Apuntes del natural

[Del 17 al 23 de octubre de 2003]

 

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Agresiones esperables

(Jueves, 23 de octubre de 2003)

Acabábamos de comentarlo. «Menos mal que no han venido los fachas a reventarnos el acto», dije yo. «Muy mal, muy mal, eres un organizador fatal», bromeó Anasagasti. «¡Un buen numerito de ésos hubiera ayudado a promocionar el libro!».

Tuvimos ayer la presentación de Dos familias vascas: Areilza y Aznar, obra de Iñaki Anasagasti y Josu Erkoreka, con prólogo de Xabier Arzalluz (que Luis Rodríguez Aizpeolea califica hoy en El País de «vitriólico»).

Todo fue según lo previsto. Tras un breve exordio introductorio mío, Erkoreka y Anasagasti explicaron sus respectivas contribuciones a la obra, hubo tres o cuatro intervenciones del público y nos disolvimos pacíficamente.

Sobre estos actos se cierne siempre el peligro del peñazo. Es muy frecuente que los autores –que se toman por lo general tremendamente en serio– larguen unos rollos de muchísimo cuidado sobre sus habilidades, a su juicio nunca suficientemente reconocidas, ejercicio de narcisismo que suelen tratar de compensar –sin conseguirlo– con infinitas afirmaciones de falsa modestia. A menudo se llevan un par de amigos cuyos piropos los –y nos– abruman, mientras ellos esbozan una sonrisa pudibunda y miran al infinito como si tanta alabanza, aunque justa, no encajara bien con la sencillez de su carácter.

Por eso da gusto cuando te topas con autores como Erkoreka y Anasagasti, que no llevan ningún amigo, cuentan de qué va lo que han escrito, lo relatan sin titubeos, añaden al conjunto unas cuantas pinceladas de buen humor y se callan antes de que hayas tenido tiempo de empezar a aburrirte.

Acabado el asunto, que quedó también muy propio por la notable asistencia de público –había incluso gente de pie– y por la presencia de medios de comunicación, francamente nutrida, nos fuimos a cenar. Y en ésas estábamos cuando alguien telefoneó a Anasagasti para informarle de los intentos de agresión que había sufrido el lehendakari Ibarretxe en Granada.

No nos extrañamos. «Lo que no sé es para qué va», comentó Anasagasti. Yo sí sé para qué va, y supongo que Anasagasti también. Se cree en la obligación de explicar sus posiciones de viva voz, ya que los medios de comunicación españoles las deforman y ridiculizan a diario. Pero ese esfuerzo de explicación directa conlleva el nada desdeñable riesgo de que algunos grupetes ultraaznaristas –o ultramayororejistas– aprovechen la presencia del lehendakari para hacer una demostración práctica de su apego a la legalidad constitucional vigente.

Por la mañana Aznar había estado jaleando a la Guardia Civil, insistiendo en su carácter militar y animándola a ser garante de la unidad de España. Por la tarde, un centenar de esforzados muchachotes granadinos demostraron al presidente del Gobierno que ellos también participan de ese benemérito espíritu.

Representantes de la comunidad universitaria de Granada se han quejado de que la Policía no hizo nada para evitar que los alborotadores agredieran al lehendakari. Dado que se trataba de una manifestación no autorizada y de que los congregados hacían ostentación de su fascismo militante, el delegado del Gobierno hubiera podido ordenar que se despejara el campo (cosa sencilla, porque los manifestantes no pasaban del centenar).

Dicho de otro modo: que si Ibarretxe fue agredido y su coche atacado a golpes, es porque así lo quiso la autoridad gubernativa. Y todos sabemos por qué.

 

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El disparate Mayor

(Miércoles, 22 de octubre de 2003)

–Pero, decidnos, por favor: ¿aceptáis que algunos nos indignemos por la persecución que sufrís y que  apoyemos sin reservas vuestra libertad de expresión, pero que no por ello compartamos ni poco ni mucho vuestras posiciones políticas?

La pregunta les fue dirigida por dos veces a otros tantos miembros del Foro de Ermua en un debate de la televisión vasca hace un par de semanas.

Ninguno de los dos la respondió.

Ignoro por qué, pero se me ocurre una explicación plausible: les habría gustado responder «No», pero algo les hizo pensar que quizá no quedaran muy bien si lo hacían.

Sea como sea, es eso lo que vienen a decir, aunque de manera menos directa, cuando dan rienda suelta a sus pulsiones ideológicas más arraigadas.

