[Serie que va del 24 al 30 de septiembre de 2004]

 

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Fuera / dentro

(Jueves 30 de septiembre de 2004)

Los mismos que consideran intolerable que los familiares de un secuestrado por ETA paguen un rescate para obtener su liberación aplauden que el Gobierno de Italia haya desembolsado dos millones de dólares para que las dos Simonas hayan podido regresar a sus casas.

Los mismos que jalean a los jueces para que persigan, hagan detener y encarcelen a quienes sirven de intermediarios en el pago de rescates cuando tal cosa sucede aquí, alaban la actuación de quienes han intermediado en la liberación de las dos italianas.

Los mismos que se hartan de decir que no se puede pagar ni un céntimo a los secuestradores, porque ese dinero será utilizado para financiar más actos terroristas, olvidan del todo ese argumento cuando el escenario está a varios miles de kilómetros.

Los mismos que sostienen que no se puede negociar con terroristas y ponen de vuelta y media a quien dice lo contrario cuando se trata de terroristas locales, alaban lo bien que ha llevado Berlusconi la negociación con los secuestradores de estas dos mujeres. Lo cual no tiene nada de nuevo, porque son los mismos que apoyaron y aplaudieron que el Gobierno español favoreciera y hasta pusiera mesa y mantel para facilitar las negociaciones políticas entre diversos gobiernos latinoamericanos –el de Guatemala, por ejemplo– y movimientos calificados de terroristas.

Por resumir: los mismos que son incapaces de razonar aquí con un mínimo de sensatez, porque están cegados por sus pasiones políticas e ideológicas, aciertan a juzgar la realidad con realismo y buen sentido cuando está lejos y pueden mirarla sin que les hierva la sangre.

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Del secuestro como arma política

(Miércoles 29 de septiembre de 2004)

Liberadas las dos Simonas. Parecen en buen estado. Tanto mejor. ¿Ha pagado el Gobierno de Italia? Berlusconi dice que no, de modo que lo más probable es que sí. También han liberado a los trabajadores filipinos que mantenían secuestrados. En este caso, porque Filipinas ha retirado el pequeño contingente que tenía en Irak. Y a los cuatro egipcios, cualquiera sabe por qué. Se anuncia que los dos periodistas franceses tienen ya un pie en casa. Oj Allah. Más cruda se le presenta la vida al contratista británico, y peor aún se le presentará como Tony Blair insista en declararse orgulloso de su decisión de convertir al Reino Unido en coprotagonista de la guerra.

De todos modos –y me gustaría equivocarme, desde luego–, lo más probable es que todos estos liberados sean pronto reemplazados por otros. También de diversas nacionalidades. ¿Acusados de qué? De lo que sea. De nada, en realidad. Porque no se trata de un asunto personal, individualizado. Cuando alguien pone una bomba en plena calle y mata viandantes, ¿por qué los condena, a ellos en particular? La pregunta no hace al caso: ellos son sólo un instrumento.

Y es que estamos ante la utilización sistemática del secuestro como arma doble. De un lado, como elemento de terrorismo clásico: para crear un sentimiento de pánico en la población del enemigo y empujarla a presionar a sus gobernantes para forzarlos a actuar en un sentido que no deseaban. Del otro, como un instrumento de propaganda: mientras haya rehenes extranjeros, la Prensa internacional mantendrá su atención sobre Irak. No podrá aburrirse de la guerra.

Se equivocan quienes dicen que son secuestros «sin sentido». Tienen sentido. Otra cosa es que constituyan un método de combate inmoral. Pero no han sido los iraquíes, sino franceses de hace siglos, los inventores del dicho À la guerre comme à la guerre. Dicho en traducción libre: cuando se está en guerra, todo vale. Bush no razona de modo muy distinto.

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Matrícula de Honor

(Martes 28 de septiembre de 2004)

–¡Madrileño tenías que ser!

Me sucedió en el centro de Bilbao, en 1991. Yo había hecho una maniobra rara –no lo niego–, pero el modo en que el conductor vecino optó por afeármela me pareció absurdo, entre otras cosas porque soy de San Sebastián. El hombre había tomado la matrícula de mi coche como si se tratara de mi partida de nacimiento.

