpatía hacia ETA, en concordancia con sus fines y sus deseos, sin duda, pero por su cuenta y riesgo. Ellos deciden qué atacan, cuándo lo atacan y cómo lo atacan. Eso, en rigor, no puede considerarse terrorismo.

La cuestión no es banal, ni mucho menos. La diferencia de calificación del delito puede conducir a absurdos como el que acabamos de ver (y eso que la reforma del Código Penal aún no ha entrado en vigor): que la Audiencia Nacional castigue la quema de un cajero automático con la pena de 16 años de cárcel, es decir, con una pena equivalente a la que podría merecer un asesinato. Ya lo he comentado en alguna otra ocasión: tal cosa supone, de hecho, una incitación a los jóvenes activistas para que se dejen de delitos menores y tiren –nunca mejor dicho– por elevación. Si la pena va a ser de todos modos la misma...

Eso sin contar con otro aspecto que es tal vez todavía más aberrante: que la quema de un cajero automático en Guipúzcoa sea juzgada por la Audiencia Nacional y castigada con 16 años de cárcel, en tanto que el mismo hecho, cometido en Sevilla, sea juzgado en la propia capital andaluza y se quede en una condena de un año de cárcel, como máximo, incluso aunque el autor del estrago proclame que lo hizo porque odia el Estado capitalista.

Parece bastante evidente que, de este modo, el principio de igualdad de los ciudadanos ante la ley se va a freír espárragos.

Mucha gente se muestra indiferente ante estas medidas, o incluso las respalda, porque está hasta las mismas narices de ETA, de la kale borroka y de todo lo que tenga que ver con ellas. No se da cuenta de que, por esa vía, se horadan los principios del Estado de Derecho y se van recortando los derechos y libertades de todos. Se va fascistizando la sociedad.

A cambio, nos mira con desconfianza a cuantos denunciamos lo que se está haciendo.

Peor para todos.

 

 (30-XII-2000)

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El viento

 

Es todavía de noche. El viento sopla fortísimo. Mi casa, situada en una colina, está totalmente desprotegida, salvo por el lado del porche, flanqueado por una hilera de pinos. El viento se ceba con nosotros. He bajado las persianas, por miedo a que revienten los vidrios de las ventanas.

Escucho el viento. Actúa por rachas. De repente, se calma. Zumba el silencio. Y, súbitamente, vuelve a arrancar, terrible, estremecedor, y todo tiembla.

Trato de establecer la cadencia, en un intento de que la Razón recupere terreno frente a la Naturaleza desatada. Pero el miedo me vence.

Sé tan poco sobre la Naturaleza. Nunca he vivido con ella. No la entiendo. ¿Por qué el ventarrón sigue esas rachas? ¿Y por qué es mucho más fuerte por la noche que por el día? Me da miedo.

Ahora la fuerza con la que golpea es impresionante. No quiero ni pensar en lo que estará sucediendo fuera. Imagino que muchos tiestos se habrán roto, pero no me atrevo a salir. Lo mismo se me viene algo encima.

Ha parpadeado la lámpara. No sé si volverá a irse la corriente, como ayer, y tendré que continuar escribiendo a la luz de las velas, junto al fuego de la chimenea. Espero que no.

He puesto algo de música, supongo que para aferrarme a la civilización.

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Se ha producido un apagón. Y luego otro. Y otro más. Éste ya mucho más largo. Escribo ahora a la luz de una vela.

Dan las 6. Enciendo un transistor para escuchar las noticias. Si siempre me resultan extrañas las declaraciones políticas, en esta situación no consigo ni siquiera entender lo que pretenden.

Parece que ahora viene otro momento de calma del viento.

Oigo que hay un lío con el Parlamento vasco y las víctimas del terrorismo. Me niego a decidir qué pienso de eso, si es que pienso algo. Quizá consiga reflexionar algo sobre ello cuando vuelva a tener electricidad. O cuando amanezca. O cuando se calme definitivamente el viento.

 

(29-XII-2000)

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¿Lapsus... o inoportuna franqueza?

 

Cabreo de mil pares en Ferraz con las declaraciones de Mayor Oreja. El ministro del Interior ha afirmado que un objetivo esencial del pacto PP-PSOE es «neutralizar el nacionalismo». José Blanco, secretario de organización socialista, dice que son «un desliz grave» y un lapsus linguae.

Qué tontería. No hay lapsus que duren una explicación entera.

