[Del 4 al 10 de febrero de 2005]

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Peste de obispos

(Jueves 10 de febrero de 2005)

Estaba yo ya más o menos en paz mental con mi decisión de abstenerme en el referéndum del día 20, en coherencia con el cabreo que me produce que me pregunten nada más que para cubrir las apariencias y dar una pátina de legitimidad democrática a lo que ya tienen decidido, cuando aparecen los obispos y lanzan un misil en forma de homilía que pulveriza mis posiciones argumentales.

Lo que han hecho los obispos es defender de forma meliflua –es decir, con lenguaje estrictamente episcopal– las bondades de la abstención. No se refieren a la abstención con respecto a esta votación en concreto, pero lo hacen en vísperas de esta votación concreta, con lo que no dejan lugar a dudas sobre sus intenciones, tanto más cuanto que en todas las vísperas electorales los señores obispos suelen sermonear a la feligresía y al orbe todo cantando las virtudes de la participación.

¿Qué les pasa a los obispos españoles? Que saben de lo enfadado que está el Santo Padre que vive en Roma con los autores de la mal llamada Constitución Europea, porque han hecho caso omiso de su petición de que el texto de marras mencionara las raíces cristianas de la cultura europea. En consecuencia, creen inconveniente pedir el voto afirmativo al tratado en cuestión. Pero tampoco les parece adecuado pedir que se vote «No», primero porque no quieren enfadar demasiado a los poderosos —no es su estilo– y segundo porque tampoco se sentirían a gusto mezclados con las gentes de mal vivir que defienden esa posición. Cierto es que les cabía solicitar el voto en blanco, pero es una opción poco atractiva: suele ser muy minoritaria y no luce nada. En cambio, en una votación en la que todo el mundo da por hecho que se va a producir una abstención muy fuerte, quien propone esa opción, así sea de manera oscura y retorcida, se coloca en condiciones inmejorables para apuntarse un tanto a toro pasado.

Heme pues en tan poco agradable tesitura: ¿abstenerme y parecer que atiendo la recomendación del Episcopado patrio? ¿Ser contabilizado entre quienes se han abstenido para protestar porque no se santifican las raíces católicas, apostólicas y romanas del contienente? ¡Jamás!

De modo que al final no voy a tener más remedio que votar «No». Admito que un dato que me anima a ello es que tengo el colegio electoral a tres manzanas de mi casa. Eso, para un vago inveterado como yo, es importante.

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Editoriales gráficos

(Miércoles 9 de febrero de 2005)

Los que hemos pasado media vida escribiendo artículos editoriales sabemos que hay gente capaz de fabricar el equivalente reflexivo de todo un largo editorial con cuatro trazos inteligentes bien colocados en una cuartilla. He admirado por ello cientos de veces a Ricardo & Nacho –y también a Ricardo y a Nacho por separado–, a Gallego y Rey, a Máximo, a El Roto... Y a gente menos conocida, pero no menos dotada: a Düson y a Jesús Ferrero, muy en especial.

No hacen chistes. Lo suyo es editorialismo gráfico.

Pero hay editoriales de toda suerte y de muy diversa ideología.

Por lo general, los editorialistas gráficos suelen situarse a la izquierda de la línea editorial de los medios para los que trabajan. Pero no es obligatorio. Los hay que se identifican perfectamente con ellos. O incluso que los desbordan por la derecha.

El dibujito de Romeu que reproduzco hoy supra, recortado la semana pasada de El País en el curso de uno de mis muchos vuelos Madrid-Bilbao-Madrid –el resto de los días no leo los periódicos en soporte papel, por lo que me pierdo este tipo de detalles, es sin duda todo un editorial. Pero qué editorial. Rara vez la gente que piensa así tiene la jeró de soltarlo con tanta crudeza. La mayoría de ellos se da cuenta de que le conviene disimular su carencia de escrúpulos.

Nunca le vi la chispa a Romeu y a su Miguelito, ni siquiera cuando El País los tenía instalados en zonas más nobles del diario y gozaban de predicamento entre la gente progre. Sus tiras eran una colección de lugares comunes de la izquierda divina contados en plan didáctico, no fuera a ser que no los entendiéramos. Ahora mantiene el estilo, pero ya sus lugares comunes habitan en otros lares. En Schengen, Maastricht, Davos, Niza y sitios de ese estilo, donde los peces grandes estudian cómo zamparse a los chicos y digerirlos en paz, con un buen vino en la mano. 

