[Del 3 al 9 de junio de 2005]

 

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Las lágrimas de Lula

(Jueves 9 de junio de 2005)

Cuentan las crónicas que el presidente brasileño, Luiz Inácio Lula da Silva, se echó a llorar cuando Roberto Jefferson, máximo dirigente del Partido Laborista de Brasil (PLB), le informó de que sus leales habían sobornado a diputados de otros partidos para que votaran a favor de las leyes presentadas al Parlamento por el Ejecutivo. Es poco probable que Jefferson mienta, puesto que asegura que la escena tuvo de testigos a tres ministros del Gabinete de Lula.

Queda por saber por qué lloró Lula. ¿Tal vez avergonzado al saber que la dirección de su propio partido, el de los Trabajadores (PT), es capaz de dedicarse a la compra-venta de votos? No parece probable que ésa sea la razón, porque hacía ya un año que el gobernador de Goiás y miembro prominente del Partido Socialista Democrático de Brasil (PSDB), Marco Perillo, le había puesto al tanto de este feo asunto de corrupción parlamentaria. Lula tomó nota de la denuncia y no hizo nada. O, al menos, no hizo nada que pusiera coto a esa práctica.

Más probable es que la tribulación del presidente de Brasil se deba al hecho de que en este caso la denuncia le llegó a través del presidente del PLB, aliado del PT en el Parlamento. Lo que Jefferson le planteó era, en la práctica, un intercambio de silencios. El PLB está implicado en un escándalo de amplias proporciones en tanto que organizador de una red de corrupción dentro del servicio de Correos, que gestiona por encargo del propio Lula. Salido el asunto a la luz pública, el presidente trató de impedir que se formara una comisión parlamentaria para investigarlo pero, al comprobar el rechazo de la opinión pública a esa actitud obstruccionista, optó por tirar de la manta y destituir a toda la plana mayor de Correos. La denuncia pública de Jefferson ha sido la respuesta.

Al margen de los avatares concretos de este par de escándalos, lo que los acontecimientos de estos días vienen a poner de manifiesto es que Lula no mantiene demasiado en alto la bandera de la ética que con tanto entusiasmo como éxito enarboló durante muchos años. El goteo de escándalos que implican a prominentes líderes del PT es continuo. Algunos casos evidencian la implicación de gente de Lula en prácticas tan desdichadas como la deforestación masiva de la selva amazónica.

¿Estaremos ante la enésima ilustración del tan repetido dicho según el cual «el poder corrompe»? Cada vez que me planteo esa pregunta, me acuerdo de la apostilla que le ponía siempre Rubén Blades: «El poder no corrompe. El poder desenmascara».

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El PSOE contra el Sáhara

(Miércoles 8 de junio de 2005)

El Gobierno del monarca alauí impedirá que una delegación de parlamentarios catalanes visite el Sahara Occidental para comprobar de primera mano los efectos de la represión marroquí contra el movimiento independentista que encabeza el Frente Polisario. Maragall suspira agradecido: la decisión de Mohamed VI y sus esbirros le evita quedar en evidencia como único partido catalán que no quiso participar en esa delegación.

He leído que en la última proyectada visita de políticos y periodistas españoles al Sahara, que partió de Canarias y fue bloqueada por las autoridades de Rabat en el propio aeropuerto de llegada, la prohibición de entrada en el país norafricano tuvo dos señaladas excepciones: la policía de Mohamed VI abrió sus puertas a los enviados especiales del diario El País y la Cadena Ser.

No me extraña. Es un hecho que ambos medios vienen insistiendo en que el Gobierno de Rodríguez Zapatero ha de «resignarse a la evidencia» de que el régimen marroquí nunca «permitirá» que el pueblo saharaui lleve a cabo su referéndum de autodeterminación. En realidad, no es al Gobierno de Madrid –que ya está en ésas, aunque trate de disimularlo– sino a la opinión pública española a la que los medios de Prisa aconsejan que se «resigne a la evidencia». El régimen marroquí les agradece los servicios prestados.

Ni El País ni la Ser han explicado por qué consideran que las resoluciones de las Naciones Unidas y los acuerdos internacionales deben tenerse por papel mojado en aquellos casos en los que el Estado conminado a acatarlos goza de la protección de los EEUU. No lo han explicado porque se dan cuenta de que más les vale no sacar a relucir sus razones, impregnadas de servilismo y sumisión al diktat de Washington, que tiene al régimen marroquí como muro de contención del islamismo radical en el Magreb.

Ésa es la línea en la que se sitúa también el Gobierno de Zapatero, más interesado en los negocios que puede hacer pasando por alto las barbaridades de la monarquía alauí que en defender unos principios de justicia internacional que no le dan ni un euro de beneficio.

Menos mal que son progresistas, que si llegan a ser reaccionarios...