Su mentor supremo, Jaime Mayor Oreja, lo plasmó el pasado lunes en la tribuna del club Siglo XXI con una sola idea: el objetivo central contra el que hay que reunir ahora todas las fuerzas –dijo– es el nacionalismo. Ya no es ETA, a la que él considera «más acabada» que nunca –como si lo acabado admitiese grados–, sino el PNV, en general, e Ibarretxe, en particular. Hay que sacarlos del poder como sea.

No me voy a detener demasiado en las incongruencias.  No me atrancaré tratando de imaginar cómo se puede conjugar el rechazo de una exclusión (la de los no nacionalistas) promoviendo otra (la de los nacionalistas). Dejaré de lado también el absurdo en que incurre al decir que aspira al triunfo en las próximas elecciones autonómicas cuando, a la vez, avisa con gran alarma del grave peligro que hay de que los nacionalistas venzan por mayoría absoluta.

Me quedo sólo con el disparate mayor de Mayor: que se dedique sistemáticamente a sembrar el odio entre los vascos, incitando a los unos contra los otros.

Derrotado una y otra vez, frustrado en sus aspiraciones políticas, ve en el nacionalismo vasco la fuente de todas sus desgracias. No comprende que las peores zancadillas que ha sufrido se las ha puesto él mismo, sin ayuda de nadie.

Para fracasar, se las basta y se las sobra.

 

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Carguistas

(Martes, 21 de octubre de 2003)

En su prólogo al libro de Iñaki Anasagasti y Josu Erkoreka Dos familias vascas: Areilza-Aznar, que acababa de llegar a las librerías y que me toca presentar mañana (*), Xabier Arzalluz cuenta una anécdota dirvertida. Relata que, allá por los comienzos del siglo anterior, había una pandilla de adinerados señoritingos bilbaínos que acostumbraba a poner fin a sus juegas nocturnas yendo a mear al pie de la recién erigida estatua del Sagrado Corazón. En ésas estaban un día cuando alguien le preguntó al entonces joven José Félix de Lequerica, destacado integrante del grupete, cuál era su ideario político. La respuesta del que pasado el tiempo sería distinguido preboste franquista dejó de piedra a su interlocutor.

–¿carlista? –le preguntó perplejo. 

–¿Y quién ha dicho carlista? –respondió airado el linajudo muchacho–. He dicho carguista; de cargo.

Hay que decir que la actitud de Lequerica sólo tuvo un punto verdaderamente extraordinario: el cinismo con que la expuso. Recuerda a la desenvoltura, también deliberadamente cómica, con la que Pío Cabanillas (padre) respondió a un periodista que le preguntó por el resultado de unas elecciones. «Hemos ganado –respondió–. Lo que todavía no sé es quiénes».

He conocido a dos tipos básicos de carguistas en el mundo político, a derecha e izquierda.

El primer tipo es el constituido por los políticos que tratan de hacer carrera por su cuenta, sin fiar de ninguna estructura organizada. Pueden y suelen militar en algún partido o facción, no sólo para servirse de él como trampolín, sino también porque saben que la opinión pública española, a diferencia de la estadounidense, tiende a desconfiar de quienes hacen política abiertamente por libre, al margen de los partidos, pero no sacrifican ni un milímetro de sus intereses personales a ninguna causa común y, si el partido en el que militan se convierte en un estorbo, se desplazan a la órbita de otro más conveniente. Los dos personajes a los que Anasagasti y Erkoreka dedican su libro –José María de Areilza y Manuel Aznar, abuelo del actual presidente del Gobierno– formaron parte de este género de arribistas.

Menos detectables –y a veces incluso más taimados– son los trepadores del segundo tipo: los que se las arreglan para convertir su partido, entero, en una agrupación de carguistas, lo que les permite trepar a ellos a lo más alto pareciendo entregados a una causa colectiva. Los dos grandes partidos españoles de hoy en día son agrupaciones netamente carguistas, como lo es CiU y, en parte, también el PNV. Dentro del PNV se desarrolla en estos momentos una intensa pugna entre los que aspiran a convertir el partido en una mera asociación de carguistas y los que todavía quisieran que sirviera para ayudar al cumplimiento de determinadas metas ideológicas (al margen de la valoración que esas metas puedan merecernos a cada uno de nosotros). Hay que contar con que en el PNV hay ya un conjunto de cuadros, relativamente jóvenes, que no vivieron el franquismo y que llevan ya casi un cuarto de siglo sin bajarse del coche oficial.

Si es cierto que el ser social condiciona –si es que no determina– la conciencia, es difícil que la de estos caballeros esté cerca de los sentimientos de la gente que pasea por unas calles que ellos hace años que sólo pisan para ir del coche con chófer al despacho y del despacho al restaurante.