Ahora que lo pienso, sí que da qué pensar este Romeu. Muy a su pesar, supongo.

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Tragedias mediáticas

(Martes 8 de febrero de 2005)

Las sociedades llamadas «mediáticas» se comportan de acuerdo con reglas bastante singulares que no siempre son resultado de una reflexión consciente.

En relación a muchos asuntos. A las grandes tragedias, por ejemplo.

Lo acabamos de ver con el terrible tsunami del Índico. Que un solo fenómeno de la Naturaleza cause tantas víctimas en tan poco tiempo resulta anonadante, sin duda, pero no parece menos estremecedor que el hambre mate todos los días a miles de personas en el mundo.

Lo primero moviliza la solidaridad internacional en masa; lo segundo, muy poco. Y eso que, en rigor, los terribles efectos del hambre deberían sacudir mucho más las conciencias, al tratarse de un mal que podría evitarse.

¿Por qué esa diferencia tan radical de trato entre ambos fenómenos? Por diversas circunstancias, la principal de las cuales es que la del tsunami fue una tragedia en un solo acto, en tanto la segunda se diluye en una interminable sucesión de tragedias individuales. Las muertes por hambre no son espectaculares. En consecuencia, tienen escaso interés para los medios de comunicación, que viven de las novedades: la crueldad humana es muy poco novedosa. (*)

Este pasado domingo hemos tenido próxima una desgracia de dimensiones mucho menores, pero también conmovedora. Me refiero a la muerte por asfixia de 18 personas en La Todolella (Castellón). Todos nos hemos interesado por lo ocurrido y nos hemos sentido solidarios de los familiares y amigos de los fallecidos. Pero el mismo día en el que se produjo tan triste suceso murieron en España muchas más personas en circunstancias no menos trágicas, sin que su fallecimiento haya merecido una atención proporcional a la reunida en Morella.

Recuerdo el caso, hace ya años, de un accidente de autobús que causó una veintena de muertes y que concentró también una atención extraordinaria. Al acto fúnebre, oficiado por un cardenal, asistieron los reyes y varios ministros. Fue retransmitido por televisión.

El suceso había tenido lugar un fin de semana en el que se produjeron bastantes más accidentes de carretera en los que murieron muchas más personas. Una cincuentena, creo recordar. Pero murieron de una en una, o de dos en dos, a lo sumo. Tratándose de muertos dispersos, por así decirlo, sus sepelios no merecieron atención ninguna. Ni reyes, ni ministros, ni duques, ni directores generales, ni jefes de negociado siquiera. Y en cuanto a la Iglesia, curas rasos. Y de pago.

No hago estas observaciones porque me produzca especial satisfacción mostrarme antipático, sino porque considero que no está de más reparar en la cara oculta de nuestras solidaridades aparentemente inmaculadas, tan vistosas en el escaparate de los medios, ellos también tan aparentemente solidarios e inmaculados.

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(*) Tanto en inglés como en francés –y supongo que también en otros idiomas– se emplea la misma palabra para definir lo que es noticia y para adjetivar una cosa novedosa: nouvelle, new. En castellano también existe la nueva, con los mismos dos sentidos, pero es palabra poco usual aplicada al ramo del periodismo. Suena arcaico (como en el villancico: «Campanas de Belén / que los ángeles tocan, / ¿qué nuevas me traéis?»). Por cierto que tanto en francés como en inglés hay un dicho muy empleado que es rematadamente falso, según espero que se deduzca del contenido de este apunte de hoy. Dicen, respectivamente: «Pas de nouvelles, bonnes nouvelles!» y «No news, good news!» (o sea: «¿No hay noticias? ¡Buenas noticias!»). Cuando el mal es permanente, podrá no ser noticia, pero desde luego no supone una buena noticia.

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Buenos españoles

(Lunes 7 de febrero de 2005)

No soy demasiado aficionado al balonmano, por más que lo practicara de jovencito (entonces se consideraba interesante tener a alguien pequeño y ágil que se colocara en la línea buscando huecos y llevara con estoicismo los codazos de los defensas), pero por lo menos sé cómo funciona, a diferencia de otros muchos deportes, como el rugby, el béisbol, el fútbol americano... en fin, a diferencia de otros muchísimos, ahora que lo pienso. No soy muy aficionado, digo, pero tampoco me estorba ver un buen partido, si se tercia.

