Archivo del «Diario de un resentido social»

 

Semana del 13 al 19 de noviembre de 2000

 

¡Madre de Dios, la Madre Patria!

 

En América Latina saben algo de terrorismo. Sobre todo de terrorismo de Estado. Hablo de terrorismo en sentido estricto, esto es, como la violencia ilegal organizada destinada a forzar a la población a aceptar lo que de otro modo no toleraría.

En Latinoamérica el terrorismo se ha practicado en masa. Y se sigue practicando, aunque a menor escala que en los tiempos más negros de las dictaduras militares generalizadas, cuando el Gobierno de los EEUU  impartía clases de la materia en la Escuela panañena de las Américas.

En Bolivia, donde el golpista Hugo Bánzer ha regresado al poder, ahora mediante las urnas, las Fuerzas Armadas rivalizan con la guerrilla fanatizada a la hora de aterrorizar a la población rural. En El Salvador gobierna todavía el partido de los escuadrones de la muerte, que se ha autoamnistiado para no tener que responder de crímenes tan espantosos como el asesinato de Ellacuría y sus compañeros. De los métodos desplegados por Alberto Fujimori en Perú para amedrentar a la oposición y a la prensa crítica no hace falta hablar. Los paramilitares colombianos de las AUC siguen haciendo sangrientas operaciones de castigo contra la población de las zonas sospechosas de simpatizar con la guerrilla. El comportamiento del Ejército mexicano y de los matones prolatifundistas en Chiapas tiene un componente aterrorizador –si es que no directamente genocida– que a nadie se le escapa.

Pues bien: en este contexto, acude Aznar a la X Cumbre Iberoamericana y presenta un proyecto de resolución sobre el terrorismo... ¡en el que no se habla más que de ETA! Es la representación viviente de la rana de la fábula, que creía que el cielo era del tamaño de la porción que ella veía desde el fondo de su pozo.

¿Ignora el presidente español que sólo los paramilitares colombianos han matado en un año mucho más que ETA en toda su existencia? No; no lo ignora. O tal vez sí, porque le importa un bledo.

Si los gobernantes latinoamericanos tuvieran siquiera un asomo de vergüenza, le habrían respondido al jefe del Gobierno español que una declaración conjunta iberoamericana sobre el terrorismo, si se pretende que sea medianamente seria, no puede dejar de afrontar el fenómeno a esa misma escala. Que las vidas españolas, por muy europeas que sean, no valen más que las latinoamericanas.

Pero no hicieron nada de eso. No sólo para dar satisfacción a Aznar, sino también, y sobre todo, porque maldito el interés que tienen en que se hable seriamente del terrorismo sufrido por sus propios países.

Sólo puso objeciones la representación cubana. Y tuvo razón en lo que dijo, por más que el Gobierno de La Habana, especializado en encarcelar disidentes y en atemorizar a su propia oposición, tampoco sea el más indicado para dar lecciones a nadie sobre coherencia en la  defensa de los Derechos Humanos.

 

(19-XI-2000)

 

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Memoria del antifranquismo

 

Acudí ayer a una mesa redonda en el Ateneo de Madrid sobre la Constitución y sus posibilidades de reforma. Quería saludar a uno de los ponentes: mi amigo José Ignacio Lacasta-Zabalza, al que hace tiempo que no veía.

Lacasta intervino con su tradicional finura analítica y su inseparable humor socarrón.

Retuve particularmente dos puntos de su intervención.

Se refirió al Preámbulo de la Constitución para señalar cómo, a diferencia de la portuguesa, la Constitución Española de 1978 no hace la más mínima referencia al pasado fascista cuya legalidad pretendía sustituir. Recuerda cómo esa ausencia no fue fruto de ningún olvido, sino el resultado de un patético debate parlamentario en el que los padres constituyentes acordaron que de lo que se trataba era de reformar el franquismo y no de romper con el franquismo. (Otro de los ponentes del acto de ayer, Raúl Morodo, confirmaría después ese extremo. Contó que el borrador del Preámbulo contenía una condena expresa del régimen franquista, pero que fue retirada «por consenso». «Se hizo lo que se pudo», dijo, a modo de justificación. Es la enésima vez que oigo la misma excusa, y siempre pienso lo mismo: esta gente busca refugio en el impersonal –«se hizo», «se pudo»– para eludir sus concretísimas responsabilidades. La verdad es que ellos hicieron lo único que ellos fueron capaces de hacer.)

