Apuntes del natural

[Del 16 al 22 de enero de 2004]

 

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Álvarez Cascos

(Jueves 22 de enero de 2004)

Ha sido siempre un político tosco en sus maneras, demasiado transparente y visceral. No son los defectos que más me repugnan, pero son defectos, qué duda cabe. Me contó un empleado del complejo de La Moncloa que, cuando ocupó, en tanto que vicepresidente primero, el edificio asignado a los de su rango, clausuró el cuarto de baño del que se servía Alfonso Guerra en sus tiempos. Por lo visto, lo consideraba maldito, o apestado, o algo así.

Fue implacable en la oposición –más sinceramente implacable, menos calculador que Aznar– y muy duro con sus enemigos cuando llegó al Gobierno. Su mayor problema estuvo, tal vez, en que se lanzó a algunas batallas tan aparatosas como problemáticas, no tanto por la fortaleza del enemigo –que también– como por el escaso entusiasmo de sus propias huestes. En ese sentido fue arquetípico su fracaso en la guerra digital contra Polanco: aparte de salir derrotado en toda la línea, se granjeó un muy poderoso enemigo que le ha perseguido hasta la tumba, zurrándole la badana a conciencia un día sí y otro también. Un enemigo que –maldita sea su estampa– cobra la barbaridad de 11,90 € por todos los partidos de fútbol de los que se reserva el monopolio, sean «de interés general» o no.

Nada más lejos de mi intención que pretender que no ha sido tan mal ministro de Fomento como se ha dicho. Hay pruebas de los muchos estragos que ha causado, a veces agravados por su proverbial cabezonería y por su total incapacidad para privarse de los placeres de la vida, algunos tan discutibles como la caza (jamás he entendido que alguien en sus cabales pueda disfrutar matando). Pero tampoco me cabe la menor duda de que otros ministros harto mejor tratados por los medios del grupo Prisa (los de Interior y Justicia, por ejemplo) han sido mucho más nefastos que él, y se han librado de la quema.

Merece también mención especial el hecho de que, en contra de lo que sus querencias belicosas permitirían esperar, ha sido durante los últimos años el dirigente del PP que ha mantenido una posición menos rígida con respecto a los nacionalismos periféricos. Incluso ha alertado a sus compañeros de Gobierno sobre el error que están cometiendo –él lo cree realmente– al enconar sus relaciones con los gobernantes vascos y catalanes.

Se quejó amargamente ayer, a la hora de su despedida, del muy escaso respeto que los medios de comunicación han tenido hacia su vida privada.

Tiene parte de razón. Pero sólo parte. La vida privada de los personajes con proyección pública debe dejarse al margen cuando ellos mismos la dejan efectivamente al margen. Pero si conviertes algo tan personal como una boda en un acontecimiento político, habrás de admitir que los comentaristas políticos la juzguen. Y si mezclas las prerrogativas presupuestarias de tu cargo gubernamental con la debilidad que sientes por una galerista de arte necesitada de vender, pues igual. Dicho lo cual, es sin duda cierto que algunos medios han entrado a saco en su vida personal, dado prueba de un mal gusto y de una carquería indignas de cualquier causa.

Pero ése es el signo de los tiempos. Raro es ahora el programa de televisión que no rezuma sangre y bilis: cadáveres destripados en la carretera, ejecuciones filmadas, cuerpos sanguinolentos extraídos de tales o cuales escombros, pobre gente ahogándose en riadas, o muriendo de hambre… y, a la vez, largas polémicas sobre hipotéticos atributos sexuales del éste o de la otra, sesiones de gritos e insultos en directo, comentarios zafios sobre las apetencias amorosas de decenas de personajes y personajillos…

Saturno devoró a sus hijos. La España aznarizada hace lo propio.

 

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Tarde y mal

(Miércoles 21 de enero de 2004)

Por fin el PSOE e IU se decidieron a recurrir ante la Junta Electoral  reclamando la retirada de la campaña publicitaria de Zaplana, ya denunciada aquí en sus inicios. Pero han actuado tarde (porque en lo esencial el mal está ya hecho) y mal (porque han argumentado contra la existencia de la campaña, sin poner por delante su contenido, y porque se han limitado a recurrir ante la Junta Electoral Central, y no lo han hecho también ante los tribunales ordinarios).

