Apuntes del natural

[Del 16 al 22 de julio de 2004]

 

n

 

Cataluña, Estado

(Jueves 22 de julio de 2004)

Observo que bastantes medios informativos se han hecho un lío con la afirmación que hizo ayer Maragall tras su entrevista con Rodríguez Zapatero: «Cataluña es Estado».

Algunos han creído ver en ello un reflejo del deseo de los socialistas catalanes de convertir a Cataluña es un Estado-Nación. No va por ahí la cosa. Lo que Maragall pretendió decir es que, puesto que la estructura territorial del Estado es autonómica, los órganos de gobierno de las comunidades autónomas son Estado, es decir, ejercen la representación del Estado en ese territorio. No en todos los terrenos, porque hay funciones del Estado que no son descentralizables –a no ser que se reforme el texto constitucional–, pero si en la mayor parte de los asuntos.

En coherencia con ello, resulta erróneo identificar al Gobierno central con el Estado. Como lo es también suponer que, cuando una comunidad autónoma reclama que se le transfiera el control de este o aquel órgano de gestión, está tratando de arrebatar al Estado una competencia. Una vez en sus manos, seguirá siendo el Estado –una parte de su aparato– quien la maneje.

Por idéntica razón, debe admitirse que Pascual Maragall es la máxima autoridad del Estado en Cataluña, como Juan José Ibarretxe lo es en Euskadi.

Lo cual no implica ninguna valoración particular, ni positiva ni negativa. Es un hecho, sin más, en el que ni siquiera valdría la pena detenerse demasiado si no hubiera tanta gente –tanto medio de comunicación, sobre todo– que sigue haciendo como si en la conversación de ayer Rodríguez Zapatero representara al Estado y Maragall hubiera acudido a La Moncloa a arañarle poder para conferírselo a una institución extra-estatal.

En lo que se equivoca Maragall es en la identificación que hace entre la Generalitat y Cataluña. Quien es Estado –un órgano del Estado– es la Generalitat. Cataluña es una nación sin Estado.

Sin Estado propio, se entiende.

 

P.D. A propósito del apunte de ayer y en relación a la frase «lo que significa tener unos dientes blancos», un lector me recuerda que el Diccionario de la Real Academia Española recoge la siguiente acepción del verbo significar: «4. intr. Representar, valer, tener importancia.» Lo sabía. No porque me conozca el DRAE al dedillo, sino porque lo consulté antes de hacer el comentario. Pero la Academia alude ahí al uso de significar como verbo intransitivo. No es el caso. Lo que Mar Flores –el guionista del anuncio, más bien– quería decir, sencillamente, era: «…Sabemos cuán importante es tener los dientes blancos» o, aún más directo: «…Sabemos que tener los dientes blancos es muy importante». ¿Por qué no lo dijo así, a la pata la llana, en vez de empeñarse en complicar lo sencillo?

 

 [ Vuelta a la página de inicio ]

 

n

 

¡Qué mal hablan!

(Miércoles 21 de julio de 2004)

La gente se ríe de las barbaridades que sueltan algunos ignorantes venidos a más por mor de los dinerines: el Jesulín y sus dos palabras, el candelabro de la otra, el estentóreo del occiso… De ésas tengo pilladas algunas con chispa. La más reciente, la que le oí hace como quince días a una señorita –a la que trataban como famosa, aunque yo no supiera quién era– que dijo de algo que le había venido «como anillo al pelo». Tampoco está mal el anuncio de un blanqueador dental en el que una reputada modelo afirma que ella sabe muy bien «lo que significa tener unos dientes blancos».

Pero tampoco tiene gran cosa de particular que un torero cañí o una actriz de tan hermoso exterior como desértico interior o una modelo notable por la feliz colocación de sus huesos suelten unas cuantas patochadas. Más preocupante resulta cuando quienes se lucen en esa suerte son periodistas y comentaristas de radio y televisión. Verbi gratia: uno de los que retransmitieron para Telemadrid el partido México-Brasil en la madrugada del martes demostró su alta capacitación en geografía alternativa calificando en una ocasión a México de «país centroamericano» y uniéndolo en otro momento a Brasil en una reflexión sobre cómo son «estos equipos sudamericanos».

Le sirvió de avanzadilla el locutor de un boletín informativo de RNE, quien días antes se había referido insistentemente a Bélgica como Estado «centroeuropeo».

