Apuntes del natural

[Del 19 al 25 de septiembre de 2003]

 

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El miedo a que se sepa

(Jueves, 25 de septiembre de 2003)

Los 1.400 expertos que el Gobierno de Bush envió a Irak para hallar las armas de destrucción masiva que ponían en peligro nuestra civilización occidental y cristiana han llegado a una conclusión: tanto daría que buscaran el vellocino de oro.

Las autoridades norteamericanas recalcan que se trata de una conclusión provisional. Y lo es, sin duda: mientras decidan que los expertos sigan en Irak busca que te busca, todas sus conclusiones serán provisionales. Otra cosa es que ellos mismos hayan manifestado esperanzas de encontrar algo si continúan la búsqueda. Al contrario: según las noticias que hoy han divulgado la BBC, The Guardian y varios medios estadounidenses, los 1.400 especialistas no ven qué más podrían hacer. Es más: creen que no han encontrado nada porque no hay nada que encontrar.

Admito que al principio me sorprendió que los ocupantes estadounidenses no encontraran armas de destrucción masiva en Irak. No porque creyera que Sadam Husein las tenía –que no lo sabía, y sigo sin saberlo–, sino porque di por hecho que, si no descubrían armas autóctonas, llevarían desde los propios EUA otras fabricadas ad hoc, con sus letreritos de made in Iraq y todo.

Tardé en darme cuenta de que esto último era prácticamente imposible. ¿Por qué? Porque la banda de George Bush no puede encargarse personalmente de la fabricación en secreto de esas armas y de su traslado a suelo iraquí. Hubieran tenido que recurrir a oficiales y soldados del Ejército, y a trabajadores de la industria armamentista. Decenas, cientos de personas, tal vez. Y no podían tener la certeza de que alguno de los enterados no fuera a sentir la tentación, fuera por escrúpulos morales fuera por ambición económica, de chivarse a la Prensa. Lo cual habría tenido efectos catastróficos para los tramposos: ése es el tipo de cosas que la opinión pública norteamericana no perdona.

Cuando la fuga de Luis Roldán, hace casi una década, evoqué en esta misma línea de reflexión un viejo poema de Bertolt Brecht. Escribió Brecht: «General: tu tanque es poderoso. / Pero tiene un defecto: / necesita un conductor». Y es verdad: siempre cabe la posibilidad de que el conductor piense, sienta, no acepte la orden. O que cuente luego lo ocurrido. De no necesitarse conductores de uno u otro tipo, de no hacer falta intermediarios que lleven a cabo los designios de la superioridad, supongo que es harto probable que Roldán hubiera dejado la vida por esos mundos de Dios. Y que hubieran aparecido en Irak armas de destrucción masiva.

Ya que es poco lo que cabe esperar de la decencia de los gobernantes, está bien que funcione, al menos, el miedo a que se sepa.

 

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David Rojo

(Miércoles, 24 de septiembre de 2003)

David Rojo, responsable –y creo que también propietario– de una interesante página web llamada El periodista digital, tiene tras de sí un historial bastante conflictivo. Hermano del también periodista Alfonso Rojo, entró a trabajar en el El Mundo, de donde salió por la puerta de atrás acusado de ser «un profesional de la cleptocracia periodística», según dice hoy de manera un tanto elíptica un editorial de ese periódico. Ex cuñado de Ana Rosa Quintana, él fue, como se sabe, el negro que escribió a la presentadora televisiva la novela aquella de los largos párrafos plagiados, que tanto escándalo montó.

Cuando El periodista digital funciona como «periódico de periódicos», hace una labor de mucho interés, porque ahorra a las personas ávidas de información el tiempo y el dinero que cuesta saber qué dice el conjunto de la Prensa. Ha habido medios de Prensa que han acusado a El periodista digital de violar el copyright de los artículos que reproduce, pero no creo que tengan razón: ellos tampoco pagan a los autores por la reproducción electrónica de lo comprado en principio para su publicación en papel. Otra cosa es cuando Rojo utiliza su página web para emprender campañas personales, sea contra la dirección de El Mundo, a la que le tiene una inquina tan comprensible como poco confesable, y contra la jefatura de Interviú, a la que tiene enfilada muy probablemente porque fue esa revista la que descubrió los plagios que encerraba la novela que él escribió por encargo de Ana Rosa Quintana.