De acuerdo con estas premisas, ayer vi sólo algunos retazos de la final de la Copa del Mundo de Balonmano, jugada en Túnez entre los equipos representantes de Croacia y España. Vi retazos del partido, como digo, porque el espectáculo tampoco me apasionaba, pero, a cambio, asistí durante un buen rato al espectáculo final, de celebración nacional de la victoria, porque ese otro espectáculo sí que me pareció interesante. Antropológicamente interesante, que diría Zapatero.

Los jugadores estaban emocionados. Nada más lógico. No todos los deportistas ganan un campeonato del mundo a lo largo de sus carreras. Daban brincos, se abrazaban, aplaudían a los hinchas desplazados hasta Túnez... Todo normal. (Puesto a señalar algo un tanto estrafalario, y en todo caso infrecuente, señalaría lo que declaró a los medios informativos José Javier Hombrados, uno de los dos porteros: dijo que, como su mujer está embarazadísima y a punto de dar a luz, le pintaron la tripa de rojo, amarillo y rojo. Ignoro si lo harían para que exhibiera la enseña en público o sólo para lucirla en privado.)

Mi espíritu comprensivo puede abarcar incluso a las muestras de forofismo que dio Iñaki Urdangarin, que hasta lloró de alegría. Se supone que una representación oficial del Estado debe mostrarse más circunspecta y comedida, pero su caso es un tanto especial, como todo el mundo sabe.

Lo que a mí me llamó más la atención fue el despliegue de nacionalismo de los medios informativos. De esos mismos medios que a otras horas nos sermonean con largos discursos en contra de «los nacionalismos trasnochados», superados «definitivamente» por «nuestra actual ciudadanía europea». Ayer no se les caía de los labios el «España» –dicho como Dios manda, es decir, «Ehpaña»– y el plural mayestático: «¡Hemos sido infinitamente superiores!», «¡Ehpaña se ha mostrado intratable!» (lo cual, por lo visto, es bueno), «¡Hemos hecho Historia!», etcétera, etcétera. Hubo uno, de no se qué cadena de radio –di un repaso a todas, para ver si había alguna diferencia, y no–, que me hizo más gracia que el resto, porque durante la retransmisión del partido estuvo subiéndose al carro nacional o bajándose de él constantemente, según se desarrollara la jugada: «Deberían estar más atentos: ¡Han vuelto a perder el balón!», «¡Menos mal que lo hemos recuperado!». Me recordó al viejo chiste del monje: «Que dice el padre prior que bajéis al huerto y que cavéis». Y a las horas: «Que dice el padre prior que subamos al comedor y que comamos».

Imagino que para apercibirse del empacho de nacionalismo que estaban exhibiendo era condición necesaria verlo desde fuera, como en mi caso. Comprendí cómo funciona la psicología de esta gente: ellos no se consideran nacionalistas españoles; se consideran  buenos españoles, sin más.

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Preguntas y respuestas sobre el referéndum

(Domingo 6 de febrero de 2005)

Pregunta.– Algunas organizaciones de lo que convencionalmente se denomina «la izquierda» piden el «No» en el referéndum sobre la Constitución Europea alegando que ese Tratado refuerza la orientación neoliberal y burocrática de la UE. Su consigna es: «¡Otra Europa es posible!». ¿Qué opinión te merece ese planteamiento?

Respuesta.– Comparto ese diagnóstico sobre la orientación que desde hace ya muchos años viene siguiendo el proyecto unitario europeo. Criticarla a la vez por neoliberal y burocrática puede parecer contradictorio, pero no lo es. La UE sigue criterios neoliberales en el terreno económico (limita cada vez más la capacidad de intervención de los poderes públicos en la vida económica, lo que dificulta su encauzamiento en un sentido menos insolidario y favorece el desarrollo de las tendencias más salvajes del capitalismo), pero es también –y a la vez– burocrática, porque pone bajo el control de las maquinarias de los viejos estados numerosos aspectos de la vida civil de la ciudadanía europea que podrían ser mejor y más satisfactoriamente resueltos desde ámbitos de poder más próximos a la propia base social.

La suya es, en suma, una orientación laxa en lo socio-económico y autoritaria en lo político.