El argumento utilizado por el PSOE e IU es que la ley prohíbe hacer publicidad institucional en periodo electoral. Pero, para poder apelar a ello, han tenido que esperar a la publicación del decreto de disolución de las Cortes, que es lo que marca el comienzo de la campaña electoral, tomada en sentido amplio.

En mi criterio, tenían que haber puesto el acento en el hecho de que la campaña en cuestión no presenta ninguna función ni formativa ni informativa; que es, pura y simplemente, propaganda política a favor del alto mando del Ministerio de Trabajo y Seguridad Social. En consecuencia, deberían haber denunciado al ministro por el uso de fondos públicos para fines privados. Ése es un delito tipificado en el Código Penal: malversación de caudales públicos, creo que se llama. IU dice que está «estudiando» la posibilidad de ampliar su denuncia. A buenas horas.

Para presentar esa denuncia no hubieran tenido que esperar a que se publicara ningún decreto. Podían haberlo hecho hace diez o quince días. Y en todos los frentes.

Les falta punch. Me temo.

 

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Sin precedentes

(Martes 20 de enero de 2004)

Dicen los incondicionales de Rodríguez Zapatero que el compromiso que se ha autoimpuesto el secretario general socialista –renunciar a cualquier intento de gobernar si obtiene menos votos que el PP en las próximas elecciones generales– no tiene nada de nuevo. Y aportan lo que les parece una prueba irrefutable de ello: en 1996, Felipe González habría podido aspirar a un nuevo mandato si hubiera encabezado una coalición de partidos opuestos al PP, pero declinó hacerlo, respetando el derecho mayor que le correspondía a José María Aznar en tanto que candidato más votado.

¡Así se escribe la Historia!

González no renunció en 1996 a nada. La realidad misma le convenció de la perfecta inutilidad de cualquier intento de formar una coalición anti-PP. Con independencia de que él mismo se diera más o menos cuenta de lo exhausto que estaba su prestigio tras los enésimos escándalos económicos y políticos que jalonaron sus últimos años como presidente, estaba la evidencia de que CiU, hasta poco antes su fiel aliada, ya no quería repetir la experiencia. Menos aún en condiciones tan precarias.

Y sin CiU no había nada que hacer.

Por lo demás, la negativa de CiU no tenía nada de caprichosa. Respondía a un estado de ánimo generalizado en los círculos económicos y financieros más influyentes, de Cataluña y de fuera de Cataluña. Con el último González no ganaban para sustos. Les había rendido grandes servicios en el pasado, pero ya no les valía.

La propia dirección del PSOE asumió que su primer secretario no podía seguir en La Moncloa. Pero que González hubiera de renunciar a un nuevo mandato como presidente no quería decir que otro socialista no pudiera aspirar al cargo. Indague Zapatero sobre lo que sucedió entonces, si no lo sabe. Se enterará de que varios prominentes miembros de la Ejecutiva Federal iniciaron una rápida ronda de contactos para sondear hasta qué punto podían contar con aliados para dejarle a Aznar con un palmo de narices. Renunciaron a proseguir sus gestiones sólo cuando constataron la firmeza de la negativa de Pujol, que hizo algo más definitivo que rechazar su propuesta: no quiso siquiera recibirles.

En suma: que el compromiso que Rodríguez Zapatero ha adquirido carece de precedentes. Y se entiende, porque los políticos no suelen limitar voluntariamente su margen de maniobra. Tampoco acostumbran a asumir principios innecesarios (de hecho, suelen burlarse incluso de los necesarios).

