[Del 2 al 8 de septiembre de 2005]

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Por el bien de España

(Jueves 8 de septiembre de 2005)

Hay vascos, ya lo sé, que aplauden las derrotas de la Selección de la Federación Española de Fútbol —eso que abreviada pero imprecisamente suele llamarse «la Selección Nacional», o «la Selección Española»— porque desean lo peor para España.

Me parece erróneo y de mal gusto.

De mal gusto, porque está feo alegrarse del mal ajeno. Y erróneo porque, como ya he señalado más arriba, ese equipo de fútbol representa a una agrupación deportiva privada. No tratándose de un organismo público, integrado en el aparato del Estado, no se identifica con España, aunque mucha gente lo haga. 

A mí también me reconfortan las derrotas de esa selección de futbolistas, pero no para perjudicar a España, sino para beneficiarla.

Oí ayer por una emisora de radio de ámbito estatal el relato de los goles que se produjeron en el partido entre las selecciones de fútbol de España y Serbia-Montenegro. La consecución del gol que metió Raúl provocó una superruidosa y larguísima sucesión de gritos de todos cuantos participaban en la retransmisión. Clamaron «¡Gooooooooooool!» a voz en cuello una veintena de veces. Acabada la explosión grupal, uno, sin que nadie le llamara al orden, se dejó llevar por un ataque de paroxismo vocinglero y repitió hasta derrengarse «¡España! ¡España! ¡España!».

He asistido demasiadas veces a ese tipo de espectáculos como para no saber la que se nos vendría encima en el caso de que tuviera éxito esa troupe, dirigida a ras de césped por uno de los tipos más injustificadamente presuntuosos y más antipáticos que me haya tocado conocer en la vida (me refiero a Luis Aragonés, (a) Zapatones) y presidida por un fénix de los ingenios que después de cuatro décadas todavía no sabe ni decir «fútbol» (dice siempre «fúrbol», el tal Villar). Si les fuera bien a todo ese rebaño, España se convertiría en un lugar invivible, repleto de gente dedicada sin parar a pavonearse y decidida a no hablar durante todo el día de otra cosa.

Tómese la muestra del tal Alonso, ahora Premio «Príncipe de Asturias». Un menda que trabaja a partes iguales para su beneficio privado y para una firma francesa, convertido en héroe nacional. Todo dios lo adora. Misterio. Ya sé que se requiere habilidad para hacer lo que hace, pero mi abuelo materno era capaz de hacer castillos de naipes de hasta siete pisos, cosa verdaderamente admirable, y nadie lo propuso para ningún Nobel.

Reticente como soy a los orgullos nacionales, se concreten en balonazos o en platos de cocina con nombres de tres líneas, prefiero con mucho que llevemos una vida colectiva sin sobresaltos, normalita, dedicado cada cual al noble objetivo de hacer lo mejor posible lo que le toca hacer para satisfacción y buen porte general. Y ya está.

Por concretarlo en una consigna: abajo Raúl y viva Casillas.

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Dieciséis toneladas

(Miércoles 7 de septiembre de 2005)

Sí, como las Sixteen Tons de la canción de Merle Travis, aunque éstas no extraídas con dolor y sangre de las minas de carbón del Kentucky de los años 50, sino donadas generosamente por el Estado español y enviadas por vía aérea desde Torrejón hasta Louisiana para auxiliar al desamparado pueblo de Nueva Orleans.

Confieso mi perplejidad. Mis perplejidades.

Me deja realmente perplejo, por ejemplo, con qué unanimidad las más altas personalidades políticas de los Estados Unidos, desde el ex presidente Clinton hasta el presidente en teórico ejercicio, George W. Bush, afirman que habrá que investigar cómo ha podido producirse esta catástrofe, pero que «no es todavía el momento» de hacerlo, porque «ahora la prioridad es auxiliar a las víctimas». Como si todos los representantes del Congreso y el Senado de EEUU se hubieran calzado las botas de agua y estuvieran pala en mano quitando el barro de las calles de la ciudad natal de Louis Armstrong (*). ¿Qué necesidad hay de elegir entre rescatar e investigar? Los que trabajan en las tareas de ayuda pueden seguir haciéndolo, sin que nadie les importune, y, a la vez, los políticos pueden comenzar a analizar las razones de la catástrofe, mejor hoy que mañana y con idéntica dedicación.

