Apuntes del natural

[Del 26 de marzo al 1 de abril de 2004]

 

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Ana Botella

(Jueves 1 de abril de 2004)

Ana Botella ha presentado sus memorias, escritas, según la versión oficial, «con ayuda del joven periodista Álvaro del Corral».

No he leído el libro y, por lo que sé de él (y de ella), no creo que vaya a animarme a leerlo en el futuro. Me consta, por declaración personal de la interesada, que su marido no ha sido nunca muy dado a las confidencias. Podría decirse que él es tan proclive a contar lo que sabe como ella a confesar lo que realmente piensa. Entre el hermetismo de él y la falsedad de ella, es dudoso que estemos ante una obra fundamental para el conocimiento de la reciente Historia de España.

Cuenta El País que el libro, en lo que es su parte encuadernada, termina con un párrafo sobre las flores de lavanda y las adelfas blancas que la señora de Ex pensaba plantar en su nuevo hogar. Tan idílico y apasionante final se vio truncado, sin embargo, por la brusca irrupción en su vida de un factor inesperado: el fracaso. Un fracaso consorte que le obligó a añadir –siempre con el concurso del joven periodista Álvaro del Corral– un nuevo capítulo a modo de separata, ingeniosamente titulado «Capítulo Cero», en el que dice lo mismo que Ángel Acebes, su colegionario (sic), pero como más sentido.

A este capítulo pertenece una frase que he copiado en letra bien gorda, para ponerla en la pared, frente a mi mesa de trabajo, y disfrutarla durante algunos días: «Que al final de una labor de ocho años se acabe con esto, pues te pones a pensarlo y es horrible».

Qué sensibilidad. Qué prosa («¡Que al final se acabe»!). Qué estilazo.

Me niego a creer que un pensamiento así, digno del propio Séneca, haya salido de la pluma del joven periodista Álvaro del Corral.

Tiene que haber brotado tal cual de su propia entraña. Lleva su sello inconfundible.

 

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Otro que tal baila

(Miércoles 31 de marzo de 2004)

En la segunda vuelta de las últimas elecciones presidenciales francesas, Jacques Chirac alertó contra «el inminente peligro» que representaba el «arrollador avance» de la ultraderecha y pidió que toda la Francia «libre y republicana» respaldara su candidatura para «cortar el paso» a los lepenistas. Lo cierto es que el avance de la extrema derecha era más aparente que real: había desbordado a los partidos de izquierda únicamente porque éstos se presentaron a las elecciones muy divididos. De hecho, a la hora de la verdad, la ultraderecha no rebasó en gran cosa los límites porcentuales que ha venido teniendo en las urnas francesas desde los lejanos tiempos del general De Gaulle.

Ha pasado el tiempo. Han llegado las elecciones regionales. Y, de improviso, el paladín de «la Francia libre y republicana» descubre que el «peligro inminente» ya no es la extrema derecha, sino la izquierda, y llama a la formación de una especie de unión nacional anti-izquierdista, en la que reserva un lugar de honor para el ultraderechista Frente Nacional.

La ambición del personaje no conoce límites. Vapuleado severamente en las urnas, ha decidido mantener en el cargo de primer ministro a Jean-Pierre Raffarin, impopular donde los haya, tan sólo para que acabe de quemarse rematando la reforma de la Seguridad Social y deje el camino expedito a sus nuevas aventuras presidenciales. No le importa si con ello ahonda aún más la crisis de los partidos del centro y la derecha, hasta el punto de hacer segura la victoria de la izquierda en las siguientes elecciones legislativas.

Lo más chirriante no es que sólo piense en sí mismo, sino con qué descaro demuestra que sólo piensa en sí mismo. Ni siquiera respeta las formas más elementales de la hipocresía.

Chirac ha descubierto la antítesis del gaullismo: allí donde el general De Gaulle se revestía de impostada grandeur, él exhibe con plena impudicia su cutre minceur. Ha convertido la política en el reino de la pequeñez y la mezquindad. Eso, en una sociedad como la francesa, tan apegada al cultivo de las formas, es todavía peor que un crimen.

