[Del 10 al 16 de diciembre de 2004]

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La razón de las víctimas

(Jueves 16 de diciembre de 2004)

Solía decir Jaime Mayor Oreja en los tiempos en que ejercía de ministro del Interior que las víctimas del terrorismo «siempre tienen razón».

Supongo que él mismo era consciente de lo absurdo de su afirmación. Ser víctima, por vía directa o indirecta –en tanto que familiar–, no otorga ningún género de capacidad especial para juzgar los fenómenos políticos y sociales. Lo cierto es más bien lo contrario: el sufrimiento que apareja ser víctima tiende a nublar el juicio. Lo que Mayor pretendía dar a entender, imagino, es que no se debe discutir con las víctimas, aunque se excedan en sus juicios; que hay que darles un muy amplio margen de comprensión. Lo cual es correcto, sin duda. Pero él hacía trampa: se aprovechaba del radicalismo verbal de algunas víctimas –del antinacionalismo vasco y del furor represivo de la jefatura de la Asociación de Víctimas del Terrorismo, muy en especial– para justificar y dar cobertura a sus propios excesos.

Ayer intervinieron ante la Comisión Parlamentaria del 11-M los representantes de dos asociaciones de víctimas: Pilar Manjón, en nombre de la asociación de afectados por el 11-M, y Francisco José Alcaraz, en nombre de la AVT. Sus discursos no tuvieron nada que ver. ¿A quién habría que dar la razón, de seguir el consejo de Jaime Mayor? Alcaraz repitió su discurso de siempre, que es el del PP: reclamó el mantenimiento del Pacto Antiterrorista «sin cambiar ni una coma» y pidió el cumplimiento íntegro de las condenas por terrorismo. Manjón, en nombre de la Asociación 11-M, lanzó una sentida requisitoria contra los politiqueros, empezando por los de la propia Comisión, que han utilizado a las víctimas como arma arrojadiza. Sus duras críticas, aunque no dejaran títere con cabeza, se centraron en Eduardo Zaplana y el PP. No los citó nominalmente, pero bien que se dieron por aludidos, como mostró el propio Zaplana, que abandonó el Congreso de los Diputados con gesto de pocos amigos, sin pararse siquiera a saludar a las víctimas que se habían concentrado delante de la sede parlamentaria.  El contraste entre la imagen y el tono de los dos representantes de las asociaciones de víctimas –Alcaraz disfrazado de político, frío y burocrático en su expresión; Manjón seria y emocionada, con el dolor y la rabia en los ojos y los labios– ha llegado tal cual a la calle: la intervención del uno no ha interesado a casi nadie; la de la otra ha restallado como un relámpago en el aburrido páramo de la política española.

No; las víctimas no tienen siempre razón. Ni las que lo sufren con las heridas aún abiertas ni las que han convertido su lejana realidad de víctimas en un oficio administrativo como otro cualquiera. La razón se conquista ejerciéndola, haciéndola ver, demostrándola. Que es justamente lo que hizo ayer Pilar Manjón.

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El Sahara abandonado

(Miércoles 15 de diciembre de 2004)

El encargado de relaciones con Europa del Frente Polisario, Mohamed Sidati, ha hecho público un comunicado en el que constata que el Gobierno español ha roto su política de respaldo a las resoluciones de las Naciones Unidas favorables a la autodeterminación de su pueblo y ha pasado a aliarse con las posiciones del Gobierno francés, favorables en realidad a las de la monarquía alauí.

Moratinos ha hecho en los últimos tiempos diversas declaraciones sobre el plan Baker y, aunque es cierto que varias de ellas se contradicen entre sí –este hombre se está especializando en decir cada día una cosa diferente sobre todos los grandes problemas internacionales–, el hecho es que la representación española en la ONU se abstuvo en la votación que realizó la Asamblea General el 10 de diciembre para respaldar el plan Baker. Al no votar a favor, el Gobierno español dejó claro que ha retirado su apoyo al plan Baker. Es decir, a la autodeterminación del pueblo saharui.

