Naturaleza salvaje

 

     Mi televisor no ofrece demasiadas posibilidades: las justas; las que se sintonizan gratuitamente. La culpa la tiene la escasez pecuniaria que padecemos mi marido y yo: no nos llega el sueldo para contratar emisiones vía satélite. Si por ello no fuera, voto a tal que abriría mis ávidos ojos de telespectadora impenitente a otros mundos que no encuentro en las emisoras abiertas. Sobre todo, a los documentales de todo género. No lo digo porque sí: Ángel y yo nos lo pasamos pipa comentando los que explican la vida animal. “Mira el gorila éste, cómo se pone, es como tu padre cuando lo despertabais de la siesta” (“¡todas las siestas del mundo me tenéis que fastidiar!”); “estos lobeznos son como los sobrinos, si no hacen el capullo no están contentos”; “jolín con la mantis, macho, qué carácter”; “ya podíais aprender del caballito de mar”; etc. Pero éstos son los documentales al uso, los de toda la vida.

     Ahora se lleva otro género: los documentales de impacto. De ellos he tenido noticia a través de los programas de zapping que emiten los sábados por la mañana Antena 3 y Tele 5. Ambos dedican una sección a este tipo de programas, cuyos nombres espeluznan y transmiten a la perfección el contenido de aquéllos: “Naturaleza cruel”; “Salvajes y sanguinarios”; “Muerte en la sabana”; “Felinos asesinos”; y así de ilustrativos, en general. Se trata de mostrarnos, con toda la crudeza posible -y si hay que exagerar, se exagera- cómo los inocentes rumiantes africanos caen muertos en las fauces de las leonas, o cómo las orcas juegan con sus pobres presas mientras éstas agonizan, cómo muere de inanición un ñu con la mandíbula rota, y cómo devoran sus restos los carroñeros. Sangre, vísceras, horror, mucosas y bilis, al por mayor y sin cortarse. Las voces en off, como si de una película de terror se tratara, se deleitan en explicar cómo crujen los huesos, cómo sufren las víctimas, hasta dónde llega la falta de miramientos de los depredadores. Todo ello aliñado con efectos sonoros de lo más inquietante. Más que documentales sobre la vida salvaje y silvestre parecen remakes de “Holocausto Caníbal”, aquel mito del cine gore.

     Dice mi suegro, y coincido con él, que tras esta moda sanguinolenta en los documentales sobre la vida animal se oculta la fatal ideología que defiende la competitividad más feroz, también entre los seres humanos. Aquella vieja y falaz interpretación de la teoría de Darwin sobre la selección natural, que vuelve por sus fueros, reforzada. Viene a querer explicar que la solidaridad es una pamema, que el altruismo no es más que un artificio, y que el más fuerte debe sobrevivir, a toda costa y pisando las cabezas que hagan falta.

     Y así está el panorama: de cada diez personas que me rodean en mi lugar de trabajo, no menos de tres son capaces de asfixiar a su padre con un calcetín sudado si con ello ascienden. Son un género de trepas que resultan tan nauseabundos y tan antipatiquísimos, que nadie más que ellos los soporta, salvando a los jefes pagados de sí mismos a los que les encanta que les hagan la pelota más rastrera. Sin embargo, esta especie de babosos triunfa. Y cómo. La competitividad sin complejos y sin vergüenza es el leit motiv de sus siniestras vidas.

     A veces me da por pensar cómo mostrarían los autores de esos impíos documentales a esta fauna laboral. Quizá podrían hacer una serie titulada “La vida sin escrúpulos”, en la que nos enseñasen cómo estos sinvergüenzas traman en contra de sus compañeros y les ocultan información; enjabonan a sus superiores en su presencia y los insultan a sus espaldas; cómo aceptan un puesto de trabajo del que acaban de largar a un padre de familia; y así.

Uf. Qué duro. No creo que el estómago me diera para tanto. Espero que a ningún productor televisivo se le ocurra hacerme caso.

 

Para escribir a la autora: bmartos1969@yahoo.es

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