 

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En el nombre del padre

(Martes 30 de marzo de 2004)

Los medios de comunicación recogían ayer la noticia, pero era difícil saber de qué hablaban. Todo resultaba muy confuso. «Garzón deja en libertad a la presunta etarra Ainara Gorostiaga», titulaba un importante periódico. Así no había manera de entender nada. Porque, para empezar, no tenía sentido calificar a Ainara Gorostiaga de «presunta etarra». De hecho, ésa era precisamente la noticia: que, tras dos años de cárcel, había sido puesta en libertad sin cargos. Exculpada por completo.

Sin embargo, la historia no era tan difícil de contar. Es patéticamente sencilla. Gorostiaga fue detenida en febrero de 2002 en compañía de su amigo Mikel Soto y ambos, junto con otros dos amigos arrestados posteriormente, fueron acusados de integrar un llamado «comando Urbasa» de ETA y de haber dado muerte en julio de 2001 al concejal de UPN José Javier Múgica. El procesamiento de los cuatro jóvenes pamploneses se basó exclusivamente en la declaración autoinculpatoria de Ainara Gorostiaga ante la Guardia Civil. Tiempo más tarde, la Policía francesa interceptó una carta suscrita por el presunto miembro de ETA Andoni Otegi, detenido en el país vecino, en la que éste se atribuía  el asesinato del concejal navarro. Interrogado al respecto, Otegi aportó tantos detalles sobre el crimen que no quedó duda alguna sobre su autoría y, en consecuencia, sobre la inocencia de Gorostiaga y sus compañeros.

Eso es lo sucedido.

En el auto suscrito por Garzón para decretar la puesta en libertad sin cargos de Gorostiaga, decidida horas después de que la prensa navarra aireara los detalles de su injusto encarcelamiento, el juez afirma que la joven fue interrogada «con arreglo a la Ley de Enjuiciamiento Criminal y, por tanto, con todas las garantías». El titular del Juzgado Central número 5 se precipita: hay unas diligencias abiertas para esclarecer en qué circunstancias Ainara Gorostiaga se declaró culpable del crimen que no había cometido. Ella denunció que había sido torturada.

En todo caso, tal cosa sería indiferente a los efectos de su encarcelamiento. Porque el hecho es que la Audiencia Nacional la ha mantenido durante más de dos años en prisión –situación que Garzón confirmó a comienzos de este mismo mes– pese a que no obraba en el sumario ningún indicio racional que apuntara a la culpabilidad de la muchacha y sus amigos. Salvo su autoinculpación.

Garzón sabe de sobra qué institución se hizo tristemente célebre por apoyar sus procesamientos en la sola declaración del acusado: la Inquisición española.

¿Qué habría sido de Ainara Gorostiaga de no haber mediado la confesión de Andoni Otegi? ¿Cuánto tiempo más habría seguido en la cárcel? ¿Habría salido?

Ahora a Garzón únicamente le queda por probar que, si la muchacha se declaró culpable del asesinato del concejal Múgica, fue por vicio. O para dejarle a él en mal lugar.

 

P. S. (1)  Varios lectores me señalan, en relación a mi Apunte de ayer, que el reparto de los escaños del Congreso de los Diputados en aplicación de criterios de proporcionalidad absoluta no resultaría desventajoso «para los partidos nacionalistas». Si mis cálculos no me fallan –lo cual podría suceder fácilmente–, la proporcionalidad absoluta no perjudicaría ni a CiU, ni a ERC, ni al BNG, pero sí a los nacionalistas vascos. El PNV habría logrado dos escaños menos y Nafarroa Bai no habría obtenido ninguno. De todos modos, mi objeción a ese criterio no es funcional, sino de principio. Porque no se ajusta a la realidad plurinacional del Estado español.