No cuesta ningún trabajo comprender por qué vía dirige sus pasos Zapatero: alianza con Francia, que es clave en el eje europeo; buena vecindad con Marruecos, donde el empresariado español tiene cada vez más negocios... De tener alguna consideración hacia la República Árabe Saharaui Democrática, lo hará tan sólo para no cabrear demasiado a los gobernantes argelinos, que son los que nos ponen el gas natural no sólo en las cocinas, sino también en algunas centrales generadoras de electricidad. (Ahora hay líos con eso: hace falta más gas para las eléctricas y, como todo es cuestión de cálculo, no me extrañaría que Moratinos saliera diciendo que el plan Baker es estupendo.)

Lo que más me preocupa es que este giro de la política exterior española se esté produciendo en medio de una indiferencia casi general. Se demuestra así cuán deudora es la opinión pública de lo que dicen o dejan de decir los medios de comunicación. Si la noticia del enfado del Frente Polisario no fuera un breve perdido en las páginas de Nacional de unos pocos periódicos y ocupara las primeras páginas de todos, apuesto doble contra sencillo a que habría movilización. Porque estoy seguro de que, si se hiciera un sondeo de opinión al respecto, se constataría que el 70%, el 80% o incluso el 90% de la ciudadanía española está a favor de las reivindicaciones saharauis.

Pero nadie hace ese sondeo, porque no interesa. No vaya a ser que el personal se ponga en marcha.

 

P.D.– La columna que me publica hoy El Mundo no ha aparecido ni aparecerá en estos Apuntes. Así que quien quiera leerla deberá ir al apartado correspondiente. O pinchar aquí.

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La Comisión interminable

(Martes 14 de diciembre de 2004)

No voy a entrar en la disputa sobre si la Comisión Parlamentaria de Investigación del 11-M ha sido útil, inútil o ni fu ni fa. Me quedo con dos conclusiones que, para mí, están ya más que claras. La primera: que, como acabo de escribir, la Comisión «ha sido», esto es, que sus posibilidades están ya más que agotadas. Hace tiempo que sus sesiones se dedican a dar vueltas y más vueltas a lo mismo. La segunda: que, en lo fundamental, esa Comisión no se ha dedicado a analizar los atentados del 11-M, sino lo sucedido entre las explosiones y la votación del 14-M.

Hasta tal punto ha sido así que más ha parecido una Comisión de Investigación sobre el 14-M. De un lado, los representantes del difunto Gobierno del PP, entregados en cuerpo y alma desde el primer día a la defensa de la tesis de que ETA tuvo relación con los atentados, tratando de justificar la papeleta que hizo el Ejecutivo de Aznar entre el 11 y el 14. Del otro, el PSOE, con la colaboración de los demás partidos, empeñado en evidenciar lo contrario.

La Comisión podrá seguir reuniéndose hasta el infinito, examinando en eternas sesiones cada brizna de dato que aparezca, pero su objetivo central ya está alcanzado. La opinión pública –cada uno de los sectores que la forman– ya ha fijado sus criterios. Y no se ve en el horizonte nada que pueda alterarlos. No hay más que poner el oído en las conversaciones que mantiene la ciudadanía de base en los lugares públicos –yo suelo hacerlo: resulta muy ilustrativo– para comprobar que sólo se interesa por lo que pasa en la Comisión cuando televisan sesiones de esgrima parlamentaria como la del lunes. Pero, incluso en esos casos, de lo que habla es de quién «ha estado mejor», no de lo que sucedió o dejó de suceder el 11-M, asunto sobre el que ya todo el mundo tiene formada una opinión.

A mí, como la esgrima parlamentaria española me interesa más bien poco –tal vez porque no puedo evitar compararla con esgrimas parlamentarias de otros países con más tradición y mejor escuela–, lo de esta Comisión me tiene ya más que aburrido.

La Comisión en general y don Eduardo Zaplana en particular.

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El estallido de la voz

(Lunes 13 de diciembre de 2004)

Es falso que ayer no hubiera ningun explosivo en el Bernabéu. Hubo uno, que fue difundido por la megafonía del estadio: la orden de desalojo. De haberse producido una reacción de pánico en el público asistente al partido –unas 79.000 personas, según el cómputo oficial del Real Madrid–, la avalancha hubiera podido causar un desastre de mucho cuidado. No sería la primera vez que una voz de alarma en un recinto abarrotado provoca una masacre.