Está luego el gremio de los políticos, ahora tan encantados con su Comisión parlamentaria sobre el 11-M.

Hace unos días, un diputado catalán habló de «los grupos terroristas presuntamente árabes». ¡Presuntamente árabes!

Dentro de esta misma tendencia a la verborrea sustentada en las flexibles normas del buen tuntún, presencié ayer la seudo facundia de una diputada popular llamada Alicia Castro, que acusó al médico forense José Luis Prieto, convocado a testificar ante la Comisión, de «estar lleno de dudas» porque había dicho que se precipitaron quienes proclamaron que entre los muertos en los atentados del 11-M no había ningún suicida, cuando carecían de base científica para hacer esa afirmación. Prieto tuvo que aclarar a la diputada que decir que no hay datos bastantes para hacer una afirmación no tiene nada que ver con dudar. Se lo repitió, a ver si así lo entendía: él estaba totalmente seguro de que no cabía hacer una afirmación como ésa. A lo que la diputada Castro, tal vez intuyendo que había sido cogida en falta y molesta por ello, replicó que la comparecencia del doctor Prieto estaba resultando «frívola». ¿Frívola, en concreto? ¿Y por qué no casquivana? El forense, visible –y razonablemente– molesto, pidió el amparo del presidente de la Comisión. La diputada, para esas alturas ya algo menos segura de sí misma, optó por eso que llaman –otra cursilería– «retirar sus palabras». (Acabo de oír en la radio, a propósito de este testimonio, que «no se puede descartar que hubiera suicidas entre los cadáveres». ¿Cadáveres suicidas? Para mí que eso sí podemos descartarlo.)

Estaría dispuesto a no enfadarme demasiado por el tiempo que me hacen perder cuando sigo sus trabajos, si por lo menos montaran un espectáculo de esgrima oral que valiera la pena. Pero en esa Comisión –como en la vida política española, en general–, por cada individuo («de ambos sexos», que dirían ellos) que se expresa con un mínimo de precisión y cierta gracia, hay nueve incapaces de construir frases que digan algo concreto (primera condición) y lo digan (segunda) con las palabras precisas, las concordancias adecuadas y los verbos conjugados en la persona, tiempo, número, modo y aspecto requeridos (o sea: lo que se dice hablar correctamente, que es lo menos que debería hacer alguien que tiene en el habla su principal herramienta de trabajo).

Hay algunos políticos que me suscitan auténtico pánico. El secretario de Organización del PSOE, José Blanco, es uno de los que más. Su dequeísmo alcanza extremos realmente insólitos. Para cuantificarlos sería necesario patentar la fórmula «dequé por minuto». Eso sin contar con lo que dice, que a veces es igual o todavía más insólito (ahí habría que servirse de la unidad «acusación no demostrada por minuto»).

El diagnóstico técnico no resulta muy entusiasmante: la mayor parte de la gente con derecho a hablar no sabe hacerlo. No tiene ningún interés lo que dice y además –quizá para no desentonar– lo dice fatal.

Qué cruz.

[ Vuelta a la página de inicio ]

 

n

 

¿De qué se quejan?

(Martes 20 de julio de 2004)

Lo han convertido en un tópico de sus intervenciones públicas. Cada vez que se ven obligados a referirse a su derrota electoral –cada vez que se lamen las heridas–, los dirigentes del Partido Popular insisten en que, de no haber sido por la tragedia del 11-M, Mariano Rajoy sería hoy el presidente del Gobierno.

Tanto lo dicen y con tanta convicción lo repiten que resulta imprescindible no perder de vista los datos de lo que realmente sucedió, para no dar por bueno lo que está lejos de atenerse a la verdad.

Tal como cuentan la historia los jefes del PP, se diría que hubo una porción muy amplia del electorado que estaba presta a votar a su partido pero que, tras los atentados y lo sucedido en las horas posteriores, cambió sus planes y se decidió a respaldar al PSOE.

En lo esencial, eso es falso. El PP recibió en las pasadas elecciones generales sólo medio millón de votos menos que en los comicios del año 2000. El PSOE, en cambio, obtuvo tres millones de votos más. El trasvase de sufragios, en la medida en que se produjera, no fue ni mucho menos decisivo.