El segundo punto que retuve del parlamento de Lacasta se refiere a la reforma fáctica de la Constitución que viene produciéndose desde hace años. Es algo así como una aplicación del viejo dicho: «Haz tú las Leyes y déjame a mí los Reglamentos». Poco importa los hermosos principios que pueda formular aquí y allá el texto constitucional si las leyes encargadas de regular la práctica ciudadana concreta se dedican a enmendarles la plana. Es el caso, muy especialmente, del Código Penal, llamado muy certeramente «el negativo de la Constitución» (mientras la una proclama los derechos, el otro se encarga de las prohibiciones): el Código vigente vulnera el espíritu de la Constitución en muy diversos puntos. Es también el caso de la Ley de Extranjería, que limita gravemente derechos que la Constitución otorga a todas las personas.

Tras el acto, nos fuimos a cenar. Le dije a Lacasta que en el foro de esta página web tiene lectores que aprecian su trabajo y le hablé de la posibilidad de montar algún día un chat con él como invitado especial. Le pareció una idea excelente y se mostró muy dispuesto a ello.

También estuvo en la cena Eugenio del Río, otro buen amigo y otro excelente politólogo, de dos de cuyas obras hay constancia en esta misma web.

Me dijo Del Río que ha estado dándole vueltas a una idea: la de hacer un Museo del Antifranquismo. Se trataría de reconstruir lo que fue la lucha antifranquista a través de documentos –panfletos, fotografías, periódicos clandestinos...–, de objetos –desde las viejas y entrañables vietnamitas a los instrumentos de tortura usados por la policía política de Franco, pasando por el instrumental de falsificación de documentos oficiales–, de la reconstrucción de escenarios –una celda de comisaría, otra de una cárcel, una imprenta clandestina, etc.–, de testimonios grabados en vídeo, de películas...

Le dije que la idea me parecía muy buena.

«Pues yo la he descartado», me contesto. Y me explicó por qué: «Para empezar, habría que montar un grupo promotor con gente de diversas tendencias... Sus integrantes no tardarían en reñir. En segundo lugar, harían falta fondos ingentes. A ver de dónde se saca el dinero. Luego, habría que decidir dónde lo pones. Madrid sería lo más cómodo, por razones geográficas, pero presenta desventajas. En fin, es muy probable que los fascistas se cebaran con un Museo así. Tendría que soportar agresiones constantes...».

Admití la solidez de los argumentos.

«A cambio, he pensado», prosiguió Del Río, «que lo que sí podría hacerse es un libro que recogiera, en un gran mosaico, todos esos aspectos: descriptivos, de testimonios... Todo lo que se pudiera. Un libro que permitiera a quienes no han conocido la lucha clandestina contra el franquismo hacerse una idea de cómo fue».

Y entonces vino lo peor. Porque concluyó: «...Y he pensado que la persona más adecuada para escribir ese libro serías tú».

Cielos.

Quedamos en vernos para seguir hablando de ello.

Pero desde anoche no paro de darle vueltas a la cosa. ¿Acabaré por tener que trabajar?

 

(18-XI-2000)

 

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Antes y después del 20-N

 

Es curioso el sesgo propagandístico que está tomando la conmemoración del 25 aniversario de la muerte del general Franco. Es como si se quisiera convertir aquel día –aquel tiempo– en el símbolo de una inflexión tajante en la Historia de España, en el mojón que marcaría la frontera entre dos eras: hasta entonces, la España decrépita de Franco; desde entonces, la España moderna y democrática fundamentada en la Monarquía de Don Juan Carlos.

Y es todavía más curioso –y aparentemente más paradójico– que quienes ahora están poniendo más empeño en esa representación de la Historia sean precisamente los adalides y propagandistas de las fuerzas políticas y sociales que con mayor energía se esforzaron en su momento para que el 20-N no significara el inicio de una quiebra histórica que pusiera término claro y formal a 40 años de dictadura, sino tan sólo el principio de una paulatina metamorfosis del franquismo en parlamentarismo. Es como si se avergonzaran de su obra de reforma del régimen dictatorial y quisieran dotarla, a toro pasadísimo, de una épica idealista y arrojada, de la que, desde luego, careció.