Compartiendo esa crítica, no simpatizo ni poco ni mucho, en cambio, con la consigna «Otra Europa es posible», y ello por razones parecidas a las que me llevaron en su día a rechazar la consigna «Otro mundo es posible», tan coreada por buena parte del movimiento contrario a la globalización neoliberal.

No atisbo nada que autorice a creer que sea posible alterar a corto o medio plazo el sentido general de la marcha que lleva la Unión Europa. Las condiciones económicas y políticas –las del mundo, en general, y las del Viejo Continente, en concreto– no son nada propicias para ello. Además, tampoco existe un estado de opinión poderoso que apunte en esa dirección.

(Dicho sea entre paréntesis: esto que afirmo parte de la hipótesis de que las actuales condiciones objetivas y subjetivas de Europa no van a experimentar una transformación radical, hipótesis que viene avalada por el hecho de que no se ve nada, ni presente ni en ciernes, que parezca capaz de producir un cataclismo así. Por supuesto, cabría que el panorama cambiara por completo en razón de algún suceso ahora mismo imposible de prever, al menos por mí. Pero ni tiene utilidad contar con esa hipótesis de tipo apocalíptico, inevaluable por definición, ni hay nada que permita creer que tal suceso sería necesariamente para bien. Podría ser como «el gran rayo que caerá del cielo», del que hablaba Blas de Otero en uno de sus más hermosos poemas, por culpa del cual «en un abrir y cerrar de ojos nos volveremos todos idiotas».)

Pregunta.– ¿Otra Europa es, al menos, imaginable?

Respuesta. Rotundamente, sí. Frente a los parámetros actualmente en uso, nos cabe describir otro modelo, sentar otros criterios generales de construcción europea, que sirvan como contraposición ideal y crítica de lo que se está haciendo actualmente y que hagan las veces de banderín de enganche para quienes se rebelan contra la injusticia. (Otra cosa es que esos criterios –que en ocasiones pueden resultar incluso contradictorios, porque nacen de intereses que lo son– posean una utilidad meramente reivindicativa e inmediata, y no prefiguren nada.)

Pregunta.– La llamada Constitución Europea tiene aspectos criticables (eso casi todo el mundo lo reconoce), pero también tiene aspectos positivos. Hecho el balance general de los últimos veinte años, España ha salido ganando con su presencia en las realidades comunitarias europeas. Ha desaparecido el peligro de un regreso a los modos dictatoriales del franquismo, hay una mayor prosperidad, una mejor Seguridad Social –ahora, además, ya generalizada–, una mejor Educación, mejores infraestructuras, ya no somos un país de emigrantes sino de inmigrantes... Y todo esto ha estado jalonado por tratados que, siempre, siempre, la izquierda radical europea y las fuerzas nacionalistas –incluyendo nacionalistas como los gaullistas franceses o como los aislacionistas británicos– han rechazado, poniéndolos de vuelta y media. ¿No corren el riesgo esas fuerzas de volver a patinar esta vez, oponiéndose a algo que, al final, hechas todas las cuentas, habrá resultado positivo?

Respuesta.– Vayamos por partes.

En primer lugar, sabemos cómo han funcionado esos tratados tal como fueron aplicados una vez que sus promotores se dieron cuenta de la oposición que suscitaban. No sabemos qué juego habrían dado de no existir esa oposición, pero cabe suponer que  habrían sido aplicados con más rigor, acentuando sus aspectos negativos.

En segundo lugar, no resulta nada fácil deslindar qué aspectos positivos de la evolución de la sociedad española se han producido por los efectos benéficos de tales o cuales prescripciones comunitarias o más bien porque las cosas no podían ser ya de otro modo. Vengo defendiendo desde hace décadas que, en concreto, la hipótesis de un regreso de España a los modos del fascismo carecía de fundamento ya incluso en 1982, por mucho rescoldo ultramontano que persista en la sociedad española. Una España neofranquista, sencillamente, no sería viable en el momento histórico y en el lugar geopolítico en el que este país se encuentra desde hace décadas.

Dicho lo cual, admito voluntariamente que ciertas fuerzas políticas y algunas organizaciones ecologistas, por cuyas cercanías suelo merodear, muestran una inclinación natural –si es que no uno gusto morboso– por los augurios catastrofistas. Cada vez que surge algo en el horizonte que podría llegar a resultar nefasto, así fuera en condiciones muy especiales, dan por hecho que va a resultar nefasto, y así lo anuncian a grandes voces urbi et orbi.