Pero es todavía mayor la perplejidad en que me sume la noticia de que no sólo España, sino la práctica totalidad de los estados miembros de la Unión Europea, han acordado enviar ayuda a los EEUU. Algunos han empezado ya a hacerlo. Mandan víveres, tiendas de campaña, bombas de agua, medicinas...

Mi pregunta es sencillísima: ¿carece EEUU de algo de eso? Su industria alimentaria, que exporta a todo el mundo, ¿tiene tan vacíos sus almacenes que es necesario enviarles raciones de comida desde España, Francia, Italia, Alemania o Suecia? ¿No cuentan sus impresionantes multinacionales farmacéuticas con stocks que quepa dirigir con urgencia a Louisiana? Sus Fuerzas Armadas —capaces, según Bush, de mantener simultáneamente dos grandes guerras a muchos miles de kilómetros de distancia— se han quedado hasta tal punto sin pertrechos que han de pedir prestadas tiendas de campaña al Ejército español? O, por resumir todas las preguntas en una sola: ¿qué narices hace el país más rico del mundo pidiendo limosna? ¿O será tal vez que se prohíbe recurrir a todos esos bienes porque son propiedad privada?

Lo digo con toda la sinceridad del mundo: si la noticia hubiera sido difundida el 28 de diciembre, no habría tenido la más mínima duda de que se trataba de una inocentada.

Aunque tal vez lo sea, en cierto modo. Porque cualquiera no se gasta 350.000 euros, como está haciendo la Agencia Española de Cooperación Internacional, para echar una mano al Tío Gilito. 

 

(*) ¿Recordáis la hiperoptimista canción de Armstrong What A Wonderful World! («¡Qué mundo tan maravilloso!»)? Solían ponerla mucho como música de ambiente en el aeropuerto de Nueva Orleans, que lleva el nombre del inolvidable jazzman. Supongo que en estos días habrán prescindido de ella.

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¿Otro Barça-Madrid?

(Martes 6 de septiembre de 2005)

La Oferta Pública de Adquisición (OPA) de acciones que Gas Natural lanzó ayer para hacerse con la propiedad de Endesa ha merecido la inmediata respuesta del PP, que ve detrás de la operación económica un intento de mejorar las posiciones de La Caixa, accionista mayoritaria de Gas Natural, y de beneficiar «posiciones territoriales», o sea, el peso de Cataluña en el conjunto del Estado.

Que La Caixa tiene vara alta sobre Gas Natural no es ningún secreto, como no lo es el papel predominante de Caja Madrid en Endesa. Tampoco ignora nadie que, dado el sistema de funcionamiento de las Cajas de Ahorro españolas, el partido político mayoritario en cada zona goza de posiciones privilegiadas en la Caja que le pilla más cerca. Es decir, que el PP cuenta mucho en Caja Madrid, lo mismo que el PSC en La Caixa, aunque tampoco haya que exagerar ese factor, porque los directivos de todas las entidades de ahorro son conscientes de lo complejas y variables que son las relaciones de fuerza en la vida política institucional.

La OPA de Gas Natural, que forma parte de las que se denominan «hostiles» en la jerga financiera —es el término que se emplea para decir que no ha sido previamente pactada—, abre un horizonte que se puede considerar preocupante.

Para empezar, no beneficia a los consumidores que se reduzca la variedad de la oferta en el mercado energético. Se limita la competencia. Aunque tampoco ignora nadie que la actual situación de oligopolio de oferta es ya de por sí muy poco propicia para el desarrollo de una competencia digna de tal nombre.

Este tipo de fusiones empresariales suele entrañar también importantes «ajustes de plantilla» —o sea, despidos— en la firma resultante. A veces los disfrazan con jubilaciones anticipadas y otros recursos que pueden dulcificar el trauma de los trabajadores afectados, pero que no impiden que se reduzca el número de cotizantes a la Seguridad Social, lo que supone un perjuicio social cierto.

Lo que es del todo ridículo es que haya quien se plantee los asuntos como éste cual si fueran episodios de contiendas nacionales: «Cataluña quiere ganar posiciones», etc. De las reivindicaciones nacionales catalanas, a La Caixa sólo le importa en qué medida pueden afectar a sus dividendos.