«Después de Franco, ¿qué?», preguntó Santiago Carrillo cuando el dictador llegó a las puertas de su lenta agonía. Y el propio Franco respondió: «Después de mí, las instituciones». No anduvo tan errado. Aunque por veredas parcialmente alejadas de sus planes, serían las instituciones que él apadrinó, o con las que vivió en simbiosis, las que se encargarían de lo esencial: de dar luz verde a la metamorfosis del régimen (las unas) y de tutelar sus sucesivas fases de transformación (las otras).

¿Épica? Hacía ya décadas que las grandes potencias occidentales venían ayudando al ensamblaje de España en el bloque capitaneado por los EEUU, muy especialmente en sus apartados económico y militar. Está ya probado documentalmente que los dirigentes del llamado Mundo Libre arroparon el régimen de Franco, sacrificando la libertad de los pueblos de España a sus necesidades geoestratégicas, igual que hicieron con el Portugal de Salazar y con la Grecia de los coroneles. Cuando la propia modernización de esas sociedades convirtió en constriñentes las carcasas políticas de los estados policiales que las controlaban, se avinieron a que fueran reemplazadas por estructuras parlamentarias homologables. Para no correr riesgos, pusieron buen cuidado en establecer también sólidos lazos –incluyendo los de dependencia económica– con las principales fuerzas de las respectivas oposiciones. En el caso de España, se esperó a que la desaparición física del dictador hiciera más fácil –más natural– el tránsito.

Funcionaron las previsiones sucesorias. Algunas de las de Franco y casi todas las del Departamento de Estado y sus aliados de Bonn, Londres, Oslo, París y Roma, que tampoco desconocían las del viejo general, y se sirvieron de ellas.

No fue ninguna epopeya. Sólo un bien planificado conjunto de reajustes.

Dicho lo cual, convengamos en que esta España reajustada es mucho más respirable que la que acaudilló aquel torvo general.

 

P.S. Ya escritos los párrafos anteriores con vistas a mi columna de El Mundo de mañana, veo los resultados de la encuesta en la red que está realizado el periódico. Ganan por holgada mayoría quienes consideran que Franco fue un buen gobernante. Cabe preguntarse, alternativamente, o qué clase de sociedad es la española... o qué clase de gente vota en esa encuesta.

 

(17-XI-2000)

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El desprestigio de los EEUU

 

Los sumos sacerdotes de los media estadounidenses se dicen muy preocupados por el desprestigio que está acarreando a su país todo el follón que se han armado entre Bush y Gore, gracias al cual seguimos sin saber cual de los dos se instalará finalmente en la Casa Blanca cuando Clinton ahueque de una vez el ala.

Confunden el síntoma con la enfermedad. El lío del recuento de Florida no es sino una manifestación –aparatosa, eso sí– de dos males de fondo que aquejan al sistema norteamericano. Dos males que son, en último término, el mismo.

En primer lugar, los Estados Unidos de América carecen de legislaciones homologadas sobre cuestiones que son de primera importancia para el conjunto de su territorio. Por ejemplo: no tienen una Ley Electoral Federal. A veces, ni siquiera cuentan para estas materias con leyes específicas de cada uno de sus estados, por lo deben dirimir los conflictos que surgen en ellas sin más referencia legal que la jurisprudencia de sus tribunales estatales.

Lo cual confiere a sus jueces locales un papel desmesurado, puesto que les otorga simultáneamente las atribuciones del poder legislativo y del judicial.

Pero esto, que es de por sí malo, se vuelve mucho peor debido al hecho de que en los EUA no se llega a juez por vía independiente, sino por elección popular, es decir, por vía política. Con lo cual, cuando los jueces norteamericanos se ven obligados a sentenciar sobre litigios políticos, son a la vez –no ya en el fondo, sino incluso en la forma– jueces y parte.

Digamos, por resumir, que el sistema norteamericano hace inevitable tanto la judicialización de la política como la politización de la judicatura. Estos fenómenos no son –como en Europa, cuando se producen– una perversión del sistema, sino su modo normal de funcionamiento.

Lo cual hace posible situaciones como la que se ha creado en Florida.

En los EEUU no han matado a Montesquieu: le negaron la nacionalidad desde el principio.