No hace falta ser un lince para entender de qué habla Arzalluz cuando toma el carguismo de Areilza y Aznar como excusa.

 

––––––––––––

(*) Iñaki Anasagasti y Josu Erkoreka, Dos familias vascas: Areilza-Aznar, Foca 2003, 678 páginas. No engaño a nadie: aviso que en la primera página de la obra puede leerse: «Director de colección: Javier Ortiz». Si esto puede tomarse por publicidad –que no lo pretende–, quede claro por lo menos que no es camuflada.

 

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Prostitución

(Lunes, 20 de octubre de 2003)

Me cuentan que las mujeres del PSOE sostienen erre que erre su posición contraria a la existencia de la prostitución. «Abolicionista», la llaman. El adjetivo «prohibicionista» sería más adecuado. 

A los fines de esta polémica, conviene empezar por señalar que la prostitución no existe. Hay diversas variedades, y no son homologables. Algunas merecen ser perseguidas por la ley, porque constituyen formas de esclavitud pura y simple. Es el caso de la prostitución dominada por proxenetas, o la que funciona en régimen prácticamente carcelario en ciertos locales (algunos clubes de carretera, en particular). Pero es un error prohibir la actividad de quienes deciden ganarse la vida negociando con su cuerpo.

Se trataría en todo caso de un error porque, siendo de hecho imposible abolir la prostitución, a lo único que conduciría la prohibición es a obligar a quienes la ejercen a hacerlo en condiciones de clandestinidad, con los graves problemas de todo género –higiénico-sanitarios, de protección social, psicológicos, etc.– que eso acarrearía.

Pero sería también erróneo porque no hay razón alguna que permita considerar más degradante alquilar el cuerpo, sin comprometer en ello necesariamente la mente, que vender la capacidad de raciocinio a tanto la pieza, como hacen los trabajadores y trabajadoras de otras ramas de la economía (y pienso muy particularmente en el periodismo). Quien ejerce la prostitución, siempre que mantenga un control adecuado sobre las condiciones en que lo hace –y es ahí en dónde habría que insistir–, puede guardar a salvo su independencia de criterio. Es mucho más doloroso verse obligado a opinar públicamente lo que manda el patrón, aunque se maldiga por dentro.

Tiene su lado sarcástico que sean precisamente las mujeres del PSOE las que levanten la bandera del prohibicionismo en nombre de la ética. Si tanto les preocupa la ética, no sé qué narices hacen en un partido que todavía sigue homenajeando a gente condenada por actividades de tan alta moralidad como secuestrar viejos inocentes y enterrar detenidos en cal viva.

 

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Mienten hasta en la cita

(Domingo, 19 de octubre de 2003)

Los organizadores del mitin que va a realizarse esta mañana en Madrid para protestar contra la llamada “Conferencia de Donantes” me han pedido que, ya que estoy fuera de la capital y me es imposible acompañarlos, les escriba unas líneas para ser leídas. Les he mandado el siguiente texto (deliberadamente breve, porque me sé cómo suelen ser los mítines).

 

Lo que va a reunirse en Madrid la semana próxima tal vez sea una Conferencia, pero no de donantes, en todo caso. Aquí nadie dona nada. ¿A cuento de qué iban a estar dispuestos a ayudar generosamente a la reconstrucción de Irak los mismos que han racaneado año tras año hasta el exiguo 0,7% de contribución al desarrollo al que se comprometieron formalmente?

Según el Diccionario de la Academia de la Lengua Española, «donar» es «traspasar uno graciosamente a otro alguna cosa o el derecho que sobre ella tiene». No hace al caso hablar aquí de donación. No es ya que la intención de los reunidos no sea traspasar graciosamente nada; es que ni siquiera se proponen traspasar. El dinero que van a rascarse del bolsillo no lo van a poner en manos de otro, sino en las suyas propias. Lo van a hacer sirviéndose de un lacayo al que admiten sin recato que vigilarán muy de cerca, no vaya a ser que tenga ideas propias sobre dónde, cómo y cuánto invertir.

Ellos mismos dan cuenta de sus verdaderas intenciones cuando invitan a tales o cuales inversores privados a que se sumen a su iniciativa. Les aseguran que harán un buen negocio y que obtendrán importantes beneficios. ¿Desde cuándo una donación produce réditos?

Mi última pregunta es corolario elemental de lo anterior: ¿qué de bueno  puede dar de sí una reunión en la que hasta el enunciado de la convocatoria es mentira?

 

Vázquez Montalbán

Me ha conmovido la muerte de Manolo Vázquez Montalbán. Le tenía aprecio.