Alguien le ha persuadido al candidato socialista de que esa promesa puede atraerle el voto de una parte del electorado de IU y, a la vez, tranquilizar a quienes temen que acabe pactando con «las hordas rojo-separatistas», que diría el otro. De lo primero, más vale que vaya olvidándose: lo que quiere la gran mayoría de los habituales votantes de IU es que Zapatero no tenga más remedio que pactar con Llamazares. Para lo cual, nada mejor que votar a IU y convertirla en una fuerza necesaria. Lo segundo, en cambio, es más aleatorio. Porque él no ha dicho que no vaya a pactar, sino que sólo lo hará si se reúnen determinadas condiciones. Aunque siempre gustará a sus enemigos que se dedique con tanto entusiasmo a ponerse él mismo la zancadilla.

 

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Ese hombre…

(Lunes 19 de enero de 2004)

No consigo entender a Rodríguez Zapatero.

A veces porque lo que dice carece de sentido. Por ejemplo, ayer afirmó que, si el PSOE es el partido más votado en las próximas elecciones, eso significará que tiene el respaldo de la mayoría de los españoles. No piensa lo que dice. Si se parara a meditar en ello, aunque fuera sólo un momento, se daría cuenta de que son dos cosas totalmente diferentes: para que el PSOE sea el partido más votado, le puede bastar con recibir algo así como nueve millones de votos; en cambio, para contar con el respaldo de la mayoría de los españoles le haría falta tener de su lado al 50% más uno, no ya de los sufragios, sino de las simpatías. Incluidas las de los niños, los no censados, los abstencionistas y los privados del derecho de sufragio por sentencia judicial. O sea, bastante más del doble. 

Lo que él quería decir –supongo– es que, en el caso de que el suyo sea el partido más votado, se considerará legitimado para formar Gobierno.

Pero es que eso tampoco lo entiendo. ¿Qué quiere insinuar? ¿Que no son legítimos los gobiernos formados por una coalición en la que no figura el partido más votado? Por supuesto que lo son. Tanto más en una realidad política en la que todas las derechas identificadas como tales se integran en un solo partido. En España hay decenas de municipios gobernados por coaliciones en las que no está el partido que sumó más votos.

La única explicación que le encuentro a esta limitación que se autoimpone Zapatero es que quiere dejar sentado que renuncia a gobernar al frente de una gran coalición que englobe tanto a IU como a los principales grupos nacionalistas. Aceptemos que esa perspectiva no le vuelva loco. Pero, ¿por qué tiene que renunciar a ella de antemano? ¿Y si luego resulta que Rajoy le aventaja sólo por un voto en el cómputo total? Por lo demás, la condición que se impone ni le asegura ni le libra de nada. En un sistema parlamentario como el español, en el que la traducción de votos en escaños dista de ser automática, cualquier eventualidad es posible: puede tener más votos que Rajoy y encontrarse en una posición parlamentaria incomodísima, necesitado de toda suerte de pactos.

De modo que su proclama es –sólo puede ser– un gesto para la galería.

Pero hay que preguntarse a qué clase de galerías hace gestos Zapatero. Porque lo que quiere dar a entender con todo esto es que no está dispuesto a conseguir el Gobierno gracias a los nacionalistas periféricos, pasando a depender de ellos. Es decir: no le preocupa que puedan acusarle de estar presto a echarse en los brazos de Izquierda Unida, con tal de que quede claro que no hará negocios con la anti-España.

Es el fantasma de Calvo Sotelo (José, el de la República) el que vuelve a visitarnos: «Prefiero una España roja a una España rota».

Es ridículo. Es ridículo el argumento y es ridículo también Zapatero por creer que un gesto como éste va a neutralizar las acusaciones demagógicas del PP. Al PP le da lo mismo lo que diga o deje de decir el líder socialista, porque sabe que la mayoría de sus eventuales votantes pasa de estas sutilezas y se queda con la sal gruesa. Así que le seguirán acusando de lo que les dé la gana, esté justificado o no. Y él habrá quedado comprometido por una promesa absurda.

