Diario de un resentido social – Archivo

Semana del 25 al 30 de julio de 2000

 

  

Rifles con ruedas

Entre hoy y mañana, millones de personas se pondrán en marcha por las carreteras españolas para dirigirse a sus puntos de veraneo. La DGT pretende que este año las víctimas serán menos, porque mucha gente ya se marchó durante el pasado fin de semana, y el resto se dividirá entre hoy y mañana.

El argumento me vale para los atascos, pero no para las víctimas: la cifra será probablemente similar, sólo que dividida entre varios días.

Allá por 1985, un amigo, que es profesor de sociología y economista, me expuso una fórmula que permitía predecir con muy estrecho margen de error la cifra anual de muertos en la carretera. No recuerdo en qué consistía la cosa. Me acuerdo, eso sí, de que el dato clave era el del parque de automóviles. Tantos coches en circulación, tantos muertos al cabo del año. La fórmula –me explicó– no era aplicable a un fin de semana, porque las circunstancias podían variar (en particular las metereológicas y las de calendario laboral), pero sí a un periodo amplio, como es el año. Me dijo que las autoridades conocían perfectamente la fórmula, y que la aplicaban para hacer ese cálculo, pero que no lo aireaban, para no evidenciar la práctica inutilidad de las campañas publicitarias en demanda de prudencia. Supongo que el sistema de cálculo habrá variado algo, porque de entonces a aquí la seguridad y la fortaleza de los coches ha aumentado, pero estoy seguro de que continuará siendo posible realizar esa predicción agorera, y que se seguirá haciendo.

Los medios de comunicación y las autoridades volverán a utilizar la misma trampa para disfrazar la esencia del problema: dirán que algunos accidentes han sido resultado de  “fallos humanos” y otros de “fallos mecánicos”. Valiente bobada. Para empezar –ni sé ya las veces que lo he dicho–, los fallos mecánicos no existen: las máquinas no se equivocan. Equivocarse es una facultad exclusivamente humana. Si una máquina no funciona como debería es o porque fue mal concebida, o porque está mal mantenida, o porque no ha sido jubilada a tiempo. Cualquiera de esas posibilidades es responsabilidad de los humanos encargados de las máquinas, no de las propias máquinas. Así que todos los accidentes se producen por fallos humanos. Pero es que –segundo argumento– los humanos nos caracterizamos por cometer errores. Los cometemos sin parar. Nos distraemos, tenemos sueño, nos cabreamos, somos competitivos... Es como en el cuento de la rana y la víbora: está en nuestra naturaleza.

La cuestión de fondo que las autoridades no quieren encarar –y la inmensa mayoría de nosotros tampoco– es que el transporte por automóvil es esencial, intrínseca, inevitablemente peligroso, porque pone en manos de individuos ineludiblemente falibles un arma fácilmente mortal.

Viene a ser como lo de las armas de fuego en los EEUU. Tú puedes pretender que permites su venta libre en el entendimiento de que quienes las compran van a hacer un uso sensato de ellas, pero la realidad es que cada año, impepinablemente, hay mucha gente que las utiliza mal. La Asociación del Rifle se niega a admitirlo. Y los ciudadanos occidentales nos negamos a admitir que llenar las carreteras de coches es un modo de propiciar el homicidio involuntario en masa.

 

(31-VII-2000)

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                                               Una solución para Euskadi 

Se lo oí ayer a un sociólogo de la Universidad de Deusto: «Lo más curioso es que aquí son partidarios del derecho de autodeterminación los que, si se votara sobre la independencia de Euskadi, perderían la votación, y en cambio se oponen a él los que vencerían en las urnas».

Tiene razón, y vale la pena reflexionar sobre esa aparente paradoja. Aparente, insisto.

Pero, de todos modos, hay excepciones. Algunos vascos somos partidarios del derecho de autodeterminación, pero, si se llegara a hacer un referéndum sobre la independencia de Euskadi, votaríamos en contra de la independencia. Y ganaríamos, con toda seguridad: ni una sola encuesta, de las muchas que se han hecho en los últimos años, atribuye al independentismo vasco un respaldo superior al 30% del electorado potencial.

