[Del 5 al 11 de noviembre de 2004]

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Maneras

(Jueves 11 de noviembre de 2004)

El hecho de que George W. Bush no se haya dignado contestar aún al mensaje protocolario de felicitación del jefe del Gobierno español es perfectamente significativo del talante con el que recién electo presidente de los EEUU aborda su segundo mandato.

No responde a Zapatero pero se ve con Aznar.

Lo más grave de su actitud no es que sea una grosería, sino que es una grosería innecesaria. Como decía Pío Baroja, lo marqués no quita lo valiente. La diplomacia internacional tiene unas reglas de cortesía elementales que son de obligado cumplimiento. Saludar a alguien, o responder a su saludo, no significa que te guste. Te das la mano, le preguntas qué tal está (aunque la respuesta te importe un bledo) y a correr. Saltarse esas normas es una demostración de chulería que no contribuye a nada. Es como lo de las autoridades israelíes, que han declarado que se alegran de la muerte de Arafat. Todos dábamos por hecho que la noticia de su fallecimiento no les habría roto el alma –en el caso de que tengan de eso–, pero una exhibición impúdica tan hiriente está de más. Son ganas de enconar las cosas. Oí al que fue durante muchos años ministro de Asuntos Exteriores de la República Popular China, Chu Enlai, chotearse del comportamiento que había tenido el representante estadounidense en las conversaciones de paz de París sobre Vietnam –no recuerdo quién era: tal vez Kissinger–, que llegó a una reunión y se negó a darle la mano. Como si se fuera a ensuciar. A cambio, pude comprobar cómo Chu se hizo traducir al chino todas las preguntas que le hicieron en francés, pese a que él hablaba perfectamente la lengua de Brassens, como trabajador de la Renault que fue en su juventud de exiliado. Se trataba de asuntos de naturaleza diferente. Él no tenía por qué hablar las lenguas metropolitanas, visto que los jefes de las metrópolis no hacían el menor esfuerzo por hablar las lenguas de las colonias. El suyo fue un gesto no tanto de dignidad nacional como de dignidad tercermundista.

Si Zapatero tuviera la dignidad de Chu Enlai, haría lo propio. No digo hablarle a Bush en chino –para mí que no sería capaz de hacerlo–, sino pagarle en su propia moneda. Bastaría con que ordenara que se corte el servicio de electricidad y de agua a la base militar de Rota. Por ejemplo. Para que el presidente seudotejano vaya haciéndose cargo de los problemas que acarrea la falta de comunicación.

A veces las colonias tienen que demostrar que huelen bien.

 

Post data.– Mis correspondientes comprobarán que hoy me muestro parco hasta el extremo. Lo más probable es que tarde en atender sus misivas, si es que lo hago durante la jornada. Estoy pachucho. Se ve que algo de lo que comí ayer en Bilbao –todo de apariencia la mar de apetitosa– me sentó mal. Hice un viaje de regreso horrible, amenizado por tormentas y nevadas, y he pasado una noche toledana, a la altura de la expresión cervantina («Se iba por entrambos canales».) Y lo peor es que sigo en las mismas.

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Se ha pasado

(Miércoles 10 de noviembre de 2004)

Cuando uno no es uno, sino el papel que uno se ha asignado y representa, corre el peligro de sobreactuar. Es lo que le está sucediendo a Juan Carlos Rodríguez Ibarra en los últimos tiempos.

Sus declaraciones de ayer sobre el ministro de Justicia y el indulto de Rafael Vera sobrepasan –pero mucho– los límites de lo que alguien con su responsabilidad institucional puede permitirse.

Tuvo la jeta de pontificar sobre lo que es de rigor en «una democracia consolidada» y lo que dijo fue de una incoherencia supina. Confundió al Consejo de Ministros con un tribunal, pretendiendo que el ministro de Justicia no tiene derecho a expresar su criterio propio mientras no hayan deliberado y se hayan pronunciado unas u otras instancias.

