[Serie que va del 8 al 14 de octubre de 2004]

 

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Política de gestos

(Jueves 14 de octubre de 2004)

Dícese de ciertas explicaciones que son como los excrementos, que cuanto más se remueven, peor huelen. Tal que eso le está sucediendo a José Bono con los intentos de justificar su genial idea de hacer desfilar codo con codo a un ex combatiente de la División Azul y a otro de la División Leclerc.

La última que le he oído es que él no pretende formular un juicio moral sobre las opciones que tomaron en su día el uno y el otro. Los juicios morales –dice– los deja al margen. ¿Y qué clase de argumento es ése? ¿No se da cuenta de que dejar de lado los juicios morales en aquellas cuestiones que los merecen es –por definición– inmoral?

Afirma que lo que él ha pretendido es promover la reconciliación entre españoles que se enfrentaron a muerte en el pasado.

Confunde la velocidad con el tocino.

Cabe que luchadores por la libertad se reconcilien con ex adalides del nazi-fascismo, no lo dudo –aunque tampoco me parece una urgencia social–, pero, en todo caso, creo que debe cumplirse una condición previa inexcusable: que quienes lucharon del lado de Hitler se muestren arrepentidos de haberlo hecho. Un individuo que desfila exhibiendo con orgullo el uniforme y las medallas de su vieja infamia es cualquier cosa menos un arrepentido.

Lo que Bono predica de hecho no es la capacidad de perdón, sino la indiferencia ante el crimen.

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Bono ha cometido un grave error personal en la aplicación de la política de su jefe, pero la política es la de su jefe. Me refiero a la política que consiste en rellenar con gestos de efecto el vacío dejado por la ausencia de una línea efectiva de gobierno.

No tengo nada en contra –e incluso, en algunos casos, tengo bastante a favor– de las iniciativas con las que Rodríguez Zapatero viene alimentado el orden del día político: retirada de las tropas de Irak, ley contra la violencia de género, aceptación del matrimonio gay... Todo eso está bien. Pero son medidas que no tiene que pagar en euros, o que incluso se los ahorran.

A ver si me explico. Quiero decir que me parece bien que ZP reciba a Ibarretxe, cosa que no hacía Aznar, y que considero un detalle de buen gusto que ordene que ese día haya una ikurriña en las puertas de La Moncloa, pero que me parecería mucho mejor, y sobre todo más trascendente, que procediera a transferir de una pajolera vez al Gobierno vasco las competencias previstas en el Estatuto de Gernika que siguen, 25 años después, a la espera de no se sabe qué turno.

Es sólo un ejemplo. Cabría poner muchos otros.

Suele decirse que los Presupuestos Generales son la plasmación de la línea política efectiva de los gobiernos, porque donde reinan las cifras presupuestadas no queda espacio para la retórica.

Seis meses después de la llegada de Rodríguez Zapatero y los suyos al Gobierno, seguimos a la espera de medidas eficaces en materia de lucha contra el empleo basura, de impulso a la vivienda social, de auténtica dignificación de las pensiones más bajas, de reducción de la carga impositiva que eleva el precio de los combustibles y que representa una ruina para quienes viven en y de la carretera, o sobre un tractor... 

Y de concreción, calculadora en mano, de esa idea tan repetida y tan vaporosa de «la España plural».

Y de...

Tenemos muchos gestos. La tira de gestos y de talantes. Menos que los inicialmente prometidos, porque por el camino se nos ha quedado la reforma de la ley del aborto, y se nos ha ido alguna patada a la entrepierna del Sáhara, y algún envío de tropas a Afganistán, y cosas por el estilo. Pero, con todo y con eso, el capítulo de gestos está bien nutrido, qué duda cabe.

El que anda más magro es el de hechos.

Por volver a Bono. ¿Qué tal si se preocupa menos de que desfile un republicano que acabó en la División Leclerc y se asegura de que todos los combatientes de la República vean reconocidos sus derechos como empleados del Estado que fueron víctimas de un despido improcedente con todas las agravantes imaginables?

Por ejemplo. (Insisto.)

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Impresentable Buttiglione,

impresentables todos

(Miércoles 13 de octubre de 2004)

La ha hecho buena el presidente electo de la Comisión Europea, José Manuel Durão Barroso, nombrando comisario de Justicia al italiano Rocco Buttiglione*. El italiano es un carca redomado que se ha descolgado declarando que la homosexualidad es pecado y que el matrimonio sirve para que las mujeres tengan hijos bajo la protección de los hombres. (De la primera afirmación no sé qué me deja más perplejo, si la mala opinión que tiene este individuo sobre la homosexualidad o su convencimiento de que a los europeos en general nos preocupa qué cosas son pecado y qué cosas no.)

