[Del 17 al 23 de diciembre de 2004]

 

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El PSE

(Jueves 23 de diciembre de 2004)

Faltaba Francisco Vázquez y apareció ayer para decir lo que todos sabíamos que acabaría diciendo: que él también está en contra del proyecto de reforma del Estatuto de Gernika aprobado por el Partido Socialista de Euskadi (PSE-PSOE) y de su definición de la sociedad vasca como «comunidad nacional». Antes se habían pronunciado en términos casi idénticos Manuel Chaves, José Bono, Juan Carlos Rodríguez Ibarra, Carlos Chivite (que es el nuevo secretario general de los socialistas navarros) y la europarlamentaria Rosa Díez. Esta última cogió carrerilla y, en uno de sus frecuentes ataques de verborragia, sostuvo la tesis de que la expresión «comunidad nacional» es propia de nazis y fascistas.

De todas las críticas formuladas por los unos y los otros, y dejando de lado los vuelos de Rosa Díez por los espacios siderales del disparate, la que más me llama la atención es la que sostiene que el uso del adjetivo «nacional» referido a Euskadi  es «ajeno a la tradición socialista». Es extraño que gente tan veterana en la actividad política como son quienes afirman tal cosa haya olvidado que, no ya el PSE por su cuenta, sino el PSOE, a escala federal, sostuvo durante los últimos años del franquismo que Euskadi es una nación y que su pueblo merecía ver reconocido su derecho a la autodeterminación. Ambas afirmaciones figuraron en numerosos documentos de la época, entre ellos la Declaración fundacional de Coordinación Democrática, el organismo unitario de la oposición en cuyos órganos rectores el PSOE estuvo representado al máximo nivel. 

No creo que lo hayan olvidado. Supongo que fían de la desmemoria general para inventarse un pasado que no se corresponde con los hechos.

Tienen cierta costumbre de eso. Hace poco, debatí en público con un socialista vasco, ex marxista de pro, que pretendió colar la tesis de que el concepto del derecho de autodeterminación fue concebido para referirse a las situaciones coloniales en el Tercer Mundo. Tuve que recordarle que los austromarxistas, Otto Bauer y compañía, sostuvieron ese principio a comienzos del siglo XX aplicándolo a los pueblos de Europa, y que el Viejo Continente ha contemplado muchas aplicaciones del derecho de autodeterminación: gracias a él se separaron Suecia y Noruega, apelando a él nació Finlandia, en su virtud se han fundado la República Checa y Eslovaquia, se han hecho independientes los estados bálticos y se ha disgregado la vieja Yugoslavia... Todo eso lo sabía mi interlocutor. Sólo que no le apetecía recordarlo. Como no apetece a Chaves, Bono, Ibarra y compañía recordar que ellos mismos defendieron en su día el derecho de autodeterminación de Cataluña, Euskadi y Galicia.

Dicen que admitir ese derecho para las tres nacionalidades llamadas «históricas» (*) sería «quebrar el principio de solidaridad interterritorial». Son curiosos estos socialistas que no tienen nada que objetar a la quiebra constante del «principio de solidaridad» social, cuya aplicación llevaría a impedir que en el conjunto de la población española los que más tienen estén tan por encima de quienes tienen menos, y se dediquen a alimentar la idea absurda de que si se reconoce que un pueblo tiene unos rasgos nacionales específicos se le concede algún tipo de privilegio. Se trata, pura y simplemente, de reconocer hechos, no de asignar partidas presupuestarias. Admitir que Euskadi es una comunidad nacional no tiene la menor repercusión sobre la fijación del cupo con el que las arcas públicas vascas contribuyen al erario central.

¡Pero es tan fácil hacer demagogia con estas cosas! ¡Es tan fácil atizar los rencores entre los pueblos!

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(*) No veo a qué viene el uso del adjetivo «históricas» en relación a las nacionalidades catalana, vasca y gallega. Todos los pueblos de España son «históricos». Que yo sepa, ninguno ha aparecido por aquí recientemente. Las diferencias existentes no van por el lado del calado histórico, sino por la singularidad cultural-nacional, cuya expresión más evidente, pero no única, es la existencia de lenguas propias.