P. S. (2) Un amigo lingüista me señala que mi «observación pijotera» de ayer sobre la colocación de los pronombres carece de rigor académico, y que lo que yo señalo como un error no es sino un modo de enfatizar ciertos aspectos de la frase. Me escribe, en concreto: «La cosa tiene su lógica, no te creas.  El tipo de verbo (de la oración principal) que permiten este tipo de "ascensión clítica" (este es el término técnico de este fenómeno o patrón; clitic raising en inglés) en varias lenguas latinas son de un tipo especial.  (Por cierto, pronombres clíticos son aquellos que se pegan al verbo: proclíticos si van delante y enclíticos si van detrás; mesoclíticos si van en medio, como en portugués vendê-lo-ei.)  Son verbos que tienen un significado modal: indican posibilidad, voluntad, necesidad, etc., así que, aunque sintácticamente el segundo verbo es complemento del primero (e.g. “lo voy a ver”), desde un punto de vista semántico, el segundo da más contenido semántico a la oración compuesta (“lo voy a ver”) y el primero le añade un significado accesorio (e.g. futuro: “lo voy a ver”).  En otras lenguas, el significado del primer verbo se podría expresar por medio de un afijo, por ejemplo, y así el segundo verbo sería el verbo principal de la oración, no subordinado, pues solo habría uno. Cuanto más independientes semánticamente son dos verbos, menos posible es la "ascensión", como por ejemplo "le niego conocer". No creo que se diga muy a menudo (el acto de negar y el de conocer son independientes)». Creo que está bastante bien explicado, y eso que el lector no lo escribió pensando en la difusión masiva de su observación, sino como una explicación coloquial, hecha de pasada y para mi exclusivo gobierno. En resumen: que uno no para de aprender, y que eso es estupendo.

 

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No es tan sencillo

(Lunes 29 de marzo de 2004)

Circula por Internet un escrito que recoge un par de tablas de datos. La primera establece la relación que existe entre el número de votos y el número de diputados obtenidos por las diversas candidaturas el pasado 14-M.

Es ésta:

 

 

PARTIDOS

 

  PSOE

 

PP

 

IU

 

CiU

 

ERC

 

PNV

 

BNG

 

Número de          votos

 

10.909.687

 

9.630.512

 

1.269.532

 

829.046

 

649.999

 

417.154

 

 205.613

 

Número de escaños

 

      164

 

     148

 

        5

 

    10

 

     8

 

    7

 

      2

 

La segunda recuerda cuántos votos ha necesitado los diversos partidos para lograr la elección de cada uno de sus diputados. Nos informa de que cada diputado del PSOE ha necesitado 66.522 votos para salir elegido; cada uno de los del PP, 65.071; los de IU, 253.906 cada uno; los de CiU, 82.904; los de ERC, 81.249; los del PNV, 59.593, y los del BNG, 102.806.

Quien hace circular estos datos concluye: «Esta ley electoral la tenemos que cambiar (sic *), por injusta y antidemocrática. Todos los votos tienen que ser iguales.»

Plantear las cosas así induce a conclusiones erróneas.

Vamos a ver.

Lo primero de todo: es muy cierto que la vigente legislación electoral (el artículo 68.2 de la Constitución Española y la Ley Orgánica de Régimen Electoral General, especialmente el capítulo III) establece una injusta desigualdad del valor de los votos. Está elaborada de tal modo que los grandes partidos de ámbito estatal se ven privilegiados por la asignación de escaños en las provincias menos pobladas, a lo que se añade la aplicación general de la llamada regla o ley D’Hont. (Se trata de una desigualdad consciente. Un padre de la primera Ley Electoral –cuya pauta sigue la actual– me confesó que uno de los criterios principales que manejaron a la hora de elaborarla fue el de evitar que el Parlamento «se llenara de grupúsculos izquierdistas».)

Pero es un error proponer la igualdad absoluta como alternativa a esa desigualdad injusta, tal cual sugiere la presentación a palo seco de los datos actuales. Porque, si se fijara la totalidad del territorio estatal como circunscripción única, la representación en el Congreso de los Diputados se establecería sin tener en cuenta la realidad plurinacional del Estado español. Sucedería lo que ocurre ya con las elecciones al Parlamento Europeo, de cara a las cuales los partidos vascos y gallegos se ven obligados a formar coalición con sus congéneres catalanes si quieren lograr un escaño (y no siempre lo logran).

Es ése un punto fundamental: ¿se reconoce que España es un Estado plurinacional, sí o no? De aceptarse que lo es, habría que empezar por otorgar a las comunidades autónomas una consideración electoral de la que carecen en la actual legislación, que salta de la provincia al conjunto estatal sin ninguna estación intermedia.

