Archivo del “Diario de un resentido social”

Semana del 20 al 26 de noviembre de 2000

 

Gaseadores

 

Uno de los fundamentos de la globalización neoliberal es la neutralización de la capacidad interventora de los Estados en la vida económica. Sus propagandistas sostienen que los Estados no deben tratar de reconducir las tendencias espontáneas del capitalismo, porque éstas ya dirigen por sí mismas a la Humanidad en un sentido positivo. Confían ciegamente en el efecto benéfico de la lógica del beneficio privado.

La prueba más palmaria del perfecto desvarío que supone este razonamiento nos la proporciona la evolución del medio ambiente. Cada vez el planeta está peor y, en algunos aspectos, empieza ya a estarlo de manera irreversible. El fracaso de la cumbre de La Haya sobre el cambio climático, en la que los EEUU se han negado a suscribir incluso el paniaguado acuerdo que les proponía la UE, evidencia que hay fuerzas económicas que no están dispuestas a rebajar sus meteóricas cuentas de resultados, ni siquiera en una medida realmente mínima, para preservar la habitabilidad del planeta a medio plazo.

El Hebei Treasure, ese barco chino cargado con 44.000 toneladas de productos contaminantes que se encuentra ahora mismo a la deriva por las aguas del Canal de la Mancha, y que corre el serio riesgo de acabar naufragando por las malas condiciones metereológicas, es una perfecta metáfora del dislate de esta gente. Para gastar lo menos posible, no duda en montar transportes peligrosísimos y en encargárselos a compañías de dudosísima competencia. Están convirtiendo el mar en un estercolero.

Serían ridículamente cómicos, si no fueran desoladoramente trágicos: llevan hasta los extremos más fanáticos la prohibición de fumar, para no perjudicar los pulmones de algunos, y no dudan, en cambio, en multiplicar las emisiones de CO2 y otros gases contaminantes, que dañan irremisiblemente la biosfera, y ponen en serio riesgo la vida de los océanos, que son los pulmones del planeta.

 

(26-XI-2000)

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Pegar a las mujeres

 

Escena real. Ayer.

LA MAESTRA AL ALUMNO.– Mañana es el Día Mundial contra la violencia sobre las mujeres.

EL NIÑO.– ¿O sea que mañana no puedo pegar a ninguna chica?

 

(25-XI-2000)

 

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Dos apuestas

 

El Gobierno sostiene que propugnar el diálogo como instrumento de resolución de los diversos conflictos vascos –porque no hay sólo uno– supone, en la práctica, hacer el juego a ETA.

Es un criterio del que ETA no participa, como ha demostrado matando a Ernest Lluch, abierto partidario del diálogo: del diálogo en general, y, ya para empezar, del diálogo entre los partidos llamados constitucionalistas y los nacionalistas democráticos. «Mi padre creía que la vía que se sigue no es la buena. Mi padre creía en el lehendakari», dijo ayer, emocionada pero firmemente, una de las hijas del ex ministro de Sanidad asesinado, tras la multitudinaria manifestación de Barcelona.

Me temo que ésa sea una de las causas que hayan decidido a ETA a matarlo. Porque ETA no tiene ningún interés en el diálogo entre nacionalistas y no nacionalistas. Quiere implicar al PNV y a EA en su estrategia y, para eso,  cuanto más se ahonde la brecha entre los dos grandes bandos políticos existentes en la sociedad vasca y entre sus representantes, mejor.

Poco a poco, el PSOE parece estar convirtiendo la defensa del diálogo con los nacionalistas en una de sus señas de identidad. Así cabe deducirlo, entre otros signos, de la fuerza e incondicionalidad con que ha subrayado ese aspecto de la personalidad política de Lluch a la hora de reivindicar su memoria.

Es una apuesta delicada. Tanto sobre el terreno de la política vasca como sobre el de la política española, globalmente considerada. Lo es, sobre todo, porque el nacionalismo vasco se ha hecho –y le han hecho– muchos enemigos, tanto en Euskadi como –sobre todo– fuera de Euskadi. No es una causa que vaya a atraer al PSOE a masas ingentes de votantes, precisamente.