Estamos en lo de siempre: lo grave no es que haya un italiano ultracatólico que dice sandeces propias de su condición, sino que tengamos un presidente de la UE que cree que alguien así es la persona adecuada para asumir la cartera de Justicia del Gobierno comunitario. O peor aún: que los dirigentes de toda Europa hayan considerado que la persona más apta para presidir el Gobierno de la UE es un individuo capaz de creer que un reaccionario redomado como Buttiglione puede ser un buen comisario de Justicia.

Dice Durão Barroso que las convicciones personales de Buttiglione no importan, porque sabrá dejarlas de lado cuando ejerza de comisario. Ésa sí que es buena. O sea, que el tipo acepta ejercer un cargo que va a violentar sus principios. Y se compromete a actuar en contra de sus creencias más profundas.

¿Estará seguro de que eso no es pecado?

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* Alguien debería decir a quienes leen las noticias en radio y televisión por estos pagos que la “gl” italiana equivale a la “ll” castellana. Es decir, que el apellido de este menda debe pronunciarse Butillone. Alguien debería ocuparse, en general, de supervisar no sólo lo que lee esa gente, sino también cómo lo lee. El fin de semana pasado Radio Nacional nos deleitó con una exhibición de las múltiples posibilidades de pronunciación que pueden encontrar sus locutores y locutoras al nombre vasco Mikel. La mayoría optó por pronunciarlo a la catalana: “Miquel”, con el acento en la “e”. Pero los hubo incluso que, en un alarde imaginativo, se inclinaron por decirlo a la inglesa: “Máikel”. Todo con tal de no decir Mikel, con el acento en la “i”, que es como es.

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El gato gris y negro

(Martes 12 de octubre de 2004)

Ya he contado alguna vez que en mi casa de Aigües, cerca de Alicante, en el campo, recibo la visita de un buen puñado de gatos que deambulan en libertad por la zona.

Hay algunos que en cuanto ven que llego se plantan en el jardín, delante de la puerta de casa, reclamando que les dé de comer, y ya se quedan por las cercanías hasta que regreso a Madrid.

Los cuido lo mejor que puedo. Los gatos –las gatas, en especial– me caen bien, y no dudaría en comprar alguna para que nos hiciera compañía, pero estamos demasiado tiempo ausentes y no es plan.

Los gatos que viven en libertad no son como los domésticos. Si los ves nacer y los cuidas desde que toman teta –cosa que me ha sucedido en los últimos años con un par de camadas–, se acostumbran a ti y puede que alguno permita que lo cojas alguna vez, pero lo normal es que se muestren reacios. En todo caso, si los conoces pasado ya un tiempo, apenas te permiten confianzas.

La familia que me ronda más en los últimos meses, compuesta de una madre, dos hijas y un hijo, es de este último género. La madre no sé de dónde viene y las criaturas las conocí cuando ya tenían más de un mes. Hay una que se deja acariciar, pero sólo cuando te colocas junto a la comida y tiene hambre. Las otras, ni eso. He tratado de aleccionarlas, pero no hay modo. Son relativamente confiadas, pero no admiten mimos.

Me hace gracia que los cuatro –las cuatro, habría que decir en lógica democrática, porque son mayoría las hembras– van siempre en grupo. No se separan para nada. Juegan, riñen, pasean, comen... Todo lo hacen en familia. Son tan parecidas –blancas con algunas manchas de color canela– que cuesta distinguirlas.

A veces se presenta el que supongo que es el padre, un gatazo rubio. Me gusta de él que, cuando les pongo comida, deja que primero se sacien las crías, y sólo después se ocupa de sí mismo.

Admito que, como me divierte jugar con los gatos, me frustra tener tantos tan cerca y que ninguno se avenga a comportarse como los domésticos.

Hasta ayer.

Ayer por la tarde salí al jardín y vi que un gato grande y oscuro, de listas atigradas grises y negras, desconocido para mí, estaba comiendo de los cuencos en los que pongo pienso a las gatas. Según me vio, salió zingando, pero le siseé para llamarlo y se detuvo. Volví a chistarle y, poco a poco, se fue acercando. Le hablé en tono cariñoso y ya no dudó más: volvió a los cuencos y se puso a comer apaciblemente.