Mayor nunca ha ocultado su pensamiento al respecto. Siempre ha dicho que los nacionalistas, violentos o pacíficos, comparten el mismo objetivo, y que eso es, para él, lo realmente grave. Durante la tregua repitió hasta hartarse aquello de que «ahora tratan de lograr por medios políticos lo que no lograron con la violencia». De ahí el interés que puso el PP en que su acuerdo con el PSOE incluyera el famoso preámbulo de descalificación del PNV y EA. Los partidos del Gobierno de Vitoria respondieron que ese pacto no apuntaba realmente contra ETA, sino contra ellos. Mayor Oreja viene ahora a darles la razón.

La prueba de que no ha habido desliz alguno –y de que no estamos ante una cosa personal de Mayor, sino de una doctrina que él ha conseguido convertir en la oficial de su partido– es que Rafael Hernando, portavoz del PP, le ha replicado a Blanco que «no entiende» sus críticas.

Yo tampoco. A no ser que lo que le estén diciendo a Mayor es que esas cosas se hacen, pero no se dicen.

 

Delicias campestres

 

Quienes leen habitualmente este Diario se habrán extrañado de lo tarde que he escrito el apunte de hoy. La tardanza ha sido resultado de las peculiaridades de la vida campestre.

Llegué ayer de Madrid a mi casa de Aigües, en Alicante. Hermoso lugar... casi siempre. Anoche hacía un viento que se volaba el monario. Al poco de llegar, zas, se fue al carajo la electricidad. En toda la zona.

Es curioso todo lo que depende de la electricidad. Hasta el teléfono móvil: se desconecta el repetidor.

Reconozco que mi especialidad no es vivir a oscuras.

Esta mañana, al poco de amanecer, he hablado con Iberdrola. No sabían que los habitantes de esta zona campestre estábamos sin suministro.

–¿No tienen luz? –me inquiere una amable señorita. Es una pregunta que odio.

–Sí, luz sí. La que entra por las ventanas. Lo que no tenemos es electricidad –le respondo.

Hasta las 9:00 hemos estado igual. Ahora parece que volvemos a la vida civilizada. A saber por cuántas horas. Las que le dé la gana al viento, supongo.

 

(28-XII-2000)

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«Sentencia ejemplar»

 

Cada vez que escucho que este o aquel tribunal ha impuesto «una sentencia ejemplar», agarro el mismo mosqueo.

Los tribunales no están para dictar castigos que sirvan de ejemplo a terceros; están exclusivamente para hacer justicia a quienes se sientan en el banquillo de los acusados. Pretender que las sentencias sirvan para amedrentar a los hipotéticos aspirantes a delincuentes es desnaturalizar la función de la Justicia.

En este caso, la supuesta «sentencia ejemplar» es la que ha dictado la Audiencia Nacional contra un individuo que, según el apartado de «hechos probados» del fallo, tiró un cóctel molotov contra una surcursal bancaria. Ha sido condenado a 16 años de cárcel.

Es una sentencia equivalente a la que el vigente Código Penal reserva a los reos del delito de homicidio.

¿Qué conclusión se desprende de esa sentencia, que supuestamente la convierte en tan aleccionadora? Yo sólo deduzco una: que si apenas hay diferencia en el castigo que te ganas por tirar un cóctel molotov y por pegar un tiro y cargarte a alguien, es obvio que no compensa tirar cócteles molotov.

 

(27-XII-2000)

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Los ideales y la realidad

 

25 de diciembre. 8:00 de la mañana. Me dispongo a afeitarme.

Enciendo la radio. No estoy en Madrid y las presintonías de mi transistor no valen. Hago un barrido del dial. Casi todas las emisoras repiten su programa especial de Nochebuena. No hay ningún informativo. A falta de noticias, recalo en un coloquio religioso que por lo menos es en directo.

Uno de los participantes, que se confiesa periodista, afirma que está muy enfadado con los medios de comunicación porque –dice– sólo se ocupan de los aspectos lúdicos de la Navidad: de las fiestas, los regalos, las diversiones, las comilonas, los viajes, etcétera, olvidándose de lo que la Navidad es «en realidad». «Porque la Navidad, en realidad, es una conmemoración hondamente religiosa», proclama.