 

(16-XI-2000)

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La ira de Don Juan

 

Mi entusiasmo por el teatro es uno de esos raros fenómenos humanos que permiten evocar la nada absoluta. Voy poco –lo menos posible, para ser exacto– y, cuando voy, casi siempre me duermo. No puedo evitarlo: los parlamentos ejercen sobre mí un efecto narcótico casi fulminante.

Pese a lo cual, ayer me acerqué al estreno en Madrid de la versión del Tenorio de Zorrilla que ha hecho la Compañía Nacional de Teatro Clásico. (La explicación es sencilla: una amiga mía actúa en la función).

No me dormí, lo que ya es decir bastante.

Según transcurría la obra, y a falta de mayor interés por un texto que, como casi todo vecino de cierta edad, me sé casi de carrerilla, me puse a divagar algo sobre la obra y, más en concreto, sobre Don Juan.

Lo primero que me llamó la atención es que Jaime Mayor Oreja no haya criticado la falta de oportunidad política de este reestreno. La pieza no contribuye en nada a la propaganda sobre la cadena perpetua y el cumplimiento íntegro de las condenas. Que un tipo que se pasa la vida matando acabe al final yéndose de rositas –o de doñainesitas, si se prefiere– es desalentador. (Tengo que acordarme de escribir una nota a Garzón sobre esto, a ver si hace algo. No sé: dictar orden internacional de busca y captura de Zorrilla, por ejemplo).

El otro objeto de mis divagaciones fue el propio personaje.

Es curioso que el individuo ideado por el de Valladolid haya pasado a la Historia, en las más diversas disciplinas, como arquetipo del  conquistador de mujeres.

No veo mayor interés al donjuanismo de Don Juan. Su atracción compulsiva por el ligue a la carrera no pasa de ser una caricaturización de la eterna y aburrida misoginia masculina. Otro menda que liga para contarlo, sin más.

Hacen legión los tíos que ligan para contarlo. En los dos sentidos posibles del verbo, es decir: para relatárselo a los demás tíos y para llevar la cuenta.

Según Don Juan hacía ostentación sobre el escenario de sus infinitas conquistas, Charo me susurró al oído una frase para recordarme una anécdota.

Esto le sucedió a un famoso, cuya identidad no citaré, porque da lo mismo.

El hombre participaba en una charla con asistencia nutrida y, no recuerdo a cuento de qué –si es que venía a cuento– soltó en tono petulante: «Pues yo, que me he acostado con unas dos mil mujeres...». Ante lo cual, un conocido nuestro, que estaba a su lado, hizo un muy ostensible gesto de asombro. «¡Dos mil mujeres!», exclamó. «¡Pero eso es imposible! ¡No da tiempo!». Todo el mundo se quedó mirándolo. Mi conocido hizo una pausa teatral:  «Espera....», dijo, y se puso a hacer como que contaba con los dedos. «¡Ah, bueno, sí! ¡Ahora lo entiendo...! ¡Ninguna ha repetido jamás!».

No pasan de ser tediosos coleccionistas. Como el que acumula miles de reposavasos de todo el planeta.

En cambio, nunca se ha profundizado, que yo sepa, en otro aspecto del personaje de Don Juan que resulta mucho más curioso desde el punto de vista psicológico: es un tipo patológicamente pendenciero. Se tira toda la obra desafiando y peleando. Con el único varón con el que no se pega es con su criado, pero sólo porque el viejo Ciutti no le entra jamás al trapo: se deja zurrar y calla.

Se ve que en tiempos de Zorrilla había hombres así: de familia linajuda y alma bandida, dispuestos a participar en todas las guerras oficiales y ávidos de sangres supletorias en sus horas libres.

«¿Y en dónde aliviarán hoy en día sus ansias las víctimas de esa terrible agresividad patológica?», me pregunté.

Tardé poco en darme respuesta: «¡En la política, claro, en la política!».

 

(15-XI-2000)

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El enigma indonesio

 

Recibo una llamada de mi buen amigo Gervasio Guzmán. Alguien le ha dicho que he visitado Indonesia.

—Qué, ¿cómo es aquello? —me pregunta, curioso.

—Ni idea —le respondo.

—¿Cómo que ni idea? —se me mosquea—. Pero ¿tú dónde has estado, en Indonesia o en Babia?

El bueno de Gervasio está mal acostumbrado. Da por hecho que ver es conocer. Me temo que ha tratado a demasiados tipos de ésos que se pasan el puente del Pilar en Nueva York y que a la vuelta te sueltan largas peroratas sobre las evoluciones de Wall Street como si allí nadie osara ya mover un dedo sin consultárselo previamente.