Nota aparte (como añadido al Apunte de ayer).– He ganado a la lotería la impresionante cantidad de... 220 euros. Y no con el número del que más llevaba, sino con dos que intercambiamos entre amiguetes en Markina. Lo justo para cubrir algún gastito navideño. La vida sigue igual.

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La suerte

(Miércoles 22 de diciembre de 2004)

Escribo esto cuando todavía no ha empezado el sorteo de la lotería de Navidad, de modo que no debe considerarse ni como un consuelo de tonto –que suele ser lo propio del mal de muchos– ni como el desdén de la zorra ante las inalcanzables uvas: «Nondum matura est; nolo acerbam sumere» (*). Tengan por cierto las lectoras –y cuando digo «lectoras» incluyo, por supuesto, a los lectores– que si dentro de unas horas me vuelvo millonario en euros (que es el único modo que existe hoy en día de ser millonario de verdad), seguiré pensando igual.

Y lo que pienso es que la suerte de los sorteos –que así hay que decirlo, aunque parezca redundancia– no es demasiado deseable.

Me explico.

Cada persona resulta educada en su papel social –sea éste el que sea– poco a poco, de modo que va asimilándolo y acostumbrándose a él sin sobresaltos. Si uno nace rico, se habitúa a ser rico de manera paulatina; sin darse cuenta, como quien dice. Si nace pobre, lo mismo. Si uno nace en un medio social modesto pero emprende de adulto un trabajo o un negocio que le va bien y prospera hasta hacerse muy rico, lo hace gradualmente, lo que le concede la oportunidad de ir asumiendo suavemente su cambio de estatuto social. Puede que no lo logre –hay nuevos ricos que resultan muy cómicos– pero, por lo menos, ha tenido la oportunidad de hacerlo. En cambio, quien se vuelve supermillonario en cosa de segundos rara vez acierta a transformar adecuadamente todas las pautas de comportamiento que vienen condicionadas por la capacidad adquisitiva. (Lo cual es cierto también en sentido inverso: el millonario que se arruina de golpe y porrazo casi nunca acierta a asumir con naturalidad el comportamiento de un pobre de toda la vida.)

Como principio general, creo que el modo menos peligroso de ascender por la escala del poder adquisitivo es el trabajo bien hecho. Ahí también tiene su papel la suerte, sin duda, porque me sé de gente que trabaja estupendamente y no gana ni para pagarse lo más elemental. Pero en ese terreno juega una suerte de otro tipo: la que te proporciona estar en el sitio adecuado en el momento adecuado. Yo la tuve y, por una serie de casualidades tontas, fui invitado a sumarme al proyecto de nacimiento de El Mundo cuando tenía todos los boletos para el sorteo de cien plazas en el tren del olvido.

La suerte que me da más miedo es la otra: «El Gordo de Navidad: 12221». O sea, el mío. Que, como no soy supersticioso –porque eso da mala suerte–, no busco los capicúas. Si me tocara, seguro que haría el gilipollas.

Me consuelo pensando que, según demuestra la experiencia, la suerte de la Lotería es como la hemofilia, que funciona por generaciones alternas. Le tocó a mi abuelo, le tocó a mi difunto hermano Boby –que ésa es otra: de cómo ganar puede hacer que pierdas–, así que a mí no me toca.

Pero, como diría un Galileo moderno: «Y, sin embargo, juegas».

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(*) «No están maduras; no quiero comer algo amargo».

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Ay, esos expertos...

(Martes 21 de diciembre de 2004)

Cuando se empezó a hablar de los trámites necesarios para que el plan Ibarretxe fuera debatido en el Parlamento vasco, dije y escribí que no veía tan claro que Sozialista Abertzaleak –el grupo parlamentario que surgió de la ilegalizada Batasuna– fuera a votar en contra. «Tendrían que dar muchas explicaciones a una parte importante de su base social», añadí. Pero analistas mucho más expertos que yo en los vericuetos de Batasuna me respondieron que mejor haría en olvidar esa hipótesis, porque los portavoces del grupo ya habían dicho que la propuesta del tripartito no es más que una reforma del Estatuto de Gernika y que ellos no iban a pasar por ahí.