Yo me lo temí. Y me quedé impresionado al ver la reacción del gentío, que procedió a abandonar el estadio sin carreras ni empujones, con serenidad y en orden. Una parte de los espectadores hizo algo que me pareció realmente inteligente: saltar al césped. Porque, si allí había un artefacto, donde seguro que no iba a estallar era en el rectángulo de juego.

Me asaltó otro temor: qué podría sucederles a los aficionados de la Real que hubieran acudido al campo con los emblemas del equipo y las ikurriñas de rigor. ¿Saldrían con bien? ¿Aprovecharía una parte del público madridista para descargar en ellos su ira? No he visto reseñado ningún incidente de ese tipo. Otro punto digno de alabanza.

Puesto a ver los aspectos positivos de lo sucedido ayer, señalaré otro más: los medios de comunicación actuaron de manera muy profesional. Canal Plus, que era quien televisaba el encuentro, retransmitió el desalojo con todo detalle, pero sin alarmismo. Las radios –las que pude oír, porque pronto me llamaron de Radio Euskadi para incorporarme a sus informativos– también pusieron el acento en el relato frío de lo que estaba sucediendo.

Ignoro si quien telefoneó a Gara para dar el aviso de bomba –que no fue «un falso aviso», como algunos dicen: el aviso fue auténtico; otra cosa es que no hubiera bomba– hablaba realmente en nombre de ETA o era un pirado que actuaba por su cuenta. Me extrañaría lo primero, porque ETA no suele mentir en sus avisos, para no acabar como en la vieja historia del lobo y el pastor. Pero, fuera quien fuere, puso en marcha un artefacto que podía haber estallado en varias direcciones. Y causado muertos y heridos.

No fue así, por fortuna, y sólo causó dos males menores. El primero, acentuar el odio que crece en Madrid hacia lo vasco. El segundo, arruinar un buen partido de fútbol.

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Extraños compañeros

(Domingo 12 de diciembre de 2004)

Varios lectores me han escrito extrañados por el silencio que guardo en relación al debate interno de IU. Les he respondido que, si no he dicho nada sobre los enfrentamientos que se desarrollan en su VIII Asamblea Federal, es porque no me siento autorizado para hacerlo. Mis puntos de la vista sobre la realidad política, económica y social de España y sobre los problemas principales que padecemos son conocidos. Los he expuesto y los he razonado. A partir de ahí, si alguien tiene interés en ello, que los contraste con las líneas que defienden cada una de las candidaturas en liza.

Habrá no poca gente que lea estas líneas cuando se sepa ya quién ha vencido en la votación, prevista para las 11 de la mañana de hoy domingo. He ojeado los nombres que componen las tres listas que se disputarán la mayoría y me ha sorprendido comprobar que en las tres –en las tres, insisto– hay gente con la que no iría a ningún lado y gente que me merece estima. Lo cual, y puesto que esa apreciación no tiene nada que ver con afectos o desafectos personales, sino estrictamente políticos, me lleva a la conclusión de que no todo lo que se dirime en esa pugna es cuestión de líneas programáticas, ni mucho menos. Que intervienen otros intereses. De naturaleza muy diversa.

Supongo que es la fuerza de esos intereses la que explica que en ocasiones confluyan en la misma lista personas que tienen poco que ver. Por poner un ejemplo: ¿qué hace Oskar Matute junto a Rosa Aguilar en la candidatura encabezada por el coordinador general saliente? La alcaldesa de Córdoba ha defendido en asuntos de primera importancia posiciones no ya diferentes, sino directamente opuestas a las que asume el jovencísimo diputado vasco. ¿Por qué comparten lista, entonces? No lo sé, pero creo que puedo adivinarlo: Matute, que es uno de los más estrechos colaboradores de Madrazo, debe de pensar que, si Llamazares vence, la dirección de IU mantendrá la actitud de respeto hacia las opciones de Ezker Batua que ha venido teniendo en el pasado, en tanto que si sale ganador cualquiera de sus dos oponentes, no es ni mucho menos seguro que se mantenga esa entente.