Estoy de acuerdo en que tampoco es eso. Y no sólo porque los cálculos de probabilidades se merecen un mayor respeto, sino también porque, a fuerza de pasarnos la vida amenazando con la llegada del lobo –que es una especie en vías de extinción que debe ser protegida, etc., etc.–, el día que realmente llegue nadie nos tomará en serio.

Pregunta.– Felipe González acaba de declarar que no ve, si venciera el «No» en el próximo referéndum, quién podría gestionar la situación resultante. ¿Se produciría un vacío de poder?

Respuesta.– González es muy amigo de plantear las cosas en esos términos: «O yo o el diluvio». Ya lo hizo con el referéndum de la OTAN. Ahora se está imitando a sí mismo.

Empecemos por reconocer el hecho histórico de que el poder, todos los poderes, tienen una resistencia al vacío casi... irresistible.

Dinamarca rechazó el Tratado de Maastricht y no se hundió por ello en la miseria. El «No» lo gestionaron los mismos que hubieran preferido gestionar el «Sí». Se hizo algún que otro cambio en el Tratado para favorecer el consenso y Dinamarca lo ratificó. Otros estados han actuado del mismo modo en uno u otro momento presionados por su población, y lo único que ha ocurrido es que Bruselas ha matizado algunos acuerdos, ha reajustado algunos plazos... y a correr (o a andar despacio, según los casos).

Tiendo a pensar que en el referéndum español triunfará el «Sí», aunque será probablemente un «Sí» desvaído y triste, con bastante abstención y un buen porcentaje de noes.

Por mi gusto, lo mejor sería que hubiera una abstención enorme y que, de los votos depositados, fueran más los negativos que los afirmativos. ¿Para que fracase la UE? No. La UE no tiene ninguna posibilidad de hundirse en las actuales condiciones, y menos todavía por culpa de un referéndum cuyo resultado ni siquiera es vinculante, no ya para la UE, sino ni siquiera para el Gobierno de España. Como ya he dicho antes, el actual proyecto de Unión Europea carece de alternativa práctica.

A lo que se verían obligados los actuales dirigentes europeos ante un resultado como ése es a considerar –y a modular– los aspectos que suscitan o bien un mayor desinterés de la población en general o bien un mayor rechazo de los sectores más dinámicos de las opiniones públicas de tales o cuales estados miembros.

Lo cual sería bastante positivo.

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Contra la izquierda progresista

(Sábado 5 de febrero de 2005)

Hace años, en 1992 y 1994, escribí dos apuntes, ya no recuerdo para qué revista alternativa, que hoy, leyendo algunas cosas que se publican y oyendo otras que se dicen, me parece que tal vez no esté de más recordar. Se hace en estos dos apuntes referencia a personajes y sucesos que han perdido actualidad, pero que han sido sustituidos por otros que guardan un parecido asombroso con los originales, de modo que en donde se dice Tal uno imagina Cual, y ya está. Expongo ambos apuntes a vuestra consideración, por si os  pudieran ser de alguna utilidad.

 

I

¿Qué es «la izquierda»?

Se suponía –yo suponía– que ese término había de servir para designar genéricamente, sin mayores matizaciones, a las personas y fuerzas políticas o sociales partidarias de transformaciones de signo igualitarista. Pero la experiencia me ha demostrado sobradamente que no.

Porque el hecho es que «la izquierda», en la conciencia social, abarca a muchas personas, partidos políticos, sindicatos y organizaciones de toda suerte y condición que no mueven un dedo para conseguir transformaciones igualitaristas, o que incluso hacen lo posible, de hecho, para que no se produzcan.

Hay quien tiene la tentación ‑yo la he tenido‑ de resolver el problema negando que tal o cual partido o personaje sea realmente de izquierda: «¿El PSOE, de izquierdas? ¡Amos anda!..». Algo así como esos cristianos de base ‑de lo mejorcito que se pasea hoy en día por estos lares, dicho sea de paso‑ que se dedican a intentar convencer al mundo de que el verdadero mensaje de Cristo no es el que  patrocina el Vaticano; que el verdadero cristianismo es otra cosa, a saber, la suya. Es una práctica tentadora, pero de escasa relevancia práctica. El lenguaje colectivo no se puede remodelar a gusto del consumidor, y eso lo sabe muy bien la Academia Española de la Lengua, que se suele pasar años sermoneando a la gente y diciendo que tal palabra no tiene el significado que se le da («enervar no significa poner nervioso, sino todo lo contrario», «lívido no equivale a pálido, sino a amoratado», «sofisticado no quiere decir refinado, sino construido con sofismas», etc.) y que, al final, siempre se rinde y acepta el uso popular, porque es el que hace que las personas se entiendan. Y ésa es la cosa: que, para la mayor parte del personal, el PSOE es de izquierdas. Las palabras significan no lo que nosotros decidimos por nuestra cuenta, sino aquello que la mayoría entiende cuando se pronuncian.