Ahora David Rojo es acusado de haber obtenido una entrevista y dos cartas de Tony Alexander King con engaño, amparándose en su condición de abogado y violando el secreto que debe regir las relaciones, incluso todavía no reguladas por contrato, entre defensor y defendido. He mirado El periodista digital para ver por dónde enfoca Rojo su defensa. No niega los hechos: se limita a decir que otros medios también han hecho cosas raras en otras ocasiones.

Me temo que David Rojo haya ido demasiado lejos en la concepción del periodismo como  ejercicio que reserva el éxito a quienes mejor saben recurrir a la picardía y la desenvoltura.

No es una concepción exclusivamente suya. Otros periodistas madrileños pudieron inducirle a engaño alcanzando su éxito gracias, precisamente, a la picardía y la desenvoltura.

 

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Aznar, teórico y práctico

(Martes, 23 de septiembre de 2003)

Tomé ayer por la tarde un taxi bajo el sol de plomo de este maldito fin de verano capitalino. Iba  tratando de levantarme el ánimo con los aires mentales de la canción de Brassens que lleva el nombre del día y que canto todos los 22 de septiembre (*) desde hace años, por motivos que no hacen ahora al caso, haciendo lo posible por olvidar la cita que tenía a continuación con el dentista.

El golpe fue fuerte: la radio del taxi me hizo pasar del recuerdo de la voz cálida del viejo Georges al verbo espeso de José María Aznar, que discurseaba desde Nueva York en un foro internacional reunido para analizar las raíces del terrorismo.

Mi primer impulso –lógico– fue reclamar al taxista que cejara en su intento de torturarme con ese perverso Rodríguez Galindo de la oratoria. Pero, así que presté atención al rollo que se estaba soltando, se despertó mi curiosidad.

Centró Aznar su intervención en negar la mayor, reprochando implícitamente a los reunidos que se dispusieran a hablar de las raíces del terrorismo. Les dijo que es un error conceder importancia a las causas que pueden explicar los actos de violencia terrorista. «Hay que desmitificar la idea misma de causa», sentenció. Para él, sólo han de tenerse en cuenta los efectos. En consecuencia, lo único que hay que estudiar es cómo acabar con los terroristas.

Eso dijo.

Los otros destacados intervinientes –Annan, Chirac, Chrétien, Lula da Silva–  dedicaron sus intervenciones al enunciado del foro, examinando las realidades que explican –no que justifican, por supuesto– la existencia del terrorismo y planteando la necesidad de superar las situaciones de injusticia, frustración y sufrimiento que pueden contribuir a que surjan y obtengan cierto respaldo social tales o cuales fenómenos de violencia política organizada.

Nadie se tomó el trabajo de responder a la tesis de Aznar. Tal vez por delicadeza.

El discurso del presidente español se basó, todo él, en un sobreentendido falso. Prescindió de definir qué entiende por terrorismo, dando por hecho que, cuando se trata del terrorismo, todo el mundo habla de lo mismo. Y quedó claro que no es así.

Por el sentido de las palabras de Aznar, se deduce que considera terrorismo todo acto de violencia política realizado por quienes no actúan bajo el paraguas de la autoridad de un Estado. Pero ésa es una simplificación inaceptable. En primer lugar, porque, si el terrorismo fuera eso, quedaría excluida la existencia del terrorismo de Estado. Y en segundo término, porque, si toda violencia no legitimada por la autoridad de un Estado fuera condenable, quedaría anulado de un plumazo el derecho a combatir los regímenes tiránicos. La primera pretensión contradice el Derecho internacional. La segunda, el sentido mismo de la justicia y, ya de paso, la propia doctrina de los Padres de la Iglesia de la que Aznar se declara devoto fiel. 

Si más allá de la autoridad de los estados no hubiera violencia justa, ninguna revolución podría ser justa.