Por lo que veo, sospecho que las tres listas en competición acogen alianzas tan coyunturales y de tan frágil fundamento ideológico como ésa. Lo cual me parece indicativo de la endeblez ideológica del conjunto de la coalición.

Es una pena, pero le veo difícil arreglo.

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El zafio de Hortaleza

(Sábado 11 de diciembre de 2004)

Alguna vez he contado, no sé si por escrito, una anécdota protagonizada por el difunto José María González Castrillo, más conocido en su faceta de humorista por el seudónimo de Chumy Chúmez.

La historia es que Chumy, que era de San Sebastián y de mi barrio, se presentó un día por allí con un amigo suyo subsahariano –que es como ahora se llama a los africanos negros– y telefoneó a su madre:

–Oye, que me gustaría ir a comer a casa, pero estoy con un amigo. ¿Te parece que lo lleve?

–¡Estupendo, ningún problema! –le respondió ella.

A la hora indicada se presentaron ambos en casa de la señora Castrillo quien, al abrir la puerta y ver el color de la piel del amigo de su hijo, se quedó de piedra. Pero no dijo nada.

Se sentaron a la mesa, la buena mujer sirvió la comida y se pusieron a comer. Y ella sin despegar los labios.

Así siguió un buen rato hasta que, al final, se dirigió al amigo de Chumy y le dijo:

–Pues, ¿sabe? Estoy aquí tan tranquila comiendo con usted y no me importa nada.

Me acordé de esta anécdota de Chumy (*) el otro día, según oí a Luis Aragonés contar cómo él ha llevado a negros a comer a su casa con toda la naturalidad del mundo.

En ambos casos, la presunta prueba de ausencia de racismo sirve para demostrar exactamente lo contrario.

Luis Aragonés, apodado «Zapatones» en sus tiempos de futbolista, es un tipo tosco y desabrido, alarmantemente dado a la agresividad y, para colmo de males, engreído (aunque sea de justicia reconocer que de esto último no tiene toda la culpa él, que ha sido inducido por un montón de periodistas de deportes que llevan años y años coreándole los desplantes y las intemperancias, presentándolas como prueba de que el individuo –al que los muy cursis rebautizaron como «El sabio de Hortaleza»– es genial).

El modo en que se refirió a Tierry Henry («Negro de mierda») es intolerable, y debería haber sido más que suficiente para destituirlo, pero sus explicaciones posteriores fueron todavía peores. En vez de retirar prudentemente la patita, se dejó llevar por su insufrible soberbia e insistió en lo mismo, pero a mayor escala. El rollo que se soltó sobre lo terrible que fue el colonialismo británico –típico de todos los patrioteros locales, que están convencidos de que la obra española de colonización de las Américas fue, en el fondo, muy considerada– sólo sirvió para exacerbar los ánimos de la hinchada. Bien puede considerársele como instigador de las agresiones verbales racistas que se han producido desde entonces en varios campos de fútbol.

La Comisión Antiviolencia en el Deporte ha instado a la Federación Española de Fútbol y a su presidente, Ángel María Villar –otro sabio–, a que abran de inmediato un expediente sancionador contra Aragonés. Por fin hay alguien con autoridad en este país que no acepta explicaciones del tipo de «Ya se sabe cómo es Luis», «No hay que tomarse sus cosas por la tremenda», etcétera.

La pena es que la Comisión no tenga autoridad para sancionarlo directamente y deba confiar en Villar, que es tan zafio y tan burreras como el propio «Zapatones».

 

(*) Un chiste de Chumy (ya que le he robado la anécdota, le devuelvo un recuerdo).

Va un niño con su padre por la calle y de pronto se detiene y le dice:
–¡Papá, caca!
El padre responde:
–Sí, hijo, ahora te pongo.
Y el niño responde:
–No, si lo que digo es que eres una mierda.