Pero resulta que tampoco en su acepción popular el término «izquierda» sirve en estos momentos para designar nada mínimamente concreto. Y es que abarca demasiado, y demasiado variado: desde el felipismo hasta el estalinismo, desde Castro a Willy Brandt, desde «Sendero Luminoso» a Jaime Paz Zamora, desde Teng Siaoping a Camilo Torres, desde Mario Soares a «Artapalo», desde Julio Anguita a Ho Chiminh, desde Bertolt Brecht a Fernando Savater, desde Georges Marchais a Mitterrand. ¿Qué hay de común en toda esa amalgama? Nada. Algunas referencias, algunas querencias culturales, a lo sumo, cada vez menos y tan superficiales que más confunden que aclaran. Hoy, en cada una de las grandes opciones políticas que se plantean, no ya estratégicas, sino incluso inmediatas, la «izquierda» nunca hace bloque común. Tómese el asunto político de moda: Maastrischt. En toda Europa la presunta «izquierda» aparece radicalmente dividida ante el Tratado de marras.

¿Vale la pena gastar energías para tratar de convencer a medio mundo de que se equivoca al utilizar el término «izquierda» con tanta liberalidad? Francamente, me parece que lo más práctico es dejar que se vaya muriendo, de puro inútil.

Algo semejante ocurre con el término «progresismo». En mi opinión, la dicotomía progresismo / conservadurismo es una herencia (otra herencia) de los tiempos en que las fuerzas revolucionarias albergaban el convencimiento de que la Historia avanzaba en un sentido positivo, favorable a su causa. Se suponía que tratar de conservar lo existente era, en términos generales, lo característico de las clases dominantes. «El proletariado no tiene nada que perder y todo un mundo por ganar», sentenciaron Marx y Engels, poniéndose más poéticos que científicos. Había que acelerar la marcha de la Historia.

El progresismo no ha resistido la prueba del tiempo. Hemos podido comprobar que «lo existente» no es unívoco. Hay muchas cosas existentes que el progreso (o sea, el desarrollo de la Historia) tiende a destruir (la Naturaleza, por ejemplo) sin que eso sea uniformemente positivo (aunque tampoco invariablemente negativo). Hay también en «lo existente» parcelas de realidad que resultan escasamente estimables, pero que corren el riesgo de verse sustituidas por otras aún peores, conforme al principio de Juan de Mairena según el cual «no hay nada que sea absolutamente inimpeorable».

Parece evidente que estamos pasando por momentos de crisis ideológica. Quienes seguimos tratando de definirnos por nuestra oposición a la organización social vigente ‑y a los Estados que la defienden‑ cada vez encontramos menos asideros teóricos y conceptuales en los que refugiar nuestro vértigo ante una realidad adversa y arrolladora.

Admito que se me tache de optimista irreductible, pero considero que esta crisis es muy positiva. Ha puesto a prueba nuestras teorías y ha ayudado a evidenciar muchas de sus flaquezas, insuficiencias y desvaríos. Nos ha permitido realizar un reexamen implacable de las tradiciones culturales revolucionarias, lo que ha tenido un espléndido resultado destructivo: nos hemos cargado toda una batería de dogmas y tics teóricos que se han revelado erróneos y, por tanto, inútiles, cuando no perjudiciales. ¿Que no tenemos a punto otro aparato conceptual para que tome el relevo? Cierto. Pero nunca estaremos en condiciones de irlo creando si permitimos que su espacio esté ocupado por mitos y espejismos que no tienen más virtualidad que la de aplacar nuestras inseguridades. Saber lo que no se sabe es la condición primera del conocimiento. Los más viejos del lugar quizá recuerden esta máxima: «Definir un problema es ya empezar a resolverlo.»

