Apuntes del natural

[Del 8 al 15 de agosto de 2003]

 

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Luisa Fernanda

(Jueves, 14 de agosto de 2003)

Radio Euskadi. Ayer, cerca de la una de la tarde. Es un concurso.

–¡Ofrecemos entradas! ¡Zarzuela o circo! A ver... Una llamada... ¿Cómo te llamas? ¡Kontxi! Vale, Kontxi... ¿Qué prefieres, zarzuela o circo? ¡Zarzuela, muy bien! Dos entradas en juego, para Luisa Fernanda... Cántanos algo que sepas de esa zarzuela...

Kontxi entona lo mejor que puede:

–«A la sombra de una sombrilla son ideales / los madrigales / a media luz»....

–¡Muy bien, Kontxi! ¡Las entradas son tuyas! ¡No cuelgues! ¡Te tomamos los datos!

Me imagino. Radio Nacional, Madrid, una de la tarde:

–¡Ofrecemos dos entradas! ¡Bertsolaris o circo! ¿Quién eres?

–Almudena, de Chamberí.

--¿Y qué prefieres?

–Bertsolaris.

¿A que es gracioso? 

 

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¿Es el marketing una ciencia exacta?

(Miércoles, 13 de agosto de 2003)

Me he enterado, gracias a nuestro Marat y a su crítica de televisión, de que la canción de la cremita, incluida en un anuncio de la ONCE y repetida hasta el aburrimiento en las radios, está en un tris de entrar en las listas de éxitos.

No diré que sabía que eso iba a suceder. Lo que sí puedo afirmar es que sabía que podía suceder. E incluso que era muy fácil que sucediera. Es más: comenté públicamente que, de ser responsable de una casa discográfica, no sólo editaría la cancioncita de marras, sino también la otra que empieza diciendo: «Tengo gambas, tengo chopitos...» en su doble versión, española e inglesa.

¿Por qué? Porque las cosas funcionan así.  No es sólo cuestión de repetición. Otras cosas se repiten tanto o más. Es esa zafiedad con guiño incluido: el secreto del éxito de Torrente. Permite a una buena parte de la población aplaudir la zafiedad pretendiéndose por encima.

Un uso adecuado de esa fórmula, convenientemente respaldado por los medios, asegura el éxito. Creedme: no tiene vuelta de hoja. Como que dos y dos son... dos y dos.

 

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Saturados

(Martes, 12 de agosto de 2003)

Habíamos quedado ayer a comer con unos amigos en una terraza de la zona de Les Rotes, entre Dènia y Xàbia.

Es una costa bella y rocosa. Para introducirse en el mar por allí hay que andar con zapatillas... y con mucho cuidado.

En contra de lo que pueda parecer, esa circunstancia convierte el paraje en muy atractivo: las familias con niños pequeños lo huyen, por temor a que los críos se accidenten.

Pensamos que podía ser buena idea ir pronto, llegar con tiempo y darnos un buen remojón  antes de atacar el arroz de rigor.

Salimos de Aigües poco después de mediodía. Cogimos un atajo que conduce rápidamente a La Vila Joiosa, enlazamos con la autopista y, aunque había bastante circulación, no tardamos en llegar a la salida de Dènia.

Ahí empezó el viacrucis. Es decir, la caravana. Dos metros, parar; un metro, parar; otros dos metros, parar... Desde la autopista a Dènia, un siglo. Atravesar Dènia para coger la carreterita de la costa, otro. Cuando llegamos, nuestros amigos ya estaban sentados en el restaurante.

El regreso fue todavía peor. Para no atravesar de nuevo Dènia, optamos por tomar la carretera de la costa: larga, cargada de curvas y frecuentada por una buena cantidad de conductores borrachos.

¿Diagnóstico? Muy sencillo: toda esa zona hace tiempo que ha rebasado su nivel de saturación. Hay demasiados coches. Demasiada gente.

No existen –no podrían existir– infraestructuras capaces de soportar esa riada humana. Ni en Dènia ni en toda la Costa Blanca.