No es asunto de interés menor. Considérense las discusiones que hay en estos momentos en la UE sobre el peso relativo que deben tener los diferentes estados en los órganos continentales de representación. Alemania y Francia aceptan que los estados menos poblados tengan un peso superior al que les correspondería de aplicarse la proporcional absoluta. Lo que reclaman es que se tenga en cuenta su muy superior peso demográfico en el conjunto de la Unión (que coincide, además, con su mayor peso económico) para que la atención de los derechos de los estados pequeños no acabe por disminuir hasta extremos absurdos los derechos de los grandes.

Y esa polémica se desarrolla en el seno de una asociación de libre adhesión, como es la UE. ¿Habrá que recordar que no es ése el caso de España, a la que no se pertenece por libre adhesión, sino por directa obligación?

Hay modos de evitar que se produzcan desigualdades tan lacerantes como la que sufre IU en estos momentos sin que eso obligue a violentar los derechos de las poblaciones de las nacionalidades y regiones. Por ejemplo, la asignación final de una cierta cantidad de escaños a partir de los restos de votos (de los votos que no han servido en cada circunscripción para conseguir un escaño). IU es, con enorme diferencia, el partido que se queda con una mayor cantidad de «restos», es decir, de votos no traducidos en escaños.

Ésas son, en mi criterio, dos reformas urgentes de la legislación electoral: la consideración de la comunidad autónoma como circunscripción, en particular de cara al Senado y al Parlamento Europeo, y la determinación de un cupo de escaños que se atribuyan a partir de la suma de restos.

 

(*) Sin ánimo pijotero, y con la sola intención de llamar la atención sobre un error sintáctico en el que incurrimos muchos y muy frecuentemente. La construcción correcta de la frase es: «Esta ley electoral tenemos que cambiarla», no «la tenemos que cambiar», porque el pronombre debe ir pegado al verbo cuyo significado condiciona (en este caso, obviamente, «cambiar»).

Es un error corrientísimo. Hace un rato, mi amigo Gervasio Guzmán me ha dicho por teléfono: «Bueno, te dejo, que me tengo que poner a trabajar» (por «tengo que ponerme a trabajar»).

Yo lo apunto y, si alguien saca provecho de la observación, pues mejor. Y si no, pues nada.

 

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Circunstancias excepcionales

(Domingo 28 de marzo de 2004)

Los medios de comunicación aznaristas insisten en que el electorado votó el pasado 14-M «en circunstancias excepcionales».

Lo cual, si se quedaran ahí, no pasaría de constituir una pura obviedad.

Pero no se quedan ahí. Quiá.

Los aznaristas deducen muchas y muy trascendentales consecuencias de esa constatación.

La utilizan, muy en particular, para dar por hecho que los electores acudieron ese día a las urnas con sus facultades mentales gravemente trastornadas por la emoción. Trastornadas no sólo por la realidad de los espantosos hechos realmente ocurridos sino también por la «terrible manipulación» que los medios hostiles al Gobierno hicieron –eso dicen ellos– de la desgracia colectiva.

Mi tesis es muy diferente. Sostengo que en estas elecciones, por primera vez en la historia del reciente parlamentarismo español, una parte a la postre decisiva del electorado votó sin dejarse arrastrar por ninguno de los infinitos mecanismos de inducción que habitualmente orientan a la opinión pública hacia las vías más convenientes para quienes ostentan el Poder. O, para ser más preciso: votó motivada por esos mecanismos, sólo que motivada en el sentido opuesto al pretendido.

El fenómeno no se inició en la mañana del 11-M. Estaba en marcha desde hace tiempo. Empezó a crecer alimentado por la estomagante prepotencia que los dirigentes del PP convirtieron en estilo de gobierno desde que alcanzaron la mayoría absoluta. Un estilo que, ya desde los inicios de la larguísima precampaña electoral, exasperaron hasta convertirlo en su propia caricatura: chulería a raudales («Me guardaba este euro, señorita...»), desprecio de cuanto no procediera de sí mismos («porque esa oposición de todo a 100...»), descalificaciones de zafiedad inaudita («...los hectolitros de vino que Maragall bebe a diario»)...