Incluso aceptando que Aznar no pretenda que ese estrafalario principio valga para juzgar el curso general de la Historia –quedarían en muy mal lugar la toma de la Bastilla, el levantamiento armado de George Washington contra las tropas británicas y la propia resistencia europea contra el nazismo, sin ir más lejos–, es obvio que su mera aplicación a la actualidad obligaría a replantear las relaciones, incluídas las del Reino de España, con un buen puñado de estados cuyos actuales gobernantes han llegado al poder manu militari, contando con las autoridades establecidas únicamente para pasarlas por las armas.

Es realmente sorprendente que Aznar se crea autorizado para dar lecciones sobre terrorismo al resto de los líderes del mundo, dictándoles de qué deben y de qué no deben hablar. Porque tampoco puede decirse que sus insuficiencias como teórico se vean paliadas por sus éxitos como práctico.

Todos sus colegas internacionales saben que ya hace siete años que prometió que en seis habría acabado con ETA. 

Suerte tiene de que no se lo recuerden.

 

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(*) He aquí la letra de la canción en cuestión.

 

 LE 22 SEPTEMBRE

(Georges Brassens)

 

Un vingt-deux septembre au diable vous partites,
Et, depuis, chaque année, à la date susdite,
Je mouillais mon mouchoir en souvenir de vous.
Or, nous y revoilà, mais je reste de pierre.
Plus une seule larme à me mettre aux paupières.
Le vingt-deux septembre, aujourd'hui, je m'en fous.

On ne reverra plus, au temps des feuilles mortes,
Cette âme en peine qui me ressemble et qui porte
Le deuil de chaque feuille en souvenir de vous.
Que le brave Prévert et ses escargots veuillent
Bien se passer de moi pour enterrer les feuilles.
Le vingt-deux septembre, aujourd'hui, je m'en fous.

Jadis ouvrant mes bras comme une paire d'ailes,
Je montais jusqu'au ciel pour suivre l'hirondelle
Et me rompais les os en souvenir de vous.
Le complexe d'Icare à present m'abandonne.
L'hirondelle en partant ne fera plus l'automne.
Le vingt-deux septembre, aujourd'hui, je m'en fous.

Pieusement noué d'un bout de vos dentelles,
J'avais sur ma fenêtre un bouquet d'immortelles
Que j'arrosais de pleurs en souvenir de vous.
Je m'en vais les offrir au premier mort qui passe.
Les regrets éternels à présent me dépassent.
Le vingt-deux septembre, aujourd'hui, je m'en fous.

Désormais, le petit bout de coeur qui me reste
Ne traversera plus l'équinoxe funeste
En battant la breloque en souvenir de vous.
Il a craché sa flamme et ses cendres s'éteignent.
A peine y pourrait-on rôtir quatre châtaignes.
Le vingt-deux septembre, aujourd'hui, je m'en fous.

Et c'est triste de n'être plus triste sans vous.

 

(Sólo el último verso –magnífico, por lo demás  me sobra.)

 

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La pelota vasca

(Lunes, 22 de septiembre de 2003)

Vimos ayer en el Kursaal 2, dentro del Festival de Cine de San Sebastián, La pelota vasca – La piel contra la piedra, de Julio Medem. Era una proyección especial para participantes en la propia película –que somos muchos– y para los pocos afortunados que consiguieron hacerse con una entrada.

Medem ha hecho un buen trabajo de montaje, intercalando con habilidad algunas tomas de las entrevistas que nos hizo a setenta y tantos personajes –políticos, escritores, artistas, periodistas, víctimas de los dos lados, familiares, especialistas en diversas materias...– con algunas filmaciones propias, varios cortes de películas de ficción (Operación Ogro, Yoyes) y algunos documentales, entre ellos uno muy curioso (y para mí desconocido) de Orson Welles. El resultado es una película honrada y emotiva. Virtud considerable: pese a incluir tanta entrevista, no llega a hacerse pesada.

La aportación estrictamente política de La pelota vasca es escasa. Hablo por mí, claro está. Quiero decir que no se desprende de la película ninguna conclusión a la que no hubiera llegado antes de sentarme en la butaca del cine. Sí me facilitó un mejor conocimiento –o los datos para tener una mayor sensibilidad– con respecto a ciertos dramas personales: el de viudas e hijos de asesinados por ETA o por los GAL, el de mujeres e hijos de presos de ETA, el de personas amenazadas por ETA...