Falla todo.  No hay sitio para aparcar tanto coche –casi tres cuartos de hora tardé en librarme el otro día del mío en El Campello, cuando lo único que quería era comprar un par de cosas en la ferretería–, no hay agua para calmar tanta sed, abastecer tanta ducha y tanta pìscina y regar tantos campos de golf, no hay medios sanitarios para atender a tal cantidad de población flotante, no hay servicios de limpieza para recoger y reciclar tan increíble volumen de basura, no hay red eléctrica que soporte tantos aparatos de aire acondicionado...

En Aigües funciono con una conexión a internet por vía de telefonía convencional. La red local es bastante precaria y no permite instalar artilugios de alta velocidad. Durante la mayor parte del año eso no es demasiado problema, pero ahora mismo el servicio está tan sobrecargado que la mitad de las veces no logro establecer conexión y, cuando lo consigo, el contacto es lento e inestable. Tarda mucho en reaccionar y se corta cada dos por tres. Hoy, para obtener de la prensa del día la información que me hubiera hecho falta para escribir la  columna de El Mundo en la que estaba pensando, me he pasado más de una hora. Casi renuncio.

 

Los problemas están claros. Las soluciones, en absoluto.

Se ha desarrollado un modelo de expansión turística que se basa en la cantidad: más, más y más turistas. La ventaja es obvia: se han democratizado las vacaciones. La prueba más completa –y más chirriante– la tenemos en Benidorm, con sus rascacielos espantosos y sus playas atestadas que huelen a protector solar a tres kilómetros de distancia.

La patronal de la Costa Azul se burla del modelo del Mediterráneo español: «Con una afluencia de turistas cien veces menor, nosotros logramos ingresos superiores», dicen. Y es muy posible que sea cierto. Pero –dejando a un lado que ya no quepa convertir Sant Joan en Antibes–, está por ver que la Costa Azul sea un modelo válido. Todo está cuidadísimo, pero carísimo. Lo disfrutan cuatro.

¿Tratar de rectificar la querencia? ¿Poner trabas a los operadores turísticos que mueven muchísimo dinero, pero que se llevan mucho más que el que dejan? ¿Intentar la diversificación del modelo? ¿Convencer a una parte de la población de que la montaña está muy bien y es muy sana?

No sé cuál es la solución. Ni siquiera sé si hay solución, llegados a este punto.

Tal vez no. Es una manía muy humana, tan enternecedora como absurda, ésa de creer que todos los males tienen remedio.  

 

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El comportamiento de los gatos

(Lunes, 11 de agosto de 2003)

Desde que llegamos a Aigües de vacaciones, una gata y un gato muy parecidos entre sí –salvo por el tamaño, claro está– se instalaron con nosotros. Adoptaron un orden del día inmutable: por la mañana, a primera hora, firmes en la puerta de casa, reclamándome su comida; después, juegos varios y carantoñas mutuas en el jardín; más tarde, siesta... Siempre el uno junto a la otra, a todas partes juntos.

Anteayer por la mañana sólo apareció ella. Reclamó su comida, se la puse, comió algo –poco– y se fue de casa, camino abajo.

Ayer repitió la operación, con una variante: después de comer se tumbó a descansar, pero no junto al porche de la casa, sino a buena distancia. Me pareció notarle una actitud recelosa.

De su –hasta la víspera– inseparable compañero, ni noticia.

Esta mañana, cuando he abierto la puerta de la casa, estaba allí, como todos los días, con sus preciosos ojos oscuros mirándome. Cuando he ido a ponerle la comida, he descubierto que tenía prácticamente intacta la de ayer. Pese a lo cual, le he puesto un poco más. Durante un rato ha hecho como si comiera, pero apenas ha probado bocado. Luego se ha ido.

¿Por qué? ¿A cuento de qué adoptaron en pareja esas costumbres, por qué se separaron luego, por qué la gata sigue viniendo pero se comporta tan raramente?

Lo he estado pensando. Y no tengo ni idea.

A la única conclusión a la que he llegado es ésta: antes de afirmar que soy incapaz de saber por qué hacen los gatos las cosas que hacen, debería seguir todos sus movimientos, las 24 horas del día, y estudiarlos con la mayor atención. Cosa a la que, decididamente, no estoy dispuesto.

Lo cual es aplicable al comportamiento de la práctica totalidad de los humanos. 

