Louverture está en el Panteón

 

 

En el año del bicentenario de la independencia de Haití, el país americano ha entrado en una de sus crisis civiles profundas. El ya ex presidente haitiano, Jean-Bertrand Aristide, ha declarado apesadumbrado y sombrío que su llegada a Banguí, la capital de la República Centroafricana, se debe a que el Ejército estadounidense lo obligó a abandonar su país. Afirma que fue secuestrado y que ha sido víctima de un golpe de estado propiciado por el Gobierno de Bush. Tiene toda la pinta de decir la verdad. Pero no puedo evitar pensar que su exilio es un destino que él mismo se ha forjado. “Al derrocarme, han derribado el árbol de la paz,” dice Aristide, “pero volverá a crecer, porque las raíces están bien plantadas”.

 No se le da mal hacer frases, pero soy consciente de que miente a sabiendas. Sus años de juventud sacerdotal en los que preconizaba la Teología de la Liberación entre los más pobres, sus actividades en ayuda de los desfavorecidos (ancianos, niños huérfanos, etc.), incluso sus primeros años de militancia política en el partido Lavalas (palabra créole para referirse al torrente que baja de la montaña después de una tormenta, y que arrastra todo lo que encuentra a su paso), merecen todo mi respeto. Tuvo que enfrentarse a varios intentos de asesinato por parte de la ultraderecha haitiana, que entendía que Aristide, aún siendo declaradamente moderado (nunca quiso aliarse con los partidos comunistas, e inició pronto una campaña de acercamiento y comprensión hacia Estados Unidos y Francia), suponía poco menos que la amenaza de la revolución popular. Sin embargo, fue forzado a exiliarse en Venezuela y en Estados Unidos a causa de una asonada militar, y a su vuelta a Haití en 1994 (regreso facilitado, en una operación sin precedentes, por el Ejército estadounidense, cansado ya de la Junta militar golpista que había tomado el poder), había olvidado por completo sus promesas de alfabetización, de defensa de los Derechos Humanos, y de acabar con la miseria de la mayor parte de los haitianos: en el exilio se había comprometido a aplicar las medidas de ajuste estructural preconizadas por el FMI. En 2001, tras prestar nuevo juramento como mandatario de Haití, se dedicó a explicar su propósito de "traer la paz" a todos los haitianos y de "construir una nación de amor enraizada en la democracia", mientras se negaba rotundamente a atender a las peticiones extranjeras de revisión de los comicios -en los que obtuvo el 91 % de los votos-, y hacía caso omiso de los informes de Amnistía Internacional en los que se denunciaba año tras año la brutalidad y la corrupción de la Policía Nacional Civil, cuerpo que sustituyó, por decreto de Aristide, al ejército haitiano. Entre las “hazañas” del ex presidente destaco, para que os hagáis una buena idea de su impericia política, de su falta de escrúpulos y de su apego al poder, su solicitud de un embargo total a su país el 6 de mayo de 1994. Para justificar su postura alegó que con tal medida los únicos perjudicados serían “los golpistas y sus familias”. Su fortuna personal, se rumorea, alcanza cifras obscenas, y no es descartable que se haya enriquecido con el negocio del narcotráfico. Aristide, en fin, ha sufrido una indiscutible deriva dictatorial que ha provocado la revuelta de los paramilitares y también de la ciudadanía exhausta. Hasta en Estados Unidos han decidido prescindir de él.

 Hoy, en Haití (el único país americano que figura en la desoladora lista de los veinticincos países más pobres del mundo), las rutas son intransitables; sólo hay electricidad unas horas al día; de cada cuatro electores, tres no saben leer; el tráfico de drogas ha superado los récords que se alcanzaron en tiempos de Duvalier; dos millones de haitianos son emigrantes en otros países; la superficie agrícola ha disminuido a la mitad en 25 años; tres millones de isleños (de un total de siete) viven en la pobreza absoluta; la violencia se recrudece y se multiplica (dice un proverbio haitiano: “La Constitution est en papier, les baïonnettes sont en acier”, “la Constitución es de papel, las bayonetas son de acero”); los criollos oprimen a los descendientes de los esclavos (los bossales, o peaux sales, “pieles sucias”). Afirma el historiador Christophe Wargny, especialista de Le Monde Diplomatique en la región antillana y ex colaborador de Aristide, que la palabra que define la crueldad inhumana que sufren los haitianos es “desolación”.

 Ante esta intolerable situación, a Aristide se le abrieron al menos tres frentes diferentes, que ya se han unido en Puerto Príncipe: el primero es el grupo opositor civil (que contiene a varios grupos y que está coordinado por el empresario textil André Apaid, por Gérard Pierre-Charles, un intelectual nominado al Nobel de la Paz, y por Michael Gaillard, hijo del intelectual haitiano Roger Gaillard, fundador del viejo Partido Comunista Haitiano), que marchó durante semanas en forma ordenada por la capital para reclamar mejoras en la situación económica y social del país, y cuyas protestas fueron durísimamente reprimidas por la Policía Nacional; el grupo de paramilitares que tomó el pueblo de Gonaives, a cuyo mando se encontraba el hermano del líder Amiot Metayer, a quien se supone asesinado por orden del Gobierno; y por fin, un grupo de ex–militares exiliados en República Dominicana, antiguos represores expulsados de sus cargos por Aristide. Estos dos últimos grupos, armados hasta los dientes, parecen haberse hecho con la situación.

 La intervención extranjera puede evitar una guerra civil, pero la infame situación en la que se encuentran la mayor parte de los haitianos tiene todos los visos de continuar. Nadie ha hecho gran cosa por acabar con la miseria en Haití, desde la revuelta del general Toussaint Louverture, hace ya dos siglos.

 Louverture está enterrado en el Panteón de París, y con él, me temo mucho, la esperanza para los haitianos.<

 

Para escribir a la autora: bmartos1969@yahoo.es

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