Me acerqué y, aunque me miró con cierta desconfianza, no se movió. Lo acaricié, y siguió tan pancho. Le dejé que comiera. Cuando acabó, me senté en el suelo y volví a llamarlo. Vino y, para mi sorpresa, se me subió al regazo. Me puse a jugar con él y me siguió la gracia. Al cabo de un rato, se bajó tranquilamente y se marchó. No lo he vuelto a ver.

Me quedé pensativo. Semanas y más semanas de cuidar a las gatas blancas y canela, de tratarlas como si fueran de la familia, y ni una mala zalamería. Y llega éste, con una pinta de fiera que echa para atrás, y se pone mimoso y juguetón a las primeras de cambio.

Qué curiosos son los gatos. Y qué diferentes entre sí.

Siempre he pensado que se parecen muchísimo a los humanos.

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Tu quoque?

(Lunes 11 de octubre de 2004)

No me produce ni extrañeza ni enfado que José Bono, ministro de Defensa, haya decidido que mañana 12 de octubre –que es la Fiesta Nacional, el Día de las Fuerzas Armadas o ambas cosas a la vez, ni lo sé ni me importa– desfile un ex integrante de la División Azul junto a un ex soldado del Ejército de la República, como si ambas militancias fueran muestra de aciertos o errores históricos equivalentes. No tengo nada en común con las posiciones políticas de Bono, de modo que sus patochadas me dejan frío.

Tampoco me inquietan demasiado los desvaríos de Pasqual Maragall, que primero anuncia que asistirá a la parada militar de Madrid, luego, cuando se da cuenta de lo poco que esa decisión ha gustado en Cataluña, se sale por peteneras diciendo que echará de menos la presencia de una bandera republicana –¿y por qué el Ejército de la Monarquía habría de exhibir la enseña de la República?– y finalmente trata de colar el camelo de que va a estar mañana en el desfile del Paseo de la Castellana porque de ese modo logrará que un ministro del Gobierno central asista al homenaje a Lluís Companys que va a celebrarse dentro de cuatro días.

Lo que me entristece y cabrea más es el papelón que están haciendo los dirigentes de Esquerra Republicana, y en particular Josep Lluís Carod Rovira.

El presidente de ERC publicó ayer un comunicado en el que afirma de manera muy contundente que «hasta ahora, no hemos visto ningún gesto que refleje [que se pretende asentar] un Estado español plurinacional, pluricultural y plurilingüístico». En ese mismo comunicado, Carod sostiene que el proyecto de Presupuestos del Estado que acaba de presentar el Gobierno de Rodríguez Zapatero presta una muy insuficiente atención a los problemas de Cataluña y se indigna por la reiteración con la que los ministros de Zapatero –primero Moratinos, ahora Bono– toman iniciativas en las que figura el valenciano como lengua distinta del catalán.

La cuestión es: si tan pobres frutos está dando su participación en el Govern de la Generalitat catalana, ¿qué pintan en él? Han pasado ya seis meses desde que aceptaron formar parte de esa alianza. Hay ya materia como para establecer un juicio. Y el juicio que formulan ellos mismos no puede ser más severo. ¿Por qué no actúan en consecuencia?

La conclusión a la que está llegando mucha gente en Cataluña es que se pirrian por el poder.

Me temo que no se dan cuenta del daño que están produciendo a la causa que dicen defender. Porque cuando CiU pasteleaba con el Gobierno central –con los gobiernos centrales– y libaba las mieles del poder, los nacionalistas y la oposición radical de Cataluña tenían una alternativa que respaldar y en la que atrincherarse: ERC. Pero si Esquerra hace no lo mismo, pero sí algo parecido, no les queda nada: CiU tiene mucho que purgar antes de estar en condiciones de presentarse como alternativa de nada. Con lo que el conjunto del nacionalismo y el rupturismo catalanes se quedan hechos un erial en lo que a representación política institucional se refiere.

No sé si es que se equivocan de medio a medio o es que son así. Cualquiera de las dos posibilidades me resulta lastimosa.

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Extraño periodismo

(Domingo 10 de octubre de 2004)

Carlos Llamas, conductor del informativo Hora 25, de la cadena Ser, entrevistó el pasado jueves al diputado del PP Jaime Ignacio del Burgo. El motivo central de la entrevista fue el cuestionario que el diputado navarro había hecho llegar a uno de los procesados por la causa del 11-M, cuestionario al que éste respondió y cuyo resultado fue publicado por El Mundo.