Lo mejor vino a continuación, cuando me adelantó y vi que su coche llevaba ¡matrícula de Madrid!

Es extraordinaria la cantidad de incidentes bobos pero desagradables causados por el hecho de circular –o de estacionar– con vehículos que llevan tal o cual matrícula: de Barcelona en Madrid, de Madrid en Barcelona, de Bilbao o de San Sebastián en media España… Cuando aparecieron las nuevas matrículas, suspiré aliviado: un motivo de conflicto menos.

Pues nada, a volver a las andadas.

La iniciativa que ha anunciado el ministro del Interior, José Antonio Alonso, es, al parecer, resultado de las presiones de la consejera catalana del mismo ramo, Montserrat Tura. Ya cuando se implantaron las matrículas de formato europeo unificado las reacciones más adversas procedieron de Cataluña.

Comprendo muy bien que la gente catalana quiera afirmar su pertenencia nacional, pero no me parece razonable el empeño que algunos muestran por extender esa afirmación a sus coches. Si lo que la consejera hubiera conseguido es que se sustituyera la E de España por el CAT de Cataluña, aún podría tomarse como una victoria simbólica del nacionalismo catalán. Pero lo que propone es que el símbolo distintivo catalán figure dentro de la identificación española global. No le veo la chispa. Las pegatas separadas de la matrícula cumplen mejor la función pretendida: muestran el deseo de enmendar la plana al distintivo legal.

De todos modos, lo que más me llama la atención de este asunto es que la batalla se plantee en relación a los coches, y sólo a los coches. No se discute que los pasaportes y los DNI lleven en letras bien gordas la palabra ESPAÑA, sin ningún añadido. Eso se lo toman con resignación.

Se ve que lo decisivo para ellos es el coche.

Nos remite eso a la importancia capital que muchos hombres –y bastantes menos mujeres– dan a sus coches como una extensión importantísima de su identidad. No se toman el coche como un útil más, como un aparato que les sirve para desplazarse y ya está, sino como una exhibición pública de sí mismos. Como una muestra de lo que son. Si su preocupación fuera la de de afirmar de manera constante y visible su pertenencia a tal o cual comunidad, ¿por qué hacerlo sólo cuando van en coche? ¿Por qué no llevan un signo distintivo también en la ropa, en el cochecito del niño, en el portafolio o en el bolso?

Me da que hay alguna gente que divide sus señas de identidad entre la patria y el coche. Y no estoy seguro ni siquiera de que lo haga a partes iguales.

 

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Unos apuntes funcionales, a modo de añadido.

El sistema propuesto da por sobreentendido que quien ha comprado el coche se identifica con el lugar donde ha realizado la adquisición.

En el caso de que el añadido consista –es una posibilidad que se estudia– en un escudito con la bandera de la comunidad autónoma correspondiente, se pondrá en un brete a aquellos que no aceptan la bandera que les toca: caso de los valencianos que rechazan la barra azul añadida a la senyera.

Ese tipo de matrículas devolvería al mercado de segunda mano una traba innecesaria que se había superado. En efecto, hay gente que desiste de comprar un coche porque no quiere pasear por su lugar de residencia una matrícula que lo identifica permanentemente como foráneo.

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El Foro de las Culturas

(Lunes 27 de septiembre de 2004)

He tratado de seguir algo las variadas actividades del ayer clausurado Foro de las Culturas, que se ha celebrado en Barcelona durante los últimos meses. He tenido la sensación de que ha habido pocas aportaciones de interés y demasiado lugar común bienpensante. Mucha crítica tipo «los poderes públicos deberían tener más en cuenta» y poca leña de verdad. Lo cual tampoco resulta nada de extrañar, si se tiene en cuenta quién dirigía el acontecimiento –el Ayuntamiento de Barcelona– y, sobre todo, quiénes lo pagaban: multinacionales, inmobiliarias, prósperos negociantes de la informática y grandes empresas de varios ramos más. Comprendo que no les entusiasmara la idea de pagar para que se les pusiera a caldo.