Ignora que el ministro no forma parte de ningún tribunal. Su opinión es política. Él ha recordado que Rafael Vera es un chorizo de Estado, porque así ha quedado acreditado en una sentencia judicial firme, y ha dicho que no ve por qué el Gobierno habría de indultarlo. Lo cual podrá molestar a quien le moleste, pero se atiene a los procedimientos a los que un ministro puede recurrir con todo el derecho del mundo.

Tras su pintoresca excursión por el mundo de las «democracias consolidadas», de las que tan poco demuestra saber, Rodríguez Ibarra invitó al ministro y al Gobierno en pleno a meterse el indulto de Vera «por donde les quepa». Lo cual, con independencia de que él milite en el mismo partido –si es que eso es un partido– que los integrantes del Gobierno central, resulta del todo intolerable en alguien que ostenta una representación institucional de la importancia de la Presidencia de la Junta de Extremadura.

Se ha pasado. Mucho. Alguien debería indicarle por dónde pilla la puerta, para que se vaya. Y ese alguien debería ser la ciudadanía de Extremadura, que me imagino que tendrá respeto por la Presidencia de su comunidad. A diferencia de su presidente.

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Hace 15 años

(Martes 9 de noviembre de 2004)

Hace 15 años que fue derribado el Muro de Berlín.

Me alegré. Los regímenes del Este europeo me daban auténtica grima.

Los del Oeste también, pero por razones distintas. Como nunca me había declarado partidario del capitalismo –más bien todo lo contrario–, cuantos desastres se cometieran en nombre de ese deleznable sistema económico y social no hacían sino confirmar mis más tétricos pronósticos.

A cambio, sí me había proclamado socialista, y me daba por rasca que aquellas tiranías burocráticas fueran llamadas «socialismo real». Me decía que, si el objetivo era lograr sistemas efectivos de convivencia socialista, cuanto antes desaparecieran todas esas infames imposturas, mejor.

El paso del tiempo no me ha llevado a mejorar mi juicio sobre aquellos regímenes, ni mucho menos –algo me dice que cuanta más información tiene uno sobre cualquier cosa, peor la ve–, pero sí me ha conducido a matizar algunos de mis juicios iniciales.

Ironías de la vida, he aprendido a valorar la importancia de un principio capitalista: el de la libre competencia.

Cuando existía el bloque soviético como obligatorio y constante punto de referencia, el capitalismo occidental se veía obligado a mostrar al mundo su mejor cara. Tenía que propagar que lo suyo eran las libertades y la prosperidad. No lo lograba, desde luego –los Eugene McCarthy y los Rockefeller se resistían mucho–, pero por lo menos lo intentaba. Por su parte, los del Kremlin y su cohorte se sentían forzados a demostrar que apoyaban a los levantiscos de todos los continentes y, aunque tampoco lo hicieran con demasiado entusiasmo –no fue el Che el único que se vio abandonado–, incordiaban lo suyo.

Eso provocaba una tensión internacional que, hechas las cuentas a 15 años vista, me parece que tenía bastante de positiva. Cada bando hacía sus pifias, claro, pero a la vez debía moderarse, para no provocar demasiado al contrario, que era muy poderoso y podía liarla buena si se cabreaba, porque contaba con un montón de armas, incluidas las nucleares.

Aquella situación era conocida por entonces con el aparatoso nombre de «el equilibrio del terror». Casi todos, cuando recurríamos a esa expresión, poníamos nuestro particular énfasis en lo de «terror». No pensamos que quizá lo más importante estaba en el otro término: equilibrio.

Ahora no hay equilibrio. La balanza está hundida del lado de Washington, que se cree autorizado a hacer lo que le da la real gana.

Que se cree autorizado a hacerlo –y ésa es la cuestión fundamental– porque lo está.