Apenas lo traté personalmente. Coincidí con él en diversos saraos de ésos en los que hay muchos famosos, pero mi pudor –o mi enfermizo sentido del ridículo– me impidió abordarlo con ese recurso tan tópico y socorrido: «¡Hola! Soy Fulano. ¿Te acuerdas de mí? Estuvimos juntos una vez en...».

En la única ocasión en que hablé con él –y doy por seguro que no se quedó con mi nombre para nada– fue en 1985. Habíamos ido dos amigos a hacer una serie de entrevistas en Barcelona y, aunque la de Montalbán correspondía al otro, le acompañé. Estuvimos en su casa de Vallvidriera. Tenía curiosidad por comprobar si tenía negros que le ayudaran a producir la ingente cantidad de artículos y colaboraciones que publicaba semana tras semana. Otros escritores aparentemente prolíficos los han tenido.  Enseguida comprobé que, de tenerlos, no trabajaban allí: en su cubículo de escritor no había espacio más que para una persona. Y echando una ojeada a lo que había por encima de su mesa de estudio confirmé la primera impresión: lo escribía todo él, solo y por su cuenta. Los borradores daban cuenta de ello.

Recuerdo que dijo en aquella entrevista algo que me hizo gracia y que se me quedó grabado. Lo he citado alguna vez. Refiriéndose a nuestra generación –la inmediatamente siguiente a la suya–, comentó: «Vosotros, en los años sesenta, decíais que yo era un maldito socialdemócrata, reformista, revisionista y no sé cuantas cosas más. Y probablemente teníais razón. Lo era y lo sigo siendo. Pero el escenario político se ha desplazado de tal manera hacia la derecha que ahora, manteniéndome en las mismas posiciones, todo el mundo me toma por un peligroso izquierdista radical».

¡Y eso lo decía en 1985!

Últimamente habíamos establecido algunos contactos indirectos y estábamos a punto de tener, por fin, un mano a mano. Le dijo a un amigo común que le apetecía charlar conmigo. Supongo que la idea le vino a la cabeza a raíz de un texto que escribí –una especie de panfleto– que le gustó. Parece que de vez en cuando también leía alguna de mis columnas y no le disgutaban.

Cuando me preguntan qué me parece Vázquez Montalbán como escritor, muchos se extrañan de mi respuesta. Lo comparo con Baroja. Vázquez Montalbán era una especie de Baroja actual, sólo que bienhumorado y de izquierdas. Al igual que Baroja, prestaba poca atención a la escritura en sí misma. Buscaba la eficacia de lo escrito; no su belleza. Prestaba toda su atención a la gracia de las ideas, al interés de la historia, a la pasión del relato. No es que no fuera un esteticista; es que la estética misma se le quedaba con frecuencia olvidada por el camino.

Es fácil encontrar en sus novelas frases de sintaxis muy discutible, construidas como con prisa, desaliñadas. Lo que no resulta nada fácil es que te aburran.

Como columnista de prensa era fantástico. La distancia corta de una columna estaba hecha a la exacta medida de su socarronería y de su extraordinaria capacidad no ya para ridiculizar, sino para poner en evidencia la ridiculez de los mandamases.

Dejo para el final lo que para mí es, con diferencia, más importante: puso siempre el prestigio de su pluma al servicio de los más débiles.

 

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«...Y no pasa nada»

(Sábado, 18 de octubre de 2003)

Estuve el jueves en la entrega de los premios Vasco Universal del Año, en Vitoria, en la Lehendakaritza. Las dos personas premiadas eran la soprano Ainhoa Arteta –primera mujer que recibe el galardón– y el veterano periodista y escritor Martín Ugalde.

Fue un acto curioso, con sus momentos de emoción.

Todo el mundo hablaba de la operación ordenada por el juez Juan del Olmo en la madrugada anterior. Nadie consideraba casual la aparente coincidencia: en el mismo día, de un lado la actuación policial centrada en el Parque Cultural «Martín Ugalde»; del otro, la entrega del premio Vasco Universal al propio Martín Ugalde. «Porque está muy débil y en la cama que, si no, Del Olmo le detiene también a él», dijo más de uno.

Hablé con gente diversa: algunos políticos, personajes del mundo de la cultura, unos cuantos periodistas... Me llamó la atención que varios de ellos coincidieran en poner como muestra de la ceguera de la casta dominante en Madrid –«el establishment», que dice ahora Ramón Jáuregui– la última intervención estelar de José María Cuevas, en la que el presidente de la patronal española animó a Aznar a suspender la autonomía vasca. Cuevas aportó a Aznar un razonamiento aplastante. Le dijo, por sobre poco más o menos (cito de memoria): «Se cerró un periódico y no pasó nada... Se ilegalizó un partido político y no pasó nada... Cabe suponer que, si el Gobierno toma ahora medidas de más alcance, tampoco pasará nada».