A la vista de lo cual, y recordando la afirmación del catecismo («Doctores tiene la Santa Madre Iglesia»), dejé de lado mi idea inicial y di por hecho el rechazo.

Lo que sucedió ayer demuestra que los expertos en Batasuna no siempre son tan expertos. Los diputados de SA se abstuvieron en la votación realizada en la Comisión de Instituciones e Interior, lo que ha permitido al plan Ibarretxe salvar su primer escollo parlamentario.

El siguiente lo afrontará el próximo día 30 en el Pleno de la Cámara de Vitoria, y los expertos –los mismos que erraron en su predicción de lo que iba a suceder ayer– están ya pronosticando que será ese obstáculo el que detendrá el plan Ibarretxe, porque en esa votación no bastará con que los de SA se abstengan: al requerirse la mayoría absoluta del Parlamento, tendrían que votar a favor (por lo menos tres de ellos). Una posibilidad que  consideran prácticamente descartable.

Bueno, pues yo no lo veo tan claro, y esta vez no me voy a dejar impresionar por su superior conocimiento de la materia. La verdad es que me resultaría de lo más extraño que, tras haber dado ayer tanta importancia a su abstención, diez días después anulen por completo sus efectos y manden el plan Ibarretxe para casa. Aunque ya sé que Otegi y los suyos no tienen la coherencia como norma fija, ese comportamiento me resultaría, por lo menos de entrada, francamente incomprensible. Más lógico veo yo que presten tres de sus votos al proyecto de Ibarretxe, y que aclaren a toda velocidad que lo hacen tan sólo para propiciar que pueda ser discutido y que haya finalmente una consulta popular que cobre un sesgo rupturista, no tanto porque el plan Ibarretxe lo sea, sino porque las fuerzas del Estado a buen seguro lo declararán inaceptable.

Eso sería lo lógico, visto desde mi atalaya.

Ya veremos.

En los círculos políticos centrales –y centralistas– ya se ha extrapolado el voto de SA: es, dicen, la prueba de la complicidad de PNV, EA y EB con «el mundo de Batasuna».

Pero ayer no sólo se produjo esa votación en el Parlamento vasco. Hubo otra, también de mucha importancia: la referente al proyecto de Presupuestos de 2005. En esa votación SA no se abstuvo, sino que unió sus votos a los de PP y PSOE, prefigurando el rechazo que sufrirá ese proyecto en el Pleno correspondiente.

Sería bueno que todo el mundo vigilara su lógica. Porque si beneficiarse de la abstención de SA es per se un crimen, ¿cómo habrá que calificar eso de unirse a SA en el voto? PSOE, PP y Sozialista Abertzaleak han mantenido desde el comienzo de la legislatura actual un Frente del No, no formal pero sí en los hechos, y han unido muchísimas veces sus votos para zancadillear las iniciativas del Gobierno de Ibarretxe. Lo cual es normal, y legítimo: no vas a cambiar tú de postura para no coincidir con éste o con aquel. Pero, si te atienes a ese criterio, debes hacerlo extensivo a los demás. Al Gobierno de Vitoria se le podría reprochar algo –desde sus puntos de vista, me refiero– si hubiera pactado con SA su abstención a cambio de esto o de lo otro. Pero, no siendo así, no cabe criticarle por lo que hacen los demás, aunque le beneficie.

Ya veremos en qué queda. ¿No se le llama a este tiempo, dentro del rito católico, «la pascua de Navidad»? Pues está claro que, sea a los unos sea a los otros, a alguien le van a hacer en estos días la pascua.

 

P.D. Anuncié ayer que hoy escribiría sobre los planes de ingreso de Turquía en la UE. Es un asunto a largo plazo. Puede esperar.