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El tren de Europa

(Martes 7 de junio de 2005)

Uno de los principales errores que han cometido las supuestas cabezas pensantes de la Unión Europea es el de dar por hecho que sus decisiones, mejores o peores, eran las decisiones, las únicas posibles, porque carecían de alternativa.

A veces han comparado la construcción europea a la marcha de un tren. «Sus conductores pueden decidir qué velocidad sigue, pero no por qué vía circula», decían. La vía –se suponía– era la tendida por ellos. En alguna otra ocasión han recurrido al símil de la bicicleta: sostenían que la UE tiene que avanzar obligatoriamente, aunque no sea en la dirección más adecuada, porque es como una bicicleta, que si se para se cae. Es curioso que no hayan reparado en lo inquietante que resultaba la fusión de ambas comparaciones: nos venía a informar de que vamos subidos a un tren que avanza sin posibilidad de detenerse. Algo tan peligroso como absurdo: a nadie le interesa un tren del que sólo cabe bajar tirándose en marcha.

Símiles más o menos afortunados al margen, lo que cada vez está más claro es que han hecho las cosas mal. Tanto su tren como su bicicleta debían ser manejados con bastante más atención y prudencia, porque su marcha sí tenía alternativa: el accidente.

El presidente del Gobierno español, Rodríguez Zapatero, se ha aficionado a afirmar que el proceso que sigue la Unión Europea representa «la ilusión» y «la alegría». Pues bien, no. Precisamente ése es uno de sus problemas clave: no ilusiona. O, mejor dicho: ilusiona, sí, a los ciudadanos de los estados del Este de Europa, necesitados de fuertes ayudas a su desarrollo y deseosos de integrarse en un bloque que les confiera estabilidad y los proteja de aventuras. Pero ilusiona muy poco a la ciudadanía de Europa occidental, que no ve que el proceso en curso apunte a un proyecto político y social que muestre perfiles propios y permita mirar con confianza hacia el futuro. Como escribí ayer, lo que perciben los pueblos de los ex Doce es que están perdiendo soberanía pero no en beneficio de una soberanía popular superior, continental, sino en aras del poder creciente de unas oligarquías comunitarias cada vez más encerradas en sus torres de marfil.

El fracaso del proyecto de Constitución Europea –ya inevitable, según todas las trazas– demuestra que los jefes de la UE no se dieron cuenta de que, o trazaban un proyecto capaz de movilizar a los firmes partidarios de una Europa que sea mucho más que un club regional de neoliberales elitistas, tan bien representados por Valéry Giscard d’Estaing, o se les rasgaría el traje por las costuras peor cosidas, es decir, por la falta de europeísmo real tanto de los sucesivos gobiernos británicos como de los nacionalistas ultramontanos (o transalpinos) del continente, tipo Aznar y Berlusconi, tan fascinados como Blair por el imperio, por Bush y por el dólar.

No sé si será como un tren, como una bicicleta o como un patinete, pero, se parezca al vehículo que se parezca, lo que no ofrece duda es de que la UE, ahora mismo, va dando tumbos. Insisto: es falso que los planes que se habían marcado no tengan alternativa. El fiasco es, por desgracia, una posibilidad nada remota.

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La soberanía que se va

(Lunes 6 de junio de 2005)

Condoleezza Rice pidió ayer en el acto inaugural de la 35ª Asamblea General de la Organización de Estados Americanos (OEA) que el organismo continental cree «instrumentos» que permitan «superar las amenazas a la estabilidad» que se ciernen sobre algunos países del área, entre los que citó a Bolivia, Ecuador y Haití. Los representantes de Venezuela y Brasil se opusieron de inmediato a la formación de una fuerza con derecho a intervenir en los asuntos internos de los países miembros.

Supongo que nadie tuvo la ocurrencia de preguntarle a Rice si su propuesta incluía la posibilidad de que la OEA ordenara una intervención en los Estados Unidos de América en el caso de que los socios continentales vieran en peligro la democracia del «gran vecino del norte». Los fotógrafos hubieran hecho su agosto inmortalizando la cara de estupor de la secretaria de Estado estadounidense. 

En todo caso, lo que puso de relieve la reacción de Venezuela y Brasil, con la que imagino que simpatizarían más o menos visiblemente otras delegaciones, es la alarma que se va extendiendo en el mundo ante los crecientes recortes de las soberanías nacionales.

Todo el mundo está de acuerdo en que el campo de actuación de un muy amplio conjunto de actividades económicas, sociales, culturales, etcétera, es hoy en día el planeta entero y que esa realidad supranacional ha convertido en inservible el viejo concepto decimonónico de soberanía. Pero la evidencia de que las naciones no pueden oponerse ya sensatamente a la cesión de importantes parcelas de su soberanía no puede servir de coartada para neutralizar cualquier pretensión de soberanía y deificar las decisiones de organismos internacionales formados por oscuros mecanismos de cooptación entre los poderosos, sustraídos al control de las poblaciones.