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Por un puñado de euros

(Lunes 8 de noviembre de 2004)

Los jefes parlamentarios del PSOE, con Alfredo Pérez Rubalcaba al frente, están convencidos de que el PNV «no se atreverá» a vetar en el Senado el proyecto de Presupuestos de su Gobierno. «Eso les obligaría a votar con el PP», argumentan, como si con eso estuviera todo dicho.

Van muy descaminados.

Para empezar, se equivocan al pensar que el actual desencuentro total entre el PP y el PNV lo provocaron los nacionalistas vascos. Fueron Aznar, Mayor Oreja y compañía los que decidieron que no querían saber nada del PNV. Mientras la derecha española estuvo dispuesta a negociar, el PNV se sentó, negoció y en no pocos casos pactó.

En segundo lugar, parece mentira que el PSOE se escandalice de la posibilidad de que se produzcan «coincidencias tácticas» entre enemigos, cuando ellos boicotearon el proyecto de Presupuestos del Gobierno Vasco el año pasado (y van a hacer lo mismo este año) coincidiendo, incluso en la táctica concreta, con Sozialista Abertzaleak y el PP a la vez, que ya es coincidir.

En tercer término, se equivocaron, y todavía más, si se pensaron que podrían obtener por la cara el voto de los senadores del PNV después de que Rodríguez Zapatero faltara a los compromisos que adquirió con Ibarretxe en relación al Cupo y que concentrara todas sus concesiones monetarias en el flanco catalán, enemistándose con el Gobierno de Vitoria por 50 millones de euros, que a ti y a mí nos parecen una enormidad, pero que para un Gobierno como el español es poca cosa (El País evalúa en 400 millones las promesas que Zapatero ha hecho a ERC, y también hay quien lo considera «migajas»).

El PSOE da por hecho que cuenta con el respaldo casi incondicional de todo el voto anti-PP, o «progresista», como les gusta decir a ellos. Bien, pues, por lo menos en el caso de Euskadi, eso es radicalmente falso. Es muchísima la gente vasca que considera, no sin sólidos argumentos, que el PSOE no es ni anti-PP ni progresista y que, de afear algo a los senadores del PNV, sería que dieran su voto al PSOE sin haber obtenido a cambio nada digno de consideración.

De modo que o van pensando en cambiar de rollo o se encontrarán con que el Senado no aprueba su proyecto de Presupuestos y han de llevarlo de nuevo al Congreso para volver a votarlo, con la necesidad imperiosa de obtener allí la mayoría absoluta. Lo que les obligará a renegociarlo todo, porque hay grupos (CiU, por ejemplo) que si  respaldaron el proyecto en primera instancia fue porque se les había dicho que el Senado admitiría algunas de sus enmiendas.

Un lío de mucho cuidado, en suma. Y todo por un puñado de euros.

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Magia

(Domingo 7 de noviembre de 2004)

Estuvimos ayer viendo –y sobre todo oyendo– a Mary Black en la sala Galileo Galilei, de Madrid. Para quien no lo sepa, diré que Mary Black (de la que cabe encontrar reiterada referencia en la sección de discos de esta misma web) es una de las voces más poderosas y, a la vez, más cargadas de matices de las muchas y buenísimas que pueblan la música irlandesa actual. Habrá quien la recuerde por su fantástica A Woman’s Heart, que sirvió incluso para acompañar un anuncio de la tele, aunque para mí no es ni de lejos lo mejor que tiene.

Lo mejor que tiene es ella. Entera.

Hay días –e incluso noches– en los/las que todo sale bien. Habíamos pasado ayer una jornada muy agradable, comiendo por ahí, paseando por Madrid bajo uno de esos soles otoñales de maravilla que esta ciudad apenas conoce, riendo con cualquier excusa, felices, y rematamos la jornada con una cena excelente en una de esas tascas que sólo los expertos en esta capital conocemos, aderezada con los vítores entusiastas de una curiosa hinchada sudamericana del Barça.