Lo que más influyó en la frustración de las expectativas de Rajoy no fue el cambio de opción de sus electores sino, sobre todo, la amplísima movilización de abstencionistas habituales que se gestó los días 11, 12 y 13, y que hay que cifrar entre 2,5 y 3 millones. Lo que inclinó definitivamente la balanza del 14-M fue la participación de esos abstencionistas casi militantes, que se decidieron a tomar cartas en el asunto y respaldar al PSOE.

Muchos constatamos ese fenómeno en nuestro entorno. Hablo de una muy importante franja del electorado situada dentro del ámbito ideológico de lo que suele llamarse «la izquierda sociológica», que no suele mostrar interés por el juego electoral y sus protagonistas, porque está escaldada y no confía ni en el uno ni en los otros, y que, en razón de ello, acostumbra a acompañar en la abstención a los muchos que se desentienden permanentemente de la cosa pública. El 14-M, en cambio, se sintió aguijoneada –herida incluso– y fue a votar. Tal como vi el fenómeno, creo que votó más contra el PP que a favor del PSOE. Tomaron al PSOE, sencillamente, como el no-PP.

Así las cosas, las referencias quejosas del PP a la excepcionalidad de las condiciones en que se celebraron los comicios del 14-M sólo pueden referirse a la –en efecto– excepcional participación electoral que se produjo. Pero, ¿cómo puede un político que se dice demócrata lamentarse de que disminuya la abstención, sea por las razones que sea?

¿De qué se quejan? ¿De que el resultado reflejara con más amplitud que en otras ocasiones –es decir, con más fidelidad– las verdaderas preferencias de la población?

 

[ Vuelta a la página de inicio ]

 

n

 

Es el mismo partido

(Lunes 19 de julio de 2004)

Comenté la pasada semana que tenía pendiente un apunte de tipo histórico referente al PSOE.

Es casi una rectificación.

Alguna vez he sostenido que lo que sucedió en el Congreso socialista de Suresnes, en octubre de 1974, cuando, con el apoyo de Pablo Castellano, Nicolás Redondo Urbieta, Enrique Múgica y alguno más, Felipe González y su clan sevillano dejaron fuera de juego a la vieja guardia socialista de Rodolfo Llopis, no fue un punto de inflexión en la Historia del PSOE, sino la liquidación del viejo partido socialista y la fundación de otro partido, nuevo en lo esencial.

Es una tesis perfectamente defendible en más de un aspecto. Por ejemplo: es cierto que aquello supuso el desembarco dentro del socialismo moderado español de un grupo que, con las inevitables excepciones –alguien tenía que hacer las funciones de cabeza de puente–, era ajeno a la tradición de la II Internacional. Sus prácticas organizativas eran también nuevas en ese mundo: más estrictas, menos permisivas con la disidencia.

Lo que no he subrayado con el debido énfasis en las anteriores ocasiones en que me he referido a este asunto es la estricta fidelidad del grupo de Suresnes al legado político-ideológico de una tendencia clave del socialismo hispano, encabezada por Indalecio Prieto hasta su muerte, y cuyos rasgos definitorios permanentes fueron: 1º) Su desmedida ambición de Poder, no matizada por principio alguno; 2º) Su anticomunismo radical, que desde los inicios de la guerra fría se convirtió en apoyo de hecho –aunque a veces disimulado– a los designios internacionales de Washington; y 3º) Su hostilidad de fondo a los nacionalismos catalán y vasco y su concepción cerradamente centralista de España.

Podría poner muchos ejemplos ilustrativos de esas «tradiciones» del socialismo celtibérico. Las que más me han llamado la atención en mis últimas lecturas han sido las referidas al largo periodo de las posguerras (la española y la mundial) en el que Indalecio Prieto, con las riendas el PSOE en sus manos, trató de impulsar una alternativa al franquismo encabezada por Don Juan, padre del actual rey de España. Para favorecer esa presunta alternativa –en realidad inviable–, Prieto propició plataformas falsamente unitarias que se distinguían sobre todo por lo que no eran: no defendían la restauración republicana –no sólo porque careciera de sentido hacerlo yendo de la mano con un candidato a rey, sino también porque quería marcar su ruptura con la legalidad de la II República–, no tenían contacto alguno con los comunistas –por propia querencia y para ofrecer una imagen de plena honorabilidad a los gobernantes de Washington y Londres, predominantes por entonces en el bloque occidental– y, en fin, no acogían las reivindicaciones de los componentes de la vieja Galeuzca, ni siquiera la exigencia de restablecer los Estatutos de autonomía suspendidos por Franco.