¿Por qué soy partidario del derecho de autodeterminación? Porque no acepto que se le obligue a un pueblo a nada. Ni siquiera a lo que le conviene. Reclamo el derecho de cada pueblo a seguir el rumbo que quiera. Incluso aunque se equivoque.

Soy partidario de que Euskadi esté en España. Por diversas razones: unas sentimentales, otras –las más– de tipo práctico. Pero soy partidario de que esté voluntariamente, por decisión propia, expresa y clara. Y nadie se lo ha preguntado jamás. Al pueblo vasco se le han preguntado muchas cosas, bastantes de ellas indirectamente indicativas, pero no ésa, directamente.

Soy partidario de que Euskadi esté en España, ya digo, pero no lo soy, en absoluto, de la “indisoluble unidad de la Patria”. Como no lo soy del “hasta que la muerte nos separe”. Considero que todas las unidades deben ser disolubles. Me encantan las uniones voluntarias; detesto las uniones por narices.

Hoy tiene abierto “El Mundo” en Internet un debate sobre la actitud ciudadana ante el terrorismo. Sobre cómo afrontarlo. Lo he estado leyendo un rato. Os recomiendo que lo hagáis. La gente propone de todo: endurecimiento de las leyes, internar a los de ETA en psiquiátricos (ésa sí que es buena: se supone que habría que empezar por detenerlos a todos, ¿no?), ilegalizar EH, zurrar la badana al PNV hasta que cante “Banderita tú eres roja, banderita tú eres gualda”, declarar el estado de excepción... Pero nadie dice algo tan simple como eso: que se haga de una puñetera vez  un referéndum de autodeterminación en Euskadi. Y que los independentistas constaten que están en minoría. Y si no lo estuvieran, pues oye, que se haga lo que quiera la mayoría de la ciudadanía vasca, y a correr.

No pretendo que ésa sea una solución fácil. Ya sé –ya sé– que sería necesario determinar quién forma parte de la ciudadanía vasca, ya sé que está todo el lío de Navarra (que es medio vasca medio no), ya sé que está lo del País Vasco bajo soberanía francesa... Para cada uno de esos sub-problemas tendría que haber sub-soluciones. Pero sería un modo de encarar la recta.

 

(30-VII-2000)

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Las incompatibilidades de Mayor Oreja 

Jaime Mayor Oreja es ministro del Interior.

Jaime Mayor Oreja quiere ser lehendakari.

Jaime Mayor Oreja está utilizando el Ministerio del Interior para potenciar sus posibilidades como candidato a lehendakari.

Ha fabricado un cóctel espantoso.

Como, para llegar a ser lehendakari, tiene que desalojar al PNV de Ajuria Enea, no hace otra cosa que hostigarlo, dificultar que pueda apuntarse ningún tanto, empujarlo al fracaso por todos los medios. Pero, pese a la involuntaria colaboración que le prestan en esa tarea los Arzalluz, Egibar y consortes, de un lado, y EH, del otro, no lo está logrando. Las expectativas electorales del PP vasco (las suyas) suben, pero no a costa de las del PNV. Como demuestra el último euskobarómetro, el PNV sigue siendo el partido con más atractivo electoral de Euskadi. Y la sociedad vasca está cada vez más nítidamente dividida en dos mitades inconciliables. Y eso es así gracias, entre otros, a él, que se pasa el día de radio en televisión y de televisión en periódico haciendo agitación y alimentando el enfrentamiento.

Si Mayor Oreja llegara a ser lehendakari, el conflicto vasco se agudizaría cada vez más. Tendría que encerrarse en Ajuria Enea y no salir, porque cada visita suya a cualquier punto de Euskadi llevaría aparejada la jarana borroka.