Y, de remate, el recital de Mary Black.

Antes de ir para la zona, había estado poniendo una y otra vez en casa un vetusto vinilo en el que esta veterana representante de la Black Family, que compartió grupo de joven con Dolores Keane y Maura O’Connell, se estrenaba como solista con No Frontiers:

«Heaven knows no frontiers.

And I’ve seen heaven in your eyes».

Pues, lo que son las cosas: según nos sentamos en el rincón que nos habían reservado en la sala Galileo, arranca ella y canta No Frontiers.

Siguió haciendo un buen repaso, riguroso y nada cómodo, de su repertorio, con momentos auténticamente mágicos. Y, de remate, cuando llega la hora de los bises, se me ocurre darle una voz para pedirle que cante el Forever young de Dylan, del que ha hecho recientemente una versión impresionante... y va y me hace caso, y lo canta.

Ya sé que no está al alcance de cualquiera describir un momento de auténtica magia, y sé también de sobra que, en lo que a menesteres literarios se refiere, yo soy cualquiera. Pero os paso el aviso, por si os sirve para algo: Mary Black va a dar dos recitales más por estos andurriales. Hoy estará en el palacio Euskalduna de Bilbao, a las 20:30, y el martes a la misma hora en el Teatro Auditorio de Cuenca.

Si podéis, acercaos a oírla. Pero antes, daos un paseo tranquilo con gente querida. Tomad por cualquier boulevard bonito y tratad de disfrutar de este raro sol de otoño, tan tibio, tan hermoso.

Venga, que son dos días. Sed felices.

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Truculencias

(Sábado 6 de noviembre de 2004)

Vi ayer en televisión a no sé qué dirigente de no sé qué organización palestina declarando no sé qué. Y no lo digo así para mostrarme distante –lo que me resultaría imposible, tratándose de la causa palestina–, sino porque la cosa fue tal cual: si oí quién era el menda y a quién representaba, no me acuerdo. De lo que sí me acuerdo es de que salió ante las cámaras con tres guardaespaldas encapuchados y armados hasta los dientes.

Me pareció ridículo. ¿Qué trataban de demostrar con ese despliegue tan teatral? ¿Que su grupo tiene armas? Ya nos lo imaginábamos. ¿Que temían que les asaltaran a tiro limpio en medio de la conferencia de prensa y que estaban prestos a defenderse? Pues vaya un control de mierda que tenían del local.

Supongo que no sería eso. Que se trataba de una puesta en escena destinada a impresionar. Pero me pregunto a quién –y cómo– pueden impresionar esas truculencias de opereta.

Tengo la misma sensación cuando dos o tres portavoces de ETA se presentan ante la prensa con sus correspondientes pasamontañas y sus pistolones sobre la mesa. Empiezo por no entender lo del pasamontañas. ¿Para qué ofrecen imágenes suyas si no quieren ofrecer imágenes suyas? Pero lo que ya me toca definitivamente las napias es la exhibición del armamento. Como si no supiéramos que tienen de eso. ¿Qué van, en plan cardenal Cisneros, diciendo «Éstos son mis poderes»?

Son comportamientos de tebeo. Bush no necesita presentarse con un misil al hombro y una bomba de napalm en la mano para que todos sepamos que es un criminal de guerra.

Otra cosa que me pone de los nervios –en realidad viene a ser la misma– es la manía que tienen algunos grupos armados árabes de emitir comunicados de un amenazante que te cagas, en plan «La ira de las víctimas anegará en sangre las vidas de los opresores y sus descendientes, de generación en generación», «América sufrirá las consecuencias de su crueldad hasta que implore perdón de hinojos», «Seremos inmisericordes con quienes fueron causa de nuestra inicua opresión y nada nos conmoverán sus estériles lamentos», etcétera.

Son de una verborrea insufrible.