El grupo felipista que se hizo con el control del PSOE en Suresnes estaba en total sintonía con esos postulados, y así lo demostraría de sobra con el tiempo. Es cierto que durante unos años fingió no simpatizar con la política exterior estadounidense, pero hoy sabemos que ya para entonces se había ofrecido al Departamento de Estado para trabajar a su dictado (*) y gozaba de los parabienes de Washington.  Lo mismo cabe decir del republicanismo formal que mantuvo durante la pre Transición por razones de mera estética. De su anticomunismo visceral excuso aportar pruebas: ha sido siempre muy evidente.

De modo que su llegada al mando del PSOE no representó en realidad ninguna ruptura. Si es caso, la aportación de nuevos impulsos para una causa ya muy veterana.

 

–––––––––––––––––

(*) Joan E. Garcés (Soberanos e intervenidos, Siglo XXI, Madrid 1996, pág. 161) ha demostrado, citando documentos secretos norteamericanos desclasificados tras cumplirse el plazo preceptivo, que algunos destacados socialistas «del interior», la mayoría de los cuales se convertirían pasado el tiempo en gobernantes felipistas, informaban ya en 1957 (sic!) a la Embajada de los EEUU en Madrid, de la que reclamaban «apoyos materiales» para «combatir al Partido Comunista».

 

[ Vuelta a la página de inicio ]

 

n

 

Odiado Armstrong

(Domingo 18 de julio de 2004)

Acepto sin la menor reserva que Lance Armstrong no es de un ingenio arrollador. Anda cortito de neuronas, es verdad.

Pero tampoco recuerdo que sus antecesores en el podio de París destacaran uniformemente por su brillantez intelectual. Me viene a la memoria alguno que sufría verdaderos dolores de parto para pronunciar frases que duraran más de cinco segundos, lo que no aminoraba el calor de su afición.

Reconozco igualmente que Armstrong no se caracteriza por su simpatía desbordante. Más bien todo lo contrario. Es borde como él solo. Se mete con todo dios, habla despectivamente de muchos de sus compañeros de carrera y pone a caldo a los seguidores de los demás ciclistas, que son casi todos, porque en las carreteras del Tour no hay apenas estadounidenses y él no ha logrado hacerse con el aprecio de casi ningún europeo. Incluso se ha granjeado la antipatía de más de un compatriota.

Pero esas circunstancias, por importantes que sean para la vida social, cuentan poco cuando el pelotón se pone en marcha. Nada de eso anula el hecho irrebatible de que Armstrong es un ciclista impresionante, que logra éxito tras éxito por la sencilla razón de que supera a los demás. Destaca como contrarrelojista, llanea muy bien y domina la montaña con autoridad. Es completísimo. ¿Que tiene un gran equipo, que le funciona como un reloj? Cierto. ¿Que cuenta con un director de equipo capaz de trazar las tácticas más adecuadas y de manejar sus piezas a la perfección? Sin duda. Pero el verdadero factor diferencial es el propio Armstrong. Un Armstrong que está sabiendo dosificar con tino sus fuerzas –en lógico declive, porque los años no pasan en balde–, sin hacer los derroches de pasadas temporadas. Golpeando lo justo y en el momento justo.

Escribía el otro día sobre el nacionalismo y los deportes. En Euskadi hay una gran afición al ciclismo y este año habría prendido la ilusión colectiva de que el equipo de Euskaltel-Euskadi, con Iban Mayo al frente, podía hacer grandes cosas. No ha sido así, y la decepción es comprensible. Lo que no resulta aceptable es que la amargura por el fracaso de los propios se manifieste en forma de insultos y maldiciones contra quien ha tenido mejor suerte, porque no se ha visto arrastrado a ninguna caída de graves consecuencias, y ha demostrado que está en mejor forma.