Hay que reconocer, de todos modos, que, si bien es una política problemática, por lo menos es una política. Porque el seguidismo con respecto al PP que los socialistas han venido practicando en los últimos meses, en éste y en otros terrenos, estaba desdibujando sus perfiles de modo realmente alarmante. En el País Vasco corrían el serio peligro de que no pocos de sus seguidores tradicionales se decidieran por el voto útil, según una reflexión elemental: si de lo que se trata es de defender la misma política que el PP, para eso que lo haga el PP, que se la sabe mejor y tiene el respaldo del Gobierno central.

La apuesta del PSOE –si finalmente se decide a asumirla y llevarla adelante– es, ya digo, arriesgada. Pero no lo es menos la del PP, que ha decidido jugárselo todo a la misma baza: que en las próximas elecciones vascas se produzca un vuelco y Mayor Oreja se convierta en lehendakari. Porque su política de hostigamiento radical al PNV tiene fecha de caducidad. Si las urnas vascas vuelven a registrar una mayoría nacionalista, se queda con una mano delante y otra detrás.

El PP, tan dado a mezclar la política con los huevos, ha hecho algo que siempre se ha tenido por desaconsejable: ponerlos todos en la misma cesta.

 

(24-XI-2000)

 

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Ernest Lluch (2)

 

El apunte de ayer en mi Diario me ha procurado una nutrida correspondencia. He recibido algunos mensajes de conformidad con lo escrito y otros –los más–, críticos. Todos, empero, racionales, argumentados, serios. A la altura de las circunstancias.

Desde Bilbao, un amigo se muestra disconforme con mi balance de la trayectoria política de Lluch. Me reprocha particularmente el laconismo de mi referencia a su actitud positiva en relación a la solución negociada del conflicto vasco. Me explica que no sólo en las tertulias de la cadena Ser, sino también en las de Radio Euskadi, Lluch manifestó siempre una posición de profundo respeto hacia el nacionalismo vasco.

He leído también que se expresó en varias ocasiones en términos muy considerados hacia las demandas de reconocimiento del derecho de autodeterminación. Eso me hizo recordar que a finales de los 70 dimitió de una portavocía parlamentaria para manifestar su disconformidad con el espíritu de la LOAPA, por entonces en gestación. Me he enterado también de que en octubre se adhirió a Elkarri. Todo ello configura una actitud sobre este particular que, ciertamente, no se merecía una referencia tan fugaz y displicente como la  mía.

No es el único apunte biográfico que me han matizado. Otra amiga, buena conocedora de la historia de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo –ha trabajado en ella durante muchos años–, me dice que la monopolización de los cursos de verano de Santander por parte del felipismo no fue obra de Lluch. Según ella, tomó cuerpo durante la etapa del anterior rector, Roldán. Reconoce, no obstante, que Lluch no enmendó esa trayectoria en modo alguno. Apunta que, de todos modos, el ex ministro tuvo un trato afable y considerado con los trabajadores de la UIMP.

También me han apuntado datos en sentido opuesto. Un veterano lector de mi Diario asegura que Lluch opositó a su cátedra, y la obtuvo, cuando aún era ministro.

A decir verdad, yo no traté de hacer el balance de la biografía de Lluch, sino tan sólo de explicar por qué no contaba con mis mayores simpatías. Pero comprendo que eso no excusa la unilateralidad de mis referencias.

Otro lector cree que no es éste el momento más oportuno para recordar los aspectos discutibles de la trayectoria del personaje. Y otro más se pregunta si no es éticamente problemático criticar a alguien que ya no puede defenderse.

Sobre esto último me veo obligado a replicar que todas mis críticas a Lluch se las dirigí –y en términos realmente mucho más severos– en vida y en la plaza pública, en un artículo publicado en El Mundo, después de que él lanzara acusaciones sin fundamento contra mí, también en público. Le reproché su transfugismo, su infidelidad a la causa del derecho al aborto y los excesos de su fidelidad felipista. Entonces él fue libre de contestarme para desmentir mis afirmaciones, pero rehuyó la polémica, después de haberla iniciado.

Pero es la otra consideración antes mencionada la que me interesa más: ¿es realmente impropio señalar los aspectos oscuros de la biografía de un muerto? He defendido desde hace mucho que no, y seguiré defendiéndolo mientras no me den argumentos superiores en contra. El panegirismo es un género que se debe circunscribir a los actos relacionados con las exequias fúnebres, en los que la incondicionalidad es comprensible. Los que nos dedicamos a opinar tenemos el deber superior de respetar a quienes nos leen: tenemos que decirles lo que pensamos realmente.

