Archivo del Diario de un resentido social

 

Semana del 30 de octubre al 5 de noviembre de 2000

 

Singapore-Yakarta

Vuelo penoso, larguísimo, interminable.

Primero desde Madrid a París, con parada en el Charles de Gaulle. La tripulación está también deseando salir a fumar un cigarrillo, así que no pone dificultades a que hagamos lo propio. El record lo logro yo: cuatro en apenas 20 minutos. Me sigue de cerca Oneto, con tres. 

Viene luego el sobrevuelo a las antípodas, o casi. Doce horas. Me he tomado un tranquilizante, pero la mezcla con el vino de las infinitas comidas y el cóctel de champagne creo que logra hacer el efecto contrario. Estoy como un amasijo de nervios, aunque hago como que no. Es increíble el interés que pone Singapore Airlines en que no paremos de comer y beber. Pero todavía más increíble es lo muchísimo que puede especiar las comidas. El enorme avión huele a especias que apesta. Acaba por revolverme las tripas.

Llegada a Singapur. Miro la ciudad-estado desde el cielo: es como un remedo de Manhattan. El aeropuerto ocupa una enorme extensión y tenemos que recorrerlo a escape, porque el vuelo de Yakarta sólo espera nuestra presencia para salir. Otras dos horas –algo menos– de vuelo hasta la capital de Indonesia. Perplejidad: en el aeropuerto nos esperan dos fotógrafos y un cámara. Despistado, comento: «Se ve que venía en el avión alguien importante». «Sí; nosotros», me contestan. Al parecer, van a hacer un largo reportaje sobre nuestra estancia en el corazón del Sudeste asiático.

Yakarta es enorme. 12 millones de habitantes. La miseria más total convive con un lujo que parece inevitable calificar de asiático. El guía –al que bautizo como Ibrahim, porque parece un viejo salsero cubano: ya todo el mundo lo llama Ibrahim, por más que el insista en que se apellida Sukarno– nos dice que mucha de esa gente malvive en chabolas «porque quiere vivir cerca de donde trabaja, aunque tenga un apartamento en condiciones en otra parte».

–Una especie de residencia secundaria, entonces –le digo, irónico.

Pero él se lo toma tal cual.

–Sí; algo así –me responde.

El Gran Hotel Meliá Jakarta es, según dicen, el más lujoso de la ciudad. Y los hay.  En mi habitación se podría jugar un partido de tenis, siempre que se lograra sortear la cama cinemascópica. En el televisor se puede ver el canal internacional de RTVE: tanto da, porque es alérgico a las noticias. Instalo la infraestructura informática, me entero de cómo conectar con Internet a precio de llamada local, meto en la PWJO un aviso diciendo que la actualización llegará más tarde y salgo zingando. Tenemos previsto visitar un museo, el viejo puerto y una calle repleta de tiendas de antigüedades. El museo está cerrado por reformas. Mientras el autobús callejea por las sucias y mal asfaltadas avenidas abarrotadas de gente –Ibrahim pretende convencernos de que el Gobierno no las mejora porque, si no, los coches correrían demasiado– no pierdo ripio por la ventanilla. Pueden ir hasta cuatro en una motocicleta. Hay autobuses-camionetas en los que se hacinan hasta 30 personas. Y moto-taxis, del tipo de nuestras viejas isocarros. Las bicicletas sirven también para todo, aunque el transporte a hombros es también mi socorrido.

En el viejo puerto, nos sigue una nube de aspirantes a vendedores de lo que sea. Debemos tener una pinta horrible: media docena de europeos a los que siguen sin parar dos fotógrafos y una cámara de TV. Más miseria. Lo mismo que en la calle de las antigüedades. «Si les piden una cantidad, ofrézcanles la mitad, como mucho», nos previene Ibrahim/Sukarno. Pero quién es capaz de pararse a mirar nada. Se nos echan como una nube en cuanto desaceleramos el paso.

Regreso al hotel. En la radio local pone rumbas: «Una rumba por aquí, una rumba por allá...». No tengo ni idea de quiénes son. Las combinan con canciones de Paul McCartney, Simon & Garfunkel y Olivia Newton John. This is Jakarta Radio... RTVE sigue castigando a la comunidad internacional con un concurso vomitivo.

Hemos quedado para cenar pronto. El hotel tiene cuatro restaurantes. Alguien ha hablado de comida hawaiana. Yo necesito urgentemente un filete de buey con patatas. Y dormir, dormir, dormir.

 

(5-XI-2000)

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Do you speak english?

La publicidad se supera a sí misma.

Ayer vi en Telemadrid un aviso ciertamente chocante: «Von Karajan les ofrece... el Tiempo», decía.