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Julián Serrano, In memoriam

(Viernes 10 de diciembre de 2004)

En agosto de 1968, representantes de dos grupos de estudiantes antifranquistas vascos, uno con residencia en Euskadi y el otro instalado en Madrid, nos citamos a medio camino, en Burgos, para intercambiar información y tratar de coordinarnos. Fuimos en coche. Los de Euskadi en un Citröen 2CV que conduje yo.

Nuestra mala suerte fue que la Policía tenía pinchado el teléfono de uno de los de Madrid y captó una conversación en la que se dijo: «Bueno, pues hasta mañana en Burgos». No la cita concreta –nadie mencionaba una cita subversiva por teléfono–, pero sí el día y la ciudad. Así que una unidad de la Brigada Político-Social se desplazó a Burgos para tratar de dar con nosotros. Y lo que son las cosas: nos encontraron. A unos en la calle y a otros en un bar, en el que –también fue casualidad– entraron ellos a tomarse algo antes de proseguir la búsqueda.

Nos encerraron en los calabozos de la Comisaría de Burgos y, al cabo de unas horas –en las que tuvimos ocasión de ponernos de acuerdo en todos los detalles de nuestras respectivas coartadas mediante el recurso pasablemente ingenioso de cantar canciones francesas cambiándoles la letra– nos trasladaron en varios coches a San Sebastián. La razón del traslado era que la provincia de Guipúzcoa estaba entonces bajo estado de excepción, lo que permitía prolongar las detenciones de manera indefinida, en tanto que en Burgos, donde no había estado de excepción, se habrían visto obligados a ponernos en libertad o llevarnos ante un juez en el plazo de 72 horas. La marrullería del traslado, de todo punto inaceptable incluso bajo las leyes del franquismo, convirtió nuestra detención en un acto totalmente ilegal.

Estuvimos detenidos en la Comisaría de Amara durante una semana pero, a pesar de los golpes que recibimos, el grupo se mantuvo firme y nadie soltó prenda.

Al cabo de la semana, nos condujeron ante el juez. Era un hombre de habla pausada, elegante y muy educado en el trato, de edad avanzada –eso me pareció: ahora sé que tenía 48 años–, que nos tomó declaración sin presionarnos nada y nos dejó contar nuestra milonga con entera libertad. Allí nos enteramos de que en el atestado de la Policía se nos acusaba de haber intentado... ¡volar la catedral de Burgos! A la vista de la gravedad de la acusación y mientras hacía las comprobaciones pertinentes, el juez ordenó nuestro ingreso provisional en prisión.

Apenas estuvimos en Martutene. Al cuarto día fuimos puestos en libertad sin fianza. El juez había retenido la acusación genérica de asociación ilícita, pero sólo para guardar las formas. Él mismo se encargaría de que las diligencias pasaran a dormir el sueño de los justos o, como diría Marx, «a padecer la crítica implacable de los roedores». A cambio, instruyó diligencias contra la Policía por detención ilegal, en razón de la irregularidad de nuestro traslado de Burgos a Donostia.

Al cabo de los años supe que aquel juez, Julián Serrano Puértolas, era un demócrata combativo que hizo lo posible por poner en un brete a las autoridades de la dictadura y por echar una mano a los antifranquistas que eran conducidos a su presencia. Estuvo entre los primeros miembros de Justicia Democrática. Allá por 1984 conocí a su hija Paz –hermoso nombre–, casada con el periodista Manolo Revuelta, buen amigo mío. El juez Joaquín Navarro me dijo hace escasos años que Julián Serrano, retirado de la magistratura desde hacía ya mucho tiempo –murió ayer con 84–, recordaba bien nuestro caso y me enviaba su cordial saludo.

Pese a ser hombre de extraordinaria preparación jurídica, reconocida entre la gente de su gremio, no llegó a alcanzar cargos de particular relevancia en el aparato de la Justicia. Supongo que tanto por su nula predisposición al medro como por la  independencia de sus criterios.

Fue un ejemplo no sólo para la gente de toga, sino también para la ciudadanía en general. Y para mí y mis amigos, una suerte toparnos con él en aquel aciago agosto del 68.

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