En el caso de los asesinatos por ETA, creo –no insistiré en ello: ya lo expliqué ayer y no quisiera repetirme demasiado– que es incluso conveniente señalar que no nos oponemos a ellos porque pensemos que han acabado trágicamente con la trayectoria vital de personas excelsas, sino porque se trata de crímenes abominables, sea la víctima quien sea y tuviera las virtudes y los defectos que fuera.

Se trata de un juicio moral al que hay que despojar inicialmente, como paso previo, de cualquier otra consideración, sea personal o política.

Así lo veo yo, al menos.

 

¿Monarquía parlamentaria?

 

Ayer hicieron un solemne acto de conmemoración del 25 aniversario de –dijeron– «la instauración de la Monarquía parlamentaria».

Imposible. No cabe conmemorar lo que no existe.

Un Estado puede ser, simultáneamente, monárquico y parlamentario. Pero ningún Parlamento puede ser monárquico, y ninguna Monarquía puede ser parlamentaria. Se trata, en ambos casos, de términos antitéticos. El Estado será monárquico, aunque parlamentario, y parlamentario, aunque monárquico. Cada una de esas circunstancias limita la otra.

No critico una imprecisión lingüística. Señalo una imprecisión lingüística puesta al servicio de una estafa propagandística.

 

 (23-XI-2000)

 

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Ernest Lluch

 

ETA ha asesinado a Ernest Lluch y ya están los medios de comunicación entregados a su tarea de siempre: convertir a la víctima en santo.

La universal manía de maquillar las biografías de los difuntos –paralela al trabajo de acicalar sus cuerpos antes de soterrarlos– se vuelve doblemente irritante en estos casos. Es como si se creyera que, de no haber tenido las víctimas una existencia ejemplarmente impoluta, su asesinato fuera menos odioso.

Estamos ante otra variante de ese insoportable rollo de «las víctimas inocentes». Como si las hubiera culpables. La perversión de ETA no estriba en que mata gente estupenda, sino en que mata, y no tiene derecho, y es un crimen hacerlo, y lo sería aunque el asesinado fuera un tipejo vomitivo.

Quienes estamos en contra de la pena de muerte –la aplique el Estado o corra a cargo de una organización con vocación de Estado– no nos oponemos a ella sólo cuando el ejecutable no ha cometido ningún delito (¡estaría bueno!), sino también cuando es un perfecto malhechor, o incluso un asesino.

Sirva este preámbulo no sólo como crítica del inconveniente comportamiento de nuestro establishment, sino también como aclaración previa de lo que sigue.

Porque voy a explicar por qué a mí, lo que es, Lluch no me caía nada bien.

Lo conocí en los inicios de la transición, cuando era uno de los más destacados dirigentes de la Federación de Partidos Socialistas. La FPS agrupaba a diversas organizaciones territoriales de ideología socialista radicalmente enfrentadas al PSOE. Lluch, que aunque catalán ejercía por entonces de valenciano, solía acudir a las reuniones del organismo unitario de la oposición antifranquista, Coordinación Democrática, en representación de la FPS, junto con el madrileño Enrique Barón, el andaluz Alejandro Rojas Marcos, el aragonés Emilio Gastón, el gallego Xosé Manuel Beiras y alguno más.

Tuve varias reuniones con ellos. Recuerdo una en especial, en petit comité, en la que varios de ellos –Lluch y Barón, destacadamente– echaron las peores pestes del PSOE. Pusieron a González, Guerra, Múgica y compañía de sinvergüenzas para arriba.

Cuando la siempre desigual balanza de la transición se inclinó definitivamente del lado de la reforma, la FPS saltó hecha añicos. Lo mismo que el PSP de Tierno Galván.

Algunos de los integrantes de la FPS renegaron de sus anteriores fobias y se pasaron al PSOE. Fue el caso de Lluch y de Barón. Otros, como el valenciano Vicent Ventura o como el ya citado Beiras, no pasaron por el aro. Los primeros fueron debidamente recompensados: González nombró a Lluch  ministro de Sanidad de su primer Gobierno. A Barón le asignó –me parece recordar– la cartera de Transportes.

Como ministro, Lluch resultó particularmente decepcionante. Fue escandaloso lo que hizo –o lo que no hizo, si se prefiere– en relación al aborto, burlando sus propias convicciones.