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Tiempo de dudas

(Lunes 20 de diciembre de 2004)

No sé si será algo producido por la propia realidad o si será efecto de mi propia evolución personal, pero el caso es que empiezan a acumulárseme los asuntos sobre los que no tengo opiniones unívocas y tajantes.

Por ejemplo, el llamado plan Ibarretxe, que hoy llega al Parlamento vasco y que será rechazado con los votos de PP, PSE-PSOE, Unidad Alavesa y Sozialista Abertzaleak. Cuando me han pedido mi opinión oral o escrita sobre ese proyecto, he enumerado los aspectos positivos y negativos que le veo, pero me he resistido todo lo que he podido a hacer el balance final, esto es, a pronunciarme sobre el saldo que arroja ese balance. Supongo –lo digo tal cual lo pienso y tal cual lo siento– que, de tener que votar su admisión a debate, votaría a favor, con la esperanza de que el plan sea enmendado y a sabiendas de que, si no resulta lo suficientemente corregido, siempre me quedará la posibilidad de rechazarlo al final del trámite parlamentario. Pero, si me tocara votar su aplicación tal cual, admito que me sería tan difícil aprobarlo como sumarme a ese «Frente del Rechazo» de facto que han constituido el PP, el PSOE y HB.

Me refugio en una consideración previa: no tengo que votar nada todavía porque no soy parlamentario vasco, y no soy parlamentario vasco... por muchas razones, pero por una que es previa a todas las demás: no aceptaría figurar en las listas electorales de ninguno de los partidos que tienen representación en el Parlamento vasco. Lo cual es menos verdad de Pero Grullo de lo que parece.

Otro asunto que también me suscita ciertas dudas a la hora de tomar una decisión final es el del referéndum sobre la llamada Constitución Europea. Sé que hay también en este asunto un «Frente del No», bastante más presentable que el que se opone en Euskadi al plan Ibarretxe, pero las razones del «No», aunque las entiendo y las comparto, no me acaban de parecer suficientes para decidirme a votar. Me atrae poderosamente la idea de la abstención. Entiendo que votar en ese referéndum, aunque sea «No», supone aceptar la farsa que supone que nos pregunten de manera tramposa sobre lo que de hecho es una carta otorgada que no responde a un verdadero proceso constituyente y que, además, carece de alternativa real. De vencer el «No» –cosa extremadamente improbable–, nos harían como les hicieron a los daneses con el Tratado de Maastricht: seguir dándonos la matraca hasta que venza el «Sí». Además, creo que lo que más daño puede hacer a los que mangonean la Unión Europea es que la población se niegue a participar en su baile. Que les diga: «Puesto que van a hacer ustedes al final lo que les dé la gana, háganlo y déjense de mandangas». Así lo veo yo, pero el hecho es que la mayor parte de las fuerzas de oposición del Estado defienden el «No» y me da no sé qué darles la espalda y tirar por mi cuenta, no tanto en el momento del voto o el no voto –que eso es secreto y no hay siquiera por qué mencionarlo– como a la hora de la propaganda previa, que ahí sí puedo pintar algo.

En fin, tercer importante motivo de duda: la integración o no de Turquía en la UE. Pero por hoy ya he escrito demasiado. Quédese Turquía para mañana.

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El programa doble del PP

(Domingo 19 de diciembre de 2004)

La gente de Rajoy está convencida de que el fin principal del Gobierno de Zapatero es la destrucción del PP. Ve todos y cada uno de los actos gubernamentales como otras tantas insidias destinadas a castigar el cuerpo de su partido, ponerlo contra las cuerdas y, si es posible, tirarlo a la lona para que se lo lleven en camilla.

Es un proceso paranoide típicamente político. La lucha política es muy propicia a la paranoia. El paranoico piensa que hay gente que se pasa el día procurando hacerle daño. Y, como cuando alguien habita en las cumbres de la política es harto probable que haya bastante gente que esté buscándole realmente las cosquillas, la paranoia encuentra un buen caldo de cultivo y se disimula con facilidad.