La entrevista me resultó chocante, pero no tenía pensado decir nada sobre ella, y nada habría dicho de no ver hoy que la página web de El País la recoge como si se tratara de un ejercicio de periodismo valioso, si es que no ejemplar. Es un intento de convertir la anécdota en categoría, y eso sí se merece un comentario.

Empezaré por dejar sentado que mis simpatías por el diputado Del Burgo son –y con eso creo decirlo todo– mucho menores a las que siento por los demás diputados del PP. Del Burgo es el representante más acabado del fanatismo reaccionario y anti vasco de lo más cerril de la derecha navarra, ya de por sí muy cerril.

Sirva esto para aclarar que el desagrado que me produjo la entrevista no proviene de ningún tipo de conmiseración por el entrevistado.

Pero la entrevista, como género periodístico, tiene sus reglas. De acuerdo con ellas, el entrevistador debe limitarse a preguntar. Si la respuesta que recibe no se atiene a lo preguntado, puede repreguntar. Pero él no es quién para decidir que la respuesta no se ajusta a la verdad, o que está mal enfocada, o que no aborda lo esencial del asunto. En resumen: él no es quién para entrar en polémica con el entrevistado.

La polémica es otra modalidad, que también tiene sus reglas, la principal de las cuales es que debe entablarse entre contendientes homólogos. Del Burgo es un político. Carlos Llamas un periodista. No son homólogos.

Las razones y explicaciones del político venían a cuento. Las del periodista podrán ser todo lo estimables que se quiera. Pero en otro contexto; no en ése.

Si no oísteis ese episodio de Hora 25, valdría la pena que lo oyerais ahora, pinchando en el enlace de la web de El País. Comprobareis que Carlos Llamas polemizó con Del Burgo, contestó a sus argumentos cuanto le vino en gana, le interrumpió sin parar, se cachondeó de él... En suma: entabló una discusión de tú a tú perfectamente fuera de lugar, impropia de una entrevista.

Carlos Llamas actuó cual si Del Burgo fuera un político... y él, otro.

Da igual que los argumentos esgrimidos por Llamas fueran bastante mejores que los de Del Burgo. El problema no está en lo que opinó en el curso de la entrevista, sino en que se dedicara a contarnos lo que opina aprovechando lo que se suponía que debía ser una entrevista.

Así las cosas, no está de más que nos preguntemos por qué El País ha decidido recoger esa seudo entrevista como si se tratara de un ejercicio ejemplar de periodismo.

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Compañeros de rejas

(Sábado 9 de octubre de 2004)

Me tocó en mis años mozos pasar varias veces por la cárcel. Varias veces y por cárceles varias.

En las más populosas, los presos políticos vivíamos separados de los reclusos comunes (acusados de delitos de Derecho común). Teníamos algún trato con ellos, pero esporádico y superficial. En cambio, en las cárceles pequeñas, en las que apenas había presos políticos, la relación era constante.

Recuerdo mi paso por la cárcel de Girona, con capacidad para unos 80 presos. Estuve en ella unos cuatro meses, en 1974. Allí sólo había dos políticos: Xavier Corominas Mainegre, sindicalista de la papelera Torras al que trincaron por tratar de organizar una huelga –con el paso de los años sería alcalde de su pueblo, Salt, famoso por sus fuets– y yo. Siempre estábamos juntos, como es lógico, pero también teníamos relación con algunos presos comunes. Sobre todo con dos. Uno era un belga entrado en años –seguramente más joven que yo ahora–, de físico mínimo, ex jockey de carreras y más tarde crítico de hípica, al que habían cogido cuando trataba de atravesar la frontera con una buena carga de hachís. Se me pegaba como una lapa porque no sabía una jota de castellano y conmigo tenía la oportunidad de dar rienda suelta a su amargura. Todos sus conocidos lo habían abandonado y no tenía ni para pagarse una cerveza, pero era muy orgulloso y no permitía que lo invitáramos más que de ciento en viento. Xavier y yo decidimos encargar que le enviaran giros postales desde la calle, como si fueran de algún amigo suyo. Cuando recibía el dinero de alguno de aquellos giros, venía muy contento y nos llevaba a la cantina a tomar unos botellines.