Apartado del Gobierno, recaló en la Universidad de Verano de Santander. Con él como rector, la Menéndez Pelayo se convirtió estío tras estío en lo que alguien llamó acertadamente «un congreso de felipistas en bañador». Allí se juntaban todos para pasarse unos días estupendos en el palacio de La Magdalena, viviendo a cuerpo de rey, trabajando muy poco y cobrando mucho. Encantado del chollo, se mantuvo en el cargo todo lo que pudo, e incluso más, al parecer: alguien me contó que Lluch siguió de rector durante un tiempo en condiciones irregulares, cuando ya se le había agotado el plazo legal.

Le perdí el rastro hasta 1994, año en que se convirtió en adalid, junto con José Luis de Vilallonga, de la denuncia de una supuesta «conjura republicana» en la que, según ambos, estaban comprometidos Mario Conde, Pedro J. Ramírez, Antonio García Trevijano, Luis María Ansón y «alguien próximo a Alfonso Guerra».

Lluch tuvo la estrafalaria idea de mezclarme a mí en aquel invento. Escribió en La Vanguardia que yo era «la guinda izquierdista» de la conjura. Qué mamarrachada.

He oído contar que últimamente, aparte de impartir clases en la Universidad de Barcelona, participaba en una tertulia de la Ser. No la he oído nunca. Dicen que en ella solía abogar por una solución negociada del conflicto vasco.

Acabo de escuchar a alguien por la radio que ha glosado esa posición suya y ha dicho: «Esto hace aún más absurdo su asesinato, si cabe».

Pero es que no cabe.

Quiero decir que su asesinato es una barbaridad y una infamia, sostuviera las posiciones que sostuviera en relación al conflicto vasco y quepa formular las quejas que se quiera sobre su trayectoria política.

No tiene nada que ver.

 

 (22-XI-2000)

 

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Republicanos adversativos

 

«No, si yo soy republicano. Pero...».

Mi bueno amigo Gervasio Guzmán, como muchos otros españoles –eso dicen al menos las encuestas–, forma parte del bando de los republicanos adversativos. Se les distingue por su incapacidad para proclamar su presunta adscripción republicana sin añadir a continuación un «pero...».

En España se llevan mucho las convicciones adversativas. Recordemos, sin ir más lejos, los infinitos opositores adversativos a los GAL que han pululado por la vida política española durante los últimos años, todos diciendo a coro: «Desde luego que estoy en contra de los GAL, pero...».

Los  más característico del adversativo político es que su práctica concreta resulta siempre favorable al pero, y nunca a la convicción expresada inicialmente. Jamás vi a ninguno de los enemigos adversativos de los GAL acudir a una manifestación o firmar un manifiesto en contra del terrorismo de Estado. Como jamás me he topado con Gervasio en un acto republicano.

Molesto por mis críticas zumbonas, Gervasio contraataca: «Pero ¿qué sentido tiene ahora ponerse a defender la República?».

Cuando polemiza, mi amigo Guzmán recurre sistemáticamente a otra especialidad celtibérica: atribuir al adversario afirmaciones que no ha hecho para, a continuación, ponerlo de vuelta y media por ellas.

«Yo no he dicho que haya que hacer ninguna campaña a favor de la República, Gervasio», le respondo. «Pero si tú das la cara por la Monarquía, te contesto. Y te argumento que no me parece muy sensato que un pueblo admita que le decidan a partir de factores de sanguinidad masculina quién es su jefe de Estado. Y no te digo nada ya si encima lo hacen por generaciones alternas: el abuelo sí, el padre no, el nieto sí...».

Y le repito lo que he afirmado mil veces: que soy hostil a la Monarquía, pero no demasiado republicano. Como le oí decir en cierta ocasión a Arzalluz: «¿Para qué voy a defender que se instaure una República? Tal como están las cosas, su presidente sólo podría ser o del PSOE o del PP. No veo qué ganaría con ello».

Quizá el error estribe en dar por hecho que no hay más remedio que contar con una de esas dos formas de Estado: o Monarquía o República. ¿Por qué los estados han de tener obligatoriamente un único jefe? Tanto en las monarquías como en las repúblicas no presidencialistas, el jefe del Estado cuenta con funciones de escasísima utilidad práctica, de las que cabría prescindir sin que apenas se notara, salvo en la cuenta de gastos. Siempre me han fascinado los países como Canadá, Australia o Nueva Zelanda que, como miembros de la Commonwealth, tienen formalmente a la Reina de Inglaterra por cabeza del Estado. Pero como la Reina de Inglaterra es lo suficientemente sensata como para no meter sus narices en los asuntos de esos países –y sus gobernadores representantes lo mismo–, de hecho carecen de jefe de Estado. Y no parece que les vaya nada mal así.