 

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El ventilador de techo

(Domingo, 10 de agosto de 2003)

Fue a comienzos del verano de 1978 cuando por primera vez reparé en la existencia de los ventiladores de techo.

Sucedió tal cosa en Ibiza y no por iniciativa propia, sino a indicación de mi hermano Josemari, por entonces afincado en aquel rincón del Mediterráneo. Afirmó que, por culpa de la proliferación de los mentados artilugios, presentes en todo techo visible, la isla corría el peligro cierto de salir volando el día menos pensado.

No muy convencido de la tesis, suscité una animada discusión científico-técnica sobre la adherencia del subsuelo ibicenco, lo cual no nos condujo a parte alguna –bueno, sí: al puerto, puesto que íbamos paseando en esa dirección–, pero hube de admitir que, en todo caso, no le faltaba razón a mi hermano cuando denunciaba la querencia local a llenar los techos de aspas.

No volví a acordarme de los ventiladores de techo hasta hace cinco o seis años, cuando Charo y yo fuimos a pasar unos días a Ibiza (precisamente a Ibiza).

Nos alojamos en un hotel que se suponía de campanillas, pero las habitaciones no tenían aire acondicionado, sino ventiladores de techo.  La verdad es que me dio igual, porque ese verano no hizo demasiado calor, regresábamos al hotel ya medio dormidos y un simpático animador de turistas decrépitos se encargaba de despertarnos a las 8 de la mañana cantando a grito limpio una tabla de gimnasia.

De esta guisa, bien puede decirse que mi verdadero encuentro con los ventiladores de techo se ha producido este verano.

El descubrimiento tuvo lugar en Tenerife.

Mi primo Emilio vive en un piso estupendo, situado entre Santa Cruz y La Laguna, en una colina por la que corre un airecito muy agradable. En comparación con Santa Cruz, la temperatura es buena. En comparación con Santa Cruz, insisto.

Basándose en la brisa, en la colina y todo lo demás, mi primo Emilio sostiene que allí el aire acondicionado no hace falta para nada.

Sería más preciso si dijera que a él no le hace falta para nada. Yo sudaba la gota gorda y, así que en mis noches de sofoco atisbaba un rayo de luz en el horizonte, dejaba tras de mí la cama ardiente, me instalaba en la mesa del salón y me ponía a escribir... justo debajo de la corriente de aire creada por un estupendo ventilador de techo.

–Oye, esto de los ventiladores de techo está muy bien –le dije a Charo.

–Claro. Por eso los ponen. Además, apenas hacen ruido y consumen muy poco –me respondió.

Estaba yo en estas cavilaciones cuando me topé con un artículo en el periódico (no recuerdo en cual). Contaba que los ventiladores de techo, aparte de su utilidad intrínseca, son todavía mejores cuando se usan para reforzar los modernos sistemas de refrigeración o calefacción.

–¡Hasta un 15% de ahorro! –exclamé.

–¿Qué? –contestó Charo.

–Los ventiladores de techo. Aquí dice que permiten ahorrar hasta un 15% de energía si los haces funcionar en una habitación en la que haya aire acondicionado o calefacción.  

–¿Seguro? –me preguntó con gesto de incredulidad.

A decir verdad, no estaba para nada seguro de la afirmación, así que lo dejé estar.

Pero me quedé con la copla.

El asunto volvió a aparecer días después, ya instalados en Aigües y dándole vueltas a esto de los terribles calores del verano.

–Lo mismo compro un ventilador de techo –le dije a Charo.

–¿Para qué habitación? –me preguntó.

–Para el salón. O para el dormitorio. O para el estudio.

–¿Qué quieres comprar? ¿Un ventilador o tres?

Ella siempre tan mordaz.

–Podemos poner uno, a prueba.

–Pues ponlo en el dormitorio. Por poco que duermas, es el punto en el que pasas más tiempo fijo.

Hube de darle la razón.

En mala hora.

Anteayer pasamos por Carrefour. Miré el estante ad hoc y quedé agradablemente sorprendido: 40 euros el ventilateur de plafond con lámpara de techo incorporada. ¡Bien! La caja para el carrito.