El otro era un gerundense culto e inteligente, de físico parecido al de Paco Rabal, que había trabajado como recepcionista en un hotel de la Costa Brava y que, harto de que no le pagaran su sueldo, una noche afanó el contenido de la caja de caudales –unas 200.000 pesetas, me parece recordar– y se marchó a América, con la mala suerte de que allí lo localizaron y lo extraditaron. Era un excelente jugador de ajedrez. Lo condenaron a 11 años.

Corominas, el belga, el ex recepcionista y yo formábamos una especie de pandilla. Nos tratábamos con mucha consideración. En esas situaciones se establecen lazos muy fuertes.

Lo cual no quiere decir que simpatizara con el tráfico de drogas, ni que planeara dedicarme a robar las cajas de caudales de los sitios en los que trabajara en el futuro.

Cuando leo ahora artículos de prensa en los que se especula con la posibilidad de que ETA tenga vínculos con el terrorismo islámico porque presos de la una y del otro han mantenido buenas relaciones en tal o cual cárcel, me entra la risa. No tiene nada que ver. Lo más probable es que se acercaran los unos a los otros porque buscaban a alguien con quien  hablar de asuntos que fueran más allá de la cárcel, el fútbol y las tías buenas. O por mera curiosidad. Tratándose de cárceles pequeñas, estaban condenados –nunca mejor dicho– a alcanzar un cierto grado de entendimiento mutuo.

Para mí que los que escriben esos artículos no han estado nunca en la cárcel ni saben cómo funcionan. Eso que salen ganando, desde luego. Pero deberían enterarse antes de escribir, más que nada para no hacer el ridículo.

 

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El dilema del PP

(Viernes 8 de octubre de 2004)

Hay motivos para interpretar el enfrentamiento entre Esperanza Aguirre y Alberto Ruiz Gallardón como un choque de ambiciones personales, sin mayor contenido ideológico y político.

Es cierto que ambos están ávidos de poder y se les nota mucho, pero sería un error menospreciar los aspectos políticos de sus diferencias. El candidato de Gallardón a la Presidencia del PP de Madrid, Manuel Cobo, las dibujó ayer con bastante claridad: dijo que aspira a forjar un PP que incluso quienes no lo voten consideren que es una opción digna de consideración, no descartable por principio. Sabe que hay un amplio sector del electorado que siente una aversión casi instintiva por su partido y quisiera acabar con eso. El propio Gallardón ha apuntado en la misma dirección cuando ha reprochado a Aguirre su actitud poco «centrista» y poco «liberal».

Lo que ambos plantean, en definitiva, es la conveniencia de que el PP evolucione hacia posiciones más centristas –es decir, menos derechistas–, de modo que conjure de una vez por todas el fantasma de la herencia franquista que, casi 30 años después, sigue lastrando su imagen.

La idea no parece mala.

Pero también puede entenderse que haya quienes la acojan con desconfianza.

Por lo que mi información alcanza, el PP es el único partido europeo que aglutina y sirve de referente electoral a todas las fuerzas de la derecha (de la derecha clásica, quiero decir), desde las más extremas a las más moderadas. De ahí que venga recolectando desde hace años una estimabilísma cantidad de votos.

El mantenimiento de ese conjunto de respaldos exige un difícil equilibrio. El PP debe ser lo bastante derechista como para no descontentar a los sectores más ultras de la población, que son amplios y cuentan con una nutrida representación mediática, pero debe ser también, a la vez, lo suficientemente templado y moderno como para no asustar a la parte de la derecha menos fanatizada y más proclive al liberalismo político.

Toda la cuestión estriba en saber cuántas vueltas de tuerca cabe dar en el sentido que apunta Ruiz Gallardón sin que el PP se pase de rosca y se encuentre con que, muy a su pesar, ha creado las condiciones para el surgimiento de un partido ultra que quiebre la unidad electoral de la derecha. Disyuntiva que, claro está, también se plantea por el lado opuesto, porque no tiene nada de imposible que, si el PP se atrinchera en las posiciones de la derecha más rancia –modelo Acebes, para entendernos–, el PSOE le vaya arrebatando más y más votos por el flanco del llamado centrismo.

Cabe que la solución hubiera estado en dejar todo tal cual. Pero, ausente ya la mano de hierro de Aznar, eso se ha vuelto imposible. Muchas ansias personales de liderazgo, reprimidas durante demasiado tiempo, han encontrado de pronto vía libre. Están desatadas.

 

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