Para ser un  lehendakari aceptable, es imprescindible partir de la conciencia de que en el País Vasco hay nacionalistas y no nacionalistas y que tan buena gente pueden ser –y suelen ser– los unos como los otros. Un político que lleve puesto en el punto de mira a la mitad del país no puede gobernar al conjunto.

A base de decir pestes sin parar de los nacionalistas, Mayor ha logrado suscitar tantas pasiones como odios. Y nadie puede gobernar allí con ese bagaje. Euskadi necesita gente que una. Para desunir, ya se las arregla sola.

 

  (29-VII.2000)

 

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Todo en la vida es fútbol 

Me gusta el fútbol cuando lo juegan bien. Cuando no –que es casi siempre– me parece un insoportable peñazo. O sea que, según los cánones oficiales, no soy realmente un futbolero.

Puesto a no ser forofo, me ocurre con cierta frecuencia que empiezo a ver un partido con la esperanza de que ganen los unos y, según marcha el juego, me cambio de bando, y empiezo a desear la victoria de los otros. Basta con que  los jugadores de mis colores iniciales se pongan a dar patadas, o a defender a ultranza, en plan cutre, o a beneficiarse de errores arbitrales. No tengo un “nosotros” definido, aunque casi siempre me pongo del lado del equipo más modesto. Supongo que por pura querencia ideológica.

Cuando juega la selección llamada nacional, mis compañeros de Redacción se me enfadan, porque cuando me preguntan “¿Cómo vamos?” (tengo despacho en el periódico y, en consecuencia, derecho a tele particular), les respondo: «¿”Vamos”? Pero, ¿qué pasa? ¿Juegas tú?». Trato de explicarles que “España” no juega; que quien juega es tan sólo la selección de la Federación Española de Fútbol. Es decir, unos particulares.

Me temo que no entienden lo que intento decirles y se piensan que si me salgo por esos cerros es porque soy vasco y, en consecuencia, anti-español.

Precisados esos extremos iniciales, admito que me tiene fascinado el espectáculo de los fichajes del verano. Los del Barça, indignados porque el Madrid se ha llevado a Figo. Los del Madrid, cabreados porque su club ha vendido a Redondo. (Por cierto, que hablan de los jugadores como si fueran animales. O esclavos: “Fulanito está en venta”, “Hemos comprado a Perengano”...).

Los aficionados se comportan como si los jugadores no fueran tíos que se dedicaran, en lo esencial, a ganar el máximo de dinero posible durante los escasos años que están en activo, y como si tuvieran obligaciones semi-místicas con respecto a tales o cuales colores. ¿Se creerán realmente que Figo se vino desde Portugal a Barcelona porque sentía que el Barça es más que un club, o que Redondo tomó el vuelo desde su Argentina natal hasta Madrid porque su tierno corazoncito le arrastraba irremisiblemente por las rutas de lo merengue? Vamos, hombres...

Si no hay que creerse las peleas entre los medios de comunicación, como para tomarse en serio las de los clubes de fútbol. Salvo cuatro pirados que aún nos guiamos por criterios de principios –probablemente porque nos hicieron así y ya no tenemos remedio–, todo lo demás son puñeteras pendencias por la pasta y el figurón.

Dicho lo cual... ¡Aúpa la Real!

 

(28-VII-2000)

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Adiós, Villalonga, adiós 

No escribí ni una línea a favor de Juan Villalonga cuando no pocos a mi alrededor se deshacían en elogios hacia él. Como no escribí ni una línea a favor de Mario Conde cuando estaba en la cúspide de su doctorado dineris causa. Con este tipo de gente aplico siempre la máxima del doctor Lawrence Peter, que decía que “en las fosas sépticas, son siempre los cagarros más gordos los que llegan arriba”. No acaba de ser muy fino el dicho pero, a cambio, es de un cientifismo apabullante. Por decirlo de otro modo: no se llega a un puesto como ése siendo una bellísima persona.