Según los técnicos en la materia –yo no soy uno–, Aznar logró su primera victoria electoral y consiguió convertirla en mayoría absoluta al segundo intento porque acertó a movilizar a la totalidad de las fuerzas electorales de la derecha, mientras el PSOE, con sus constantes y bochornosos errores, renuncias y traiciones, provocaba la abstención de una parte sustancial de su electorado potencial. Una reacción de retraimiento que IU, sumida en sus contradicciones internas y minimizada por los medios, no sólo no consiguió rentabilizar, sino que acrecentó generando su propia y considerable cuota de abstencionistas). Lo que ha sucedido esta vez es que el PP ha logrado irritar hasta tal punto a los integrantes de esa gran bolsa de abstencionistas que ha conseguido movilizarlos e incitarlos a votar. Tenía razón Pilar del Castillo –no en vano ejerció durante un buen puñado de años como jefa del CIS– cuando dejó escapar su lastimera observación: esta vez ha votado mucha gente que no estaba prevista.

Pero no la ha movilizado la Ser, y menos aún El País. La ha puesto en marcha el propio PP.

Había hecho ya una parte importante de ese trabajo antes del 11-M. Pero lo remató –y cómo– durante las 72 horas que mediaron entre el estallido de las bombas del 11 y la apertura de los colegios electorales del 14. Ahí culminó su propia obra de autodestrucción.

Consiguieron que la votación se convirtiera en un referéndum: «¿Quiere usted que esta gente gobierne otros cuatro años más?». Pregunta a la que muchos, cientos y cientos de miles,  respondimos al punto y a gritos: «¡No, no, no! ¡No, por favor! ¡No podría soportarlo!».

Fueron circunstancias excepcionales, sin duda. Pero las crearon ellos.

 

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Los ricos también lloran

(Sábado 27 de marzo de 2004)

De lo sucedido en los ya conocidos como los tres días de marzo, el episodio más oscuro, probablemente, es el que El País, en la imprescindible cronología que publicada en su edición de hoy sábado, relata del siguiente modo:

«Poco después de las ocho de la tarde [del jueves 11], la CNN Internacional interrumpió sus emisiones para emitir un mensaje de don Juan Carlos. Efectivamente, salió el Rey y pronunció un parlamento, traducido al inglés de manera simultánea. Sin embargo, a esa misma hora, quien aparecía en las televisiones españolas era, de nuevo, el ministro Acebes. Ni rastro de la declaración del monarca. El responsable máximo de la policía continuaba igual de rotundo ("...es dinamita. La habitual de ETA"), pero reconocía que se había requisado un vehículo con una cinta magnetofónica que contenía versículos del Corán. "La cinta no tiene ninguna amenaza, se puede encontrar en distintos sitios... Ha habido muchos interesados en tratar de generar confusión y decir que esto no había sido ETA... La línea prioritaria sigue siendo la de la banda ETA, pero acabo de dar instrucciones para que no se descarte ninguna y se abran todas las vías de investigación". Sólo después de que el ministro terminara apareció la imagen de don Juan Carlos en las televisiones españolas, un cuarto de hora más tarde que en las del extranjero. Nadie ha explicado oficialmente hasta ahora semejante irregularidad, pero se sabe que el monarca pidió que, antes de su declaración, el Gobierno compareciera en público para dar a conocer que existían otras líneas de investigación diferentes a las que se habían anunciado a mediodía. Mientras Acebes lo hacía así, el ex rey Constantino de Grecia telefoneó a su cuñado para felicitarle por lo bien que había estado en la CNN. Sorpresa general en la Zarzuela, ante tanta anticipación por parte de la televisión americana.»

El País subraya oportunamente un hecho que a muchos nos llamó la atención. También yo, que tenía encendidas varias televisiones a la vez, me quedé perplejo al ver al rey en la CNN... y sólo en la CNN. Pero el periódico de Polanco hace algo más: explica a qué razón se debió el retraso con el que la TV española emitió el mensaje regio. Y, para más precisión, incluso da exacta cuenta de las llamadas que recibía el rey a esas horas («el ex rey Constantino de Grecia telefoneó a su cuñado») y de los sentimientos regios («Sorpresa general en la Zarzuela»). Lo que prueba que hay una gran fluidez en las comunicaciones entre la Zarzuela y el grupo Prisa o, alternativamente, entre La Zarzuela y Ferraz.