Estas líneas sólo pretenden añadir un par de fetiches más («la izquierda» y «el progresismo») a la lista de lo debe ser puesto en cuarentena.

No es sólo un problema teórico. Tiene también repercusiones prácticas, y algunas muy concretas, incluso en el terreno de la práctica política diaria. Porque dejar de creer en «la izquierda» implica abandonar la dicotomía izquierda‑derecha, esto es, desactivar también la idea de la «derecha». Tal como está la vida de complicada, hay que pensar las cosas desde el principio, sin prejuicios. Por ejemplo, en el referéndum francés que ahora se prepara, alguien que piense en términos de oposición radical al Poder está abocado a coincidir con un líder derechista como Philippe Séguin en no pocas de sus reflexiones anti Maastricht. En cambio, está obligado a rechazar lo esencial de las posiciones de ese tipejo «de izquierdas» llamado Mitterrand.

Aunque no todas: también los partidarios del «sí» en Francia aportan algunos argumentos dignos de consideración.

Esa es la cosa: que hoy en día es necesario repensarlo to­do. Y eso es lo mejor. Resulta de lo más estimulante.

 (30 IX‑1992)

 

II

 

Continúo y amplio la reflexión que ya inicié hace meses en estas páginas en relación con las limitaciones y ambigüedades que presenta en los tiempos actuales la oposición izquierda / derecha y, más en particular, a los problemas teóricos que plantea el uso del término «izquierda».

Llamé entonces la atención sobre el hecho de que, si el término «izquierda» sirve para designar, en el habla general, realidades tan diferentes como el zapatismo, el félipismo, el castrismo y la socialdemocracia alemana, y a personajes tan dispares como «Artapalo», García Márquez, Yasir Arafat, el subcomandante Marcos y Felipe González ‑por poner sólo algunos ejemplos‑, es que no sirve para nada o, al menos, para nada útil. Porque despista más que orienta.

De entonces a aquí, he comprobado que el término sigue empleándose con gran profusión. De lo que he deducido que, si a mí no me resulta útil, a muchos otros sí. ¿Por qué?

Le he dado muchas vueltas. Y aún se las seguiré dando. De momento, he descubierto ya dos aspectos nuevos, que no figuraban en mi reflexión inicial. Me referiré a ellos a continuación.

He comprobado, para empezar, que en mi anterior articulo minusvaloré las virtualidades del término «izquierda» como clasificador cultural, o, si se prefiere, que lo sobrevaloré como clasificador político concreto.

Me explico.

Para muchísimos, decir de algo o de alguien que es «de izquierda» sirve para hacerse una idea sobre su orientación en un amplio conjunto de materias (incluyendo algunas políticas, aunque en funciones de definición cultural). El que, la que o lo que es «de izquierdas» se supone que tiene más probabilidades de estar a favor del derecho al aborto que de militar en una organización «Pro‑Vida»; de entender la eutanasia; de no sentir demasiada simpatía por la política exterior norteamericana; de tener paquete a Julio Iglesias; de ver con malos ojos al Vaticano en general y al papa Wojtyla en particular; de no soportar los reality shows; de preferir las películas en sala de cine que en televisión; de oponerse al racismo y la xenofobia; de tener un comportamiento sexual sin demasiados tabúes...

Para quienes estamos muy politizados, todo esto puede parecer secundario o, en todo caso no capital, en la medida en que se puede pensar en esa dirección y, a la vez, defender el orden social imperante, e incluso votar a Felipe González.

Pero hay muchos, muchísimos para los que ese conglomerado de coincidencias es muy importante, porque testifica de la posibilidad de un lenguaje, de unas afinidades, de unas actitudes comunes. Lo que esperan de sus semejantes no es una militancia política concreta, sino poder relacionarse con ellos de manera relativamente confortable. Y saber de alguien que se considera «de izquierdas» les proporciona una información importante en ese sentido concreto, que es lo que más le importa.

Es de esta faceta cultural del término «izquierda» de la que se aprovechan algunos políticos ‑entre nosotros, muy notoriamente, los felipistas‑ para disfrazar su carácter reaccionario y neutralizar a una parte importante de la oposición, con el cuento de que, si ellos pierden el Poder, lo ocupará «la derecha».