Hace cuatro días, un amigo me contó que un conocido suyo le había dicho que no quería abrir una cuenta corriente en el BBVA «porque es un banco vasco que apoya a ETA». Es pena, pero comprensible que un particular garrulo y fachoso no sepa que Neguri ha sido siempre españolista hasta la médula, y que desconozca que además los jefes del BBVA ni siquiera asientan ya sus reales en tierra vasca. Pero que el PP y sus voceros sigan jugando al juego bobo de identificar las corporaciones financieras, realmente multinacionales, con los nacionalismos de su lugar de origen, es sencillamente ridículo.

El izquierdismo decimonónico pretendía que «los obreros no tienen patria». Marx, matizón él, rectificó ese simplismo y afirmó que «por su forma, aunque no por su contenido, la lucha del proletariado es en primer lugar una lucha nacional». Ahora no sabemos qué carácter tiene la lucha del proletariado, porque no está claro qué es el proletariado y menos aún que esté en lucha, pero de lo que no cabe duda es de que a las oligarquías financieras se la sudan las reivindicaciones de las nacionalidades sin Estado. El BBVA, por no ser, ni siquiera es español. En Gas Natural parece que pinta mucho Repsol YPF, que tiene que ver con el catalanismo lo mismo que yo con la industria petroquímica.

Si quieren hacer anticatalanismo, mejor que se busquen otras causas.

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Otra vez

(Lunes 5 de septiembre de 2005)

Llegué anoche a Madrid, tras un apacible viaje en automóvil que no me planteó ni uno solo de los problemas que había augurado la Dirección General de Tráfico. Anunció que se producirían retenciones entre las 18:00 y las 23:00 horas. Pues bien: nosotros salimos de Aigües a las 18:30 y encontramos una densidad de circulación similar a la de cualquier fin de semana veraniego, salvo en la entrada de Madrid, que estaba más expedita que cualquier otro día del año.

Eso es porque me escaloné bien. La DGT siempre recomienda que los habitantes de las grandes ciudades que nos desplazamos en coche escalonemos nuestro regreso. Se supone que no debemos empeñarnos en volver todos al mismo tiempo. Pero ¿cómo saber cuándo piensan regresar los demás? La técnica que aplico yo para escalonarme consiste en ponerme al volante justo el día y a la hora que la DGT ha fijado como más críticos. Me suele funcionar de cine.

Hace algunos años llevé esa táctica a su extremo: me desplacé de Alicante a Madrid a las 6 de la tarde del mismísimo 31 de agosto, que, para más bemoles, caía en domingo. Di en el centro de la diana: fue un viaje de una placidez pasmosa.

 Otra cosa que me funciona muy bien es que, en lugar de salir de Alacant por la autovía de Madrid, tomo por otra autovía, de reciente construcción, que me lleva desde Sant Viçent de Raspeig hasta Villena ahorrándome los atascos y caravanas que se forman en las inmediaciones de la capital alicantina. ¿Por qué la mayoría de los conductores madrileños no utilizan esa autovía, que está siempre casi vacía, y pierden la tira de tiempo saliendo en caravana desde el cogollo de Alicante? La respuesta es sencilla: porque no saben que existe. Nadie les ha informado. (Yo os lo digo porque no creo que seáis muchos los que paséis vuestras vacaciones en las comarcas del sur valenciano, y además me caéis bien; de lo contrario, no os revelaría ese secreto que con tanto celo venimos guardando la DGT y yo.)

El caso es que llegué anoche a Madrid, con mi artículo sobre el síndrome posvacacional bajo el brazo, dispuesto a no deprimirme bajo ningún concepto. Y no me deprimí, pero sólo porque estoy muy bien entrenado. Lo primero de todo, el bofetón de calor. Justo lo necesario para recordar el fresquito fantástico de la noche anterior, que habíamos aprovechado para tomarnos una copa en pandilla bajo un cielo estrelladísimo, cerca del mar, escuchando al amigo Jesús Cutillas cantando algunas de sus bienhumoradas canciones mientras la vista se le escapaba con indisimulada ternura hacia Ulises, su hijo recién nacido.

Cágate, lorito, y yo justo un día después tomándole la temperatura a la M-30.