Supongo que es gente que se expresa así porque ha sido educada en la literatura bíblica, que tiende a la truculencia de manera irresistible.

Pero me carga. Me va mucho más el estilo del personal que hace lo que cree que debe hacer y se deja de mandangas.

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Hace exactamente diez años publiqué en El Mundo una columna que muy poca gente entendió. Pero entonces no estabais vosotros. Leo hoy lo que ha escrito Belén Martos para esta web y me parece que puede valer la pena repetir aquel texto, porque veo que estamos en las mismas. Ahí va, y a ver si hay suerte. Recordad que está escrito hace diez años.

Apocalipsis

Y vi que en la lejana India se desataban siete pestes, y las sie­te mataban como el rayo a cuantos de ellas huían. Y vi en Ruan­da a dos grandes tribus que blandían la espada de dos filos, y por ambos dos ambas morían, y causaban terrible pavor en el resto de los humanos durante cien días, y luego ya nadie más miraba hacia ellas. Y vi a mil policías brasileños persiguiendo a cien mil niños, todos misérrimos y sucios, y a unos les daban muerte para que no afearan las calles y luego los tiraban, y a otros los des­cuartizaban y vendían sus órganos en la plaza pública. Y vi a un escribano colombiano que llevaba la cuenta de los asesinatos po­líticos, y vi que reía alborozado y lanzaba grandes vítores y hurras tras comprobar que su cuenta era la más larga del orbe. Y vi en España a un banquero que clamaba desde lo alto de un púlpito de jaspe y coralina, y decía que mil millones de humanos subsis­ten con una moneda al día, y nada decía de los muchos que no subsisten cada día. Y vi en la selva frondosa de México a trece ba­tallones que llevaban trece cisternas de alcohol a trece pueblos in­dígenas, y les pedían que bebieran y bebieran, porque los beo­dos no se hacen guerrilleros. Y vi en la capital de México una gran fiesta presidida por un gran dragón, y el dragón vestía de púrpu­ra y llevaba joyas de oro, piedras preciosas y perlas, y a su alre­dedor siete jefes de la política y siete magnates de la droga feste­jaban la victoria del dragón, la muerte de sus enemigos y el éxito de sus negocios. Y vi en Sudáfrica a doce tribus que se devoraban entre ellas, y en el norte de África a doce tribus que se devoraban entre ellas, y en Yugoslavia a doce tribus que se devoraban entre ellas, y en Rusia, a doce veces doce. Y todas eran fuertes, y todas tenían poderosas armas de acero y hierro, y todas las usaban.

Y vi que el mundo era sacudido por grandes desgracias, y que los terremotos destruían las ciudades, y que los barcos se hundían y las olas engullían a los hombres, y que los barcos se hundían y una espesa capa negra cubría los mares, y que el ai­re se pudría y el sol quemaba a las criaturas, y que las aguas se corrompían y eran escasas, y que las gentes se pegaban por ha­berlas.

Y me acerqué al palacio de la reina de Europa, y vi que es­taba rodeado de cuatro fosos, y que detrás de cada foso se le­vantaban cuatro fortificaciones. Y vi que los soldados tiraban contra las turbas de mendigos que acudían de todo el mundo a pedir limosna. Y entré en el palacio y vi que los hombres y las mujeres vestían de lino blanco y fina seda, y en sus cabezas, muchas diademas de esmeraldas y rubíes, y en sus manos, co­pas de oro llenas de dulces vinos, pero eran ciegos y sordos, y su piel, aunque delicada, era insensible, y se hablaban, pero no se oían.

Y sentí entonces una profunda voz que retumbó en la bó­veda celeste y que clamó: «¡Vea quien tenga ojos para ver, y es­cuche todo aquel que sea capaz de oír!»

Pero no tuvo respuesta.