Mi planteamiento anterior resultaba también deficiente porque no recogía el hecho de que, si el término «izquierda» no resulta políticamente nada definitorio, en cambio el término «extrema izquierda» sí. He podido comprobarlo en persona muy recientemente, cuando el ex ministro Ernest Lluch me acusó públicamente de haberme apuntado a una conspiración republicana ‑que, dicho sea de paso, y por lo que yo sé, no existe‑, argumentando que participo en ella porque soy de «extrema izquierda» y, en consecuencia, «anti‑sistema».

Esa identidad «extrema izquierda» = «anti‑sistema» parece clara para casi todo el mundo. Se ve que permite clasificar a las personas sin excesivo margen de error. De acuerdo que tiene sus inconvenientes: en primer lugar, no se sabe muy bien qué es eso del «sistema»; en segundo lugar, el uso de la expresión «extrema izquierda» legitima el término «izquierda» (no se pue­de estar en el extremo de algo que no existe), lo que nos de­vuelve al comienzo del problema. Pero, por lo menos, y a dife­rencia del término «izquierda», la expresión «extrema izquierda orienta más de lo que despista. Algo es algo.

Personalmente, prefiero el término «radical». Señala que de lo que se trata ‑no sólo en política, pero también en política­- es de no quedarse en la superficie de los problemas; que hay que ir a su raíz. Pero, como tampoco lo entiende así el común de los mortales, resulta igual de inútil.

Quizás el error de fondo esté en tratar de establecer un len­guaje preciso para reflejar una realidad que no lo es.

 (31‑VII‑1994)

 

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Un plan con 30 años

(Viernes 4 de febrero de 2005)

Desde que Ibarretxe anunció que iba a poner en marcha su ya famoso plan, los dirigentes de los dos principales partidos españoles proclamaron que eso era prueba de que los nacionalistas vascos habían decidido «echarse al monte», rompiendo con sus tradiciones pacíficas y pactistas.

Es falso, y ellos lo saben. El proyecto de Ibarretxe, lejos de representar un invento de reciente cuño, es mera continuación de la línea que los nacionalistas vascos han venido defendiendo desde la Transición. 

Es la posición que mantuvieron ya en el debate sobre el texto de la Constitución. Entonces, ante la imposibilidad de que se reconociera explícitamente el derecho de los vascos a decidir libremente su futuro, el PNV centró sus esfuerzos en que el texto constitucional admitiera que el pueblo vasco tenía derechos históricos anteriores a la nueva fuente de legalidad que se estaba forjando. Su demanda fue atendida. La disposición adicional primera de la Constitución afirma que ésta «ampara y respeta los derechos históricos de los territorios forales». Queda así fijada una legitimidad de las aspiraciones vascas que no nace de la Constitución. Que es anterior a ella.

La misma posición defendió durante la redacción del Estatuto de Autonomía, que ahora el PP y el PSOE tanto alaban. El Estatuto no sólo empieza dejando bien sentado el concepto de «pueblo vasco» –que Rajoy rechaza, igual que sus antecesores rechazaron el propio Estatuto– sino que hace también expresa reserva del derecho de Euskal Herria a replantear su relación con el Estado español para profundizar en su autogobierno, y ello precisamente en razón de los derechos históricos antes mencionados.

Con idéntico espíritu afrontó el PNV y selló otros acuerdos posteriores, como el Pacto de Ajuria Enea. Ya he aludido en anteriores ocasiones al inequívoco texto de aquel acuerdo, ahora tan reverenciado como olvidado.

De modo que cuando Ibarretxe planteó la necesidad de crear un nuevo marco jurídico que articule el encaje de Euskadi en el Estado español, no recurrió a nada que no formara parte del discurso permanente de los nacionalistas vascos. Nada que no estuviera planteado cuando el PSOE gobernó con el PNV en Vitoria, cuando Felipe González propuso al PNV formar parte de su Gobierno en Madrid o cuando Aznar pactó el respaldo del PNV en su primera investidura.

Los nacionalistas vascos dicen ahora lo mismo que hace 30 años. Con una sola diferencia: entonces apelaban a la soberanía del pueblo vasco dejando abierta la posibilidad de una Euskadi independiente. Ahora se muestran dispuestos a descartar la independencia, siempre que se apruebe un Estatuto que fije una relación «entre pueblos libres e iguales». Una hermosa fórmula que, por cierto, no emplearon el martes pasado en las Cortes ni Ibarretxe ni Erkoreka, sino –¡ay, esos diablillos del subconsciente!– Alfredo Pérez Rubalcaba.

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