A partir de eso, a rearrancar los ordenadores de casa, a actualizarlos, a poner los antivirus al día (¿habrá algún antivirus que me proteja de tanto cemento junto?), a mirar la correspondencia, a recordar que he de llevar la moto al taller, a señalar en el calendario que mañana tengo radio, y pasado tele —on the road again, esta vez enfilando al Cantábrico—, a mirar las cosas que tengo pendientes de escribir, y de corregir, y de leer, a enterarme de lo que dicen Zaplana y Acebes (si seré masoca), a ver a Bush con la mirada perdida, desconcertado por la que se le ha venido encima entre el Misisipí y el Golfo de México...

O sea, otra vez como siempre. Otra vez otra vez.

En las ocasiones así, siempre recuerdo la boutade de Maurice Chevalier, el  chansonier colaboracionista: «Envejecer tampoco está tan mal —decía—, sobre todo si se piensa en la alternativa».

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La imagen de la degeneración

(Domingo 4 de septiembre de 2005)

Empecé a creer que lo de «la articulación de la sociedad civil» podía ser algo real y concreto, retóricas políticas al margen, hace muchísimos años, cuando supe cómo se organizaba y se ponía en funcionamiento la población de una ciudad de la costa oeste de los Estados Unidos tras sufrir un terremoto. Allí todo el mundo —o casi— demostraba que tenía claro no sólo lo que debía hacer para protegerse él y proteger a los suyos, sino también de qué modo podía contribuir a paliar la emergencia, realizando qué funciones, encuadrado en qué grupo, bajo la autoridad de qué convecino (de un convecino que a su vez estaba en contacto con otros con los que se coordinaba y de los que recibía las instrucciones pertinentes)... No esperaban a que aparecieran los policías y los soldados: era la propia ciudadanía autoorganizada la que se encargaba de garantizar el orden, de impedir el pillaje, de socorrer y dar cobijo a quienes lo necesitaban y de evacuar a los heridos tras proporcionarles los primeros auxilios necesarios.

No trato de decir que todo fuera perfecto, ni mucho menos. Se producían situaciones de descoordinación, alguna gente se dejaba dominar por el pánico y, claro está, tampoco faltaban los pescadores de río revuelto. Pero uno tenía la sensación de que la situación de conjunto estaba bajo control.

La antítesis de lo que se ha vivido —de lo que se sigue viviendo— en Nueva Orleans tras el paso del huracán Katrina.

Oigo y leo que algunos comentaristas culpan del desastre sobrevenido a los efectos de las sucesivas políticas neoliberales de los gobiernos estadounidenses: de los pasados y del actual, del central y de los locales. No seré yo quien les niegue la razón. En efecto, es imposible comprender lo que está sucediendo en el sur de los EEUU sin tener en cuenta la progresiva minimalización de las funciones asistenciales del Estado, directamente proporcional al incremento de los gastos militares, y la reducción tajante de las inversiones en infraestructuras de interés social. No es culpa de Bush que buena parte de Nueva Orleans esté —estuviera— edificada bajo el nivel del mar, pero sí de la paralización de las obras de construcción de diques protectores y de que se hayan desecado amplias zonas que retenían las aguas para satisfacer las exigencias de los especuladores inmobiliarios.

Pero eso no es todo. Los fanáticos del neoliberalismo son también culpables de otros procesos degenerativos que están resultando igual de terribles: los espirituales. Ellos han impulsado el avance arrollador del individualismo, del cada uno a lo suyo y a los demás viento fresco, de la atomización de lo colectivo en individualidades inconexas. De la desarticulación de la sociedad civil, en suma.

Nueva Orleans no es sólo el escenario de un drama. Es también la imagen sin afeites de una terrible degeneración colectiva.

 

Post data.— Un amigo me habla de un cantautor brasileño afincado en Francia que ha escrito una canción llamada El dolor en la escala de Richter. Sostiene la amarga tesis de que, hoy en día, para que un terremoto sea importante tiene que conseguir que los televisores se caigan de las repisas. Yo remataría la idea reformando el ripio de Campoamor: «En este mundo traidor / nada es verdad ni es mentira. / Todo es según el color / del canal con que se mira».

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Cosas que pasan

(Sábado 3 de septiembre de 2005)

El desastre del sur de los Estados Unidos que ya empieza a parecer una tragedia con todas las de la ley, como las que suceden en los países pobres de solemnidad— presenta aspectos que tal vez sea excesivo calificar de positivos, pero que resultan, al menos, aleccionadores.