No hace falta insistir, en todo caso, en que quien peor librado sale en esta historia, con gran diferencia, es el Gobierno de Aznar y, más en concreto, el propio Aznar. Primero, porque ahora sabemos que, cuando anunció la existencia de «otra vía de investigación», lo hizo porque el rey le forzó a hacerlo. Y segundo, porque el relato deja claro que el rey estaba recabando información (y también consejo, a lo que parece) de voces distintas a la del propio Aznar.

Deambula el jefe del Gobierno en funciones por la escena política como alma en pena, con un rictus de infinita amargura en la boca y los ojos empañados por la autocompasión y la rabia. Tras él, Ana Botella, incapaz de contenerse, llora y llora. Ambos son la imagen misma de la derrota. Del fracaso no sólo político, sino también personal. Me hago cargo de que no ha de ser nada agradable tenerlo todo preparado para una retirada triunfal, en loor de multitudes, y encontrarse de la noche a la mañana tal como Adán y Eva, expulsados del paraíso por pecadores. Pero tampoco lo tenían nada bien los miembros de la realeza francesa a los que la plebe conducía entre escarnios a probar las delicias del invento de monsieur Guillotin, y se las arreglaban para subir al cadalso con la frente alta y una sonrisa de leve displicencia en los labios. Quien se las gasta soberbio debe estar preparado para pagar la factura, si algún día se la pasan.

Esta gentecilla ha demostrado que no estaba preparada para casi nada.

 

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El contrato

(Viernes 26 de marzo de 2004)

Dicen los periódicos que Pedro Solbes le ha dado el sí a Rodríguez Zapatero con una condición: será vicepresidente primero y dirigirá el área económica del nuevo Gobierno siempre que el presidente le conceda plena libertad para actuar sin ceñirse al programa electoral con el que el PSOE acudió a las pasadas elecciones. Y por lo que cuentan, Zapatero se lo ha aceptado.

En la concepción que buena parte de la ciudadanía española tiene de la política, figura la idea de que el político de verdad, curtido, es el que primero dice lo que los demás quieren oír y luego hace lo que le viene en gana. «Los programas electorales están hechos para no ser cumplidos», dejaba caer el difunto Enrique Tierno Galván entornando los párpados con aire malicioso. Algo del mismo tenor se le atribuye al no menos difunto Francisco Fernández Ordóñez: «En política, “nunca” quiere decir “de momento”».

«¡Qué zorros!», dice la mayoría, haciéndose cómplice de su presunta astucia.

«¡Qué falsarios!», debería exclamar, hastiada.

Lo de Rodríguez Zapatero amenaza con ir para record. Ni siquiera ha sido designado todavía presidente y ya está dejando ver su disposición a incumplir lo que prometió.

No ignoro las muchas trampas que encierra el sistema electoral español. Incluso en las leyes que lo regulan. Pero de ahí a resignarse a que las urnas sean como las cajas de los prestidigitadores, en las que los espectadores cautos meten una cosa para que el artista saque otra completamente diferente, media un buen trecho.

Hay dos preguntas elementales que debería hacerse todo elector. Primera: si lo que se nos invita a votar no es un programa, porque los programas son finalmente papel mojado, ¿con qué criterio  se supone que debemos votar? ¿Atendiendo a qué? Y segunda: si lo que se nos pide que votemos no es un programa, ¿para qué sirven entonces los programas? O, dicho de otro modo: ¿por qué nos tomamos todos el trabajo, ellos el de hacer promesas y nosotros el de escucharlas?

La dignificación de la política –no hablo de nada extraordinario: sólo de alcanzar unos mínimos– pasa por la consideración de los programas electorales como auténticos contratos que los candidatos suscriben con el electorado. Y que aquel que fue elegido porque prometió que iba a hacer esto y lo otro haga esto y lo otro o él mismo se considere obligado a rendir cuentas por ello.

Habrá promesas que resulte imposible cumplir, sin duda. Pero también ésas merecerán análisis. ¿Eran ya inviables cuando las formuló el candidato? Y en tal supuesto, ¿por qué las hizo? ¿Por inconsciencia? ¿Por frivolidad? También la inconsciencia y la frivolidad deben tener su coste.

En todo caso, no parece que sea ése el problema de Rodríguez Zapatero: él está dispuesto a deshonrar sus compromisos antes incluso de haber hecho nada por cumplirlos.

 

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