La verdadera tragedia se produjo ayer, cuando, a primera hora, abrí la caja.

Piezas. Bolsitas de plástico con tornillos y arandelas. Muchas cosas. Todas sueltas.

Cuando Charo se levantó se lo dije:

–Estoy muy ilusionado. Por el mismo precio he comprado un ventilador de techo y un puzzle de 400 piezas.

–Ah.

Cuando Charo no sabe qué decir, dice siempre «Ah».

–Mira el manual de instrucciones –añadió al cabo de un rato.

Para no parecer sádico y masoquista a la vez, me abstuve de informarle de que: a) el manual de instrucciones en cuestión se refiere a la vez a dos modelos de ventilador bastante diferentes, por lo cual te está diciendo constantemente que hagas esto o que hagas lo otro «según el modelo de que se trate»; b) el gráfico en el que se muestra cómo se ensamblan todas las piezas tiene 3 cm. de ancho por otros 3 cm. de alto (medidos con regla), y c)  las instrucciones incluyen párrafos como éste: «Coloque el ventilador en suspensión en el enganche o en el estribo comprobando que la ranura de la rótula se halle frente a la patilla del enganche».

Francamente: lo de E = MC2 me parece bastante más sencillo.

Pero pronto supe que todo eso iba a ser lo de menos. Porque enseguida me enteré de que el soporte del techo –del que yo carecía– debía ser capaz de aguantar 25 kilos, y fui advertido con severidad de que la parte eléctrica del montaje era lo suficientemente compleja como para que, de no estar familiarizado con las instalaciones eléctricas, llamara a un electricista diplomado.

–¡Claro! ¡Sí!–bramé–. ¡Llamo a un electricista y, cuando se digne venir, me enteraré de que nada más que por subir hasta aquí me cobra dos veces lo que vale el aparato!

–¿Todo bien? –preguntó Charo, que estaba leyendo una novela de Zúñiga en el porche.

–¿Eh? Ah, sí, perfecto.

Prefiero no detallar las aventuras que afronté durante las cuatro horas siguientes hasta colocar mal que bien –más mal que bien, a fuer de sincero– un par de soportes de balancín en el techo, teóricamente capaces de soportar 25 kilos de peso –espero que los soporten, porque he de dormir justo debajo– y hasta que me enteré por experiencia –no normal, pero sí corriente: de 220 voltios, en concreto– cómo enganchaban los cables.

Las piezas –no estaba ya para florituras– las fui encajando por intuición. Si algo tenía pinta de encajar, yo lo encajaba.

Lo curioso es que, cuando colgué el conjunto en el techo, justo sobre la cama, no sólo no se cayó a la primera, sino que arrancó, puso las aspas a dar vueltas y alumbró una bombilla. Y ahí sigue, de momento.

Me quedé mirándolo. Intrigado, traté de imaginar qué podrá sucederle al ciudadano o ciudadana de a pie que no tenga ni mi experiencia de bricoleur, ni mi panoplia de herramientas, ni mi paciencia, ni mi cabezonería... y se le ocurra comprarse ese ventilateur de plafond tan barato y tan estupendo.

Salí al porche y le pregunté a Charo:

–¿Qué te parece si compramos otro ventilador de techo, para el salón, por ejemplo, pero éste lo instalas tú?

Charo cerró la novela, ya terminada, y me sonrió beatíficamente:

–Oh, de acuerdo. Pero el año que viene, ya, ¿no? ¿Te parece?

 

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Calentones

(Sábado, 9 de agosto de 2003)

Son cutres para todo. También para las coartadas.

Ahora dicen –y en la identidad formal de la explicación se vuelven a poner en evidencia– que todas las acusaciones que se cruzaron ante la audiencia de Salsa rosa fueron fruto de «un calentón».

(Por cierto: creo que nunca he comentado que odio la salsa rosa. Me parece un invento culinario deleznable. Como suele ocurrir con algunas salsas de sabor fuerte –incluyendo bastantes de la cocina china barata–, la principal utilidad de la salsa rosa suele ser la de disimular el dudoso sabor de aquello que acompaña: marisco de quinta categoría descongelado hace días, normalmente.

Así considerado, el nombre del referido programa de televisión parece bastante adecuado.