La pregunta inevitable –inevitable en Euskadi, al menos– es: ¿qué entenderá el pollo éste por pasar algo? Nadie se ha puesto a cavar trincheras, es cierto. Pero el cabreo, el estupor y la amargura tienen cada vez más peso en decenas, en cientos de miles de conciencias.

Un sondeo de opinión que acaba de hacerse público indica que una aplastante mayoría de la población vasca –por encima del 70%– considera que el futuro nacional del pueblo vasco debe ser decidido libremente por los propios vascos, sin injerencias foráneas. ¿Qué es eso sino el derecho de autodeterminación? Es obvio que la posición autodeterminista engloba a mucha gente no nacionalista, incluyendo –forzosamente– a bastantes votantes del PSOE, e incluso del PP. Los constantes embates del poder central no ya sólo contra el nacionalismo vasco, sino contra las instituciones vascas en tanto que tales, y la sistemática campaña de descrédito de las señas de identidad vascas, están propiciando un clima de enfrentamiento que prefiero no imaginar en qué puede acabar.

Cuevas es un perfecto necio. Cree que ellos actúan «y no pasa nada». Vaya que sí pasa.

Es como el idiota que ve subir la temperatura del agua del radiador de su coche –hace un rato 60º, luego 80º, ahora 90º– y piensa: «Me da igual. Mientras no hierva...».

 

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Suma y sigue

(Viernes, 17 de octubre de 2003)

¿Por qué razón el juez de la Audiencia Nacional Juan del Olmo ordenó a la Guardia Civil que procediera en la madrugada del jueves a la detención de algunos editores y empresarios relacionados con el mundo del euskara y al registro de sus locales, cuando los propios arrestados habían manifestado públicamente su voluntad de colaborar con la justicia para disipar cualquier sospecha de colaboración con ETA por su parte? ¿Por qué Del Olmo no les llamó a declarar, sin más? ¿Qué necesidad tenía de recurrir a procedimientos tan excepcionales?

¿Lo hizo, tal vez, para que no huyeran? Aunque no aceptáramos la sinceridad de su  disposición a declarar, lo que tampoco podríamos creer es que se ordenó su detención nocturna para cogerlos por sorpresa. Porque no hubo tal: media Euskadi, incluidos los ahora encarcelados, sabía desde hace bastante que iban a ser detenidos. Incluso qué día. Hasta se cruzaron apuestas sobre la hora. De haber querido huir, los perseguidos por Del Olmo hubieran podido esperar a los emisarios del juez... en Katmandú.

¿Decidió quizá la utilización de métodos tan extraordinarios a la vista de la gravedad de los delitos imputados? Es más que dudoso. Aunque el diputado del PP vasco Carmelo Barrio no haya dudado en llamar «asesinos» y «terroristas» a los arrestados, el hecho es que de lo único que se ha hablado hasta ahora es de un posible delito económico. Hasta el ministro del Interior, tan dado a atribuir delitos no probados y a desconsiderar la presunción de inocencia –recordemos a los peligrosos terroristas del detergente–, se ha cuidado esta vez de relacionar con ETA a los detenidos.

¿Entonces? ¿Qué sentido tiene tratarlos como a terroristas y aplicarles leyes previstas exclusivamente para los presuntos delitos de terrorismo?

El juez Baltasar Garzón dio en entender hace ya años que el diario Egin formaba parte del entramado de ETA, por lo que decidió su clausura. Se habló mucho de ello. A cambio, no se ha hablado apenas de que hace unos meses el propio Garzón dictó un auto por el que autorizaba la vuelta de Egin a los kioscos, a condición de que pagara tales y cuales deudas. ¿Era Egin un instrumento de ETA o no? ¿Debemos entender que Garzón admitiría que volviera a salir a la calle un instrumento de ETA? Sería imposible, en todo caso. Lo que dijimos en su día se cumple ahora: no existe la clausura cautelar de un diario; un periódico que deja de salir por un tiempo, muere.

¿Qué clase de justicia es ésa, que permite que pasen los años y los sumarios duerman el sueño de los injustos sin sustanciarse en nada?

Éste de Egunkaria y aledaños va camino de ser otro más.

Citaba antes las apuestas. Pueden ir ustedes cruzando algunas sobre el tiempo que puede tardar en concluirse este sumario.

Un consejo práctico dictado por la experiencia: utilicen el año como unidad de medida.

 

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