La donna é mobile

 

 

Incendios sin llamas: con esta frase definía Jardiel las mudanzas. Mi opinión es que el ocurrente escritor se quedó corto. Mudarse de casa da lugar a un abultado conjunto de males que lo tienen a uno agotado e intranquilo durante una buena porción de días. Y si la suerte no acompaña al mudante, es posible que quepa añadir a todas las naturales molestias del cambio domiciliar otra importante cantidad de trastornos más o menos inquietantes. A la desazón que acompaña al que deja para siempre el que ha sido su hábitat durante bastante tiempo; al nerviosismo que produce tener las cosas de uno manga por hombro, sin saber exactamente en qué lugar se encuentran escondidos los objetos que antes estaban siempre a mano; al cansancio que produce llevar y traer trastos; a todos esos inconvenientes, pueden siempre sumarse desgracias inesperadas, como que la ducha de la nueva casa no expulse la cantidad de líquido elemento con el arrojo que cabe esperar de tales artefactos, o que el calefactor del dormitorio sorprenda la rutina del plácido durmiente con una alegre e inesperada fuga acuática, o tal vez que el arrendador del piso resulte ser un tipejo patibulario y de malas entrañas, contradiciendo la encantadora idea que el arrendatario se había forjado de aquél, en los días previos a la firma del diabólico contrato de alquiler. En el mejor de los casos, a los que nos mudamos de hogar nos espera un heterogéneo via crucis de cientos de etapas, a cual más siniestra y engorrosa.

El lector sagaz se habrá dado cuenta ya, a estas alturas, de que servidora está pasando por el trance descrito. Me encuentro a medio camino entre la turbación generalizada de los primeros días de mudanza y el fin del proceso, que llega invariablemente acompañado de la comodidad que da el saber que una está, por fin, en casa.

Y como tengo la mala costumbre de darle vueltas a las meninges para aprovechar los malos y los buenos ratos, y extraer de ellos alguna conclusión que me haga parecer más comprensible esta vida traidora, he dado en comparar mi mudanza con el desarraigo absoluto que sufren millones de personas en todo el mundo: si yo padezco lo que padezco mudándome a 300 metros de mi anterior apartamento, no quiero ni pensar cuál será la tortura que sufren las personas que deben abandonar casa, país, familia, costumbres, el entorno entero, para siempre, o para mucho tiempo. Hablo de los emigrantes de toda índole y condición, desde los que huyen de la guerra, la tortura y la persecución política, hasta los que buscan otra vida menos mugrienta en otras partes del planeta.

Algunos tienen suerte, y les va bien en su nuevo ambiente. Pero otros sólo encuentran más problemas, y en ocasiones peores condiciones que las que dejaron atrás. Es el caso de los refugiados palestinos, por ejemplo. Imaginaos cómo puede ser vivir en un campamento de refugiados de la franja de Gaza, entre escombros, miseria, suciedad, y con la seguridad de que el ejército israelí intentará acabar con tu vida y con la de la gente que conoces y que quieres, a la menor oportunidad y con cualquier excusa.

¿Y esos millones de emigrantes que arriesgan su vida por cruzar el estrecho de Gibraltar o el de Florida, el mar Mediterráneo o el de Los Corales? Si llegan enteros a su lugar de destino, son demasiadas las posibilidades de que su nueva existencia esté llena de carencias y de problemas.

Tampoco envidio los saltos del charco que millones de americanos han dado para llegar a Europa. Añoran tanto su tierra que no hay más que oírlos para darse cuenta de cuánta es su pena.

Una vez más, he llegado al convencimiento de que lo mío no es para tanto. Es mi sino.

 

Para escribir a la autora: bmartos1969@yahoo.es

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