«Pues como no sea el tiempo que lleva muerto...», pensé.

Pero qué va. Era la predicción metereológica. Y Von Karajan era un disco de Von Karajan, no el espectro del famoso director de orquesta.

Lo que más me tiene fascinando en los últimos tiempos es la violenta irrupción del inglés en la publicidad española. Hago un breve recuento de anuncios, sin ningún ánimo exhaustivo: Be Inspired, Conecting People, Everyone’s Invited, Digitally Yours, Pure Spirit, Keep Walking, Be Wild, Get The Lights, Celebrate The Moment, Elegance Is An Attitude, Ideas Generated / Walls Removed…

Y así, casi todo. Ad nauseam. Apenas queda anuncio que no lleve una apostilla en inglés. En inglés fácil –como para estudiante de 1º del Wall Street Institute–, pero en inglés, a fin de cuentas.

¿Y eso?

Utilizan un mecanismo psicológico elemental y muy transparente. Parten del convencimiento de que, para el español medio actual, el inglés es el idioma del éxito. Hablar inglés significa formar parte de la elite dirigente.

Luego, si tal o cual mercadería está dirigida en exclusiva a gente que entiende el inglés, es que se trata, indudablemente, de un producto para uso exclusivo de triunfadores.

O de aspirantes a triunfadores.

El francés es el idioma de la gente elegante (Loulou? Oui, c’est moi). El inglés, el de los ejecutivos agresivos, youppies y demás ralea del género.

¿Y el castellano?

¿El castellano?

¿Dice usted el castellano? ¿Se refiere a esa lengua que no hay más remedio que usar para entenderse?

¡Por Dios, pero qué cosas tiene usted!

¡Entenderse! ¡Qué vulgaridad!

 

(4-XI-2000)

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Más de lo mismo

Se ha convertido en un lugar común de las conversaciones sobre el terrorismo de ETA: «¡Pues algo habrá que hacer, porque así no se puede seguir!». No importa el lugar: tanto da la sede del Consejo General del Poder Judicial que el bar de la esquina. Siempre hay alguien que lo dice, y la mayoría de los circundantes acoge el aserto con unánime aprobación.

Pues bien, y para conservar las costumbres: no estoy de acuerdo.

Vayamos por partes.

Primer punto: «Así no se puede seguir».

Falso. Sí que podemos seguir así. Llevamos en las mismas ya más de dos décadas y España no se ha hundido, ni nada que se le parezca. Lo que sucede es penoso, sin duda, y es horrible que tanta gente sufra por culpa de ello, pero no representa ningún obstáculo insalvable para el mantenimiento de las pautas básicas de la vigente organización social y política.

De hecho, todo indica que el Gobierno de Aznar cuenta con que vamos a continuar soportando el desastre del terrorismo durante muchos años, e incluso décadas. No por otra razón se dispone a seguir aplicando en lo esencial —variaciones de mero grado al margen— la misma política que hasta ahora: porque sabe que podemos seguir así y no quiere pagar ningún precio («La paz no tiene precio», dice y repite) para experimentar otro escenario.

Segundo punto: «Algo habrá que hacer».

Vaporosa afirmación donde las haya. ¿Qué se entiende por «algo»? Formulado así, en general, «algo» puede ser cualquier cosa. Y en cualquier sentido.

Aun a riesgo de equivocarme —odio indagar en cabeza ajena—, creo entender que ese «algo» al que se apela oblicuamente va por la vía de un endurecimiento de la actual política antiterrorista. Que se piensa, por ejemplo, en agravar las penas de cárcel y en ampliar el catálogo de las conductas tenidas por terroristas, en la estela de esa «desobediencia civil» que tanto persigue Garzón.

¿Y qué les hace suponer que con «algos» de ese género se lograrán resultados prácticos desconocidos hasta ahora? La experiencia de los últimos años indica lo contrario: ETA ha sobrevivido siempre a las sucesivas iniciativas policiales y legislativas ideadas en su contra. La prueba es que estamos en el punto en el que estamos.

En realidad, ese «algo habrá que hacer» quiere decir: «Insistamos en lo de siempre, pero llevándolo más lejos todavía». Como ni se plantean siquiera la posibilidad de que la medicina que aplican no sea la adecuada, tan sólo les queda una posibilidad: aumentar la dosis.

Otros pensamos que, si insisten en recetar más de lo mismo, nada tendrá de especial que el resultado sea también más de lo mismo.

 

(3-XI-2000)

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Demócratas

Según un reciente sondeo de opinión del CIS, el 71% de los españoles no tiene el más mínimo interés por la política: admite sin rubor que no le presta atención alguna.