Es mentira que Armstrong estuviera ayer a punto de ser golpeado por los aficionados vascos. Lo que declaró al final de la etapa sobre el peligro de muerte que había corrido es una mamarrachada de tomo y lomo, propia del obtuso provocador que es. Fue increpado, sin más. Y por gente de muy diversas procedencias. Muchos de ellos franceses, que supongo que tampoco apreciarán demasiado que este tejano del cuerpo diplomático de su amigo Bush declare que está deseando volver a los EEUU y «dejarles aquí con toda esta mierda». Pero el hecho de que nadie le pegara, ni siquiera amagara hacerlo, no anula el mal gusto del deseo –ampliamente compartido y indisimuladamente demostrado– de que le parta un rayo y se vaya al carajo de una pajolera vez.

A mí, que disfruto viendo el Tour –un espectáculo completo, exclusión hecha de esa gente que se empeña en disfrazarse de cualquier cosa para correr junto a los ciclistas gritándoles y dándoles palmaditas–, me parece muy bien que Armstrong esté ahí, subiendo el listón y obligando a los demás a dar de sí todo lo que pueden y un poco más.

Siempre que sea Armstrong el que lo consigue con su propio esfuerzo y no con la ayuda de esas sustancias indetectadas que Greg Lemond insinúa que se mete.

 

[ Vuelta a la página de inicio ]

 

n

 

Golpear juntos y marchar por separado

(Sábado 17 de julio de 2004)

«La política hace extraños compañeros de cama», se cuenta que dice Manuel Fraga, que presume de saber mucho de todo eso.

Siempre he usado con precaución el término «compañero» y me he preocupado de distinguir a aquellas personas (o grupos) con quienes he coincidido de manera circunstancial en la lucha por un objetivo concreto de aquellos otros con los que comparto un ideario más amplio y a quienes identifico con «los míos» (lo que no quiere decir, ni mucho menos, que dé por bueno todo lo que dicen y hacen).

Esto fue de particular aplicación durante todo el largo período en que el combate contra los desafueros felipistas estuvo en primer plano. Nos vimos metidos en la misma brega especimenes de muy diversa condición, desde la derecha consciente –consciente de ser derecha, quiero decir– hasta la izquierda más consecuente. En aquellas condiciones, alerté con frecuencia sobre los peligros que encerraba fiar demasiado de gentes que estaban en aquella pendencia por razones particularísimas y, con cierta frecuencia, inconfesables.

Dos de los personajes contra los que siempre estuve prevenido –y previne– acudieron el miércoles pasado a declarar ante la Comisión parlamentaria del 11-M: el magistrado Baltasar Garzón y el fiscal jefe de la Audiencia Nacional, Eduardo Fungairiño. El primero es un pavo real, petulante, ambicioso y sin principios, y el segundo, que no le va a la zaga en engreimiento, es de un fanatismo derechista que da miedo. Ambos representaron sus respectivos papeles ante la Comisión. Hasta la caricatura. Garzón garzoneó un rato, dándoselas de ingenioso, perspicaz y bien informado, aunque lo único que demostró es que tiene unas relaciones de compadreo con los mandos policiales totalmente inadecuadas en un juez entre cuyas labores debería estar la de atar en corto a la Policía. Fungairiño se mostró petulante, como siempre, y dispuesto a soltar doctrina a costa de lo que sea. Tanta carrerilla cogió que incluso se elevó por encima de la realidad, pretendiendo implícitamente que no se toma el trabajo ni de leer los informes escritos que le pasan ni de escuchar los informes orales que le hacen (porque por ambos medios le dieron cumplida cuenta de la furgoneta de Alcalá de Henares de la que él dijo no haber oído hablar hasta esa misma mañana). Sobre su fijación por los documentales de la BBC (¿qué tendrá contra los de Grenada?), prefiero no insistir, que el ridículo es contagioso.

A Garzón no tuve más remedio que tratarlo, pero así que lo conocí de cerca –y por más que en aquel momento, con todo el lío de los GAL, me pareciera más o menos bien lo que estaba haciendo–, opté por limitar nuestra relación a lo meramente profesional. El juez Joaquín Navarro ha contado en uno de sus libros cómo pedí que no lo invitaran a unas cenas que solíamos tener, comunicando que, si Garzón acudía, quien no iría sería yo. En aquel momento, el propio Joaquín Navarro me dijo que no entendía mi postura: «¡Pero, hombre, Javier, si Baltasar es uno de los nuestros!». A los pocos meses decía pestes contra él. Y con toda la razón.