Pero supongo que Medem tampoco pretendía que la película añadiera demasiada información política a los vascos más metidos en harina.

Y en ese punto puede residir el mayor problema con el que se encuentre, ahora que la derecha españolista le ha montado la escandalera, poniendo de vuelta y media el documental. Va a tener dificultades para distribuirlo fuera de Euskadi, que es donde podría rendir un mejor servicio, aportando datos que la inmensísima mayoría de la gente desconoce. Podrá, quizá, distribuirlo internacionalmente, lo que tampoco es desdeñable, pero no creo que consiga exhibirlo en los grandes cines de Madrid, de Sevilla o de Valencia.

Termino esta breve crónica precipitada con un toque privado: mi aparición es mínima. Dos breves cortes. Quizá en los documentales de televisión y en el DVD salga algo más. Me da que el día de la grabación no estaba yo en mi mejor momento: arrastraba una lumbalgia espantosa –recuerdo que caminaba ayudándome de un bastón– y, además, tenía gripe. Y un humor de perros. Es fácil que Medem no me haya sacado más porque tampoco hubiera mucho más que sacar.

 

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P.D. Me encontré con mi amigo Carlos Boyero en la entrada del cine. Hacía tiempo que no charlábamos. No tuve ocasión, en medio del lío, de verlo a la salida y preguntarle qué le había parecido. Leo hoy su crónica en El Mundo. Visceral, como siempre. Brillante, como siempre. Os invito a leerla pinchando aquí.

 

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¡Qué asesino tan majete!

(Domingo, 21 de septiembre de 2003)

Aún admitiendo que asesinar está mal, por lo general, convengamos que hay asesinos y asesinos.

Los hay que matan y que da igual que los cojas con el cuchillo chorreante de sangre en la mano y el hígado del muerto en el bolsillo: lo niegan todo y se quedan tan anchos.

Eso es inaceptable. Incluso quienes optan por instalarse dentro del complejo mundo del crimen –una decisión problemática, de suyo– es laudable que respeten ciertas normas. Por elemental cortesía.

En ese sentido, debemos aplaudir –y aplaudimos– la decisión de Anthony Alexander King que, una vez detenido, ha tenido el detalle de declararse culpable de los asesinatos de Sonia Carabantes, en Coín, y de Rocío Wanninkhof, en Mijas.

Otro cualquiera es probable que se hubiera cerrado en banda y hubiera dicho a la Policía: «Oigan, prueben ustedes mi culpabilidad». Pero él que, como camarero que fue, conserva seguramente un punto de piedad en el fondo de su corazoncito para el duro oficio de los trabajadores, incluidos los de la Policía, debió de decirse: «Venga, no les obligues a pensar y a averiguar. Díselo tú mismo». Y lo confesó todo.

Tomen nota de ello las organizaciones tipo Amnesty International: no siempre la Policía obtiene las confesiones a bofetadas. A veces hay criminales, tipo A. A. King, que lo confiesan todo sin que nadie les ponga la mano encima. Basta con lo que –desde siempre– se llama «un hábil interrogatorio».

 

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No hay post-ETA

(Sábado, 20 de septiembre de 2003)

Dejé en el aire el martes pasado, pendiente de reexamen, la cuestión planteada por algunos a los que se les supone bien informados sobre la realidad vasca y que han dicho en varias ocasiones últimamente que ETA es ya prácticamente un fenómeno residual y que, de hecho, estamos en un tiempo «post-ETA». Escribí que, como era un asunto del que no estaba bien informado, me enteraría y volvería a sacarlo a colación.

He hecho lo posible por enterarme, preguntando a quien sabe, y me han dicho que no es cierto. Que ETA sigue teniendo gente, dinero y armas suficientes para proseguir haciendo de las suyas. Así lo consideran los propios servicios de Inteligencia del Estado francés. Otra cosa es que estén pasando ahora mismo –felizmente– por una fase de baja actividad por las razones que sea: porque estén reestructurándose para afrontar mejor la coordinación policial franco-española, ahora mismo fortísima, porque hayan decidido cambiar de modus operandi, porque teman estar infiltrados por topos y estén intentando descubrirlos...