Buena parte de la población del mundo adinerado —comparativamente adinerado— vive instalada en la más fría indiferencia hacia los padecimientos de millones y millones de humanos física y afectivamente lejanos, sólo rota por esporádicos accesos caritativos. Se diría convencida de lo que denuncia la sarcástica expresión francesa: «Cela n’arrive qu’aux autres» («Eso sólo les sucede a los demás»).

—Hay una hambruna de mil pares —le dices a cualquiera de ellos.

—Ah, sí, algo he oído. En África, ¿verdad? ¡Pobrecitos! —te responde.

Y sigue a la suyo.

Aunque eso no es lo peor. Más grave es cómo ve al resto del Universo, cual si fuera un tablero de ajedrez cuyas fichas cupiera sacrificar para el buen desarrollo de la partida.

—Tiene razón el presidente —te suelta el Smith de turno—. Si Afganistán representaba un peligro para nosotros, había que ir allí y meter en cintura a esa gente. De acuerdo: ya sé que a veces los nuestros se equivocan y bombardean donde no deben. Pero los daños colaterales son inherentes a las guerras. ¡No cabe hacer tortillas sin cascar huevos!

Y a otra cosa.

Sólo empiezan a darse cuenta de que las balas y las bombas matan de verdad cuando la contabilidad de las guerras se hace con muertos y heridos cercanos.

Aunque la cercanía también admite grados.

Es un asunto de círculos concéntricos.

En el extremo más alejado se sitúan los extranjeros de última categoría: negros africanos, aborígenes del Amazonas y cosas así. Luego vienen los extranjeros que, por razones variadas, merecen alguna atención, aunque sin pasarse: árabes susceptibles de convertirse en terroristas, ex soviéticos desestabilizadores y demás. En el último estadio de lejanía —de cercanía— aparecen los que, por esas cosas del mundo de hoy, tienen pasaporte del primer mundo, aunque sus pieles se hayan curtido en el subdesarrollo.

En los EEUU tienen muy clara su clasificación: los afroamericanos, por delante, y las diversas clases de latinos y demás coloreados, haciendo cola. Por orden de llegada.

El huracán, animado con las facilidades proporcionadas por la pobreza y la discriminación, ha dado un golpe brutal en el mismo corazón del confort sudista (*). Nosotros sabemos que el primer mundo está habitado por muchos terceros mundos, pero buena parte de los norteamericanos no lo sabían. Lo acaban de comprobar. Y han visto con horror la verdadera cara de sus autoridades, sintiendo hasta qué punto pueden ser insensibles, e incompetentes, y demagogas, y rastreras.

En Nagasaki ya lo sabían.

En Bagdad también. Y en Kabul. Y en Panamá, y en Santo Domingo, y en Chile. Y en tantos otros lugares del mundo.

Ahora lo saben también en Nueva Orleans. Qué duros, qué amargos, qué terribles puede ser los aprendizajes.

¡Si por lo menos fuera verdad eso de que la letra con sangre entra!

 

(*) ¿Habéis probado el Southern Comfort?  Una bebida asquerosa. Yo compré una botella por la triste razón de que soy un mitómano, y sabía que Janis Joplin se había ido al otro barrio haciendo un cóctel con ese licor de tropecientos grados y no sé qué fármacos. Lo compré, lo probé y me arrepentí al punto.  Sabe a rayos.

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¿Alguien sabe por qué el magistrado titular del Juzgado Central número 5 de  la Audiencia Nacional, que acaba de citar a varios integrantes de EHAK y al secretario general de LAB para tomarles declaración como imputados por presuntos delitos de integración o de colaboración con banda armada, se hace llamar Grande-Marlaska, con guión y con K?

Yo lo ignoro, y a fe que me gustaría conocer el secreto de tan singular pretensión, porque lo cierto es que Grande-Marlaska no es un solo apellido, sino dos (el de su señor padre y el de su señora madre, que él ha unido «por exigencias del guión», como las celtibéricas del destape) y porque el nombre de familia de su señora madre es Marlasca, con C de Rubalcaba, y no con K de Rubalkaba.