En ese sentido –aunque probablemente no en muchos otros–, la respuesta de Venezuela y Brasil a Condoleezza Rice se emparenta con el no de Francia y Holanda al Tratado de la Constitución Europea. En Europa también se extiende la fundada sospecha de que las naciones están cediendo cada vez más parcelas de sus soberanías particulares, pero no en aras de la sustanciación de una soberanía de ámbito superior, continental, sino en beneficio de organismos alejados del ojo público –el caso del Banco Central Europeo es llamativo– que deciden sobre los destinos colectivos desde torres de marfil sólo accesibles a sus allegados. Eso no es transferir soberanía; eso es, pura y simplemente, perderla.

Cuanto más lejos se desplaza el centro residencial de la soberanía, más inaccesible e incontrolable se vuelve. Y más progresa la oligarquía como sistema de gobierno.

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Una manifestación ¿de qué?

(Domingo 5 de junio de 2005)

La primera tentación es decir: «Ya fueran 500.000, 840.000 o 240.000 –cifra esta última aportada por la Delegación del Gobierno en Madrid ateniéndose a una técnica de cálculo que podrá ser discutible, pero que nadie parece dispuesto a discutir–, lo cierto es que quienes respondieron ayer en Madrid al llamamiento del tándem PP-AVT y salieron a la calle a manifestarse integran un fragmento de la población ínfimo en comparación con el representado por la amplia mayoría parlamentaria que respaldó el acuerdo repudiado por los convocantes».

Se podría afirmar eso, y además, en principio, sería verdad. Pero sería una de esas verdades que no necesariamente retratan la realidad profunda de las cosas. Podría ser tan verdad como que las papeletas del no recogidas en los referendos francés y holandés fueron menos que los votos recibidos en su día en ambos países por los partidos favorables al sí. Quiero decir: esa verdad sólo valdrá si se demuestra que los votantes de la mayoría parlamentaria se identifican con la resolución referente al diálogo con ETA que respaldó esa mayoría en el Congreso de los Diputados.

No tengo datos fehacientes que corroboren mi sospecha, pero me cuesta creer que la agitación de signo mayororejista realizada durante años y años por la dirección del PSOE con destino a su propia base haya podido ser neutralizada sin más en el corto tiempo que ha pasado desde que Zapatero ha empezado a hablar –y nada más que a hablar– de diálogo. Tiendo a pensar que el fervor patriótico de los Bono, Vázquez, Rodríguez Ibarra y compañía dista de ser una simple reliquia anecdótica en las filas socialistas. Por decirlo con toda claridad: estoy convencido de que, si la de ayer no hubiera sido una manifestación abiertamente dirigida contra el Gobierno, bastantes votantes del PSOE se habrían apuntado a ella gustosamente.

Lo cual no debe tomarse como un signo de desesperanza. Hoy en día, los partidarios de buscar una salida dialogada al conflicto de ETA son del Ebro para abajo muchísimos más que hace un año. La tendencia es francamente positiva. Hasta es posible que, de mantenerse, en el plazo de unos meses sea esa la posición socialmente dominante.

Pero, de momento, los hostiles a ese planteamiento no son ni 240.000, ni 500.000, ni 840.000, ni un millón. Son bastantes más. Lo que pasa es que a muchos de ellos no les van las manifestaciones, aunque les paguen el autobús, los bocadillos y las cervezas. Unos porque ya no tienen edad para esos trotes. Otros porque no quieren mezclarse a sudar con la plebe, así sea su plebe. Los más porque viven lejos de Madrid y prefirieron quedarse en sus casas viendo cómodamente el partido de la Selección y gritando a gusto «¡España, España!» con los colores de la enseña patria convertidos en camiseta.

La manifestación de ayer sirvió para manifestar que siguen siendo muchos. A ver cómo los torea Zapatero.

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Saben lo que hacen

(Sábado 4 de junio de 2005)

Algunos se muestran escandalizados al ver el estilo con el que ha iniciado su campaña electoral el PP gallego: tremendista, insultante y faltón. El uno dice que sus enemigos «rebuznan», el otro –o el mismo, que tanto da–, que el nacionalismo es la antesala del terrorismo, el de más allá, que los votos hay que lograrlos como sea, robándolos si se tercia... Lo mismo se buscan consignas en las que la constante son las referencias a joder, en activa, pasiva o reflexiva («jódete», «que se joda», «a joderse», etc.) que descalifican las leyes «asquerosas» que permiten el matrimonio entre homosexuales y autorizan a destrozar las familias en solo seis meses.

«¡Se están pasando veinte pueblos!», comentan.