He leído –y los he recogido en esta misma página, en la sección de Otras Voces– que el montaje del Fòrum ha servido para llevar adelante una nueva maniobra de especulación urbanística. Otra más. No puedo certificarlo, pero tampoco me extrañaría: es lo suyo. También he tenido noticia de que los organizadores han hecho un esfuerzo importante para evitar que pudieran tener eco las contadas voces radicales que pudieron colarse en el recinto. Eso, sin contar con sonoros y reveladores patinazos (por ejemplo: que una escritora egipcia no pudiera ofrecer su intervención en árabe por falta de traducción, lo cual no está nada mal en un encuentro que se pretende foro de culturas). En fin, el interés mostrado por la población ha dejado no poco que desear: se esperaban unos cinco millones de visitantes y la cifra final apenas ha rebasado los tres millones, y ello contando con que en los últimos días acudieron 400.000 personas, en lo fundamental porque se regalaron invitaciones a mansalva. Esa falta de interés no se explica porque los asuntos culturales tengan escaso atractivo para las masas, sino, sobre todo, porque los precios para acceder al recinto eran francamente disuasorios. De hecho, ya han decidido que en el siguiente Foro, que se celebrará en Monterrey (México), la entrada será gratuita. Quedará para cada exposición o acto concreto fijar un precio de entrada, si lo desea.

Aunque no lo reconozcan en público, el sentimiento de que el montaje ha distado de ser un éxito alcanza también a los propios organizadores. El acalde de Barcelona, Joan Clos, tras admitir ayer que «ha habido voces discrepantes», dejó asomar la realidad cuando añadió que «habrá que tener en cuenta las insuficiencias de cara a sucesivas ediciones» y que «el legado del Fòrum se apreciará más con el paso del tiempo». 

Cabría resumir el conjunto diciendo que el PSC da de sí lo que da. Sería muy ingenuo esperar un juicio crítico de la cultura dominante procedente de alguien que es parte de ella. Y que se resistiera a hacer negocio gente que siente una inclinación tan irrefrenable por ellos.

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El debate vasco

(Domingo 26 de septiembre de 2004)

Estuve atento el viernes pasado al debate de política general que tuvo lugar en el Parlamento vasco. Me interesé en particular por los asuntos en los que la polémica se volvía más agria. Y me di cuenta de que ciertas críticas que se dirigen los unos a los otros las exponen de un modo tan poco preciso, con tanto recurso a la retórica de las grandes palabras y al tremendismo, que acaban por no reflejar las contradicciones reales que subyacen en los enfrentamientos.

Me llamó la atención, en particular, el empeño que ponen algunos en acusar a Ibarretxe de esconder propósitos independentistas. «Ustedes lo que en realidad pretenden es la independencia», le decían. Es falso, pero no necesariamente porque ésa no fuera la intención del PNV, en el caso de que fuera posible, sino porque Ibarretxe y el PNV, incluso en sus tendencias más marcadamente nacionalistas, saben que la independencia de Euskadi no es una opción materializable. No, por lo menos mientras la Unión Europea siga existiendo, y no parece que se disponga a desaparecer en un futuro cercano.

Tal como siempre se ha entendido la independencia, nadie dentro de la UE es ya independiente. La falta de controles fronterizos, la moneda única, la incapacidad de los gobiernos para definir las líneas clave de la política económica en sus respectivos países, la cada vez mayor unificación de las políticas exterior y de Defensa... Si a los resortes de poder que se reservan los organismos de Bruselas añadimos los asumidos por los órganos de poder de rango territorial menor, incluidos los municipales, constataremos que lo que hoy en día existe es una amplia trama de dependencias mutuas insoslayables, y que el margen de acción de los gobiernos es ya bastante limitado.

Si Euskadi no hubiera entrado nunca en la UE, aún cabría plantearse la posibilidad de montar un Estado vasco independiente. Pero después de veinte años de relaciones asentadas y de estructuras de poder en simbiosis dentro de la UE –sin hablar de las que tiene establecidas dentro de España–, el pueblo vasco puede aspirar a tener voz propia ante los órganos de poder comunitario, pero a poco más que eso. Y como eso, que no sería poco, no depende de la voluntad soberana del pueblo vasco, sino que tendría que ser admitido por el conjunto de los miembros de la UE –una relación multilateral no puede decidirla una sola parte–, lo que parece imponerse, más que la realización de un acto solemne y único, es afirmar esa voluntad y propiciar un proceso que conduzca a una adquisición progresiva de influencia de Euskadi en Europa.