 

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Nota.– Me preguntaba ayer por qué el PSOE no le ha montado un pollo a Zaplana denunciando la bochornosa utilización que hace del Ministerio para su promoción personal en estas vísperas electorales. Un lector de Andalucía me aporta la respuesta: el PSOE tiene que estar calladito porque todos los consejeros del Gobierno de Chaves –y también los de Rodríguez Ibarra y los de Bono, se supone– están haciendo lo mismo: gastarse el dinero del erario en su promoción política personal.

 

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Se tolera lo intolerable

(Domingo 18 de enero de 2004)

Hago recuento de cuantas posibilidades se me ocurren y llego a la conclusión de que sólo hay dos objetivos que justifiquen que un organismo público se deje el dinero en publicidad: la información y la formación.  Dar consejos, difundir prácticas saludables, avisar, ayudar a solventar problemas… Todo eso está bien, facilita la vida a la ciudadanía, es útil. Entiendo que se gaste en ello.

A cambio, no veo que tenga ninguna utilidad social que los jefes de tales o cuales organismos de la Administración comuniquen urbi et orbi que están muy satisfechos de cómo hacen las cosas. Supongo que no hay más remedio que sobrellevar su tendencia natural a la autosatisfacción. Lo que no tenemos por qué tolerar es que decidan hacerse costosos homenajes y luego nos pasen a nosotros la cuenta de gastos. 

Fijémonos en la machacante campaña de publicidad que está desarrollando ahora mismo el Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales. No informa de nada. No aporta nada. Se limita a decir que el Ministerio que encabeza Eduardo Zaplana hace muchísimo por todo el mundo y cumple sus deberes a las mil maravillas. Es una campaña de propaganda política en estado químicamente puro, sólo que hecha desde el Estado y con el dinero de todos.

He oído que el PSOE ha formulado una queja –una quejita– preguntándose si el Ministerio de Zaplana no estará gastando demasiado en publicidad («publicidad y propaganda», consta en la partida presupuestaria). ¿Por qué no le han montado un pollo de mucho cuidado denunciando la bochornosa utilización que hace del Ministerio para su promoción personal en víspera de elecciones?

Eso sin contar con que, además, los anuncios en cuestión son falsarios hasta decir basta. Hay uno sobre pensiones en el que, tras referirse a la paga extra que tendrán que hacer para compensar su mala previsión del IPC, dicen: «Un año más, cumplimos». ¡Qué jeta! ¿Que cumplen? Sí: con la ley, que es la que les obliga a satisfacer esa paga. Pintan como una muestra de generosidad lo que no es sino la reparación tardía de un error, verosímilmente voluntario.

Esta gente se sirve del Estado como si lo hubieran comprado en una subasta. Y nadie se lo impide. 

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Pagar a ETA

(Sábado 17 de enero de 2004)

Garzón, que ya no sabe a quién más procesar, ordenó hace un par de días la detención de un comerciante de Tolosa que pagó algunos dineros a ETA. Ayer lo puso en libertad.

Aunque la fama adquirida por Garzón no tenga que ver demasiado con su buen conocimiento de las leyes –parece haber general acuerdo en que es un instructor tirando a chapucero–, no creo que ignore los artículos más socorridos del Código Penal. Por ejemplo, el artículo 20, que pormenoriza las circunstancias eximentes de responsabilidad criminal.

Según el apartado 6º de ese artículo, está exento de responsabilidad criminal «el que obre impulsado por miedo insuperable». Que es justamente lo que hacen quienes pagan el llamado –el mal llamado– «impuesto revolucionario». Si dieran dinero a ETA voluntariamente, lo suyo no entraría en el capítulo del «impuesto revolucionario», sino en el del respaldo económico. Los otros pagan porque sienten pánico de la posibilidad (real) de que les pase algo a ellos, a sus familiares, a sus viviendas o a sus negocios. Miedo insuperable.

Por regla general, todos cuantos pagan el «impuesto» de marras lo hacen porque sienten un miedo insuperable. Razonablemente insuperable, porque tienen conocimiento de lo que les ha pasado a algunos que se negaron a soltar la guita. Igual sucede con las familias de los secuestrados que pagan el rescate exigido por los secuestradores. Saben que ETA ha matado a algunos secuestrados para dar ejemplo, y no quieren –¿cómo reprochárselo?– que su familiar engrose esa lista. En alguna ocasión el Gobierno ha instado a los jueces a que persigan a los que pagan. Es aberrante.