En realidad, el Gobierno de Zapatero no está acosando al PP. En un buen número de asuntos fundamentales, mantiene con él relaciones privilegiadas y pactos de toda suerte.

Lo que les sucede a los dirigentes del PP es que quieren seguir gobernando desde la oposición. Exigen que el PSOE haga en cada situación lo que les dictan o, en el peor de los casos, que no acuerde nada importante sin pactarlo previamente con ellos.

Están tan convencidos de que sus formulaciones reaccionarias constituyen el único modo aceptable de encarar la realidad de España que, cada vez que el PSOE no se atiene disciplinadamente a ellas, reaccionan tomándolo como un crimen de lesa patria y afirmando que no lo tolerarán. Ayer «advirtieron» a Zapatero –véase la portada de El Mundo de hoy– de que «el Pacto Antiterrorista, el concepto de nación española y el de la soberanía de Gibraltar son inalterables». ¿Por qué? En puridad democrática, nada hay que la mayoría no pueda alterar o reconducir, si lo desea. No hay pacto que no pueda ser replanteado por alguno o algunos de sus signatarios, ni hay idea –y menos aún si está tomada de ese compendio de expresiones contradictorias que representa la Constitución Española– que no pueda ser reinterpretada o incluso revisada, llegado el caso, si quienes lo pretenden obtienen el respaldo que fija la ley. (De lo de Gibraltar casi es mejor no hablar. ¿En qué punto de la Constitución, o en qué ley de rango elevado se define «el concepto de la soberanía de Gibraltar» y de qué modo debe ser administrado por los gobernantes? En ninguno, por supuesto.)

En cada punto en el que el PSOE se aleja por poco que sea del guión reaccionario del PP, los de Rajoy –es decir, los de Aznar– se lo toman como un golpe bajo dirigido contra ellos. Ni siquiera consideran la posibilidad de que el Gobierno lo haga para no ganarse a demasiada velocidad la desafección de sus votantes. Ellos lo tienen clarísimo: lo que quieren es destruirlos.

No nos dejemos engañar por la paranoia de esta gente, que crispa la actualidad política hasta el punto de parecer que hay terribles enfrentamientos. En realidad, en aspectos definitivos de la orientación política general, las posiciones del Gobierno de Zapatero no divergen gran cosa de las del PP. Se ha alejado de él en algunos puntos, sin duda, pero con mucha prudencia.

Sólo faltaría que no lo hiciera: sus electores dirían que para eso, le devuelven el Gobierno al PP y santas pascuas.

 Pero la aznariada sigue con su programa doble de lamentos e indignaciones.

Espero que a la gran mayoría esa inacabable repetición diaria le produzca el mismo efecto que provoca en mí: aburrimiento.

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Qué pronto la amortizan

(Sábado 18 de diciembre de 2004)

El miércoles todo eran elogios para el discurso de Pilar Manjón ante la Comisión Parlamentaria del 11-M. Según la casi totalidad de los comisionados, las palabras de la representante de la Asociación de Afectados habían sido «un aldabonazo para las conciencias», «un ejemplo para todos», «un ejercicio de lucidez» y no sé cuántas maravillas más. Dos días después, su discurso se ha convertido ya en algo más o menos emocionante, pero de interés inconcreto, vaporoso, y sus propuestas, en papel mojado. «Es utópico», «No tiene cabida en nuestro ordenamiento jurídico», «Supondría un descrédito para la representación parlamentaria»... 

Propuso disolver ya la Comisión Parlamentaria, a la que reprochó haber investigado más lo sucedido entre el 11 y el 14 que los atentados propiamente dichos –algo que me parece haber escrito por aquí hace días– y que se forme un comité, integrado por personas independientes, que analice lo ocurrido y elabore propuestas destinadas a dificultar que se repita (lo de «impedir» me parece demasiado pretencioso). Le han dicho que eso no puede ser, y hasta que sería ilegal. ¿No es ilegal que exista una supuesta «Comisión de Sabios» para el estudio de la reforma de la radiotelevisión pública, y sí lo sería que existiera otra que analizara la reforma del aparato antiterrorista? Lo que sucede es que la propuesta de Manjón implicaba quitarles el monopolio estatal no ya de la aplicación de la violencia, sino de su consideración racional.