No haber llenado al individuo de incienso me ha excusado luego de vilipendiarlo en su carrera hacia el infierno.

Dicho lo cual, tampoco ocultaré la satisfacción que me produce su caída. Entre otras cosas, porque fueron sus desafueros los que me obligaron a dimitir como contertulio de “La Brújula” de Onda Cero, cuando echaron de la emisora a Casimiro García-Abadillo por haber dado informaciones veraces sobre los irregulares tejemanejes económicos del ahora ex presidente de Telefónica. (Por cierto: ¡en qué situación más singular se queda ahora Luis del Olmo!).

De la huída de Villalonga ha habido algo que me ha parecido la repera: que los accionistas del llamado núcleo duro de la compañía se hayan comprometido con él a no abrir una investigación sobre el lado oscuro de su gestión económica. Que él lo haya reclamado es el colmo de la desvergüenza, porque implica reconocer que tiene mucho que ocultar. Y que los otros se lo hayan aceptado, tres cuartos de lo mismo, porque supone que saben que hay mucho que esconder, y colaboran.

 

 

    Nosotros, las ratas 

Científicos de Oxford han conseguido alterar no sé qué en el cerebro de unas ratas y han logrado que se enamoren de los gatos. En lugar de esconderse de ellos, los buscan. Pero como el cerebro de los gatos sigue siendo el mismo, se zampan a las ratas, con gran satisfacción.

Lo que no entiendo es por qué no han bautizado al experimento con un nombre adecuado. “Globalización”, por ejemplo.

 

(27-VII-2000)

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El «carisma» de Rodríguez Zapatero 

Ahora se discute de eso: que si el nuevo secretario general del PSOE tiene carisma; que si no tiene carisma... Los hay que prefieren a los líderes con carisma; otros dicen que, al final, resultan mejores los que no tienen carisma. Y así.

Me resulta totalmente imposible entrar en esa discusión. Primero, porque ignoro por completo qué narices es el carisma. Felipe González, por lo visto, tenía carisma. Pues, lo que es a mí, me ha dado siempre repelús. Alergia. Me pasa con él como con Mayor Oreja: cada vez que los oigo en la radio, me debato entre mi deber profesional de escuchar lo que dicen y mi impulso intestinal de darle al botoncito del on- off y quitármelos de encima.

En segundo lugar, me parece que discutir sobre carismas es ceder a una concepción degradada y degradante de la política. Me importa un pijo que los dirigentes sean mejores o peores parlanchines, o que su careto salga mejor o peor en la tele. Quiero saber qué pretenden, adónde tratan de llevarme (es decir, de llevarnos), qué programa tienen, en suma. Los esclavos de Roma no se levantaron en armas contra el Imperio porque Espartaco fuera Kirk Douglas. Los espartaquistas alemanes no lucharon –y perdieron– porque creyeran que Rosa Luxemburgo tenía un aire a Linda Evangelista. La gente del PCE no fue por cientos a las cárceles durante el franquismo porque pensara, como me dijo Manolo Vázquez Montalbán en cierta ocasión, que Carrillo guardaba un cierto parecido con Anita Ekberg.

No sé si Rodríguez Zapatero tiene o no tiene carisma. Lo que sé es que no tiene programa. O, más bien, que tiene un programa oculto, que es el mismo de José María Aznar, pero con cines de arte y ensayo. O ni siquiera.

 

(26-VII-2000)

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Las lágrimas del Apóstol 

Primera pregunta: ¿Alguno de vosotros sabe a cuento de qué un Estado laico hace ofrendas institucionales a un supuesto apóstol sedicentemente matamoros?

Segunda: ¿Alguien puede aclararme por qué últimamente Manuel Fraga es incapaz ni de dar la hora sin echarse a llorar?

Tercera: ¿Me podría explicar algún experto por qué Galicia soporta lo uno... y al otro?

Yo tengo respuesta para las tres preguntas, pero preferiría que alguien me proporcionara otras menos tristes.

 

(25-VII-2000)

 

 

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