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Nota de régimen interno.– Lo que son los amigos. Varios con presencia importante en la Red han hecho mención de esta página web y ahí están los resultados: nos hemos plantado en una media de 2.543 visitas diarias. Del orden de 600 más que el mes pasado. (La media bajará algo el fin de semana y se recuperará de nuevo el lunes. Así funciona esto, que responde al viejo principio que Charo formula con un dicho definitivamente pasado de moda: «En todos los trabajos se fuma».)

Me dicen que ésta es la web personal  más frecuentada del Estado español. Y yo respondo que será muy frecuentada, y que me alegro, pero que, desde luego, no es personal.

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De aquellos polvos...

(Viernes 5 de noviembre de 2004)

El Gobierno de Rodríguez Zapatero ha presentado cuatro traducciones oficiales de la llamada Constitución Europea (*): una en gallego, otra en euskara... y otras dos que son idénticas, salvo en el enunciado. En una se dice que ha sido escrita en catalán y en la otra, que está en valenciano.

El president Pasqual Maragall –al que nadie llama honorable, como hacían con Pujol y como le corresponde por derecho, según creo–  ha montado en cólera y ha anunciado que recurrirá a todas las instancias habidas y por haber para que se rectifique ese disparate.

Un gesto muy efectista.

Y muy hipócrita. Porque el Gobierno de Rodríguez Zapatero se ha limitado a ser coherente con la incoherencia que todos los jefes del PSOE –incluido Maragall– asumieron al aceptar que el Estatut de la Comunidad Valenciana se refiriera al valenciano como un idioma específico. Que ahora se presenten dos textos idénticos pero diferentes es grotesco, sin duda, pero nada original: refleja una realidad que es grotesca de origen.

De aquellos polvos, estos lodos.

Maragall incurre en algo a lo que también solía apuntarse Pujol, y que es típico de no pocos políticos del Principado. Sólo recuerdan su parentesco histórico y lingüístico con el País Valencià y Ses Illes a la hora de reclamar obligaciones ajenas. Cuando exigen algo para Cataluña, nunca lo hacen extensivo a los otros supuestos països catalans. ¿Dónde estaban cuando se necesitó su ayuda para afrontar las tonterías legislativas que impusieron los blaveros, incluyendo ésa de que al País Valenciano no se le pueda llamar por su nombre, pero sí Reino de Valencia, cuando el único posible rey de ese Reino es el Borbón de turno, descendiente (digamos «supuestamente descendiente», porque con esa gente nunca se sabe) de aquel otro Borbón que acabó a sangre y fuego en el campo de Almansa con las libertades valencianas? ¿Por qué entonces no pusieron de vuelta y media a los socialistas valencianos, que pastelearon con la derecha todo lo que quisieron y un poco más?

Bah, no sigo, que tampoco vale la pena sulfurarse tanto tan de mañana.

 

(*) Por cierto, y en atención a aquellos que me preguntan por qué insisto en decir que ese tratado no es una Constitución propiamente dicha: creo que el término resulta, en este caso, muy pretencioso. Deliberadamente pretencioso. Aunque la palabra tenga muy diversas acepciones, el personal tiende a considerar que una Constitución es la ley fundamental que rige una organización política unificada en lo esencial. En muchos terrenos clave (desde la política exterior y la política de Defensa hasta los derechos sociales de los ciudadanos), la UE carece de una unidad digna de tal nombre. Además, las constituciones tienen, por definición, una vocación de universalidad legislativa: fija los principios que regulan todas las facetas de la vida social necesitadas de regulación. Éste dista de ser el caso. Añado a ello que las constituciones suele proceder de poderes legislativos constituyentes, elegidos por las ciudadanías para tal fin. Un texto elaborado por una suma de gobiernos ordinarios, elegidos con otros programas y para otros fines, no puede tener el carácter fundacional que se le supone a una Constitución. Ahora bien, ¿que hay quienes consideran que eso es una Constitución? Pues les diré lo mismo que decía René Descartes: «No discutiré sobre palabras, a condición de que se me diga qué significan».

 

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