Pongo el dato en relación con otro que procede del mismo trabajo demoscópico: el 86% considera que la democracia es preferible a cualquier otro sistema de gobierno.

Lo que me sugiere tres reflexiones.

Primera.– Considerando el muy escaso conocimiento de la materia que reconoce tener el 71%, ¿cómo tomarse en serio sus opiniones sobre los sistemas de gobierno? Es como si alguien empezara diciéndonos que no tiene ni idea de fútbol y acto seguido afirmara que el sistema táctico de Serra Ferrer es superior a cualquier otro. Qué sabrá.

Segunda.– Si no tienen interés alguno en participar en la res publica –ni siquiera en saber de qué va–, ¿a cuento de qué defienden un sistema que se basa teóricamente en su participación? Proclaman la democracia, pero hacen lo posible para que funcione la oligarquía (o sea, el gobierno de unos pocos).

Tercera.– Y, si no les interesa la política y reconocen que no tienen ni pajolera idea al respecto, ¿por qué y para qué diablos votan?

Con un 71% como ése, parece razonable que la vida política española esté como está.

 

 (2-XI-2000)

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El fracaso de Mayor Oreja

Es un fenómeno nuevo, que Mayor Oreja no deja de subrayar con orgullo en privado: hasta ahora, y desde comienzos de la transición, cada vez que el presidente del Gobierno o el ministro del Interior –los que fueran: los de turno– acudían al funeral de una víctima de ETA, había un sector de los asistentes al acto que los increpaba. Ahora, el público aplaude unánimemente a los representantes del Gobierno, los felicita y los jalea.

Él lo considera una muestra de su éxito.

A mí me parece otra prueba más de su fracaso. Demuestra que están actuando al gusto del sector más visceral e irreflexivo de la opinión pública. De la gente que, obcecada por el odio, no ve más allá de sus narices.

La profundidad de las miras de Mayor Oreja no va más allá del metro y medio de distancia. Vive para el viva inmediato, para el aplauso de esta tarde, para las urnas de mañana mismo. ¿El futuro? ¡Allá se las componga!

Su actuación a lo largo de los últimos años puede muy bien resumirse así: 1º) desaprobó el intento de Aznar de negociar con ETA y negó que la violencia terrorista pudiera tener una solución política; 2º) de acuerdo con ello, dificultó cuanto pudo la labor de aquellos a los que Aznar había encargado la negociación con ETA (esto, reconocido por ellos mismos), persiguió a los intermediarios, enfiló contra el sector de la organización terrorista que era partidario de una salida pactada y boicoteó todas las iniciativas que podían contribuir a la distensión; 3º) hizo todo esto porque, según él, la «vía política» no hacía al caso, dado que se podía acabar con el terrorismo de ETA por una vía estrictamente represiva, sin necesidad de concesión alguna.

Balance a fecha de hoy: se ha cargado los intentos de avanzar por la «vía política» y los éxitos que ha logrado en la «vía policial» son meramente anecdóticos. Hoy ETA está mucho más fuerte, en todos los sentidos, que hace un año. La perspectiva de su desaparición ni siquiera se atisba en el horizonte.

Eso tiene un nombre: fracaso.

 

(1-XI-2000)

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Sebastián Rodríguez

Me telefonea mi buen amigo Gervasio Guzmán: «¿Has visto las imágenes del atentado de Madrid? ¡Qué horror!».

Le respondo que sí. A ambas cosas.

«Acabo de leer un artículo muy bueno», prosigue. «Reclama que los terroristas se pudran en la cárcel. Estoy de acuerdo.¡Cadena perpetua, claro que sí! ¡Es lo que se merecen!».

Le recuerdo que ese vehemente anhelo vengativo ya lo expresó Felipe González hace bastantes años, cuando aún era presidente del Gobierno, con los resultados que se conocen. Y le apunto que, para que alguien «se pudra» en la cárcel, como él dice, no hace falta la cadena perpetua: todos los expertos están de acuerdo en que 20 años de encarcelamiento en régimen de primer grado bastan y sobran para destrozar psicológicamente a cualquiera. No digamos ya con los 30 años de cumplimiento efectivo que prevé el Código Penal vigente.

«Bueno, y qué», me responde. «Me da igual. Lo que yo quiero es que nadie que haya participado en un atentado terrorista vuelva a ver la calle en su puñetera vida».

Le pregunto si conoce el caso de Sebastián Rodríguez.

No lo conoce. Se lo cuento.

Le explico que Sebastián Rodríguez Veloso, al que sus amigos llaman Chano, es un gaditano residente en Vigo, vendedor del cupón de la ONCE y avezado nadador, que acaba de lograr cinco medallas de oro en los Juegos Paralímpicos de Sydney, pulverizando de paso cuatro récords mundiales.