Despierta mis ansias de polemista infatigable. «No», le respondo mentalmente, mientras me embadurno la cara con espuma de afeitar. «En realidad, la Navidad actualmente es eso: los regalos, el consumismo y todo lo demás. Otra cosa es que a ti te parezca mal y que prefirieras que fuera de otro modo. Pero tus deseos no son más realidad que la realidad».

Es una persistente tendencia detectable en los más diversos ámbitos. Es de lo más frecuente en el terreno de la política. «¿Socialista el PSOE? ¡El socialismo es otra cosa!», suelta el uno. «¡La Unión Soviética nunca fue realmente comunista!», clama el otro. «Los liberales de hoy en día no tienen nada que ver con el liberalismo de verdad», sentencia el de más allá. El ejercicio es en todos los casos el mismo: se decide que lo verdadero, lo realmente real, es lo proclamado en la doctrina –en la doctrina primigenia, casi siempre–, esto es, en el plano de las ideas, de los ideales, y que, en la medida en que lo que sucede en la práctica no coincide con esos ideales, lo existente es falso, irreal, meramente aparente. Se invierten los términos: las ideas toman el lugar de lo real, y los hechos, el de lo imaginario.

Pero la Historia no funciona así. Hay ideas que ayudan a poner en marcha determinados movimientos sociales, pero luego éstos siguen su propio rumbo, en función de cientos de condicionantes que no figuraban en el guión inicial. Pretender que se vuelva atrás para enderezar el curso torcido de la Historia es puro desvarío.

No tengo nada contra quienes se esfuerzan porque la realidad tome el rumbo de sus ideales: yo también lo pretendo. Pero hemos de hacernos cargo del limitado papel que juegan nuestros ideales. Incluso los más nobles.

Rectifico: particularmente los más nobles.

 

(26-XII-2000)

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Gente rara

 

24 de diciembre. 11:30 de la mañana. Conduzco despacio –despacio para mis costumbres– camino de San Sebastián, refrenado por la lluvia y por la niebla, espesa como un discurso de Aznar. Cerca ya de Burgos, el cielo se despeja. Los pocos coches que circulan por la Nacional I se ponen a acelerar. Se ve que sus conductores quieren recuperar el tiempo perdido. Yo no tengo prisa. Sigo al trantrán.

Llegando al nudo de Landa, donde se bifurca la carretera –un tramo rumbo a Valladolid y Palencia; el otro hacia Bilbao y Logroño–, me adelanta un cochecito de ésos que hacen ahora, que no tienen media galleta pero pueden ponerse a 200. Lanzado como una bala, llega hasta el cruce y toma el camino recto. Bruscamente, gira, rectifica y enfila en dirección Bilbao. Demasiado para su estabilidad: patina, se da la vuelta, se sale de la carretera, arranca de cuajo una señal de tráfico y vuelca aparatosamente, quedándose boca abajo.

Me detengo y miro el panorama. El destrozo es absoluto. Hay pedazos de coche por toda la carretera. Lo que queda, tirando en una hoya, humea: aquello puede ponerse a arder en cualquier momento.

Para también otro automovilista.

–No creo que haya nadie vivo dentro de eso –le comento mientras miramos horrorizados el amasijo de chatarra.

De todos modos, busco el teléfono y me dispongo a pedir una ambulancia.

En ese momento, por el hueco de lo que cinco minutos antes era una ventanilla, emerge un cuerpo. Antes de que nos haya dado tiempo de ayudarle a salir, ya está de pie. Es una joven de unos 25 años, morena y alta. Como una aparición. Le preguntamos qué tal está. Dice que bien. Insistimos: ¿le duele algo? No; nada. Tiene una pequeña herida en la frente, mínima, y algún rasguño. Se repasa ella misma. Está indemne. ¿Iba alguien más con ella? No; iba sola.

Tiembla. Tiembla como una hoja.

Aviso a la Guardia Civil. Paran más automovilistas. Alguien le ofrece una manta. No la quiere. ¿Sentarse? No; tampoco. “Gracias, gracias, estoy bien”.

–¿Le importa si me miro en su espejo? –me dice.

Claro que no.

Se repasa la cara.

–Joder, mierda –dice, tocándose los rasguños–. ¡Tenía que hacerme daño precisamente en la cara!

¡Acaba de renacer y le preocupan dos rasguños! Supongo que somos así.

Llega la Cruz Roja.

Ya no pinto nada allí. Me despido, monto en el coche y retomo la marcha.

Más que cabreado, estoy perplejo.

 

(25-XII-2000)

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