Existe otra hipótesis: salirse de la Unión Europea. Pero no he visto que ninguna fuerza política reclame eso, y menos todavía que explique cómo cree que esa Euskadi separada podría funcionar prácticamente tras haber roto con la UE.

Lo que se propone Ibarretxe –y ya vemos con qué dificultades– es impulsar el reconocimiento del derecho de la sociedad vasca a administrar el conjunto de parcelas de poder que la UE no se reserva para sí y que no tienen por qué ser competencia exclusiva del Estado español.  Hay bastantes materias englobables en ese capítulo. Y algunas muy importantes. Habrá quien vea esa pretensión con mejores ojos, quien la vea con peores, e incluso quien no la vea, pero no apunta en el sentido de una independencia imposible.

Siempre me ha molestado el recurso polémico consistente en deformar lo que dice la otra parte para así criticarlo con más facilidad. Unidad Alavesa, el PP y el PSE-PSOE no quieren el nuevo marco jurídico que propone el Gobierno tripartito vasco porque consideran que eso daría demasiado peso al Ejecutivo de Vitoria en relación al poder central (o al revés: reduciría la capacidad del poder central para influir en la vida vasca). Están en su derecho. Pero critíquenlo por eso, argumentando en qué les parece excesivo. Y, a poder ser, hagan sus propuestas: devolver tales o cuales atribuiciones a Madrid, dejar las cosas como están, ampliar el actual Estatuto, redactar uno nuevo... Pero no le reprochen aspirar a lo que no aspira.

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El obispo de Mondoñedo

(Sábado 25 de septiembre de 2004)

El obispo de la diócesis de Mondoñedo-Ferrol, José Gea Escolano, ha adquirido fama notable por sus declaraciones agresivas y subidas de tono, uniformemente ultras. Ayer respondió a la idea –de momento vaga e inconcreta– adelantada por algunos dirigentes del PSOE de que convendría ir negociando con la Iglesia Católica el término de la extraordinaria financiación que el Estado español le aporta, y saltó diciendo que eso significa que «quieren acabar con la Iglesia» e incluso comparó la idea con un intento de agresión racista, como si la jerarquía católica constituyese una etnia específica.

El pago de una elevada cantidad anual del erario a los obispos españoles es, si no me equivoco, resultado de una vieja decisión tomada a mediados del siglo XIX para «compensar» a la Iglesia por las expropiaciones de tierras llevadas a cabo durante las desamortizaciones de Mendizábal y Pascual Madoz. Se trataba de grandes posesiones que o estaban sin cultivar o producían rentas muy bajas, al estar los campesinos obligados a pagar tanto a la Iglesia como al Estado, lo que les dejaba las arcas casi vacías. Resulta fuera de lugar que siglo y medio después se siga pagando esa compensación. Por tres razones: porque supone admitir a estas alturas la licitud de aquellas posesiones, porque la compensación por lo expropiado ya ha sido más que suficiente y porque la Iglesia Católica continúa teniendo medios más que sobrados para atender sus necesidades. Nada más que con que pusiera a la venta una parte mínima de su patrimonio inmobiliario podría mantener sus presupuestos sin el menor problema.

De todos modos, tanto Chaves como Fernández de la Vega han dicho algo que no estoy seguro que sea jurídicamente correcto: que el Estado español «es aconfesional y, por tanto, laico». Sin ser experto en estas cosas, más de una vez he oído que «aconfesional» y «laico» no son sinónimos, y que la Constitución precisamente empleó el término «aconfesional» (en el sentido de «no adscrito a ninguna confesión concreta») para no utilizar el de «laico» (ajeno a toda religión).

Tecnicismos jurídicos al margen, ambos saben de sobra que este Estado, que hace ofrendas al apóstol Santiago, y muchas de cuyas autoridades desfilan en todas las procesiones que se les ponen por delante –Bono bajo palio, incluso–, dista mucho de ser laico.