Ahora que tanto se habla de políticas de austeridad, ¿por qué no plantearse ésa?

 

(21-XI-2000)

 

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Mienten, y lo saben

 

Leo y escucho los análisis del día sobre la transición del franquismo al sistema parlamentario. Siguen con el cuento de hadas.

A algunos de los fabulistas los conozco personalmente. Sé que son conscientes de que están mintiendo.

De las muchas mentiras que se están repitiendo hasta el aburrimiento –ya escribió Ignacio Ramonet que «en nuestras sociedades mediáticas, repetición equivale a demostración»–, la más ridícula es la que presenta la instauración del parlamentarismo en España como una empresa autóctona, es decir, como fruto exclusivo y original del esfuerzo conjunto de los reformistas del Régimen franquista y de la oposición ilegal.

Como miembro que fui de la Comisión Ejecutiva de Coordinación Democrática –el organismo unitario de la oposición, conocido popularmente entonces como la Platajunta–, tuve la posibilidad de conocer buena parte de las entretelas de los inicios de la transición.

Pude comprobar hasta qué extremos las dos partes en litigio rivalizaron entre sí para merecerse el favor de las grandes potencias occidentales.

Para aquellas alturas, los franquistas menos cazurros –mayoritarios en todos los círculos decisivos– eran plenamente conscientes de que, sin el apoyo de los EEUU y de los gobiernos del entonces Mercado Común, su continuidad en el poder era no ya difícil, sino directamente imposible. Desde finales de los 50, la economía española se había imbricado hasta tal punto en el conjunto europeo que la mera hipótesis de un regreso a la autarquía producía escalofríos a los responsables del desarrollismo franquista.

Incluso dentro del alto mando de las Fuerzas Armadas, por mucho que la mayoría de sus integrantes fueran ideológicamente proclives al fascismo, estaba extendida la idea de que España no podía dar la espalda a la OTAN y a sus designios. Hasta entonces Washington no había puesto objeción a la continuidad del franquismo, pero el sentido de sus nuevas recomendaciones estaba ya claro. Había que aceptar los vientos de cambio, por mucho que le desagradaran.

En  la oposición, los dos partidos más en boga eran el PSOE y el PCE. Toda la fuerza del PSOE renovado de Felipe González, que apenas contaba con base militante, le venía de la confianza que le prestaba –y del dinero que le daba– la socialdemocracia internacional, que actuaba en estrecho contacto con los EEUU. El PCE de Santiago Carrillo, por su parte, dedicaba lo esencial de sus esfuerzos internacionales a tranquilizar a las potencias occidentales acerca de la benignidad de sus intenciones nulamente revolucionarias. Hoy sabemos que, antes de la muerte de Franco, Carrillo ya había enviado emisarios a todas las cancillerías que tuvieron a bien recibirlos –y al propio Príncipe– para hacerles saber su intención de reconocer la Monarquía a cambio de la legalización de su partido.

Quiere todo esto decir que los protagonistas esenciales de la transición española, tanto de un lado como del otro, actuaron sistemáticamente con la mirada puesta en el exterior, tratando de agradar al exterior y amoldándose a las recomendaciones del exterior. De esta guisa, si se desconsidera el papel jugado en los acontecimientos de entonces por las potencias occidentales, es imposible entender nada de lo que realmente sucedió.

La voluntad democratizadora del Príncipe, el esfuerzo de aclimatación de los franquistas renovadores, la neutralidad relativa de las FFAA, la renuncia a la ruptura y la consiguiente aceptación de la reforma por las principales fuerzas de la oposición... todos y cada uno de esos factores fueron resultado –no sólo, pero sí de manera decisiva– de la presión que ejercieron las potencias occidentales para que el inevitable cambio político español se hiciera sin poner en peligro sus intereses políticos, económicos y militares, y de la sumisa aceptación de los dirigentes de las fuerzas políticas y sociales españolas de ese “diktat” exterior.

Lo cual no es una valoración, sino una descripción de los hechos.

Ocultan deliberadamente que fueron así. Mienten.

 

(20-XI-2000)

 

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