El consejero de Interior del Gobierno de Vitoria, que fue uno de los que se expresó en esos términos (afirmó que en la actualidad ETA constituye un fenómeno que no merece más consideración que la meramente policial), ha vuelto sobre sus palabras para «matizarlas» y ha dicho algo que, en realidad, es sensiblemente diferente: que, si hay negociación política, habrá de ser con quienes tienen representación política, «aunque ahora estén circunstancialmente fuera de las instituciones», y no directamente con ETA. Pero no ha negado que la fórmula que conduzca a la desaparición de ETA haya de ser finalmente el resultado de una negociación.

Me temo que por aquí –y digo exactamente «por aquí», porque estoy de nuevo por tierra vasca– ha habido algunos que han confundido sus deseos con la realidad. Eso nunca conduce a nada.

 

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¿Quién tiró la piedra?

(Viernes, 19 de septiembre de 2003)

Cuando la Policía conducía detenido ayer al súbdito británico que ha admitido su relación con el asesinato de Coín, un individuo, integrado en un grupo de ciudadanos de ésos que se forman a toda velocidad en relación con lo que sea para mostrar su indignación supina y su irrefrenable deseo de venganza –es decir, para salir en la tele–, arrojó un pedrusco que, como suele ocurrir en estos casos, no acertó en la cabeza de su destinatario, sino en la cara de un comisario de Policía, en la que abrió una brecha de considerables proporciones.

Aunque no haya nacido yo para defensor a ultranza de los comisarios de Policía –que no sólo suelen defenderse muy bien solos sino que, además, tampoco acostumbran ellos a proceder con modales demasiado versallescos–, el suceso me parece que simboliza bastante bien la barbarie de esas turbas con aspiraciones a extras de película. Hijos espirituales del virginiano juez Lynch, famoso en el mundo entero por la ley que lleva su nombre y por los linchamientos resultantes de su aplicación, condenan de antemano a los detenidos y exigen la ejecución inmediata de la sentencia, cuando no se animan a ponerla en práctica por su cuenta. La cuestión no es sólo que se equivoquen con cierta frecuencia y hagan pagar a justos por pecadores. Tampoco que, además, pretendan aplicar penas tan ilegales como estrafalarias (la lapidación, en este caso). Lo peor es que conciben –y animan a que se conciba– la Justicia como venganza. (Nótese que ninguno de nuestros muy constitucionalistas medios de comunicación se ha animado a poner de vuelta y media ese comportamiento popular. Se inclinan ante los más bajos instintos del populacho –porque eso no merece el nombre de pueblo– y le dan carnaza.  ¡Amarillismo puro!).

Pero no nos conformemos con culpar del fenómeno a los medios de comunicación en general, y a las televisiones en particular, aunque sea justo hacerlo: su aportación es decisiva. No se movilizaría ni mucho menos tanta gente si no fuera porque cree que así va a ver reconocido su derecho universal a tener un cuarto de hora de fama, derecho formulado –un tanto tontamente, dicho sea de paso– por Andy Warhol.

Hay en ellos algo más que afán de notoriedad: el gusto por el linchamiento es muy anterior a la televisión. Para mí que son también intérpretes inconscientes de una pulsión tribal, que mueve a odiar a muerte a quien lesiona gravemente las reglas de funcionamiento que hacen que el grupo se sienta en paz, confortable.

Son gente de orden que no soporta que le alteren su orden.

Cuando oí ayer la noticia de la pedrada, me formulé mentalmente la pregunta retórica que da título a estas líneas («¿Quién tiró la piedra?»). Y recordé una viejísima canción popular:

El aldeano tiró

tiró la piedra, tiró

tiró la piedra

y no la encontró.

Aldeanos de hoy en día.

 

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P. S. Ayer me equivoqué y cité a la secta de los Legionarios de Cristo llamándolos «Legionarios de Cristo Rey». Un divertido lapsus.

 

 

 

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