Mientras los unos desdeñaban sus propuestas, los otros optaban por quitarse del todo la careta y empezaban a atacar directamente a la propia Manjón. Hubo un reputado comentarista de la derecha que llegó a decir que su intervención fue «puro teatro», crítica ésta lamentablemente corroborada por un diputado de izquierda que dijo que sintió la sensación de estar «ante Melina Mercouri». Vamos: como Nuria Espert, pero en griego.

En resumen: que se han servido de ella lo que han podido durante un par de días y ya la han amortizado. De Pilar Manjón lo único que quedará en dos o tres semanas será... Gregorio Peces Barba.

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Lágrimas, sin más

(Viernes 17 de diciembre de 2004)

Mucho se ha hablado sobre las lágrimas que se le escaparon el miércoles pasado a la portavoz de la Asociación de Afectados, Pilar Manjón, cuando intervino ante la Comisión Parlamentaria de Investigación sobre el 11-M. Ella misma sacó a relucir el asunto, cuando dijo que se disculpó ante sus compañeros una vez finalizado el acto, porque les había prometido que no lloraría y fue incapaz de cumplir su promesa.

No han sido las lágrimas de la señora Manjón las únicas que han brotado ante esa Comisión. Fueron también muy comentadas hace escasas semanas las que se le escaparon a un general de la Guardia Civil con mando en Asturias.

Es curiosa la fijación que tiene nuestra sociedad con las lágrimas, y lo mal que las lleva. No sabe cómo administrarlas.

En realidad, llorar no es más que un modo de exteriorizar una emoción. Una vez que la emoción existe y es de dominio público, ¿por qué quien la siente no va a poder manifestarla mediante unas cuantas lágrimas liberadoras? Una llantina larga, abundante y cargada de hipos puede resultar problemática, no digo yo que no, sobre todo si quien la experimenta se halla en una tribuna pública o en una reunión y los demás tienen que esperar a que se calme para seguir con el orden del día previsto, pero un ataque de risa incontrolada e histérica puede acabar teniendo efectos prácticos igual de enojosos. En todo caso, las lágrimas de doña Pilar Manjón fueron pocas, comedidas y dignas. Orgullosas, incluso.

Una de las razones por las que muchos llevan mal que alguien llore en su presencia es que consideran que las lágrimas someten a los demás a un chantaje emocional que impide hablar serenamente de las cosas. Dan por hecho que quien llora no acepta que se le diga nada que pueda molestarle. Y también que no cabe criticar –y aún menos echar un chorreo– a alguien que está llorando. No es así. Yo no creo ni que las lágrimas nublen obligatoriamente las entendederas ni tampoco que quien llore merezca necesariamente lástima. Las lágrimas pueden expresar muchos tipos de pena, incluyendo algunas penas muy poco merecedoras de solidaridad. Recuerdo a un ministro de Franco al que se le saltaron las lágrimas porque unas gentes a las que había hecho polvo con sus tropelías no le quisieron saludar y le dieron la espalda. Sintió su ego herido. Puedo asegurar que su congoja me conmovió bien poco. Tampoco me afligen nada las lágrimas de Fraga, que últimamente es incapaz ni de dar la hora sin que se le quiebre la voz. Más bien me resulta irritante.

En cambio, el alegato que lanzó el pasado miércoles Pilar Manjón me conmovió de verdad. Pero no porque ella estuviera emocionada, sino porque sus argumentos fueron directa, radical y profundamente emocionantes. Me conmovió su razón.

Sus lágrimas ni me estorbaron ni me convencieron. Las tomé como manifestación de un estado de ánimo comprensible. Sin más.

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