Me pregunto qué habrá llevado a don Fernando a repudiar sus naturales Grande y Marlasca para unifikarlos en ese Grande-Marlaska tan Grande y tan Marlaska. ¿Quizá el mismo afán que le ha movido a tratar de empurar a los promotores del Partido Comunista de las Tierras Vascas (o EHAK, con K de Marlaska) y al secretario general de LAB, con L de Loquesea?

Tal vez convenga no olvidar que el juez Grande está sustituyendo en el Juzgado Central de Instrucción número 5 al juez Garzón. No hay que descartar que los miasmas del vedetismo se hayan instalado en los conductos del aire acondicionado del local.

Cual los de la legionella, que también provocan diarrea.

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El problema es casi todo

(Viernes 2 de septiembre de 2005)

Tras enterarme de que George Clooney ha realizado un ejercicio de necrofilia —amor a lo muerto, en este caso: ha hecho una película sobre los tiempos en los que un periodista crítico podía trabajar en una cadena estadounidense de televisión—, me enfrasco en la polémica suscitada por la propuesta gubernamental sobre nuevas fuentes de financiación sanitaria.

Me asalta de inmediato una poderosa sensación de déjà vu. Es como si volviera a leer las mismas propuestas que ya hizo el Gobierno en 2002, respondidas por la oposición con idénticas críticas.

Pero no soy víctima de un ataque de paramnesia (*). Es tal cual. Con una diferencia: entonces el Gobierno era del PP y la oposición mayoritaria, del PSOE.

Trata el Gobierno de paliar el excesivo déficit de la Sanidad pública por dos vías: la central, aumentando los impuestos sobre los alcoholes y el tabaco, y la autonómica, dotando a los gobiernos locales de capacidad para incrementar el margen de beneficio que obtienen de la venta de carburantes al por menor, de la matriculación de nuevos vehículos y del consumo de electricidad.

 Se mofa de Rodríguez Zapatero el PP y de la afirmación que hizo cuando era candidato, según la cual lo progresista no es subir los impuestos, sino bajarlos.

En realidad, tan frívolo es afirmar lo uno como lo otro. Por regla general, resulta más justo poner el acento en los impuestos directos, que gravan a cada individuo en proporción a sus ingresos, que en los indirectos, que pagan por igual los ricos y los pobres. Pero ese criterio tampoco es suficiente, porque también hay que juzgar cómo se administra lo recaudado.

El Estado —hablo del conjunto de las administraciones— no ingresa por separado para Sanidad, para Educación, para Defensa, para infraestructuras, etc. En cada uno de sus niveles —central, autonómico, local—, cuenta con una caja única, a partir de la cual debe distribuir el gasto. En consecuencia, carece de sentido afirmar que la Sanidad, considerada aisladamente, resulta deficitaria. Lo es por naturaleza, lo mismo que la Educación, que la Defensa... y que la Casa Real, sin ir más lejos.

Si hay que apretarse el cinturón, habrá que establecer una jerarquía de necesidades.

Dejo esto a un lado —sólo por un instante— para llamar la atención sobre otros aspectos realmente curiosos del asunto. Por ejemplo, la cuantificación que hace el Gobierno de los ingresos que obtendrá gracias al aumento de los impuestos sobre el tabaco y los alcoholes. ¿Tan seguro está de que la campaña del Ministerio de Sanidad contra el tabaquismo y el alcoholismo va a fracasar, y de que las tasas de consumo de ambos géneros de mercaderías van a mantenerse incólumes?

Otrosí, y ésta dirigida a los del PP: ¿se han preguntado por qué la Sanidad de algunas comunidades autónomas administradas por su partido, caso de la valenciana y la balear, pasa por tantos apuros? Les aporto un par de factores clave: porque  han favorecido con fervor ladrillero el crecimiento del turismo residencial, integrado en su mayoría por extranjeros de la tercera edad que acaban representando una sangría enorme para la Sanidad pública, y porque han hecho la vista gorda ante la emigración clandestina, que gasta en Sanidad pero no cotiza a la Seguridad Social.

Visto todo lo cual, me pregunto: en suma, ¿cuál es el problema?

Y respondo: el problema —ay, mis queridos conciudadanos— es casi todo.

 

(* ) Para quienes no lo sepan: la paramnesia, o sensación de déjà vu (en francés, «ya visto»), es un trastorno mental que consiste en recordar como conocidas o vividas personas o situaciones que en realidad son nuevas.

 

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