Y es, además, una descarada aplicación de la ley del embudo. Porque es sabido que, cuando ETA secuestró a Javier Rupérez, fue el Gobierno el que se hizo cargo del pago del rescate. Pese a lo cual, nadie pidió que fueran procesados los integrantes del Consejo de Ministros, y todavía estoy por oír a algún responsable gubernamental que ponga ese caso como ejemplo de lo que no se debe hacer.

¿Que les da rabia que ETA saque dinero? ¡Natural! Pero, del mismo modo que no se puede procesar al empleado de un banco porque no se ha jugado la vida para impedir un atraco a mano armada, tampoco cabe reprochar a las personas amenazadas o a los familiares de los secuestrados que traten de protegerse. Miedo insuperable.

Pero miremos las cosas desde otro ángulo: Garzón ordenó detener al antedicho comerciante de Tolosa, le ha interrogado y lo ha puesto en libertad. Con lo cual ha aparecido por partida doble en los periódicos, ¿no? Pues ya está: objetivo alcanzado.

 

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La Historia según Aznar

(Viernes 16 de enero de 2004)

«Desde 1800, las decisiones de España en política exterior han estado subordinadas a Francia, y eso ahora ya no es así. Algunos están contentos, otros no. Yo estoy feliz de que España tome sus propias decisiones». Declaraciones de José María Aznar a The Wall Street Journal, según El País, y a The Washington Post, según El Mundo (sic).

La política exterior española ¿subordinada a Francia desde 1800?

Si dejamos de lado el siglo XIX, en el que hubo de todo, y nos fijamos en el XX, lo primero que habremos de constatar es que, a la hora de las grandes citas con la Historia, los gobernantes españoles nunca se pusieron del lado de Francia. No lo hicieron en la Gran Guerra del 14-18, porque se declararon neutrales, y tampoco lo hicieron durante la II Guerra Mundial, porque apoyaron a las potencias del Eje.

El examen de la letra pequeña no mejora el panorama. De un lado es inevitable recordar los reiterados forcejeos hispano-franceses en el norte de África. Del otro, los cuarenta años de franquismo, a lo largo de los cuales las relaciones entre las autoridades de París y Madrid fueron más bien frías y distantes.

Entre otras cosas por la realidad de esa distancia, en buena medida ampliable al resto de los estados democráticos de la Europa occidental –con la  excepción parcial de Gran Bretaña–, Franco optó ya en 1953 por refugiarse bajo el paraguas protector de Washington. Se convirtió en un peón de la política exterior norteamericana y permitió la instalación de bases de la USAF en España. En razón de lo cual, cada vez que desde entonces Francia tuvo sus más y sus menos con los EEUU, Madrid respaldó las posiciones del gigante trasatlántico sin la menor vacilación.

Aznar se presenta como el iniciador de una nueva política exterior española. No hay tal. Todo lo contrario. Lo único que ha hecho es simplificar el juego de alianzas, que se había vuelto un poco más complejo a partir de la Transición, poniéndose por entero y sin condiciones al servicio de la voluntad de imperio de los EEUU.

Lo de Aznar es mucho más que una torpe falsificación de la Historia. Es también una impertinencia gratuita de la que no dejarán de tomar nota las autoridades francesas. Sobre todo porque, ya metido a rescribir el pasado a su aire, remata la faena afirmando que antes del 11-S España se encontró «frecuentemente» sola en su lucha contra ETA. Una afirmación que entraña un desprecio tan absurdo como innecesario de la colaboración prestada –que no regalada, desde luego– por París. ¿Qué quiere? ¿Que le enseñen en qué consiste realmente estar solo?

Tirar piedras contra el propio tejado no es una práctica muy recomendable. Pero todavía es más estúpido hacerlo por afición, sin que nadie te lo pida.

¿O es que se lo han pedido? 

 

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