Pero volvamos al calentón.)

Estoy dispuesto a admitir que no es imposible que a uno se le caliente la boca en el curso de una discusión y afirme cosas que realmente no piensa, o que no pretenden ser literalmente ciertas. Cabe que alguien muy acalorado puede llamar a otro «ladrón» sin que ello implique que cuente con datos que prueban que el aludido tiene vías de ingreso no conformes con el Código Penal.  Pero eso puede afectar a acusaciones genéricas, tipo «ladrón», «canalla», «hijo de puta», etcétera. A cambio, no me parece verosímil que un menda, por muy acalorado que esté, pueda decir: «Tú violaste a Ramoncita Pérez el 7 de marzo de 2002 a las 4 y 20 de la tarde en el prado del tío Macario, y lo sé porque lo vi». Por ejemplo.

Los tiros que ese par de bribones se dispararon entre sí no fueron de fogueo. Llevaban plomo. Ahora se han dado cuenta, los muy botarates, de que se estaban hundiendo los dos en su propia ciénaga y han pactado una tregua para tratar de salir.

Es tarde. Todo el mundo les creyó cuando se acusaron. Nadie les cree cuando se disculpan.

 

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El polvorín indonesio

(Viernes, 8 de agosto de 2003)

Hay sucesos que, vistos a mucha distancia geográfica y cultural y sin conocimiento de la realidad que los rodea, parecen irreales, absurdos, e incluso inhumanos, dicho sea en el sentido estricto del adjetivo, es decir, como impropios de nuestra especie.

Que un individuo se introduzca en un coche cargado de explosivos y se lance contra las instalaciones de un establecimiento público, como sucedió el pasado martes en el Hotel Marriott de Yakarta, es uno de esos sucesos. Estamos ya más o menos habituados a que hechos así se produzcan en países que se encuentran en guerra, internacional o civil. Damos en considerar que el horror inherente a la guerra explica no sólo la violencia, sino incluso la violencia suicida.

Pero en Indonesia no hay guerra. ¿O sí?

Una sensación similar de extrañeza nos invade cuando vemos a Amrozi ben Nurhasim, acusado de haber sido uno de los autores del atentado que causó dos centenares de víctimas en Bali en octubre de 2002, recibir su condena a muerte con risotadas y gestos de júbilo.

Disto de ser experto en asuntos indonesios pero, cuando oigo noticias como ésas, me acuerdo de los días que pasé en aquellos lares en 2001. Estuve en Yakarta, en la misma zona residencial donde se encuentra el Hotel Marriott. Pero también me moví algo por la ciudad y por la isla de Java, y fui testigo de la miseria infinita de millones y millones de personas, para las que la vida –incluida la propia– no vale apenas nada. El escandaloso contraste entre el lujo asiático en el que vive la minoría privilegiada, enfeudada a las grandes potencias internacionales –a los EUA sobre todo–, y la infraexistencia de los más vuelve superfluo cualquier intento de demagogia.

Un suceso me resultó más ilustrativo que mil datos. Creo que lo conté por entonces en mi Diario. Iba yo paseando por una calle de Yogyakarta, acompañado por el inevitable guía, cuando un hombre se me acercó. Llevaba de la mano a una jovencita, casi una niña. «Mister, mister, 20 dollars!», me dijo. Pedí al guía que me explicara qué significaba aquello. «Es su hija. Se la está ofreciendo. Se la vende», me respondió. «¿Como prostituta?», le pregunté, sin poder creérmelo. «Como lo que quiera. Ya le he dicho que se la está vendiendo», concluyó el hombre.

Por supuesto que Indonesia tiene muchos problemas, además del de la miseria.  Gravísimos conflictos de integración –o desintegración– nacional, de identidad religiosa, de modelo económico; enormes escándalos de corrupción; interferencias constantes y descaradas de las Fuerzas Armadas en la vida política y social; violaciones sistemáticas de los derechos humanos... Pero la miseria los empapa todos. Y los agrava todos.

A mí no me sorprende nada de lo que de vez en cuando nos cuentan de allá.

Si es caso, me sorprende que no se cuente mucho más. Y mucho peor.

 

 

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