En cuanto a Fungairiño, debo decir que hice verdaderos esfuerzos para no conocerlo. Y lo logré. Sus querencias –que no tardaría en mostrar en todo su esplendor con motivo del caso Pinochet– me produjeron desde el primer momento la más viva aversión, y desde entonces toda su actuación ha ratificado sobradamente mi impresión inicial.

No hace falta que diga lo que me satisface ahora no haber aparecido nunca como íntimo de esta gente. Con ellos entonces, como con otros después cuando llegó el momento de sumar fuerzas para descabalgar a Aznar, me he atenido a la vieja ley de oro de las alianzas coyunturales: golpear juntos y marchar por separado.

Cuanto más por separado, mejor.

 

[ Vuelta a la página de inicio ]

 

n

 

Adiós a El Hierro

(Viernes 16 de julio de 2004)

El año pasado estuvimos cuatro días en la isla de La Palma. Me supo a poco. Me dije: «Un par de días más y habría sido perfecto».

Este año hemos pasado seis días en la isla de El Hierro, que es mucho más pequeña. Hoy por la noche volaremos de regreso a la península.

Sé que me quedaré con ganas de más.

Supongo que, si la visita hubiera durado diez días, también me habrían parecido pocos.

Eso es lo bueno. Tiene que ser así. Hay que detenerse siempre antes de llegar al hartazgo. Si siguiera viviendo en El Hierro hasta que la isla empezara a quedárseme pequeña, hasta que llegara a ponerme de los nervios la baja calidad de la línea telefónica, hasta que no me apeteciera ir a bucear porque tampoco va ir uno todos los días, hasta que no soportara que en media isla se vean mal los dos canales de TVE y se oigan fatal casi todas las emisoras de radio, hasta que el pescado local comenzara a aburrirme, hasta que la falta de infraestructura médico-sanitaria empezara a inquietarme... es decir, hasta que los problemas de vivir en una isla pequeña, alejada y abrupta como El Hierro se me aparecieran en primer plano, entonces es muy posible que me fuera de aquí con viento fresco, buscando las comodidades y las ventajas de los núcleos de población importantes y bien dotados de infraestructuras.

Lo cual me lleva a pensar inmediatamente en el pueblo herreño. Querer esta isla –me digo– no es quedarse encantado con el cambio que supone vivir una semana o quince días en ella; es valorar su realidad como medio habitual para la existencia.

Ayer estuvimos charlando con una pareja ya madura que regenta un chiringo en un pueblecito del norte de la isla. Tienen su pequeño negocio en la parte superior de un acantilado a cuyo pie hay un par de piscinas naturales, a las que se accede por un paseo de piedra serpenteante, bonito pero duro (de subir, sobre todo). En las cercanías de las piscinas, abajo del acantilado, la gente del pueblo se ha construido unas casetas muy curiosas, de ladrillo y cemento, que son como bungalows en los que pasa buena parte de las vacaciones. Preguntamos cómo bajan las vituallas, las pertenencias, los materiales de construcción, etc., y cómo suben las basuras, las maletas y cuanto deban acarrear hasta arriba. «Andando», nos respondieron. «Pero la caminata debe de llevarles más de un cuarto de hora», objetamos. «Sí. Algunos, cuando no pueden con todo de una vez, hacen dos viajes», precisaron. Nos extrañó: «¿Y por qué no ponen una polea?». «Bah, no es para tanto», concluyeron. Tienen otro sentido de la comodidad, de la relación con el medio, del esfuerzo. Tres cuartas partes de la isla son subidas y bajadas.

La Villa de Valverde, la minicapital, tiene de manera casi permanente un techo bajo de nubes, rozando casi los tejados. Se cuenta aquí que, cuando emigran, las gentes de Valverde evocan con permanente nostalgia esas nubes. Jamás lo hubiera imaginado.

Supongo que habrá herreños que estén deseando que vengan por aquí muchos más turistas, que se construyan grandes hoteles y se monten grandes instalaciones de ocio y demás, pero mi impresión es que la gran mayoría de la población de esta isla pobre –porque es pobre– prefiere su actual modo de vida. Con mejoras, claro, pero del estilo.

Lo cual me parece una muy buena opción, aunque yo, echado a perder por los avances de la vida moderna, no creo que me amoldara.

 

[ Archivo de los Apuntes del Natural Vuelta a la página de inicio ]