«Pues me alegro mucho. ¿Y qué?», me interrumpe Gervasio.

«Pues que Sebastián Rodríguez no es sólo un gran nadador que por tierra se mueve en silla de ruedas. Es también un ex recluso de los GRAPO que fue condenado a 84 años de cárcel por haber participado en el asesinato del empresario andaluz Rafael Padura y por haber puesto un buen número de bombas», le preciso.

Encarcelado en 1984, Rodríguez mantuvo en 1990 una larga huelga de hambre en demanda del reagrupamiento de todos los presos de los GRAPO en un solo centro de reclusión. Debilitado en grado sumo, se negó una y otra vez a recibir asistencia sanitaria. Lo alimentaban por la fuerza pero, en cuanto recuperaba energías, volvía a la huelga de hambre. Al final, su organismo se quebró para siempre y quedó postrado en una silla de ruedas, como ésa en la que ha paseado sus cinco medallas de oro por Sydney.

En noviembre de 1994, Instituciones Penitenciarias lo puso en libertad.

«Estará rehabilitado», apunta Gervasio.

«¡Pero, hombre! ¿No me habías dicho que tienen que pudrirse en la cárcel a perpetuidad? ¿Qué más da que se haya rehabilitado o no?», le replico. Pero le aclaro que, de todos modos, no: no se ha rehabilitado, si por rehabilitación se entiende arrepentimiento. Rodríguez es miembro activo de una organización de solidaridad con los presos de los GRAPO. Sus amigos bromean comentando lo mucho que habrá tenido que sufrir estos días en Sydney viendo izarse tantas veces por su culpa la bandera monárquica.

«Supongo que reclamarás que vuelvan a meterlo en la cárcel para que cumpla íntegra su condena, ¿no? Si está en condiciones de ganar medallas deportivas, no veo qué puede impedirle pudrirse en una celda», pregunto a Gervasio.

Se queda en silencio.

«Hombre... No sé... No es tan fácil... Si ha rehecho su vida...», musita al final.

No puedo evitar la ironía: «Venga, Gervasio: pon de acuerdo tu cerebro y tus vísceras y, cuando lo hayas conseguido, vuelves a telefonearme, ¿vale?».

 

(31-X-2000)

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Entre Llamazares y Bebel

La buena sociedad burguesa alemana y sus medios de comunicación elogiaron en cierta ocasión, allá por los inicios del siglo XX, el «buen sentido» del ya veterano fundador de la social-democracia alemana, Augusto Bebel. Lejos de alegrarse, el anciano tornero se quedó muy preocupado. «¡Ah, viejo Bebel!», escribió. «¿Qué tontería habrás hecho para que esta gentuza te alabe?».

Ya casi nadie recuerda al bueno de Bebel, que fue pionero de la causa feminista, entre otras. Es una pena. Si lo hiciera el nuevo coordinador general de IU, Gaspar Llamazares, tendría serios motivos para sentirse preocupado: los grandes medios de comunicación han acogido con indisimulado alivio su nombramiento. Su condescendente benevolencia hacia él ha sido tan llamativa como la radical animadversión que han manifestado hacia la candidatura de Ángeles Maestro, tildada de «guardiana de las esencias comunistas» y acusada del nefando crimen de llamar «a la lucha en la calle contra el FMI y la explotación capitalista».

No conozco lo suficiente ni a Llamazares ni a Maestro como para inclinar mis preferencias de ningún lado. Supongo que habrá que dejarles tiempo para que enseñen sus respectivas cartas. Y para que las jueguen en la práctica. En todo caso, no oculto que la preocupación de Llamazares por tomar posiciones en el terreno de la realpolitik –el mismo que pretendía ocupar Frutos, dicho sea de paso– está lejos de fascinarme. En cambio, simpatizo con la incitación de Maestro «a la lucha en la calle contra el FMI y la explotación capitalista». Y el hecho de que haya molestado con ello a los voceros de la globalización y el neoliberalismo, lejos de preocuparme, me reafirma en esa toma de postura inicial.

El terreno más propicio para el combate contra la injusticia esencial del nuevo orden internacional no está ni en las contiendas electorales de cada cuatro años ni en los florilegios parlamentarios, que a casi nadie interesan y que apenas dejan margen operativo para la oposición real. Está en  la confluencia «en la calle» –extramuros del sistema– de todos las causas de descontento. Y ha de plantearse a escala internacional, puesto que el mundo entero es el escenario en que el enemigo ha planteado su ofensiva.

No he oído que Llamazares enfoque por esa vía su liderazgo. Confiemos en que lo haga en cuanto los líos burocráticos de IU le dejen tiempo.

 

(30-X-2000)

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