Qué va. Se están ajustando milimétricamente a un plan de campaña estudiado con toda la atención del mundo. Nada de darse rienda suelta: se atienen con total disciplina a una pauta trazada con la clara conciencia de que en estas elecciones se lo juegan todo. Porque al tinglado de Fraga y su particularísima Xunta sólo le vale repetir la mayoría absoluta. Quedar por debajo de eso, así sea por un solo escaño, significa hacer las maletas –y los maletines– y marcharse para sus casas.

A mí no me sorprende lo más mínimo su despliegue de zafiedad. Serían capaces de acentuarlo, si lo creyeran necesario. Lo que me parece más digno de mención es que los planificadores de la campaña electoral del PP hayan llegado a la conclusión de que la mejor vía para atraer el voto masivo de los gallegos pasa por la realización de esa pintura de brocha gorda en la que el rival político aparece retratado como un canalla separatista-terrorista que hundirá a Galicia en el océano en cuanto se le deje la más mínima oportunidad.

Si creen que con eso van a movilizar a tope a sus votantes dudosos –los que les quedan por atraer una vez descontados aquellos que les votan por conveniencia o por derechismo recalcitrante–, ha de ser porque están convencidos de que Galicia cuenta con una importante cantidad de censados que posee un nivel de información y de preparación llamativamente bajos, lo que les hace sensibles a ese género de mensajes bastorros y catastrofistas.

¿Con razón? ¿Sin ella? Por supuesto que con alguna razón, pero ¿cuánta? ¿Tendrá esa campaña un efecto de rechazo en la tan mentada –y tan poco vista– «derecha civilizada»?

Saben lo que hacen, sí, pero ¿aciertan?

La solución, en 15 días.

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Fingen que no se enteran

(Viernes 3 de junio de 2005)

Algunos dignatarios europeos sostienen que debería seguir su curso el proceso de ratificación (o rechazo) del Tratado Constitucional de la UE. Afirman que es un deber que todos tenemos para con los pueblos que todavía no se han pronunciado.

Admitiría gustoso el argumento si las cosas se plantearan realmente así. Pero no. Porque la UE ha dejado a los estados miembros libertad para elegir su propio modo de definirse ante el Tratado, y unos lo han hecho o planean hacerlo mediante votación parlamentaria, y otros a través de referéndum, métodos que, según ha quedado sobradamente probado, no son en absoluto homologables. De haber optado por la vía parlamentaria, tanto Francia como Holanda habrían dicho sí. Y España, en lugar de obtener el respaldo de un exiguo 35% de la población en un referéndum desangelado por la bajísima participación, habría exhibido un aplauso abrumador. Lo cual indica que, aunque acabe pronunciándose el total de los estados pertenecientes a la UE, lo que en ningún caso llegaríamos a saber es qué opina realmente la población europea. Hay motivos sobrados para suponer que, de haber llevado la ratificación del Tratado a referéndum en todos los países de la UE, el no habría vencido abrumadoramente en los países que estuvieron representados en la firma del Tratado de Niza.

Entiendo el afán con el que algunos políticos europeos se empeñan en desentrañar las razones ocultas del no, para denunciar la colusión que se ha producido entre resquemores reaccionarios, chovinistas, elitistas y xenófobos y posiciones críticas, hostiles a la globalización neoliberal y, como se dice ahora, altermundistas. Pero esa coincidencia es secundaria. No sólo porque el también tenga su propia fea cara oculta, sino, sobre todo, porque lo esencial del conflicto que ha estallado en la UE no se encuentra ahí. Lo que los rechazos de Francia y Holanda han puesto en primer plano es el disgusto generalizado que siente la población europea ante el liderazgo que ejercen los Juan Palomo en todos los organismos ejecutivos comunitarios. Ellos se lo guisan, ellos se lo comen. Más o menos para el pueblo, pero, en todo caso, sin el pueblo.

Tenían motivos para temérselo. La muy escasa participación popular en las elecciones parlamentarias europeas lo venía anunciando convocatoria tras convocatoria. Ahora ya tienen la prueba rotunda: hacen legión los europeos que se sienten ajenos a sus tejemanejes y que no se fían ni de ellos ni de lo que pueda resultar de sus experimentos de laboratorio.

En medio de ese barullo, un motivo para el jolgorio: Moratinos atribuye los noes francés y holandés al desinterés, la desinformación y la falta de discernimiento de los ciudadanos de ambos países. Sí, va a ser eso. Así se explica la elevada participación que ha habido en las votaciones respectivas. No como aquí, donde todo el mundo demostró un interés enorme, un nivel de información de primera y un penetrante sentido de la marcha de la Historia. Por eso sólo acudieron a votar cuatro de cada diez electores potenciales. Por eso sólo respaldó la Constitución Europea el 35% del censo.

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