—Mira, Gervasio —le explico—: he paseado por Yakarta y alguna otra ciudad, me he entrevistado con varios políticos de relieve, he visto calles, campos, carreteras, monumentos... y he sufrido, eso sí, todo el calor del mundo. Pero sería un perfecto iluso si creyera que los fragmentos de realidad que he contemplado son representativos. Ni siquiera tengo la certeza de haber acertado a interpretar bien lo que he visto. Cabe incluso que sepa más de Indonesia por lo que he leído en Madrid que por lo que he vivido allí.

Siempre me ha sorprendido la soltura con la que algunos emiten dictámenes. Aquí y fuera de aquí. Sobre cualquier cosa. Hay gente tan hábil a la hora de hacerse una composición de lugar que no sólo es capaz de conocer la realidad de un país en cuanto pisa su suelo, sino que ya incluso desde el avión puede escribir las crónicas más aceradas y coloristas sobre lo que todavía no ha visto.

Eso se llama premonición. Es un don del cielo del que carezco.

—¿Y no vas a contarnos cómo está Indonesia? —insiste el buen Gervasio—. ¡Pues vaya periodista estás hecho tú!

Fe es creer lo que no vimos. Para Gervasio, periodismo es contar lo que no sabemos.

— Probablemente escribiré lo que he visto, sí. Y también lo que he oído, si es que a alguien le interesa —le respondo—. Pero con todas las salvedades. Dejando claro que vaya usted a saber.

—¿Pasaste por el aeropuerto de Singapur? —me pregunta otro amigo—. Qué curioso, ¿verdad? Tan enorme, tan moderno... ¡y casi desierto!

Me deja perplejo: en efecto, pasé por ese aeropuerto, pero había bastante gente. Aquello no era Calcuta, desde luego, pero tampoco Gobi.

Es muy difícil distinguir la vivencia de la experiencia. Pero todavía más difícil resulta, por lo que veo, que el personal se dé cuenta del valor que tiene que no trates de venderle tus limitadas vivencias cual experiencias de peso irrefutablemente científico.

¡Con el trabajo que le cuesta a uno saber todo lo que no sabe!

 

(14-XI-2000)

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La España Visnú

 

Estuve en Yogyakarta (pronúnciese Yuevyakarta) visitando un templo hinduista. Es más bien un conjunto de templos: tres principales, otros tres más pequeños, subordinados a los anteriores, y luego un montón de templitos más, buena parte de ellos derruidos por la explosión de un volcán y por el terremoto subsiguiente.

Cada templo cuenta con sus correspondientes escaleras de peldaños altísimos, insufribles. Te partes el espinazo trepando por ellos y, cuando llegas arriba, descubres que todo lo que hay es un cuartito oscuro en el que imaginas más que ves una imagen de piedra. El ambiente apesta a esos inciensos con los que las hippies de mi generación pretendían dar un toque de exotismo a las noches de ligue.

Excuso decir que sólo subí a uno de los templos, que lo bajé a escape y que me senté en la primera piedra que encontré a ras de suelo, tras comunicar a la expedición que mi apetencia de espiritualidad diaria estaba más que colmada. En aquel momento, mis simpatías estaban decididamente del lado del terremoto.

Bueno, pues a lo que iba: uno de los templos estaba dedicado a Visnú.

El guía nos explicó que, según la religión hinduista, Visnú está en todas partes. Adopta las más variadas formas, pero es siempre la misma, aunque siempre diferente. (También nos dijo que Visnú se comunica con los mortales a través de un águila. Le pregunté que para qué necesita el águila, si está en todas partes, pero creo que el pobre guía tenía también cubierta su ración diaria de preguntas chorras, y no me respondió).

Me he acordado de Visnú al regresar a España y ponerme al tanto de la actualidad.

 Es como si por aquí no hubiera pasado el tiempo. España, cual Visnú, también se las arregla para adoptar las más variadas formas y ser siempre la misma.

Cambian los nombres de las víctimas, la identidad de los detenidos, los lugares de los sucesos... pero todo es lo mismo.

Siempre lo mismo. Igual de terrible, pero igual de aburrido.

Qué hastío de horror. Qué horror de hastío.

 

(13-XI-2000)

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