Otra cosa es que el obispo mindonense monte el cirio para que no le rebajen ninguno de sus privilegios.

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El Día de Autos

(Viernes 24 de septiembre de 2004)

Nota.– Ya sé que la idea del texto que sigue la dejé caer de pasada en un apunte de hace algunos días, pero me quedé con las ganas de desarrollarla un poco más y de hacerlo, ya de paso, para una columna de El Mundo. Es lo que he hecho hoy, porque además salgo ahora mismo de viaje en coche y, con el apuro de tiempo, no puedo permitirme el lujo de estar demasiado prolífico.

Aprovecho la ocasión para pedir a aquellos/aquellas de ustedes que no sepan bien de qué va esto, que, cuando lean los apuntes que escribo a modo de borrador de las columnas del periódico y aprecien que he incurrido en algún error, en alguna estupidez (excesiva, superior a lo de siempre) o algo similar, tengan el detalle de hacérmelo saber vía correo electrónico, porque así lo corrijo antes de enviarlo al diario y hago un poco menos el ridículo ante el gran público.

Ya que no cobro por esto, echadme de vez en cuando una mano, coñe.

 

Imagino que no quedará apenas nadie que no haya pensado en algún momento, así haya sido en un arrebato de malicia parcial y transitoria, que ese invento de los Días Internacionales de Lo Que Sea representa una broma pesada.

–¿Qué pasa? ¿Que los otros 364 días del año está bien que pasemos del problema? –piensa todo pichichi.

Una maestra me contó que eso fue lo que le dijo un niño cuando anunció en cierta ocasión que en la jornada de autos se celebraba el Día Mundial Contra los Malos Tratos a las Mujeres:

–¿O sea que hoy no puedo pegar a las chicas?

Todos los días son el Día Mundial de Algo. De algo maltratado, por supuesto, porque no quedaría muy estético que se celebrara el Día Internacional del Fondo Monetario Internacional, o el Día Mundial de la Banca Suiza, o incluso el Día Mundial de Florentino Pérez. Esas instituciones celebran su día todos los días del año. La gracia está en dedicar un día a quienes tienen toda la vida en contra.

He mencionado de pasada «el día de autos». El pasado miércoles fue el Día Europeo Sin Coches, o algo así. Se suponía que en tal fecha debíamos conjurarnos todos para no utilizar nuestro vehículo particular.

¿Y por qué? ¿Qué mal que las autoridades quieran erradicar es el que se supone que debíamos combatir con ese gesto?

La víspera había sido el Día Mundial Contra el Alzeimer. Dudo mucho de que los gobiernos deseen que la ciudadanía tenga buena memoria –sería su perdición–, pero puedo entender, al menos, que no simpaticen con el Alzeimer, así sea sólo por lo que el tratamiento de esa enfermedad se lleva de los presupuestos generales.

Pero lo de los coches me supera. ¿Están en contra? Pues que lo digan. Que expliquen por qué y que detallen cómo se proponen acabar con esa lacra. ¿Tal vez están decididos a potenciar muchísimo el transporte público y a dificultar el privado hasta conseguir que lo odiemos? No creo, porque el hecho es que siguen haciendo obras y más obras para animar a los automovilistas a meterse con su coche hasta la cocina de las grandes ciudades. Es el caso de Ruiz Gallardón en Madrid, sin ir más lejos (de mi casa).

Vuelvo a la pregunta de siempre: ¿nos han tomado por tontos o es más bien que saben por experiencia que somos tontos?

Oí el otro día a un ecologista alavés que defendía que no se celebrara el Día Europeo Sin Coches, sino todo lo contrario: que se convocara el Día Europeo Con Coches. Sugería que hubiera un día en el que todos los propietarios de coches los usáramos, para abarrotar las calles y demostrar que el modelo de transporte actual, que cuenta con el beneplácito hipócrita oficial, es un disparate absoluto.

Me pareció una gran idea. Recordé la frase de Lenin: «No hay mejor modo de desprestigiar una causa que llevarla a sus últimas consecuencias».

En este caso, hasta estrellarla, ya que de coches se trata.  

 

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